martes, 1 de mayo de 2018

La Humanae Vitae 50 años después - Pbro. Alfonso Fernández Benito


CONGRESO SOBRE LA ENCÍCLICA HUMANAE VITAE, A LOS CINCUENTA AÑOS DE SU PUBLICACIÓN (27 de Enero 2018). Prof. Alfonso Fernández Benito
“LA ENCÍCLICA HUMANAE VITAE,
CINCUENTA AÑOS DESPUÉS

Una relectura desde las Catequesis de Juan Pablo II sobre el amor humano”.

“LA ENCÍCLICA HUMANAE VITAE, CINCUENTA AÑOS DESPUÉS.
Una re-lectura desde las Catequesis de Juan Pablo II sobre el amor humano”.
A. CONTEXTO REMOTO E INMEDIATO DE LA ENCÍCLICA HUMANAE VITAE.
B. AMOR CONYUGAL Y MATRIMONIO.
C. PATERNIDAD RESPONSABLE EN EL CONCILIO.
D. PROCREACIÓN RESPONSABLE EN LA ENCÍCLICA HUMANAE VITAE.
E. EL PRINCIPIO DE INSEPARABILIDAD DEL DOBLE SIGNIFICADO.
F. EL ARGUMENTO DE ACTITUD ANTE LA VIDA O POR LAS CONSECUENCIAS.
G. LA RELECTURA DE JUAN PABLO II EN LAS CATEQUESIS SOBRE EL AMOR HUMANO EN EL PLAN DIVINO.
1. Un retablo antropológico, con tres tablas.
2. Tres experiencias originarias.
a) Experiencia originaria de soledad.
b) Experiencia de unidad originaria o comunión de amor.
c) Experiencia de desnudez originaria.
3. Significado esponsal del cuerpo y virtud de la castidad.
a) Autodominio
b) Autodonación
4. La virtud de la continencia.
5. El hombre histórico: herido por el Pecado.
6. Novedad de la moral evangélica: el “adulterio de la carne” y el “adulterio del corazón”.
1ª. La tradición jurídica de la Ley Mosaica.
2ª. La tradición profética de la Alianza
3º. La tradición sapiencial
7. La Redención del cuerpo.
H. A MODO DE CONCLUSIÓN: TRES LECCIONES FUNDAMENTALES PARA LA “LÓGICA DE LA ENTREGA”.
1ª Lección.
2ª Lección
3ª Lección.


Saludos: Sr. Obispo de Alcalá de Henares, Excmo. Dr. D. Juan Antonio Reig Plá, querido amigo; Mi querido profesor don Livio Melina y colegas del Instituto Juan Pablo II y de otras Universidades. Muy estimados congresistas, Señoras y Señores. Muchas gracias por esta invitación, a través de su coordinador, D. Luis Eduardo Morona Alguacil.

Echar una mirada retrospectiva sobre esta Encíclica profética, a los cincuenta años de su publicación, constituye todo un acierto metodológico para comprobar sus frutos. Desde la primacía del significado procreador -en sus fuentes próximas-, y a la luz de dos mil años de tradición -punto de inflexión será el Concilio Vaticano II- realizaremos una re-lectura a partir del significado unitivo, ayudados por las Catequesis de Juan Pablo II sobre la belleza del amor humano en el plan divino. Por brevedad, hemos querido delimitar el tema, añadiendo un subtítulo: “La Encíclica Humanae vitae, cincuenta años después. Una re-lectura desde las Catequesis de Juan Pablo II sobre el amor humano”.

Procuraremos realizan una re-lectura de la Encíclica, 50 años después, a través de lo que estimamos es su hilo conductor y gran principio argumentativo que apoya la única norma moral enseñada por la Encíclica, es decir, el Principio de inseparabilidad del doble significado del acto conyugal (significado unitivo y procreador), criterio antropológico y moral que ha mostrado una extraordinaria fecundidad no sólo en el campo del amor, sino también en el de la transmisión humana de la vida y en el campo de la bioética. Anticipo desde el inicio que durante los 50 años desde su publicación ha habido un cambio de acento y de dirección en este Principio que, según mi parecer, constituye el criterio objetivo y sintético de moralidad sobre el acto conyugal más importante de los últimos cincuenta años en moral de la persona.

A. CONTEXTO REMOTO E INMEDIATO DE LA ENCÍCLICA HUMANAE VITAE.
Si pretendemos realizar desde el momento actual una lectura equilibrada de la Encíclica, es muy conveniente que nos anticipemos también algunos años antes de su publicación. Se trata sencillamente de interpretar el texto en su contexto del siglo veinte. El contexto remoto de la Humanae vitae, podría ser la doctrina dogmática sobre los fines del matrimonio 1 y su aplicación más o menos directa al campo moral, con las limitaciones que esto supuso, y que recoge a la perfección la preocupación de la moral durante dos mil años por la apertura a la vida para la licitud en el comportamiento sexual.


En el campo dogmático la subordinación del fin de la mutua ayuda del matrimonio al fin procreador, expresado en la Encíclica Casti connubii, de Pío XI (1930) (cf. CC 14), proseguirá en otras intervenciones magisteriales. Esta encíclica ya anticipa, en cierta manera, la norma moral formulada con posterioridad por la Encíclica Humanae vitae (HV 14): “el acto conyugal, por su propia naturaleza, está ordenado a la generación de la prole, de tal forma que aquellos que en el uso del matrimonio lo hacen voluntariamente infecundo, obran contra la naturaleza, realizan una acción torpe e intrínsecamente deshonesta” (CC 20 b). Por su parte el Santo Oficio, en respuesta a algunos autores personalistas (Von Hildebrant, Herbert Doms; Bernhardin Krempel), sin hacer mención explícita de ellos, recordó que el fin primario del matrimonio es la generación y educación de la prole, y que los fines secundarios están esencialmente subordinados al primario; y por tanto no son fines independientes 2. Estos teólogos aportaron intuiciones novedosas desde la perspectiva personalista sobre el amor conyugal, algunas de las cuales serán recogidas por el Vaticano II y en la Humanae vitae; pero su confusión entre amor, noción del matrimonio y fines del matrimonio llevaba a conclusiones faltas de equilibrio, sobre todo en sus aplicaciones morales. No obstante Pío XII será el papa que formule la jerarquía de fines 3. Sin embargo advirtamos que la preocupación del Pontífice fue no tanto de índole dogmática -jerarquía de fines-, como principalmente en cuanto a su aplicación moral para determinar la licitud del acto conyugal -no excluir el fin primario en nombre de los fines secundarios-; razón por la cual rechazó el uso de los métodos contraceptivos.

Mayor importancia tiene el contexto inmediato de la Encíclica, que fue, sin lugar a dudas, el Concilio Vaticano II. El ambiente previo al Concilio, desde una profecía neomalthusiana, jamás cumplida, en la sociedad de aquel tiempo era una insistencia orquestada en la importancia fundamental por un control demográfico 4. A ello se sumaba la concepción de la revolución sexual de 1968 como amor libre, una de cuyas ataduras eran los hijos. De ahí que el Concilio hubo de afrontar como primera falsa acusación que responder, que los hijos no son un estorbo, ni para el amor conyugal, ni para el matrimonio. La institución matrimonial y el amor conyugal, por su propia naturaleza, están ordenados a la procreación y educación de la prole (cf. GS 48 a; 50 a); de tal forma que los hijos son corona y cumbre más alta del amor conyugal (el don más excelente del matrimonio y del amor conyugal -tal y como pedía uno de los cuatro Modos de Pablo VI de última hora-) 5; y ellos contribuyen al bien de los esposos, de forma eminente -“máximamente”, dice literalmente el texto conciliar-, y por consiguiente, al crecimiento genuino de su amor esponsal, pues el amor de amistad consiste precisamente en querer el bien del amado. Negar o disimular el carácter fecundo del amor conyugal sería desvirtuar esencialmente la doctrina Conciliar.

B. AMOR CONYUGAL Y MATRIMONIO.
Creo que gran parte del acierto del Concilio sobre el matrimonio estuvo en afrontar -por vez primera- la naturaleza del amor específicamente conyugal (amor de benevolencia o amistad; GS 49) y cuál era su lugar teológico dentro de la doctrina matrimonial. En el ambiente pre-Conciliar pululaba una pregunta: el amor ¿es fin primario o secundario del matrimonio? La perspectiva Conciliar fue nueva: el amor conyugal no es fin primario, ni secundario, porque sencillamente no es fin; sino mucho más, es el motor del matrimonio que pertenece a su esencia invisible. El matrimonio ni es solo institución, ni es solo amor entre varón y mujer, sino ambas cosas a la vez: la “institución del amor conyugal” o “el amor conyugal instituido”. En la definición conciliar de matrimonio -“la íntima comunidad conyugal de vida y de amor” (GS 48 a)- se afirma que es “comunidad” -institución visible- porque dentro de ella existe una rica “comunión de amor” conyugal -motor invisible-. El amor entre varón y mujer, si es auténtico, tiende por su propia naturaleza a estabilizarse en una institución, que en nada estorba a su crecimiento, sino que -al revés- lo protege de falsos espejismos.

El Concilio no afronta la cuestión de los fines del matrimonio, aunque describe a la perfección en varias ocasiones, el contenido del fin procreador y del fin de la mutua ayuda, si bien nunca bajo categoría específica de fines del matrimonio en sentido estricto. En dos textos paralelos el Concilio realiza una de las afirmaciones más rotundas sobre la ordenación del matrimonio al fin procreador: “por su índole natural la institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y educación de la prole” (GS 48 a; GS 50 a). En segundo lugar, el Concilio describe el contenido del fin de la ayuda mutua, incorporando algunas aportaciones personalistas: “el marido y la mujer, que por el pacto conyugal ya no son dos, sino una sola carne, con la unión íntima de sus personas y operaciones se ayudan y se sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su unidad y la logran cada vez más plenamente” (GS 48 a). La ayuda recíproca no se limita a la prestación de ciertos servicios mutuos, sino, sobre todo, mediante la donación de sí (entrega de amor) que perfecciona a los esposos (cf. GS 50 c). De esta forma se corregía el peligro de acentuar unilateralmente el matrimonio hacia la procreación 6.

Pero lo que más interesa a nuestro tema es que fue consciente de los límites que había tenido hasta entonces la moral sexual, al aplicar directamente la doctrina dogmática sobre los fines al campo de la moral matrimonial. En realidad el Concilio abriría un camino nuevo.

