MENSAJE DEL SANTO PADRE
SAN JUAN PABLO II
CON OCASIÓN DEL IX CENTENARIO
DE LA MUERTE DE SAN BRUNO
Al reverendo padre
Marcellin THEEUWES
Prior de Chartreuse
Ministro general de la Orden de los Cartujos
y a todos los miembros de la familia cartuja
1. Mientras los
miembros de la familia cartuja celebran el IX centenario de la muerte de su
fundador, doy gracias juntamente con ellos a Dios, que suscitó en su Iglesia la
figura eminente y siempre actual de san Bruno. Con una oración ferviente,
apreciando vuestro testimonio de fidelidad a la Sede de Pedro, me uno de buen
grado a la alegría de la orden cartuja, que tiene a este "padre muy bueno
e incomparable" como maestro de vida espiritual. El 6 de octubre de 1101,
"ardiendo de amor divino", Bruno dejó "las sombras fugitivas del
siglo" para alcanzar definitivamente los "bienes eternos" (cf. Carta
a Raúl, n. 13). Los hermanos del eremitorio de Santa María de la Torre, en
Calabria, a los que había dado tanto afecto, no podían dudar de que ese dies
natalis inauguraba una aventura espiritual singular, que produce aún hoy
frutos abundantes para la Iglesia y para el mundo.
Testigo de la
inquietud cultural y religiosa que en su época agitaba a la Europa naciente,
protagonista de la reforma que deseaba realizar la Iglesia frente a las
dificultades internas que encontraba, después de ser un profesor apreciado,
Bruno se sintió llamado a consagrarse al bien único que es Dios mismo.
"¿Hay algo tan bueno como Dios? Más aún, ¿existe un bien que no sea Dios?
Por eso el alma santa que percibe este bien, su incomparable brillo, su
esplendor y su belleza, arde en la llama de amor celestial y exclama:
"Mi alma tiene sed del Dios vivo; ¿cuándo veré el rostro de
Dios?"" (Carta a Raúl, n. 15). El carácter radical de esta sed
impulsó a Bruno, en la escucha paciente del Espíritu, a inventar con sus
primeros compañeros un estilo de vida eremítica, en el que todo favorece la
respuesta a la llamada de Cristo que, en todos los tiempos, elige a hombres
"para llevarlos a la soledad y unirse a ellos con un amor íntimo" (Estatutos
de la Orden de los Cartujos). Con esa elección de "vida en el
desierto", Bruno invita desde entonces a toda la comunidad eclesial
"a no perder nunca de vista la suprema vocación, que consiste en estar
siempre con el Señor" (Vita consecrata, 7).
San Bruno manifiesta un vivo sentido de Iglesia, pues fue capaz de olvidar "su" proyecto, para responder a las llamadas del Papa. Consciente de que no se puede avanzar por el camino de la santidad sin obedecer a la Iglesia, nos muestra así que la verdadera vida de seguimiento de Cristo exige ponerse en sus manos, manifestando en el abandono de sí un suplemento de amor. Esta actitud le mantenía en una alegría y alabanza a Dios permanentes. Sus hermanos constataban que "tenía siempre el rostro radiante de gozo y palabras modestas. Con el vigor de un padre, sabía mostrar la sensibilidad de una madre" (Introducción al Pergamino fúnebre dedicado a san Bruno). Estas delicadas palabras del pergamino fúnebre expresan la fecundidad de una vida consagrada a la contemplación del rostro de Cristo, fuente de eficacia apostólica y motor de la caridad fraterna. Ojalá que los hijos e hijas de san Bruno, a ejemplo de su padre, sigan contemplando siempre a Cristo, mostrando así "una vigilancia santa y perseverante, a la espera de la vuelta de su Maestro, para abrirle cuando llame" (Carta a Raúl, n. 4); esto constituye una llamada estimulante para que todos los cristianos se mantengan vigilantes en la oración a fin de acoger a su Señor.
