DEL DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
EN LA SESIÓN INAUGURAL DE LOS TRABAJOS
DE LA V CONFERENCIA GENERAL
DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO Y DEL CARIBE
Salón de
Conferencias, Santuario de Aparecida
Domingo 13 de mayo de 2007
Queridos hermanos en el
episcopado,
amados sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos.
Queridos observadores de otras confesiones religiosas:
Es motivo de gran alegría estar hoy aquí con
vosotros para inaugurar la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano
y del Caribe, que se celebra junto al santuario de Nuestra Señora Aparecida,
Patrona del Brasil. Quiero que mis primeras palabras sean de acción de gracias
y de alabanza a Dios por el gran don de la fe cristiana a las gentes de este
continente.
Deseo agradecer igualmente las amables palabras del
señor cardenal Francisco Javier Errázuriz Ossa, arzobispo de Santiago de Chile
y presidente del CELAM, pronunciadas en nombre también de los otros dos
presidentes de esta Conferencia general y de los participantes en la misma.
1. La fe cristiana en América Latina
La fe en Dios ha animado la vida y la cultura de
estos pueblos durante más de cinco siglos. Del encuentro de esa fe con las
etnias originarias ha nacido la rica cultura cristiana de este continente
expresada en el arte, la música, la literatura y, sobre todo, en las
tradiciones religiosas y en la idiosincrasia de sus gentes, unidas por una
misma historia y un mismo credo, y formando una gran sintonía en la diversidad de
culturas y de lenguas. En la actualidad, esa misma fe ha de afrontar serios
retos, pues están en juego el desarrollo armónico de la sociedad y la identidad
católica de sus pueblos. A este respecto, la V Conferencia general va a
reflexionar sobre esta situación para ayudar a los fieles cristianos a vivir su
fe con alegría y coherencia, a tomar conciencia de ser discípulos y misioneros
de Cristo, enviados por él al mundo para anunciar y dar testimonio de nuestra
fe y amor.
Pero, ¿qué ha significado la aceptación de la fe cristiana para los pueblos de América Latina y del Caribe? Para ellos ha significado conocer y acoger a Cristo, el Dios desconocido que sus antepasados, sin saberlo, buscaban en sus ricas tradiciones religiosas. Cristo era el Salvador que anhelaban silenciosamente. Ha significado también haber recibido, con las aguas del bautismo, la vida divina que los hizo hijos de Dios por adopción; haber recibido, además, el Espíritu Santo que ha venido a fecundar sus culturas, purificándolas y desarrollando los numerosos gérmenes y semillas que el Verbo encarnado había puesto en ellas, orientándolas así por los caminos del Evangelio. En efecto, el anuncio de Jesús y de su Evangelio no supuso, en ningún momento, una alienación de las culturas precolombinas, ni fue una imposición de una cultura extraña. Las auténticas culturas no están cerradas en sí mismas ni petrificadas en un determinado punto de la historia, sino que están abiertas, más aún, buscan el encuentro con otras culturas, esperan alcanzar la universalidad en el encuentro y el diálogo con otras formas de vida y con los elementos que puedan llevar a una nueva síntesis en la que se respete siempre la diversidad de las expresiones y de su realización cultural concreta.
En última instancia, sólo la verdad unifica y su
prueba es el amor. Por eso Cristo, siendo realmente el Logos encarnado,
"el amor hasta el extremo", no es ajeno a cultura alguna ni a ninguna
persona; por el contrario, la respuesta anhelada en el corazón de las culturas
es lo que les da su identidad última, uniendo a la humanidad y respetando a la
vez la riqueza de las diversidades, abriendo a todos al crecimiento en la
verdadera humanización, en el auténtico progreso. El Verbo de Dios, haciéndose
carne en Jesucristo, se hizo también historia y cultura.
La utopía de volver a dar vida a las religiones
precolombinas, separándolas de Cristo y de la Iglesia universal, no sería un
progreso, sino un retroceso. En realidad sería una involución hacia un
momento histórico anclado en el pasado.
La sabiduría de los pueblos originarios les llevó
afortunadamente a formar una síntesis entre sus culturas y la fe cristiana que
los misioneros les ofrecían. De allí ha nacido la rica y profunda religiosidad
popular, en la cual aparece el alma de los pueblos latinoamericanos:
— El amor a Cristo sufriente, el Dios de la
compasión, del perdón y de la reconciliación; el Dios que nos ha amado hasta
entregarse por nosotros;
— el amor al Señor presente en la Eucaristía,
el Dios encarnado, muerto y resucitado para ser Pan de vida;
— el Dios cercano a los pobres y a los que
sufren;
— la profunda devoción a la Santísima Virgen
de Guadalupe, de Aparecida o de las diversas advocaciones nacionales y locales.
Cuando la Virgen de Guadalupe se apareció al indio san Juan Diego le dijo estas
significativas palabras: "¿No estoy yo aquí que soy tu madre?, ¿no
estás bajo mi sombra y resguardo?, ¿no soy yo la fuente de tu alegría?, ¿no
estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos?" (Nican
Mopohua, nn. 118-119).
— Esta religiosidad se expresa también en la
devoción a los santos con sus fiestas patronales, en el amor al Papa y a los
demás pastores, en el amor a la Iglesia universal como gran familia de Dios que
nunca puede ni debe dejar solos o en la miseria a sus propios hijos. Todo ello
forma el gran mosaico de la religiosidad popular que es el precioso tesoro de
la Iglesia católica en América Latina, y que ella debe proteger, promover y, en
lo que fuera necesario, también purificar.
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