C. PATERNIDAD RESPONSABLE EN EL CONCILIO.
El Concilio Vaticano II fue el primer documento magisterial que afrontó de forma globalmente considerada la cuestión sobre paternidad responsable en su dimensión moral (GS 47-52) 7. En el Principio de procreación responsable es fundamental la distinción entre dos momentos -que no se pueden entremezclar confusamente, ni separar tampoco en exceso-: ética de la decisión y ética de la ejecución o medios a emplear. En el primer momento -ética de la decisión- el Concilio afirma que serán los dos esposos -no es cuestión de uno-, quienes, en común, en conciencia, ante Dios -en definitiva-, y discerniendo su voluntad que habla a través de las circunstancias (bien de los esposos; bien de los hijos ya nacidos o por nacer; bienes económicos y de la vivienda; bien común de la sociedad y de la Iglesia), quienes deben decidir poner o no las condiciones que de ellos se requieren para que venga un hijo, obrando siempre con generosidad en su apertura a la vida (GS 50 b). Paternidad responsable es, pues, tanto para tener, como para no aumentar el número de hijos, cuando existan graves razones que lo desaconsejen.

En segundo lugar, no todos los métodos son lícitos para llevar a cabo la decisión de los esposos; es la ética de la ejecución. Ante la cuestión de moral cotidiana, el Concilio se pregunta cómo los esposos deben conciliar armónicamente su apertura a la vida con una -y solamente una, ciertamente muy importante (GS 49 b)- de las expresiones singulares del amor conyugal -el acto matrimonial- (GS 51 a). El Concilio sostiene que hay dos criterios heurísticos a seguir si queremos encontrar la solución adecuada: -primero- no puede haber verdadera contradicción entre amor y procreación; -segundo- necesidad de la virtud de la castidad en este campo (GS 51 b). Ante la imposibilidad de un verdadero “conflicto de deberes”, el Concilio descarta, en primer lugar, soluciones simplonas y muy graves: el aborto y el infanticidio son crímenes nefastos (GS 51 b). Además de ellas el Concilio afirma que existen otras soluciones ilícitas; en concreto, por la historia de la redacción del texto en las Actas conciliares, sabemos que fueron la esterilización -que no aparece en el texto- y las “artes anticoncepcionales” 8 -tal y como se pedía en uno de los modos pontificios de última hora- y que la Comisión redactora tradujo por “usos ilícitos contra la generación” (GS 47 b).

A continuación inmediata, en el párrafo subsiguiente, el Concilio desarrolla de forma “positiva” el principio de no contradicción: se trata de conciliar cómo transmitir la vida de modo dignamente humano (GS 51 c: modo homine digno); y cómo fomentar el amor conyugal a través de actos que sean conformes a la genuina dignidad humana (GS 51 c: secundum germanan dignitatem humanan ordinati). Para conjugar armónicamente ambos extremos no basta con tener recta intención y circunstancias graves (GS 50 b: ética de la decisión), sino que los esposos han de ajustarse a la primera fuente de moralidad de los actos: bondad por su objeto ético. Criterios objetivos -añade el texto conciliar- que nacen de la naturaleza de la persona humana y de sus actos sexuales; criterio que, además, es doble: consiste en el respeto del íntegro significado de donación mutua (entrega íntegra e integrada de la persona de los dos esposos -cf GS 49 a-) y de procreación transmitida de forma propiamente humana (cf. GS 51 c). La Iglesia había insistido durante casi dos mil años el respeto a la realización íntegra (completa) del acto sexual para su licitud, pues con ello se aseguraba que cada acto conyugal estuviera abierto a la posible transmisión de la vida; había llegado el momento de subrayar que, para su licitud, dicho acto debía constituir también un gesto verdadero de donación de amor conyugal, pleno y personal entre los esposos 9. Son pues dos, no uno, los significados naturales del acto conyugal que han de ser respetados en cada acto conyugal para su licitud: significado de transmisión humana de la vida y significado de donación de amor entre los esposos en sus expresiones. El Concilio vió hasta donde pudo: son dos los significados a respetar; será mérito de la Encíclica Humanae vitae explicitar que no sólo son dos los significados, sino que son antropológica y moralmente inseparables (Principio de inseparabilidad).

D. PROCREACIÓN RESPONSABLE EN LA ENCÍCLICA HUMANAE VITAE. 
El Concilio no afrontó en concreto cuáles medios eran lícitos o no para llevar a cabo la “ética de la decisión” (positiva o negativa), ya que en el Aula conciliar pesaba la reserva que Pablo VI había hecho a una Comisión Pontificia (nota 14; GS 51 c) 10, que se encontraba todavía estudiando un nuevo tipo de contracepción química -la píldora de progesterona-, objeto de la futura Encíclica Humanae vitae 11.

Por consiguiente fue mérito de la Encíclica Humanae vitae (1968) afrontar dicha cuestión, concretamente con ocasión de la contracepción química a base de progesterona sintética, descubrimiento del momento. La Encíclica enseña una única norma moral sobre la ilicitud de la contracepción en virtud de la definición de su objeto ético; dicha norma moral tiene una doble formulación en la Encíclica: una formulación positiva, la cual indica el valor que dicha norma promueve: la vida humana (HV 11); y una formulación negativa: no se puede querer dar inicio libremente a un acto conyugal en tiempo posiblemente fértil y querer impedir deliberadamente la posible existencia de un nuevo ser humano (HV 14), mediante un método barrera -también químico- que impide que espermatozoide y óvulo se unan; se trata de una voluntad no solo no procreadora, sino anti-procreativa: no es lo mismo no querer -porque no se debe-, que no querer pero queriendo impedir lo que libremente se ha querido dar inicio (HV 14 b: impediatur; HV 16: impediunt); o se da inicio al acto conyugal con todas las consecuencias, también procreadoras, o ambos esposos se han de abstener para no dar inicio al proceso; no hay término medio.

E. EL PRINCIPIO DE INSEPARABILIDAD DEL DOBLE SIGNIFICADO.
Entre los argumentos de ley natural que apoyan esta norma se encuentra el Principio de inseparabilidad del doble significado unitivo y procreador. Los significados naturales del acto conyugal no son sólo dos -tal y como atisbó el Concilio-, sino que también son antropológicamente inseparables. Juan Pablo II llegará a afirmar: “uno y otro pertenecen a la verdad íntima del acto conyugal: uno se realiza justamente con el otro y, en cierto sentido, el uno a través del otro” 12. Por eso cuando se da la com-presencia del significado unitivo y procreador en el acto conyugal los esposos no deben separarlos artificiosamente -incluso para promover uno a costa del otro-, porque -al final- no respetarían ninguno de los dos (HV 12).

Nos encontramos ante el criterio sintético de moral sexual más importante de los últimos cincuenta años. En realidad el Concilio ofreció dos criterios heurísticos para la paternidad responsable: la virtud de la castidad y el principio de no contradicción entre el significado de donación humana y de transmisión humana de la vida (GS 51 c). Pero fue la Humanae vitae quien aporta el criterio sintético adecuado: si se respeta la inseparabilidad del doble significado unitivo y procreador en cada acto conyugal entonces éste constituye un gesto de verdadera donación entre los esposos que hará crecer el amor y, además, si se transmitiera la vida, entonces se haría en conformidad con la dignidad de la persona humana (HV 12). Esto es precisamente lo que la Encíclica hace a continuación, hasta bajando a dos ejemplos.

Por tanto, prosigue la Encíclica, si se pretende fomentar unilateralmente el significado procreador a costa del unitivo en dicho acto conyugal, imponiendo incluso por la fuerza la decisión de un cónyuge sobre otro, por esto mismo, si se transmitiera la vida no se haría en las condiciones mínimamente humanas que se requieren, ya que solo mediante un gesto -no es suficiente el contexto- de amor conyugal es lícito transmitir la vida de forma humana (HV 13) 13.

Y al revés, insinúa la Encíclica, si promovemos unilateralmente el significado unitivo a costa del significado procreador -al ser biológicamente fértil- (esto era precisamente lo que pretendía la píldora de progesterona: el sexo “seguro” para evitar un embarazo), por esto mismo, no constituye un gesto de amor conyugal que lo haga crecer, sino que es una entrega a medias -“haciendo trampas”, dice la gente sencilla-, no una entrega plena y personal, al excluir deliberadamente su carácter fecundo, y que va socavando al amor mismo (HV 13).

Será mérito de Juan Pablo II, mediante la “hermenéutica del don” o la “lógica de la entrega”, a través del significado esponsal del cuerpo, quien ponga mejor de manifiesto la contradicción antropológica de la contracepción en el lenguaje del cuerpo. Los esposos no desean mentirse, pero, en realidad, escogen un medio equivocado -la contracepción- que, en virtud de su objeto ético, por sí misma, constituye una mentira “objetiva”, equivaliendo a una entrega a medias: “te quiero con toda mi alma, con todo mi corazón, pero no con todo mi cuerpo”; en este caso excluyo una capacidad esencial en la entrega -hacerte padre a través exclusiva de mi maternidad o viceversa-, que perfecciona al bien del amado -en esto consiste el amor de benevolencia o amistad conyugal- (FC 32).

Por otra parte la Encíclica Humanae vitae declaró la licitud objetiva de la abstinencia periódica, en la cual se fundamentan los métodos naturales de autobservación en la fertilidad humana. Su gran mérito fue incluir la abstinencia periódica como elemento integral de la virtud de la castidad (HV 16; 21). La abstinencia cuesta -porque la voluntad del sujeto se impone con un acto de resistencia sobre pulsiones y pasiones muy vehementes-; pero lejos de perjudicar la personalidad de los esposos les hace madurar, capacitándoles para el amor (HV 21). De ahí que esta virtud resulta absolutamente imprescindible para casados y consagrados, para toda persona, y durante todas las estaciones del amor a lo largo de su vida. La virtud de la castidad es la integración para el amor 14. Será también mérito de Juan Pablo II profundizar en este aspecto.

F. EL ARGUMENTO DE ACTITUD ANTE LA VIDA O POR LAS CONSECUENCIAS.
Se ha calificado a la Humanae vitae como una encíclica profética, y, sin pretenderlo, lo ha sido. Tras cincuenta años de su publicación lo podemos comprobar particularmente si leemos de nuevo el número 17 de la Encíclica. En él se contiene un nuevo argumento confirmatorio por las consecuencias absurdas a que se llegaría de aceptar la licitud de los medios artificiales de regulación de la fertilidad; pues, una vez iniciado este proceso de “falsa tolerancia”, a nadie, tanto a nivel individual, como incluso a nivel social, podríamos poner límite alguno para recurrir a otros métodos paulatinamente más graves (cf. HV 17).

En primer lugar se abriría un camino fácil para la infidelidad matrimonial; así mismo para la degradación moral en general y singularmente para los jóvenes, especialmente más vulnerables en este campo; aún más, el vicio contraceptivo iría contra la mujer, rebajándola a mero instrumento de placer para el varón. Además, si reconocemos la licitud de los métodos artificiales de regulación de la fertilidad a nivel privado, ¿quién puede impedir que a nivel público un estado imponga aquel método que él considere más eficaz para el control demográfico? Con ello caeríamos en el grave error de poner en manos públicas algo que pertenece a la esfera íntima y privada de los esposos. Es preciso reconocer unos límites infranqueables en este campo. Pienso que hacer caso a los profetas es algo bueno, pues el recurso a los contraceptivos no ha producido mayor felicidad entre los matrimonios, ni ha hecho crecer genuinamente el amor conyugal. Finalmente el invierno demográfico intuido por Pablo VI se ha cumplido, hasta llegar a una pirámide invertida de población en Europa, incapaz incluso de reemplazo generacional.

