jueves, 1 de octubre de 2020

El miedo no es sonso - P. Leonardo Castellani

 

El miedo no es sonso

Después de aquella enfermedad en que temí morirme – y en la cual habiendo leído la vida de Los Tres Patronos de la Juventud hice el infantil propósito de hacerme cura si sanaba, cura' jesuita" como San Luis Gonzaga, aunque no sabía lo que era jesuita– , convalecido ya, me mandaron con mi hermana María a Las Toscas a reponerme. Los chicos de la ciudad que no han visto más que el naranjo del patio de la escuela no saben lo que es la chacra de Las Toscas, y los compadezco.

Las Toscas es un monte chaqueño, el río Las Toscas con su cascadita que desagua en el Paraná Guazú, la laguna Pipo, el picanillar, los pajonales y junqueras, la doma y los rodeos, la zafra de la caña dulce, la ralea del maíz, la quemazón para cazar liebres y cuises, la busca de nidos tordos, la... Pero basta: que no se pueden contar diez fábulas a la vez y hay que contentarse con una.

Fui un día con Coleto a baldear en el jagüel del Algarrobo Grande. Por los pastizales castigados por la seca, crujía carbonizada la yerba bajo el paso de los caballos, y hasta en el monte comenzaba a secarse. ¡Cómo estarían los animales! Coleto, atado su rocillo a la lonja cruda del balde volcador, inició con ardor el vaivén monótono que arrojaba arrobas de aguas limpísimas en la represa y en los bebederos. Yo entretanto, pueblero haragán, en vez de ofrecerme con mi bayo para ayudar a tirar agua, estaba tentando, parado sobre la montura, de agarrarme a la horqueta del Alagarrobo Grande, a ver si podía subir hasta donde se veía una enredadera de ñanga– pirí, cargada de fruta. Pero era inútil: el árbol aquel era dificilísimo de subir – liso, derecho, sin ramas– a pesar de mi práctica, y yo no podía decir como la zorra "están verdes" porque asomaban entre las hojas las frambuesas bermejas que eran un encanto, yo que era loco por el ñanga– pirí.

Cuando Coleto llenó los bebederos y desenganchó a toda prisa para ir a repuntar los animales para la aguada, todavía estaba yo tenazmente prendido al tronco. "Esperáme un momento", gritó mi compañero, yo me tumbé al pie del algarrobo y empecé a mirar arriba lamiéndome los labios.

Un mugido lejano me hizo bajar la cabeza. Me puse la mano en las cejas, miré alrededor y vi que del monte venía la vaca Mocha.

Yo nunca había visto la Mocha, que siempre andaba disparada de las casas, pero la conocía demasiado por la fama, que no era buena: una vaca negra, con una sola guampa, muy cimarrona y arisca, que había abierto por la mitad al Barcino, el mejor perro de casa... era aquella. Y para mejor venía con cría, doblemente brava entonces. El animal mugió de nuevo y yo me puse en pie de un salto.

Evidentemente, aquella vaca quería algo conmigo. Se había parado mirándome, torcida la testa, con un ojo que parecía una brasa, mostrándome la punta marfilina de su único pitón. Yo me quise morir. Coleto me había dicho que un hombre a caballo no tiene miedo de ningún animal vacuno, por bravo que fuese; pero yo no fiaba tanto como eso de mi baquía de jinete, y además, para montar necesitaba arrimar el bayo a una zanja y el monstruo unicorne no me iba a dar tiempo, que ya estaba en marcha de nuevo...

Tronó el tercer bramido que me sacudió como un terremoto. De tres desesperados saltos estuve, dejando el caballo, al lado del algarrobo, al que me abracé con el ardor de un amigo de la infancia. ¿Dije antes que el algarrobo era de imposible trepación, más recto que la conciencia de un abogado? Pues bien, yo no sé cómo fue y van a decir que es mentira; pero cuando la Mocha llegó al pie, yo estaba en lo más alto de la copa del árbol.

La Mocha levantó la cabeza y me miró como la bruja del cuento, aquella que decía: "Tarán, Tarán, el que mira para abajo se cae en esta bolsa"; y después me tuvo lástima, y en vez de voltear el árbol, como yo creí que iba a hacer, se puso a beber tranquilamente al lado de su gentil becerrito, mugiendo de alegría. A los mugidos empezaron a aparecer por todos lados vacas pacíficas, tardos bueyes, novillos, vaquillonas, toretes, el burro y hasta una tropilla ajena al trote largo, con su padrillo a la cabeza, que hundían golosamente en el precioso licor cristalino las bocas hasta el pescuezo y bebían a grandes sorbos ávidos, empujándose amistosamente y mugiendo a coro. Yo empecé a sospechar que me había asustado de más y que la Mocha se venía solamente a beber, "porque hasta la más baguala cae al jagüel con la seca", según Martín Fierro, y los más baguales son precisamente los primeros que caen, cuando tienen hambre. Y despechado conmigo mismo, me puse a atrancarme a dos manos de ñanga– pirís, olvidado de que esa fruta silvestre tiene un ligero efecto purgante que, para los no acostumbrados como yo, no es ligero.

En eso cayó Coleto; y cuando me vio allá arriba se puso furioso.

– ¿Y tu caballo?

Mi caballo se había ido, empujado por la tropilla, yo no sabía dónde.

¡Dios, cómo se puso Coleto entonces!

– ¡Animal! ¡Se ha ido a la querencia, que es caballo recién comprado, a lo de Tomassone, a tres leguas de aquí! ¡Pedazo de...! ¿Quién te ha enseñado a dejar sueltos los...? ¡Me recon... centro en...! ¡Te vas a ir a pie... o montado en la vaca Mocha! ¿Dónde se ha visto dos enancados encima de una montura? ¿No decías que no se podía subir?

– Calláte, Coleto – le dije yo– , que estas son las cosas que Dios hace, que le pega a uno un susto grande, para que pueda hacer lo que antes no podía y así pueda llegar a los ñanga– pirís.

¿Quién me iba a contar a mí que esta idea rara que se me ocurrió entonces era una gran verdad, como lo supe después estudiando, y la dijo también Santa Teresa de Jesús?

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