2. Después del
gran jubileo de la Encarnación, la celebración del IX centenario de la muerte
de san Bruno adquiere hoy aún mayor importancia. En la carta apostólica Novo
millennio ineunte he invitado a todo el pueblo de Dios a recomenzar desde
Cristo, para que quienes tienen sed de sentido y de verdad escuchen los latidos
del corazón de Dios y del corazón de la Iglesia. Las palabras de
Cristo: "Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo"
(Mt 28, 20), invitan a todos los que llevan el nombre de discípulos a
sacar de esta certeza un impulso renovado para su vida cristiana, fuerza
inspiradora de su camino (cf. Novo millennio ineunte, 29). La
vocación a la oración y a la contemplación, que caracteriza la vida
cartuja, muestra particularmente que sólo Cristo puede dar a
la esperanza humana una plenitud de sentido y de alegría.
¿Cómo dudar
entonces, aunque sólo sea por un instante, de que esa expresión del amor puro
da a la vida cartuja una extraordinaria fecundidad misionera? En el retiro de
los monasterios y en la soledad de las celdas, paciente y silenciosamente, los
cartujos tejen el vestido nupcial de la Iglesia, "engalanada como una
novia ataviada para su esposo" (Ap 21, 3); presentan diariamente el
mundo a Dios e invitan a toda la humanidad al banquete de bodas del Cordero. La
celebración del sacrificio eucarístico constituye la fuente y la cumbre de toda
la vida en el desierto, conformando al ser mismo de Cristo a los hombres y
mujeres que se entregan al amor, a fin de hacer visibles la presencia y la
acción del Salvador en el mundo, para salvación de todos los hombres y alegría
de la Iglesia.
3. En el
corazón del desierto, lugar de prueba y de purificación de la fe, el Padre
lleva a los hombres por un camino de desprendimiento que va contra la lógica
del tener, del éxito y de la felicidad ilusoria. A los que querían vivir según
el ideal de san Bruno, Guigues el Cartujo los animaba sin cesar a "seguir
el ejemplo de Cristo pobre, (para) compartir sus riquezas" (Sobre la vida
solitaria, n. 6). Este desprendimiento implica una ruptura radical con el
mundo, que no es desprecio del mundo, sino una orientación asumida para toda la
existencia en una búsqueda asidua del único Bien: "Me has seducido,
Señor, y me dejé seducir" (Jr 20, 7). ¡Feliz la Iglesia, que puede
contar con el testimonio cartujo de disponibilidad total al Espíritu y de una
vida entregada totalmente a Cristo!
Así pues, invito a
los miembros de la familia cartuja a ser, con la santidad y sencillez de su
vida, como una ciudad en la cima del monte y como una lámpara sobre el
candelero (cf. Mt 5, 14-15).
Que, arraigados en
la palabra de Dios, saciados por los sacramentos de la Iglesia y sostenidos por
la oración de san Bruno y de los hermanos, sigan siendo para toda la Iglesia, y
en el centro del mundo, "lugares de esperanza y de descubrimiento de las
bienaventuranzas; lugares en los que el amor, alimentado con la oración,
principio de comunión, está llamado a convertirse en lógica de vida y fuente de
alegría" (Vita consecrata, 51). La vida de clausura, expresión sensible de
una ofrenda de toda la vida vivida en unión con la de Cristo, al hacer sentir
la precariedad de la existencia, invita a confiar únicamente en Dios. Aumenta
la sed de recibir las gracias concedidas con la meditación de la palabra de
Dios. Asimismo, es "el lugar de la comunión espiritual con Dios y con los
hermanos y hermanas, donde la limitación del espacio y de las relaciones con el
mundo exterior favorecen la interiorización de los valores evangélicos" (ib.,
59). En efecto, la búsqueda de Dios en la contemplación es inseparable del amor
a los hermanos, un amor que nos lleva a reconocer el rostro de Cristo en el más
pobre de entre los hombres. La contemplación de Cristo vivida en la caridad
fraterna sigue siendo el camino más seguro para la fecundidad de toda vida. San
Juan no cesa de recordarlo: "Queridos, amémonos unos a otros, ya que
el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios" (1
Jn 4, 7). Lo había comprendido muy bien san Bruno, que jamás separó el
primado que otorgaba a Dios en toda su vida de la profunda humanidad que
testimoniaba entre sus hermanos.