Algunos teólogos piensan que debajo del argumento por las consecuencias se encuentra el “argumento por analogía” -defendido por el sector minoritario de la “Comisión Pontificia para población, familia y natalidad”- en el “Dossier de Roma”: si la vida de la persona humana, existente en acto, es sagrada e inviolable, las fuentes potenciales de la vida también -de alguna forma -lo son. Si esto mismo lo expresamos de manera negativa: no basta con excluir el aborto (homicidio contra la vida ya existente), sino también hemos de rechazar los métodos contraceptivos que van tendencial y paulatinamente contra la vida, con ocasión -esto sí- de sus fuentes potenciales próximas. El Documento de la minoría en el “Dossier de Roma” 15 así lo argumentaba en contra del informe mayoritario -que veían sólo una relación meramente imaginaria-; así mismo algunos de sus elementos básicos de dicho argumento ya se encontraba en el número 51 de la Gaudium et spes, y subyace en el número 14 de la Encíclica Humanae vitae.

El presente argumento se ha denominado también de “Actitud o mentalidad contra la vida” porque, aún tratándose de dos actos esencialmente diferentes, el aborto ha sido posible -las estadísticas lo corroboran- en donde han existido previamente grandes campañas de difusión de los métodos contraceptivos. Se trata una escalera con tres peldaños progresivos: contracepción / esterilización / aborto.

Es verdad que hay una diferencia esencial, en virtud de sus objetos éticos respectivos. “Es cierto que anticoncepción y aborto, desde el punto de vista moral, son males específicamente distintos: la primera contradice la verdad plena del acto sexual como expresión propia del amor conyugal, el segundo destruye la vida de un ser humano; la anticoncepción se opone a la virtud de la castidad matrimonial, el aborto se opone a la virtud de la justicia y viola directamente el precepto divino ‘no matarás” (EV 13). Con todo entre ambos existe una cierta vinculación, muy sutil, pues debajo se esconde una actitud tendencialmente contra la vida, el aborto contra la vida ya existente, la contracepción contra el significado procreador del acto conyugal. Se trata, en el fondo, de dos frutos de una misma planta (EV 13).

El acto contraceptivo, cuando es reiterado, termina por crear un hábito contraceptivo, el cual, por efecto del vicio de la lujuria (contra la virtud de la castidad -6º Mandamientos del Decálogo- y contra la virtud de la pureza -9º Precepto-) va acostumbrando al sujeto, va predisponiendo de forma habitual y por connaturalidad de forma negativa a la razón práctica de la persona humana, de tal forma que en el momento cumbre de la elección de los medios, la razón, engañada, percibe como conveniente lo que es malo (sólo un bien aparente) para dicho sujeto, en su situación concreta (Sm. Th. I-II, q. 9, a. 2). Se trata de una ceguera progresiva hasta llegar a la “ceguera mental o de espíritu” y una especie de “miopía personalista” en la razón práctica. Guiados los esposos por una lógica técnica, además, con tanto atractivo para nuestra época (ávida en conseguir resultados eficaces a toda costa), si el recurso a la contracepción falla, por ejemplo, se ha dado con frecuencia el paso a la esterilización. Y si ésta fallara -pues todos los métodos de regulación de la fertilidad lo tienen, en porcentaje diverso-, ¿no habría cierto peligro en que los esposos se vean tentados y se predispongan a dar un salto cualitativo para recurrir al aborto mismo?

La solución, pues, para evitar el aborto no consiste en difundir la contracepción; porque, en cuestión de tiempo, se llegará con toda probabilidad a lo que se pretendía evitar, tal y como la historia reciente tristemente confirma (EV 13). En las grandes convenciones de la ONU a nivel de población o sobre la mujer, como fue el caso de Pekín (1995), se acusa a la Iglesia católica de intransigencia: “¡vale, de acuerdo, no al aborto! -se nos dice-; pero sean más transigentes con la difusión de los métodos artificiales de regulación de la fertilidad, tal y como por ejemplo anglicanos y luteranos ya han hecho. Nuestra respuesta ha sido siempre la misma: es cuestión de tiempo; si aceptamos lo primero, la tentación a aceptar incluso el aborto sería más próxima.

En seguimiento de la perspectiva adoptada por los autores medievales desde la virtud de la justicia, algunos moralistas han visto una razón profunda, muy delicada y difícil de precisar, y que se añade a la explicación anterior. Se trata de una explicación legítima de escuela, aunque en nada disminuye la unanimidad manifiesta ante los envites de la “cultura de la muerte”. Para estos teólogos lo que, en definitiva, está en juego -aunque no se sea consciente de ello- es, sobre todo, la vida de la persona humana en sus fuentes sagradas (5º Precepto), y no sólo su sexualidad (6º y 9º Preceptos). Dios ha querido unir sexualidad y vida en el significado esponsal del cuerpo. Para ello afirman que existe -en virtud de los objetos éticos queridos- una analogía muy delicada -analogía de proporcionalidad propia (relación entre dos proporciones)- entre aquella voluntad que quiere el aborto, con aquella otra -no igual, siempre sólo semejante- que va contra la vida humana, si bien con ocasión de sus fuentes potenciales (por ejemplo, mediante la contracepción o la esterilización). Pero en ambos casos, exclusivamente en sus respectivos “actus interior” -por los objetos éticos- la voluntad del sujeto es anti-vida y con tendencia progresivamente homicida 16. Esta voluntad tiende, por el objeto del acto elegido, al recurso de métodos paulatinamente más graves contra el don de la vida, llegándose incluso al aborto. Aclaran que aquí no se habla de “intenciones” o “deseos” de los esposos, sino de lo que realmente se “quiere” al elegir estos medios en virtud exclusiva del objeto moral que especifica al acto humano.

La conclusión es que el Magisterio de la Iglesia durante casi dos milenios, cuando ha juzgado la contracepción, quizás le haya preocupado, sobre todo, la defensa de la vida con motivo de sus fuentes próximas, aún sin desconocer la perspectiva respecto a la virtud de la castidad 17. Los adelantos de la psicología moderna y la aportación de la filosofía personalista del primer tercio del siglo veinte, hicieron posible una profundización mayor sobre este último aspecto, presentando con belleza la sexualidad del cuerpo al servicio del amor. Juan Pablo II va a ser un maestro en ello.

G. LA RELECTURA DE JUAN PABLO II EN LAS CATEQUESIS SOBRE EL AMOR HUMANO EN EL PLAN DIVINO.
Si hasta el momento había prevalecido en el análisis moral de la sexualidad la óptica de la transmisión del don de la vida en sus fuentes próximas, Juan Pablo II va a ofrecer un giro hermenéutico, muy enriquecedor, al releer el principio de inseparabilidad -verdadero hilo conductor de nuestra temática-, invirtiendo justamente su dirección con un cambio de rumbo y de acento: desde el sentido unitivo al procreador; con ello se logrará un equilibrio más justo y complementario entre ambas perspectivas. Si durante casi dos mil años se ha exigido la apertura a la vida para la licitud del acto conyugal, algo pacíficamente adquirido -así lo expresaba Giovanni Colombo en el aula conciliar-, ahora Juan Pablo II ofrecerá en sus Catequesis sobre el amor humano en el plan divino una relectura desde el significado unitivo al procreador, para mostrar la intrínseca conexión que existe entre ambos significados a nivel antropológico y moral.

Pienso que mediante el recurso de Juan Pablo II a comentar la Humanae vitae en las Catequesis de los miércoles durante cinco años (1979-1984), quizás como preparación al primer Sínodo sobre la familia de 1980, él fue capaz de profundizar con serenidad en el rico contenido de la Encíclica, evitando toda polvareda mediática inútil.

Juan Pablo II tiene como punto de partida la teología del cuerpo: el ser humano es “sujeto encarnado”, tiene, más aún, “es” cuerpo y cuerpo sexuado. En seguimiento del Vaticano II, recuerda que el misterio del hombre no puede ser entendido en plenitud sino, a la luz del misterio del Verbo encarnado (GS 22). La antropología hace de mediación imprescindible y de integración entre los datos aportados por las ciencias auxiliares -la psicología, la sociología, la biología, la medicina- y la teología moral, según una metodología verdaderamente interdisciplinar -no solo multidisciplinar-. La antropología es fundamento de la moral.

1. Un retablo antropológico, con tres tablas.
Juan Pablo II parte de un retablo antropológico compuesto por tres tablas: el hombre de los orígenes en el pasado de la humanidad; el hombre histórico del presente, tal y como existe hoy, herido por el Pecado, pero posteriormente redimido por Cristo; el hombre escatológico del futuro, tras la resurrección y en la visión beatífica. Es la teología del cuerpo. La Cristología es una antropología anticipada, y lo que ha sucedido ya en el primer cuerpo resucitado de la historia, también irá sucediendo en cada ser humano.

Empecemos por el hombre de los orígenes, en seguimiento del Maestro que recurre a los inicios del Creador, ante la discusión sobre el divorcio con los fariseos (Mt. 19, 2-12). Las primeras páginas de la Sagrada Escritura contiene dos relatos sobre la creación del hombre que afirman mucho más de lo que a primera vista parece sobre antropología y sobre la “hermenéutica del don”, válido para toda la humanidad a través del significado esponsal del cuerpo.

De ahí la importancia en partir de una antropología sexual adecuada que se fundamente en haber sido creada por Dios a imagen suya, en dos versiones diferentes y, al mismo tiempo, idénticas en dignidad: “Creó pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho -zakar- y hembra -unequebah- los creó” (Gn. 1, 26-31). El concepto “imago Dei” implica en el ser humano la capacidad natural de comunión de amor personal con Dios y con las demás personas (los ángeles y los hombres). Por consiguiente, es preciso enumerar -siquiera- la importancia que el cuerpo sexuado tiene para la persona humana -corpus afficcit personam- y para la noción de “imago Dei”. Ser varón o mujer implica dos formas de existencia humana, en donde una versión de humanidad reclama antropológicamente -no sólo temporalmente- la otra diferente, como primera experiencia de identidad y de finitud creatural.

El segundo relato de la Creación subraya que la antropología bíblica es profundamente unitaria (Gn. 2, 7-25). En él se narra simbólicamente que el ser humano -adam- procede del polvo de la adamah (tierra), del igual barro que el resto de las criaturas modeladas por el Alfarero; es basar (en hebreo), carne (sarks, en griego); y por eso el ser humano es vulnerable. Pero, a diferencia del resto de las criaturas, ha recibido personalmente de Dios el soplo de vida. Dios, que es el Viviente, sopla su aliento (nefesh; o ruag), espíritu, y el ser humano resultó un “ser viviente”; por eso es superior al resto de los animales, ya que tiene una capacidad de relación superior y personal de amor con el Creador 18.

2. Tres experiencias originarias.
Particular importancia para nuestro tema tienen tres experiencias del hombre del pasado: experiencia originaria de soledad, de unidad y de desnudez. Se trata de experiencias “originarias”, no solo en sentido cronológico en los albores de la Humanidad, sino también y sobre todo en sentido existencial, porque forman parte de los fundamentos de nuestra experiencia, válidas para toda época y a través de las cuales el ser humano toma conciencia de su subjetividad.

a) Experiencia originaria de soledad.
La primera experiencia fue de soledad: “No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda semejante a él” (Gn. 2, 18). El hombre tiene esta experiencia fundamental en cuanto ser humano, por ser criatura, incluso previa a toda distinción sexual 19. Este relato subraya la subjetividad o toma de conciencia del ser humano sobre su identidad y diferencia, sobre su superioridad respecto a los animalia. Él no es un animal más en el mundo. La mediación del cuerpo resulta decisiva para la comprensión de su soledad; por su cuerpo se une al mundo visible, pero diferente esencialmente al resto de los animales creados; por esto precisamente se siente solo; los animales no son una ayuda adecuada 20. Pero su experiencia de soledad no es algo meramente negativo, sino también positivo, porque, a través, de ella descubre que el ser humano es amigo de Dios. No obstante el ser humano necesitaba otro amigo de carne y hueso como él.

Pero en el relato bíblico, la experiencia originaria de soledad prepara de inmediato a la experiencia de unidad o de comunión de amor. “No es bueno que el hombre esté sólo” (Gn. 2, 18); por eso el Creador quiere dar al ser humano una ayuda adecuada (Gn. 2, 20). Entonces, Dios hizo caer un profundo sopor sobre el hombre, tristeza de amor -porque los animales no son una ayuda semejante- y, en parte, por respeto al misterio del origen de la vida. El sueño no sólo indica el subconsciente -añade el Papa-, sino también su posibilidad de retorno a la nada -si Dios retira su aliento que le mantiene en la vida (Job 34, 14-15; Sal 104, 29) 21. Dios, de la costilla de Adán, creó a la primera mujer, Eva (Gn. 2, 21-22).

Cuando el ser humano se despierta del sueño, se despierta ya como varón y mujer: “ésta sí que es hueso de mis huesos, carne de mi carne; será llamada varona (issah) porque del varón (is) ha sido tomada” (Gn. 2, 23). Es un modo arcaico, pero nadie lo ha hecho tan bellamente, para expresar la igual dignidad entre varón y mujer. Aparece entonces la diferencia en dos versiones de humanidad: varón y mujer los creó. El despertar de este sueño extático incluye admiración, alegría y exaltación, porque ahora sí tiene alguien semejante, una “ayuda según él”, un segundo yo personal, carne de su carne 22. Se trata de una doble emoción: por compartir con otra persona humana una humanidad común, con igual dignidad; y por el descubrimiento -a través del cuerpo- de la feminidad en Eva 23.

b) Experiencia de unidad originaria o comunión de amor.
La experiencia de soledad originaria queda resuelta y superada por la experiencia de unidad. La soledad supuso para el hombre el primer descubrimiento de su trascendencia, no sólo respecto a Dios, su Amigo, sino también a otra persona humana, una amiga de carne y hueso como él 24. El término comunión expresa una persona junto a otra persona, pero también para otra persona. En la unión sexual el varón y la mujer experimentan la superación de la soledad mediante el encuentro con “el cuerpo del segundo yo como propio” 25.

En el primer relato bíblico de la Creación del ser humano -adam- fue creado a imagen de Dios, capax Dei: capaz de entrar en comunión personal con Dios y demás personas. En el segundo relato se comprueba experiencialmente dicha capacidad de comunión entre varón y mujer. La capacidad de amar constituye un elemento decisivo para la definición de persona y para la teología del cuerpo 26. Es el sentido esponsalicio del cuerpo humano para toda persona, varón o mujer, y para toda vocación en la Iglesia 27.

La segunda “moraleja” en el segundo relato de la Creación -“el hombre abandonará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer; y serán los dos una sola carne” (Gn. 2, 24)- hace referencia al matrimonio de los orígenes, en cuanto una de las experiencias profundas de comunión en esta tierra. Si en el primer relato, Dios, al crear al ser humano en dos versiones antropológicamente diferentes -en cuanto varón y mujer-, instituyó divinamente el matrimonio, en este segundo relato lo hace con la expresión “una caro” 28.

c) Experiencia de desnudez originaria.
La tercera experiencia originaria fue la desnudez, clave fundamental para la comprensión de la antropología de los orígenes 29: “Estaban ambos desnudos, el varón y su mujer, sin avergonzarse de ello” (Gn. 2, 25). Revela la experiencia de desnudez a través del cuerpo sexuado entre varón y mujer, además de forma recíproca. Es una experiencia básica, ordinaria y pre-científica, que corresponde también a la experiencia profunda del pudor y de la vergüenza en las antropologías contemporáneas (Max Scheler) 30.

En realidad el hombre histórico no tiene experiencia directa de la desnudez originaria; sino que exige pasar -retrocediendo- el umbral entre la situación del hombre histórico, herido por el pecado, a su situación de inocencia originaria 31. Cristo lo ha hecho posible; no constituye un foso insalvable. “Se abrieron los ojos de ambos, y entonces, viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores” (Gn. 3, 7). “El adverbio entonces indica un cambio de situación que sigue a la ruptura de la primera Alianza” 32. Si antes, varón y mujer no se avergonzaban, ahora surge la vergüenza recíproca y el pudor, tras haber comido del árbol prohibido: “¿Quien te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol del que te prohibí comer?” (Gn. 3, 11). El hombre experimentó la vergüenza, surge el pudor ante Dios y ambos se esconden del Creador, pero también varón y mujer se esconden entre sí 33. El pudor se convierte en un mecanismo, casi instintivo, de defensa personalista ante el peligro de cosificación instrumental del cuerpo sexuado 34.

Hemos de añadir que la ausencia de vergüenza en el hombre de los orígenes no constituye carencia alguna, sino que sirven para “la plenitud de la comprensión del significado [esponsal] del cuerpo” 35, a través de la percepción de los sentidos 36, en servicio de la comunión de amor interpersonal 37. No obstante el pudor pertenece al mundo interior del hombre, a su dimensión de comunicación interpersonal para el amor. El cuerpo humano no puede ser reducido a un plano de percepción meramente externa del mundo -cuerpo objeto-, ni ser reducido de forma instrumental; sino que el cuerpo humano expresa a la persona en su yo más íntimo -cuerpo sujeto- en las relaciones interpersonales 38.

La inspiración de Juan Pablo II sobre el pudor en Max Scheler es manifiesta. El pudor es condición necesaria para la virtud de la castidad, aunque no suficiente. Más que un mecanismo de autodefensa contra la “cosificación” del cuerpo humano, sobre todo es tendencia natural de futuro en la promoción integral de la persona en orden a su donación interpersonal de amor, precisamente a través de su cuerpo, para que no sea tratado instrumentalmente su cuerpo para la obtención unilateral e inmediata del placer. El pudor es la conciencia del amor 39. El pudor es filtro “personalizante”; y si es integrado en la virtud de la pureza, forma parte a su vez de la virtud de la castidad, pues promueve una especie de “gafas personalistas” para captar la belleza, el resplandor, de toda la verdad de la persona en cada parte del cuerpo, del propio y del ajeno, del amante y del amado. Empleando un ejemplo del Aquinate, el pudor y la pureza impide que contemplemos a la bella gacela como el león, que siempre la mira bajo la categoría potencial de presa 40. Esta última reflexión resultará determinante en Juan Pablo II en su planteamiento sobre el significado esponsalicio del cuerpo.

3. Significado esponsal del cuerpo y virtud de la castidad.
Juan Pablo II en sus Catequesis empleará dos principios básicos para el discernimiento moral: el ser humano es la única criatura que Dios ha querido por sí misma –es fin, nunca un medio instrumental (uno de los principios kantianos)-; nunca rebajes instrumentalmente el cuerpo para la obtención inmediata del placer 41; y -segundo- el ser humano sólo puede encontrar su realización y felicidad plena en la entrega de sí –el amor- (GS 24; RH 10). Si interpretamos en doble dirección estos dos elementos –unidos a un mismo tiempo- comprenderemos mejor el significado esponsal del cuerpo, pues a través de ellos la persona es capaz de la comunión interpersonal de amor. A través del cuerpo habla el hombre entero en cuanto persona corpórea. Mediante el lenguaje del cuerpo los esposos llevan a cabo este diálogo. La virtud de la castidad posibilita, precisamente, el diálogo verdadero entre ambos 42.

El significado esponsalicio del cuerpo humano consiste en expresar visiblemente al hombre, varón y mujer, en el esplendor de toda su verdad -la belleza- 43 y, a la vez, su plena libertad en la capacidad de entrega, sin sufrir coacción desintegradora. La libertad en la entrega viene posibilitada por el dominio de sí (autodominio), condición necesaria -aunque no suficiente- para poder enriquecer al amado con la entrega de sí -en el cual consiste el amor- (autodonación) (GS 49) 44. Son las dos tareas complementarias que -según Juan Pablo II- conforman la virtud de la castidad, integración para el amor 45:

a) Autodominio de las pasiones y pulsiones, lo cual exige ascésis, que lejos de perjudicar la personalidad del sujeto, le posibilita para que sea dueño de sí, y no esclavo ciego de sus pasiones en orden a la realización el acto casto (HV 21). Se trata de un elemento “negativo” en cuanto que exige renuncia y esfuerzo; pero que capacita a la persona humana para la madurez del amor interpersonal. Dicho autodominio de carácter ético, es condición necesaria -por donde la virtud comienza-, pero no suficiente todavía, para adquirir dicha virtud. Si el sujeto se quedara en esta fase de forma definitiva, estaríamos en el caso de mera abstinencia - Santo Tomás la denomina “continencia”, en cuanto parte potencial de la templanza que resiste a pasiones tan vehementes- 46; entonces tendríamos que hablar entonces de “virtud imperfecta” o “germen de virtud” 47.

b) Autodonación que es capacidad para el amor personal -para la entrega de sí-, principalmente una capacidad perceptiva en la razón práctica para que el sujeto esté habituado a entrever -conocer- en el cuerpo humano y en sus afectos el bien integral de la persona humana -propio y y del amado-. Con estas “gafas personalistas” ya es posible el amor entre personas, el amor propiamente dicho (amor de benevolencia o amistad): querer el bien del amado, elegir su bien integral. El preámbulo del amor interpersonal comienza con el respeto o veneración de la dignidad personal singularmente irrepetible, propia y del amado: conocer y querer -elegir- el bien del amado, cueste lo que cueste. Deberíamos regalar muchas gafas contra la miopía personalista para superar la opacidad de la carne, imprescindibles para el amor maduro. La virtud de la castidad es ciertamente la custodia del misterio nupcial de la persona; pero, a su vez, la virtud de la pureza constituye su alma 48.