4. El IX
centenario del dies natalis de san Bruno me brinda la ocasión de
renovar mi gran confianza en la Orden de los Cartujos por lo que respecta a su
misión de contemplación gratuita y de intercesión por la Iglesia y por el
mundo. A ejemplo de san Bruno y de sus sucesores, los monasterios cartujos no
dejan de atraer la atención de la Iglesia hacia la dimensión escatológica de su
misión, recordando las maravillas que Dios obra y velando en espera del
cumplimiento último de la esperanza (cf. Vita consecrata, 27). La orden
cartuja, centinela infatigable del Reino que viene, procurando "ser"
antes que "hacer", da a la Iglesia vigor y valentía en su misión,
para remar mar adentro y hacer que la buena nueva de Cristo inflame a toda la
humanidad.
Durante estos días
de fiesta de la Orden, ruego ardientemente al Señor que suscite en el corazón
de numerosos jóvenes la llamada a dejarlo todo para seguir a Cristo pobre por
el camino exigente pero liberador de la vida cartuja. Invito también a los
responsables de la familia cartuja a responder sin miedo a las llamadas de las
Iglesias jóvenes a fundar monasterios en sus territorios.
Con este espíritu,
el discernimiento y la formación de los candidatos que se presentan deben ser objeto
de una atención renovada por parte de los formadores. En efecto, nuestra
cultura contemporánea, marcada por un fuerte sentimiento hedonista, por el afán
de poseer y por una concepción errónea de la libertad, no facilita la expresión
de la generosidad de los jóvenes que quieren consagrar su vida a Cristo,
deseando seguir sus pasos por el camino de una vida de amor oblativo y de
servicio concreto y generoso. La complejidad de los caminos personales, la
fragilidad psicológica y las dificultades para vivir la fidelidad en el tiempo
invitan a hacer todo lo posible para proporcionar a los que piden entrar en el
desierto de la cartuja una formación que abarque todas las dimensiones de la
persona. Además, hay que prestar atención especial a la elección de formadores
capaces de acompañar a los candidatos por el camino de la liberación interior y
de la docilidad al Espíritu Santo. Por último, conscientes de que la vida
fraterna es un elemento fundamental del itinerario de las personas consagradas,
es preciso invitar a las comunidades a vivir sin reservas el amor mutuo,
fomentando un clima espiritual y un estilo de vida conformes al carisma de la
Orden.
5. Queridos
hijos e hijas de san Bruno, como recordé al final de la exhortación apostólica
postsinodal Vita consecrata, "vosotros no solamente tenéis una
historia gloriosa que recordar y contar, sino una gran historia que construir.
Poned los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir
haciendo con vosotros grandes cosas" (n. 110). En el corazón del mundo,
hacéis que la Iglesia esté atenta a la voz de su Esposo, que le dice:
"¡Ánimo!: yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33). Os exhorto
a no renunciar jamás a las intuiciones de vuestro fundador, aunque el
empobrecimiento de las comunidades, la disminución de las entradas y la
incomprensión que suscita vuestra opción radical de vida puedan llevaros a
dudar de la fecundidad de vuestra Orden y de vuestra misión, cuyos frutos
pertenecen misteriosamente a Dios.
A vosotros, queridos
hijos e hijas de la cartuja, que sois los herederos del carisma de san Bruno,
os corresponde conservar en toda su autenticidad y profundidad la especificidad
del camino espiritual que os mostró con su palabra y su ejemplo. Vuestro
conocimiento experiencial de Dios, alimentado en la oración y la meditación de
su palabra, invita al pueblo de Dios a ensanchar su mirada hacia los horizontes
de una humanidad nueva que busca la plenitud de su sentido y la unidad. Vuestra
pobreza, ofrecida para gloria de Dios y salvación del mundo, es una
contestación elocuente de las lógicas del lucro y la eficacia que
frecuentemente cierran el corazón del hombre y de las naciones a las verdaderas
necesidades de sus hermanos. En efecto, vuestra vida escondida con Cristo, como
la cruz silenciosa plantada en el corazón de la humanidad redimida, sigue
siendo para la Iglesia y el mundo el signo elocuente y el recuerdo permanente
de que todo ser, hoy como ayer, puede dejarse conquistar por Aquel que es sólo
amor.
Encomendando a todos
los miembros de la familia cartuja a la intercesión de la Virgen María, Mater
singularis Cartusiensium, Estrella de la evangelización del tercer milenio, os
imparto una afectuosa bendición apostólica, que extiendo a todos los
bienhechores de la Orden.
Vaticano, 14 de mayo
de 2001
JUAN PABLO II
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