Pero, nadie que no sea dueño de sí mismo posee la madurez suficiente para donarse de forma integral e integrada, y enriquecer así -con su entrega plena y armónica- al amado. Por consiguiente el que no sea casto, permanece en un estado de inmadurez o de adolescencia permanente -un “vicio pueril” lo denominaba Tomás 49-, que le incapacita para todo amor interpersonal 50. Hoy sigue habiendo adolescentes en todas las edades. Las virtudes hacen bueno en su grado perfecto (virtuoso) “al que lo hace y lo que hace” 51.

4. La virtud de la continencia.
Juan Pablo II subraya en sus Catequesis que la clave interpretativa del Maestro en el Sermón de la montaña es -expresado de forma negativa- el adulterio del corazón y no sólo el de la carne (Mt. 5, 27), lo cual equivale -expresado positivamente- a la importancia de la virtud de la pureza. Sin embargo y para ello, el primer paso estriba en una justa comprensión de la virtud de la continencia, un hábito permanente -no una mera técnica-, que empieza en el sujeto por un acto de resistencia en la voluntad ante pasiones y pulsiones tan vehementes, pero que -dando un nuevo paso- dicha tarea la integra dentro de la capacidad de autodonación; es decir, dentro de la perfección de la virtud de la castidad 52. Entonces la continencia no se queda en mera continencia -porque no queda más remedio-, sino que se transforma en virtud, llegando a apropiarse anticipadamente de la excelencia de la misma 53.

Para comprender la naturaleza de la virtud de la continencia es conveniente que recurramos a la ayuda de la psicología. Juan Pablo II se apoya en la distinción entre dos fenómenos que suelen ir juntos (cf. Sm. Th., I-II q. 26, a. 2): la excitación -cuyo objeto es la atracción y deseo de unión genital a través del cuerpo entre varón y mujer-; y la emoción -cuyo objeto inmediato es la persona sexuada, pero sobre todo a través de la atracción mutua a nivel de las pasiones afectivas- 54. Esta explicación ayuda a comprender mejor en qué consiste la integración virtuosa -primera parte de la castidad- en su doble tarea; primero negativa de autodominio -imposición de la voluntad ante pulsiones muy fuertes que le llevan a la abstinencia de realizar dicho acto conyugal, cuando no es aconsejable-; y, después, su tarea positiva en cuanto capacidad de dirigir y orientar la atracción (esto es “integrar”), no sólo corpórea, sino también afectiva, para su destino -superior- de comunión interpersonal en el sujeto a través del lenguaje del cuerpo. La excitación tiende inmediatamente al acto conyugal; mientras que la emoción se refiere a otras manifestaciones del afecto en relación con el significado de comunión a través del lenguaje del cuerpo 55. Por consiguiente la virtud de la continencia conlleva esta doble tarea: contener las reacciones corporales y genitales (-); y capacidad de controlar y de guiar la esfera sensual y emotiva (+) hacia la comunión personal de amor entre varón y mujer.

5. El hombre histórico: herido por el Pecado.
El hombre originario, no sólo fue creado a imagen de Dios, con capacidad de ser amado y de amar, sino también de hecho fue constituido en un estado de santidad y justicia originarias, un estado de inocencia (Dz. 793; 788), mediante una gracia primigenia que posibilitaba la comunión de amor de amistad con Dios 56. El cuerpo humano gozaba de una cierta sacramentalidad originaria, en cuanto transmitía al mundo visible el misterio invisible de Dios y transfería la santidad al mundo 57.

Hasta este momento nos hemos movido en un plano principalmente fenomenológico. Pero la Revelación judeocristiana nos dice que el ser humano fue profundamente herido por el Pecado original, también en cuanto a su sexualidad; es el inicio del hombre histórico, según el retablo antropológico de Juan Pablo II en sus Catequesis.

Tras el Pecado de los orígenes, el ser humano -varón y mujer- sufren la tentación de pasar de la lógica de la entrega -en el cual consiste el amor- a la lógica del dominio instrumental del uno sobre el otro para la obtención unilateral del placer, al margen de la comunión. El ser humano -adam- volverá a la tierra -adamah- de la cual ha sido tomado (Gn. 3, 19) 58. Después del Pecado nuestros primeros padres perdieron la amistad primigenia con Dios, aquel estado de justicia originaria. La naturaleza de la persona humana fue profundamente herida: la mujer dará a luz con dolor (Gn. 3, 16); su marido la dominará sexualmente; el marido tendrá que labrar la tierra con el sudor de su frente, pues ella se rebela contra él. Además, Adán y Eva perdieron los dones preternaturales del paraíso: inmortalidad, salud, integridad 59. Fruto precisamente del Pecado surge en el hombre histórico la desintegración en todos los dinamismos del amor, lo cual Trento definirá teológicamente como “concupiscencia”, en cuanto inclinación poderosa al mal, que, propiamente hablando no es pecado, pero que proviene del pecado (original) y al pecado (personal) nos inclina (Dz. 792). Esta desintegración interior en el hombre, consecuencia del primer pecado, ha sido descrita por el apóstol san Juan como una triple concupiscencia: “todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne –lujuria-, concupiscencia de los ojos –avaricia- y orgullo de la vida –soberbia-, no viene del Padre, sino que procede del mundo” (I Jn. 2, 16-17) 60.

6. Novedad de la moral evangélica: el “adulterio de la carne” y el “adulterio del corazón”.
En el Sermón de la montaña Jesús hace una revisión profunda de la moral de la Antigua Alianza. Jesucristo recupera la primacía de la dimensión interior de la moral. De dentro del corazón humano sale lo bueno y lo malo; nada de fuera contamina al hombre (Mt. 15, 19). Por eso el Maestro condena no sólo el adulterio propiamente dicho (“adulterio de la carne”: lujuria) -6º Precepto del Decálogo-, sino también la mirada adulterina (“adulterio del corazón” bíblico: impureza) -9º Mandamiento-. Cristo aporta una novedad interpretativa, atisbada ya en la expresión más antigua y literal del precepto, mediante un verbo transitivo 61: “Habéis oído que se dijo: no adulterarás. Pero yo os digo que todo aquel que mira a una mujer deseándola, ya la hizo adúltera en su corazón” (Mt. 5, 27-28).

Aun cuando los destinatarios remotos del Sermón son todos los hombres, sus destinatarios inmediatos fueron los judíos, con un corazón endurecido por el Pecado (sklerocardías). La mejor traducción de esta expresión es incircuncisos de corazón, que el Antiguo Testamento aplicaba a los paganos, pero que se aplica en el martirio de Esteban también a los judíos: “duros de cerviz e incircuncisos de corazón y oídos” (Hch. 7, 51) 62. Los oyentes inmediatos poseían una triple tradición que facilitaba la comprensión de la novedad aportada por Jesús.

1ª. La tradición jurídica de la Ley Mosaica.
Para sus destinatarios inmediatos el adulterio estaba prohibido por la Ley, sin discusión; caso manifiesto fue el del rey David. Pero Cristo quiere liberarlo de una interpretación casuística, fruto de la triple concupiscencia en el corazón humano. El adulterio era entendida como la infracción del derecho de propiedad del varón sobre cualquier mujer que no fuera su esposa legal, a veces una entre tantas –caso de las concubinas, una poligamia mitigada, por ejemplo-. La poligamia no estaba prohibida de forma absoluta por la legislación mosaica, siendo tolerada -erróneamente- entre algunos Patriarcas, en virtud de la procreación, máxime ante la posibilidad de que el Mesías pudiera nacer de su descendencia (ley del levirato). De esta forma se promovía una estructura de pecado 63. En realidad la causa última en la comprensión legalista del 6º precepto era que los judíos no entendían el adulterio desde la monogamia estricta, tal y como el Creador estableció en los orígenes.

2ª. La tradición profética de la Alianza.
Pero los oyentes inmediatos del Sermón de la montaña también conocían la tradición profética en su recurso a la Alianza entre Dios e Israel. Los profetas -singularmente del postexilio- recurrieron a la analogía del adulterio para recordar la gravedad de la idolatría, aunque indirectamente también sirve para subrayar la gravedad del adulterio 64, pues detrás de él se esconde cierta idolatría del cuerpo. Oseas fue el primer profeta en aplicarlo de forma negativa –la infidelidad idolátrica de Israel es análoga a la infidelidad adulterina de la esposa- (Os, 1, 2; 3, 1). De forma positiva, la fidelidad matrimonial ilumina la fidelidad cultual de Israel a la Alianza y viceversa 65. Pero hay una diferencia importante. Mientras que en los textos legislativos el adulterio es violación del derecho de propiedad del varón respecto de la mujer, en los profetas el adulterio es pecado grave porque rompe la alianza esponsal –analogía que ilustra la rotura de la Alianza con Yaveh- 66. Incluso en este nuevo contexto la monogamia aparece como analogía y eco del monoteísmo de la fe Yavista en clave de Alianza.

3º. La tradición sapiencial.
Finalmente, para los oyentes inmediatos del Sermón, resonaba también la tradición Sapiencial, la cual mostró cierta prevención pedagógica respecto a la seducción de la belleza de la mujer, sobre todo ajena (Sir. 9, 8-9) 67. Por eso sus destinatarios estaban capacitados para comprender mejor la mirada concupiscente cometida en el “adulterio del corazón” o de deseo, clave del Sermón. El Sirácida (Sir. 23, 22-32) compara la concupiscencia de la carne con el fuego, en cuanto invade los sentidos y excita al cuerpo, intentando sofocar la voz de la conciencia por la pasión. Cuando el “hombre interior” ha sido reducido al silencio, se embota la capacidad reflexiva del sujeto y desatiende la voz de la conciencia, entonces la pasión tiende a la satisfacción inmediata de los sentidos y del cuerpo en búsqueda del placer 68.

Pero la satisfacción inmediata no apaga el fuego, sino que lo aviva aún más. Su voluntad, empeñada en satisfacer los sentidos, no encuentra sosiego, sino que se consume 69. Tal reducción intencional se puede realizar incluso en un acto puramente interno, expresado en la forma de mirar con deseo lujurioso, lo cual que impide la comunión 70; el otro se transforma en objeto potencial de satisfacción de su mirada lujuriosa. Se trata de un conocimiento deseoso y voluntario, aun cuando todo suceda a nivel del corazón bíblico -el hombre interior-.

Para una comprensión global es preciso que dividamos en tres partes la frase de Cristo 71: “habéis oído que se dijo: no adulterarás” –adulterio de la carne-; la segunda: “pero yo os digo, que todo el que mira a una mujer deseándola” –desear-; la tercera –que es conjuntiva, no disyuntiva-: “ya adulteró con ella en su corazón” –adulterio en el corazón o interior-. En la interpretación novedosa del Maestro, el peso cambia de rumbo y se dirige hacia el deseo lujurioso y deliberado del varón respecto a toda mujer -casada o no-. Esta es su clave interpretativa. En efecto, según la lógica jurídica del Antiguo Testamento sólo el esposo tiene derecho exclusivo a desear a su esposa -una vez más, en virtud del derecho de propiedad-: si tiene derecho a unirse a ella, también a desearla lujuriosamente 72. Pero Jesús afirma que quien mira a una mujer, a toda mujer -sin especificar si es “propia” o ajena- 73, a secas, sin añadir si está o no casada, deseándola deliberadamente en su interior, ha adulterado con ella en su corazón, la hace “ser adultera” -exclusivamente- en su corazón. Por consiguiente también se puede desear lujuriosamente a la esposa propia cometiendo “adulterio del corazón” con ella mediante un deseo adulterino (9º Precepto del Decálogo), pues la rebaja instrumentalmente como mero objeto de placer. Por eso, la simple mirada lujuriosa para desearla, aunque no lo traduzca en un acto exterior (6º Precepto), ya en su interior ha asumido esta intencionalidad, decidiéndose en su voluntad hacia el mal.

7. La Redención del cuerpo.
Jesucristo ha realizado la “redención del cuerpo” mediante la curación, perfeccionamiento y elevación de la sexualidad herida con la participación en la caridad teologal (cf. GS 49 a). Si algo hay de novedoso en el Nuevo Testamento es precisamente la presencia del Espíritu Santo que ha sido derramado en el hombre, otorgando al hombre un corazón esponsalmente nuevo, partícipe del corazón nupcial de Jesucristo, el Esposo de la Iglesia 74. El hombre histórico, herido por el Pecado, es redimido por Cristo gracias a su participación anticipada por la gracia en el Hombre escatológico del futuro en Cristo y la Iglesia (Ef. 5, 21-32).

Cristo no invita al hombre a que retorne al estado de los orígenes -algo imposible-, sino que lo llama a convertirse en el hombre nuevo, redimido por la Gracia. La redención es el camino del autodominio, correspondiente a la virtud de la castidad, que capacita al sujeto para el amor maduro de comunión 75. El término “redención del cuerpo” es expresión de Juan Pablo II que traduce la doctrina paulina sobre la justificación, a la luz del primer cuerpo resucitado de la historia (Rom. 8, 23). En el interior del hombre histórico se vive una tensión entre la carne y el Espíritu:

“Os digo, pues: andad en el Espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne. Porque la carne tiene tendencias contrarias a las del Espíritu, y el Espíritu tendencias contrarias a la carne, pues uno y otro se oponen de manera que no hagáis lo que queréis” (Gal. 5, 16-17).

En el texto paulino “la carne” simboliza a la herida de la triple concupiscencia de san Juan. Las obras de la carne son contrarias a las obras del Espíritu, con “E” mayúscula. El hombre que obra carnalmente es el hombre sometido indebidamente al mundo por sus sentidos 76. San Pablo recurre a la necesidad del dominio sobre los deseos humanos, no sea que si se hace según la carne pueden llevar a la muerte, no sólo corporal, sino también a la del espíritu –pecado mortal, porque mata la vida del alma-; de ahí que quienes hacen tales pecados no heredarán el reino de Dios (Gal. 5, 21; Ef. 5, 5) 77.

En las Catequesis de Juan Pablo II tiene gran importancia la concepción paulina sobre la virtud de la pureza. No debemos usar la libertad como pretexto para las obras de la carne; sino para los frutos del Espíritu. Entre ellos Pablo enumera a la continencia o dominio de sí, primero en sentido genérico, en correspondencia a la virtud de la templanza en sus múltiples campos; pero también lo aplica al campo específico de la sexualidad -virtud de la castidad y virtud de la pureza-. En la primera Carta a los Tesalonicenses Pablo lo hace de forma explícita: “La voluntad de Dios es vuestra santificación; que os abstengáis de la fornicación; que cada uno sepa dominar el cuerpo propio en santidad y honor, no como objeto de pasión lujuriosa, tal y como hacen los gentiles, que no conocen a Dios” (I Tes. 4, 3-5). Concluye: “Dios no os ha llamado a la impureza, sino a la santidad” (I Tes. 4, 7). En este texto aun cuando la pureza se identifica genéricamente con santificación; sin embargo Pablo lo emplea como término específico referido -por el contexto- a la virtud de la castidad 78.

Para completar la visión paulina sobre la virtud de la castidad y de la pureza es preciso recurrir también a su doctrina eclesiológica, que ilumina la teología del cuerpo. Los miembros del cuerpo que parecen más débiles y viles los rodeamos de mayor honor, y los que tenemos por indecentes, los tratamos con mayor decencia (I Cor. 12, 18-25) 79. Pablo describe el cuerpo del hombre histórico, tras el pecado, y hace referencia a la vergüenza y al pudor; por eso varón y mujer tapan con modestia ciertas partes más erógenas del cuerpo. El camino de la pureza paulina es mantener el cuerpo con santidad y respeto (I Tes. 4, 3-8), lo cual equivale al trato con respeto hacia aquellos miembros más viles –consecuencia de la herida del Pecado-, tanto en el cuerpo propio, como en el ajeno (I Cor. 12, 24-25) 80.

La redención del cuerpo se realiza mediante la participación del hombre en la gracia de Cristo y en sus virtudes, singularmente la caridad teologal, forma y madre de todas ellas. Además perfeccionadas por los Dones del Espíritu Santo. En sus Catequesis sobre el amor humano Juan Pablo II subrayará dos de los siete dones. El don de Sabiduría, mediante el cual la caridad saborea anticipadamente la visión de Dios, y es capaz de amar de forma singularmente irrepetible al amado. El recurso a la tradición sapiencial ya insinúa este Don. Pero también el don de la piedad, por estar estrechamente vinculado a la virtud de la pureza en su ayuda a la mirada personalista del sujeto a través del cuerpo. Mediante el don de la piedad, perfeccionador de la virtud de la religión que nos mueve a dar a Dios el culto debido y en la forma debida, el amor interpersonal empieza, propiamente y solo, cuando veneramos, casi adoramos a Dios en su imagen que es cada hombre, la singularidad irrepetible del amado; de ahí la novedad de San Pablo en aplicar el término “ágape”, referido al culto y amor a Dios, para expresar las relaciones entre los esposos cristianos (Ef. 5, 21) 81.

H. A MODO DE CONCLUSIÓN: TRES LECCIONES FUNDAMENTALES PARA LA “LÓGICA DE LA ENTREGA”.
En las Catequesis sobre el amor humano hemos encontrado tres lecciones fundamentales para la hermenéutica del don.

1ª Lección.
La creación fue la primera manifestación de la “hermenéutica del don” –la primera lección para el hombre en la “lógica de la entrega”- 82. A través de la creación Dios se entrega como don, y así enseña al hombre la primera lección en la lógica de la entrega. Dios crea a cada hombre por amor gratuito, regalándole la vida, con la necesaria colaboración de sus padres (con-creadores con Él; aunque en niveles diferentes). Primero fuimos amados por nuestros padres; en ellos aprendimos que Dios nos ha amado primero –desde la eternidad-, porque “amor saca amor” 83; que Él es “mi” Creador; y ambos nos enseñan el arte de amar 84.

2ª Lección.
El hombre fue creado en la felicidad originaria del Edén (Gn. 2, 8). Sólo cuando el ser humano vence la soledad originaria encuentra, en la experiencia de comunión interpersonal de amor, su plena realización y su felicidad: existe con alguien y para alguien 85. Sólo cuando el hombre se encuentra con el amor, que es donación de sí al otro, comprende su sentido en el mundo (cf. RH 10) 86. De ahí que el Concilio Vaticano II recordara que el hombre no puede encontrar su plenitud propia y felicidad plena sino a través del don sincero de sí (GS 24). Sólo cuando aprende a través de su cuerpo y del cuerpo de la mujer, al contemplar a Eva, comprende qué es el amor: la entrega de sí para enriquecer al amado. Varón y mujer aprenden a amarse recíprocamente, que exige sacrificios, pero les capacita para la madurez del amor. Es la segunda lección de la “lógica de la entrega”.

Llama la atención -prosigue Juan Pablo II en sus Catequesis- que un verbo, algo tosco y primitivo en la lengua hebrea -el verbo “conocer” (jada’)-, se emplee en la Escritura por vez primera para expresar el acto conyugal: “Conoció el hombre a su mujer, que concibió y parió a Caín, diciendo: He alcanzado de Yahvé un varón. Volvió a parir y tuvo a Abel, su hermano” (Gn. 4, 1-2). La unión sexual se designa en hebreo mediante un conocimiento mutuo y experiencial que deja huella imborrable en los esposos. Mediante este verbo la relación sexual es introducida dentro de un nivel específicamente personal, diferente cualitativamente a los animales 87.

A pesar de la pobreza de esta lengua arcaica -el hebreo-, el término expresa que los esposos se conocen, se revelan recíprocamente a través del cuerpo sexuado y del acto conyugal, mediante el cual los dos se hacen “una sola carne” (Gn. 2, 24) 88. Supone para los esposos un conocimiento nuevo del amado a través del significado esponsal del cuerpo que enriquece a ambos y hace crecer su amor. Dada la antropología bíblica tan profundamente unitaria, el término hace referencia no sólo a un conocimiento meramente físico -aun cuando evidentemente la incluya-, sino también a un conocimiento experiencial muy profundo en la unión de dos personas con toda su riqueza material, afectiva y espiritual 89. El amor tiene consecuencias cognoscitivas y constituye un nuevo modo de conocer al amado.

3ª Lección.
Pero la lógica de la entrega no termina aquí. Si los dos esposos se hacen una carne a través del matrimonio, de su unión sexual, Dios les puede regalar el fruto de su amor hecho carne: el don del hijo. Constituye la tercera lección de la hermenéutica de la donación.

Este mismo verbo “conocerse”, a través de la capacidad de la mujer en ser madre, inserta la generación en el conocimiento recíproco entre varón y mujer. El hijo supone para los esposos -sus padres- una nueva fuente perfeccionadora de conocimiento mutuo en alguien que es espejo viviente de uno y otro, y de la unión entre ambos. No suponen un estorbo para su amor, sino más bien todo lo contrario: una nueva posibilidad de enriquecimiento mutuo.

El varón y la mujer se conocen recíprocamente en el hijo. Si al despertar el varón exclamó su igual dignidad ante la mujer –”ésta sí que es carne de mi carne”-, ahora toma conciencia de que, ante el hijo, se encuentra nuevamente con alguien de igual dignidad a ambos. Por consiguiente tiene la misma experiencia de encontrarse ante una nueva persona; por eso afirma: “he alcanzado de Yaveh un varón” (Gn. 4, 1) 90. Los esposos y padres colaboran con Dios Creador en la transmisión de la vida humana y así cooperan con Él -de forma inmediata y directa, aunque en niveles diversos- en la prolongación de la imagen divina en sus hijos, incluso tras el Pecado 91: “Adán tenía 130 años cuando engendró un hijo a su imagen y semejanza” (Gn. 5, 3).

Si el Verbo de Dios hecho carne constituye la afirmación más revolucionaria del cristianismo, que el amor entre varón y mujer se haga carne en el hijo constituye lo más novedosa del amor conyugal. Hoy es preciso presentar al hijo como prolongación natural del amor conyugal, hecho carne concreta, en el tiempo y en la historia de sus propios padres. Sólo así podremos superar pedagógicamente la dicotomía entre amor e hijos. Es una aportación inteligente de Juan Pablo II en sus Catequesis sobre el amor humano en el plan divino: desde el significado unitivo ha hecho una re-lectura del significado procreador, y viceversa.

Me gustaría finalizar con la simple enumeración, al menos -puesto que va a ser desarrollado por otros ponentes-, de otro cambio de acento tras cincuenta años de la publicación de la Humanae vitae. Si la encíclica responde principalmente a una preocupación del momento por el sexo sin procreación que la contracepción y esterilización prometían, a partir de la década de los setenta del siglo XX, el acento poco a poco se va a ir desplazando hacia la procreación sin sexo. De la separación entre sexualidad y procreación, hecho posible mediante la contracepción, hemos pasado al extremo opuesto reproducción sin sexualidad, cuya máxima expresión podría ser la clonación 92. Esta ha sido la experiencia testimonial de quienes trabajamos en el campo moral; nos hemos visto obligados a afrontar una cuestión que poco a poco, aún siguiendo una misma lógica, su acento se ha ido desplazando hacia otro, en virtud de los adelantos tecnológicos, aplicados a las técnicas de reproducción artificial (inseminación y fecundación in vitro). Una simple mirada al factor común de los títulos de los principales documentos magisteriales sobre el tema insinúan una conexión lejana con la Encíclica y la preocupación por la defensa de la vida de la persona humana: encíclica Humanae vitae (1968); Instrucción Donum vitae (1987); Encíclica Evangelium vitae (1995) y la Instrucción Dignitas personae (2008). Una vez más el Principio de inseparabilidad del doble significado ha constituido en realidad el criterio ético y verdadero hilo conductor para su discernimiento ético. La reproducción artificial constituye en sí misma (en virtud de su objeto ético) algo inadmisible porque no se transmite la vida de forma humana, sino más bien se rebaja a mecanismos de reproducción animal, la obtención del hijo a través de un proceso que ofende a todas las diversas personas implicadas. La conclusión es doble: todas las técnicas extracorpóreas -la fecundación se realiza fuera del cuerpo de la mujer (en una probeta de laboratorio)- son ilícitas; es el caso de la FIVET y el de la inseminación propiamente dicha; la segunda: sólo mediante un gesto -no basta el contexto- de amor conyugal -que respete, cuando se da, la inseparabilidad del doble significado del acto conyugal- es lícito transmitir de forma humana la vida 93.

Estos son algunos de los frutos que la Encíclica Humanae vitae ha ido aportando a la moral sexual y de la vida, sin contar sus aportaciones a la moral fundamental. Esperemos que siga todavía dando mucho más frutos por su carácter eminentemente profético.
DIÓCESIS DE ALCALÁ DE HENARES.
Congreso sobre la Encíclica Humanae vitae (27 de Enero 2018).
Prof. Alfonso Fernández Benito (Toledo).


Notas:
1 El Código Pío-Benedictino de derecho canónico (1917) es un buen resumen: “El fin primario del matrimonio es la procreación y educación de la prole; el fin secundario es la mutua ayuda y el remedio de la concupiscencia” (CIC 1013,1) Urbano NAVARRETE, Structura iuridica matrimonii secundum Concilium Vaticanum II, Pontificia Università Gregoriana, Roma 1968, p. 28.
2 Cf. PÍO XII, Decreto del Santo Oficio: AAS 36 (1944) 103.
3 Pío XII, en su Alocución a la Rota Romana (3-10-1941), pedía que se evitaran dos extremos: dar importancia unilateral al fin primario del matrimonio; y considerar “al fin secundario como igualmente principal, desvinculándolo de su esencial subordinación al fin primario”, separando así “desmesuradamente el acto conyugal del fin primario” (PÍO XII, Alocución a la Sagrada Rota Romana: AAS 33 [1941] 423). En su famosa Alocución a las comadronas italianas (29-10-1951) Pío XII recordó nuevamente que el matrimonio, en cuanto institución natural, “no tiene como fin primario e íntimo el perfeccionamiento personal de los esposos, sino la procreación y la educación de la nueva vida. Los otros fines, aun cuando también son pretendidos por la naturaleza, no se encuentran en el mismo grado del primero y mucho menos le son superiores, sino que le están esencialmente subordinados” (PÍO XII AAS 43 [1951] 848-849).
4 La profecía neomalthusiana jamás se ha cumplido porque la población mundial no crece en proporción geométrica, mientras que los alimentos sólo en proporción aritmética; hay alimentos para todos, lo importante es repartir mejor entre todos los comensales lo que tenemos encima de la mesa.
5 Cf. Modus 71, p. 8, lin. 11. En las citaciones de las Actas conciliares del Vaticano II seguiremos en adelante la obra: Francisco GIL HELLÍN, Constitutionis Pastoralis “Gaudium et Spes”. Synopsis Historica. De Dignitate Matrimonii et Familiae Fovenda, II pars, caput I, Universidad de Navarra, Pamplona 1982.
6 El Concilio tampoco afrontó la cuestión sobre la jerarquía de fines. La Comisión redactora lo evitó porque habría requerido una consideración técnico-jurídica, poco conveniente en un documento principalmente pastoral; además la expresión fin “secundario” podría entenderse vulgarmente como de segunda importancia. La Comisión redactora aclaró que, al menos en diez ocasiones, había indicado con palabras pastorales que la procreación tiene cierta primordialidad o principalidad (Cf. Responsum ad Modum 15f, p. 6, lins. 11-15). No obstante el silencio Conciliar al respecto hace sospechar un cambio de perspectiva y sobre todo de acento.
7 Cf. Alfonso FERNÁNDEZ BENITO,“Paternidad responsable”, en: RICO PAVÉS J. (dir.), La fe de los sencillos. Comentario a la Instrucción pastoral Teología y secularización en España. A los cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II (2006), BAC, Madrid 2012, p. 845-923; cf. MOVIMIENTO FAMILIAR CRISTIANO, Preparándonos para el amor conyugal. Temario para novios, p. 75-87.
8 Cf. Responsum ad Modum 5, p. 5, lin. 22; cf. Giovanni CAPRILE, Il Concilio Vaticano II, vol. V, Roma 1966, p. 491; Vicenzo FAGIOLO, Essenza e i fini del matrimonio secondo la Costituzione Pastorale “Gaudium et Spes” del Vaticano II, en Ephemerides Iuris Canonicis 23 (1967), p. 169-171.
9 Cf. I. COLOMBO, Schema Constitutionis Pastoralis. Textus Recognitus et Relationes; Enmendationes Patrum ad Textum Recognitum, Typis Polyglottis Vaticanis 1965, E/5619; cf. I. COLOMBO., ib., E/5846.
10 En el seno de dicha Comisión persistieron dos sectores irreconciliables: una mayoría de sus miembros que pensaba que la píldora era lícita; y una minoría que argumentaba lo contrario. Tras cinco sesiones el presidente de la Comisión encargó a cuatro teólogos de la mayoría la redacción del informe final y en anexo se incluyeron dos informes, uno síntesis de la mayoría y otro de la minoría (cf. Alfonso FERNÁNDEZ BENITO, Contracepción: del Vaticano II a la Humanae vitae. Ilicitud de la contracepción: desarrollo de la argumentación. Desde la Constitución Gaudium et Spes a la Encíclica Humanae vitae, ISET San Ildefonso, Toledo 1994, p. 155-360; cf. Renzo PUCCETTI, I veleni della contraccezione, Edizioni Studio Domenicano, Bologna 2013, p. 93-103).
11 Se desconocía cuál era el mecanismo de la píldora anovulante. La progresterona es la “hormona de la maternidad”. Si se suministra a la mujer engaña a su cerebro, al interpretar que está embarazada -fase luteínica-, entonces se paraliza la maduración del folículo ovárico y su expulsión desde el ovario a la trompa de Falopio -inhibe la ovulación-, evitando así -con cierto margen de eficacia- la posible fecundación en el acto conyugal. La Humanae vitae afirmará que constituye un método “antecedente” de contracepción (HV 14b).
12 JUAN PABLO II, Catequesis 119, n. 6.
13 Será mérito posterior de la Instrucción Donum vitae (1987) la aplicación de esta misma lógica en el discernimiento de las técnicas de reproducción artificial. Sólo mediante un gesto de amor conyugal, no basta el contexto innegable que mueve a los esposos, es lícita la transmisión humana de la vida, porque sólo mediante un gesto de amor conyugal es posible al ser humano respetar a un mismo tiempo y en igualdad absoluta -sin dominio de uno sobre otro, base de la justicia- los tres grupos de personas implicadas: Dios Creador; los esposos y potencialmente padres; el concipiendus (el hijo). Por vez primera un documento magisterial afirma los derechos de alguien que todavía no existe, pero que, si comienza a existir, tiene derecho a hacerlo en las condiciones mínimamente requeridas para que se haga de forma humana -acorde con su dignidad personal, referente objetivo-, y no como un mero objeto de producción (DV I, n. 6, nota 32).
14 Si comparamos el progreso en la argumentación de la ilicitud de la contracepción entre la encíclica Humanae vitae y la exhortación Familiaris consortio, comprobamos su coherencia interna. A la pregunta ¿por qué la contracepción no constituye -en virtud de su objeto ético- un gesto de amor conyugal? la respuesta de Humanae vitae afirma: porque no se trata de una entrega plena y personal, sino de una entrega desintegrada y desintegradora -en virtud de la lujuria, contraria a la castidad y a la virtud de la pureza- que jamás fomenta la personalidad madura de los esposos, ni les capacita para el amor interpersonal y para el amor conyugal, de forma específica (HV 21). Sin embargo la Exhortación Familiaris consortio respondería a la pregunta de otra forma complementaria: la contracepción jamás puede ser un gesto de amor conyugal porque constituye, en virtud del objeto intencional elegido, un acto incompleto de donación personal, una mentira “objetiva”, un gesto de des-amor conyugal, con reserva de una dimensión esencial de la persona humana en la entrega, que es sexuada; por consiguiente no hay entrega en la masculinidad y feminidad completa que especifica al amor conyugal en cuanto tal (FC 32).
15 La argumentación “por analogía” se encontraba de manera implícita en el Concilio, cuando no se contenta con condenar los “crímenes abominables” contra la vida ya existente (cf. GS 51 c: el aborto y el infanticidio); sino que, ante las numerosas protestas de los Padres conciliares, se hace extensible esta reprobación a otras “solutiones inhonestas” (GS 51 b) que forman como un segundo grupo -pues se oponen a la transmisión humana de la vida en sus fuentes próximas-; dentro de éstos últimos el texto menciona los “usos ilícitos contra la generación” (GS 47 b: errores contra el amor conyugal) -la contracepción- (a petición del Modo 5 y del Modo Pontificio de Pablo VI sobre las “artes anticoncepcionales” -cf. Modus 5, p. 5, lin. 22; G. CAPRILE, op. cit., p. 491); y, según consta por la historia de la redacción del texto, el onanismo y la esterilización. La Comisión Redactora no quiso ser exhaustiva en la enumeración de soluciones inmorales contra las fuentes próximas de la vida, precisamente para respetar la reserva pontificia sobre la contracepción química (cf. Relatio ad Textum Receptum, n. 64 F, p. 50, lin. 26). Sin embargo fue mérito del Informe minoritario del “Dossier de Roma” el formular de manera explícita este argumento: “Esta inviolabilidad fue explicada durante muchos siglos según los Padres, teólogos y en la ley canónica, mediante la analogía con la inviolabilidad de la vida humana misma. La analogía no es mera retórica o metáfora, sino que expresa -según su modo propio- la verdad moral fundamental. La vida humana, la ya existente (‘in facto esse’) es inviolable; así también la vida en sus causas próximas (‘vida in fieri’) es, de algún modo, inviolable. O lo que es lo mismo: así como la vida humana ya existente (‘in facto esse’) está fuera del dominio del hombre, así símilmente, de algún modo, la vida humana ‘in fieri’ también lo está; por ejemplo, respecto al acto y proceso generativo, precisamente en cuanto generativo, está sustraído de su dominio” (“Dossier de Roma”, Status Quaestionis, I, Apartado D, n. 2, en J. M. PAUPERT, op. cit, p. 167; cf. ibidem, III, Apartado A, n. 1-2, op. cit., p. 176-178). Si el Vaticano II no se limitó a la condena del aborto, sino que, a pesar del respeto a la reserva pontificia, ve la urgencia en rechazar también la interrupción del coito, la contracepción y la esterilización -a fin que nadie dudara que la doctrina de la Iglesia había cambiado al respecto, tal y como se filtraba de forma errónea en la prensa del momento-, la Encíclica Humanae vitae, siguiendo una misma lógica -aunque al revés-, no se limitó a condenar la contracepción -su objetivo principal-, sino que estableció una gradación que, a través de la esterilización -ambos van contra la vida en sus fuentes próximas-, termina en un salto cualitativo con la condena del aborto -homicidio contra la vida humana-. La escalera y la tentación persiste, tanto si se recorre de arriba hacia bajo, como en sentido contrario. Cf. “Dossier de Roma”, Documentum Synteticum De Moralitate Regulationis Nativitatum, Apartado III, n. 4, op. cit., p. 162; Schema Documenti De Responsabili Paternitate, Parte 1ª, Apartado IV, n. 2, op. cit., p. 185.
16 El canon “Si aliquis”, del Decretum Gratianii lo insinúa; cf. Decret. Greg. IX, lib. V, título 12, cap. 5; Corpus Iuris Canonici, ed. A. L. RICHTER - A FRIEDBURG A, Leipzig 1881, vol. II, p. 794: “Si alguien, bien para satisfacer su lujuria, bien a causa de odio premeditado, hubiera realizado algo a un varón o a una mujer, o haya dado algo de beber, de tal forma que no pueda concebir, gestar, o que haga imposible que nazca un hijo, sea considerado como un homicida -ut homicida teneatur-”. Nótese que los casos contemplados por el canon, aún desconociendo muchos conocimientos biológicos actuales (concebir, gestar, impedir el nacimiento), incluyen también a la contracepción -concebir-; con todo, no se afirma que quien actúe así sea un homicida, sino que se tenga “como” homicida en lo que atañe exclusivamente al “actus interior” de su voluntad -en virtud del objeto ético querido-. Evidentemente que también el “actus exterior” añade decisivamente connotación moral a las acciones humanas porque no es lo mismo cometer un homicidio, que intentarlo fallidamente, por ejemplo (cf. Summa Theologiae I-II, q. 20, a. 4). Aplicado a nuestro canon, no obstante, en ambos casos (aborto; contracepción), la voluntad interior es tendencialmente homicida y paulatinamente contra la vida; aborto y contracepción tienen un “actus interior” similar que constituye el factor común que les aglutina en esta analogía contra la vida humana. Este canon parece inspirarse en la novedad que Jesucristo establece para la moral evangélica en el Sermón de la montaña con respecto a la moral veterotestamentaria, para superar en perfección la justicia incluso del piadoso israelita, quien creía que se salvaba a sí mismo por el mero cumplimiento de las obras de la Ley. Un claro ejemplo que nos puede iluminar, análogo con el del quinto precepto que nos ocupa, lo constituye el precepto del Señor: “Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón” ( Mt. 5, 27). En este pasaje el Señor afirma que no sólo existe el “adulterio de la carne”, sino también el “adulterio del corazón”. Es más, quien cometa un adulterio (actus exterior), es porque antes ha tenido deseos adulterinos en su corazón (actus interior), y dicha tendencia le ha llevado a ello; es decir, propiamente hablando existe el adulterio (interior y exterior) -6º Precepto- y el adulterio meramente interior -9º Precepto del Decálogo-. En este pasaje evangélico, se enseña que, “para nuestro Maestro, no sólo son pecadores los que contraen doble matrimonio conforme a la ley humana, sino también los que miran a una mujer para desearla, pues para Él no sólo se rechaza al que comete de hecho un adulterio (6º), sino también al que quiere cometerlo (9º), como quiera que ante Dios no están sólo patentes las obras, sino también los deseos” (SAN JUSTINO, I Apología XV, 5-7). Con respecto al quinto precepto, Jesucristo realiza algo parecido, cuando afirma que no basta con condenar el homicidio, sino también el odio, que es la “muerte intencional” del alma (I Jn, 3, 14-15) -virtud de la justicia-, pues quien ha asesinado “normalmente” ha odiado antes a su víctima.
17 Una rápida conclusión se impone: los eclesiásticos no estamos obsesionados por el sexo, ni por el sexto o el noveno Precepto del Decálogo; sabemos que el sujeto realiza actos de lujuria sobre todo por debilidad humana, no por malicia en su intención (deseo). La contracepción y los métodos artificiales de regulación de la fertilidad humana van contra la vida en sus fuentes (5º Mandamiento) y no sólo contra la castidad (6º y 9º Mandamientos). Este ha sido el juicio de la Iglesia durante dos mil años de forma ininterrumpida. No ha dicho sólo que la contracepción vaya contra el crecimiento del amor conyugal; sino que ha emitido un juicio muy duro, porque ha contemplado que la contracepción va contra la vida en sus fuentes potenciales próximas (según la virtud de la justicia). Lo que en definitiva está debajo de la sexualidad humana es la defensa de la vida de la persona humana en sus fuentes próximas: un acto Creador de Dios, “Dominus vitae” (GS 51 c); y otro concreador o precreador de los esposos, aunque a diferentes niveles.
18 Por consiguiente cuando la Biblia habla del hombre, a veces subrayará que es basar, sarks, carne -para que no se le suba la soberbia y prentenda ser como dioses- (tentación Original -Gn. 3, 1-6); pero siempre sin olvidar, al mismo tiempo, que es diferente al resto de los animales, pues ha sido creado a imagen de Dios y con aliento personal suyo; y por esto también tiene y es nefesh, ruag, pneuma (en griego), espíritu. Y viceversa, cuando se quiere subayar su superioridad se insiste en esta segunda dimensión del ser humano, pero sin olvidar jamás y a un mismo tiempo su fragilidad material. Esta antropología tan profundamente unitaria es la que se intentó traducir en el pensamiento occidental mediante el concepto de unidad sustancial en los dos principios que lo constituyen. Con todo el término es eco del contraste entre Creador y criatura, no de la diferencia entre espíritu y materia, al modo como el pensamiento occidental lo comprendió; el binario basar-nefesh o basar-ruag no designa por tanto partes diversas del compuesto humano, sino que designan al hombre completo, subrayando uno u otro aspecto, según convenga al hagiógrafo.
19 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 5ª, n. 2.
20 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 6ª, n. 3.
21 JUAN PABLO II, Catequesis 8ª, n. 3.
22 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 8ª, n. 4.
23 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 9ª, n. 1. En realidad Adán, al despertarse, y contemplar a Eva, el ser humano descubre dos realidades a un mismo tiempo y de forma constitutiva: Adán descubre en ella, la mujer, otra persona diferente a él en toda su sexualidad -corpórea, afectiva y espiritual-; y de esta forma conoce y refuerza su identidad propia ante otra identidad ajena, igual en dignidad, una ayuda verdaderamente adecuada -“ésta sí que es carne de mi carne y sangre de mi sangre, por eso será llamada ‘varona (de ish -varón- issah -varona-)” -1ª “moraleja”-; y, en segundo lugar, esta diferencia antropológica denota la capacidad y vocación -entre iguales- a la comunión de amor personal con Eva, la mujer (reciprocidad asimétrica, complementaria; no andrógina): “por eso abandonará el varón a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos serán una sola carne” (Gn. 2, 24) -2ª moraleja-. Gracias a esta diferencia antropológica a nivel corpóreo, afectivo y espiritual en el varón y la mujer, existe la posibilidad de una verdadera complementación perfectiva entre ambos para la construcción social y la edificación de la Iglesia. La expresión bíblica “una caro” (Gn. 2, 24) hace referencia a una profunda comunión en todas las dimensiones constitutivas del varón y la mujer cuando se unen en matrimonio. Se trata de una complementariedad que tiene base antropológica, se trata de una diferencia que forma parte de la identidad de la persona humana en su ser y no sólo en su obrar. Dios ha querido y quiere que el ser humano, “imago Dei”, tenga dos versiones diferentes en la humanidad: varón y mujer los creó. Cf. PONTIFICIO CONSEJO “JUSTICIA Y PAZ”, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, BAC-Planeta, Madrid 2005, n. 108-114, p. 56-59; J. L. BRUGUÉS, Corso di Teologia morale fondamentale, vol. 3, Ed. Studi Domenicano, Bologna 2005, p. 41-52.
24 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 9ª, n. 2.
25 JUAN PABLO II, Catequesis 10ª, n. 2.
26 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 9ª, n. 3.
27 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 9ª, n. 5.
28 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 10ª, n. 3. Por eso el acto conyugal “comporta una conciencia especial del significado del cuerpo en la entrega recíproca de las personas” (JUAN PABLO II, Catequesis 10ª, n. 4) de los esposos.
29 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 11ª, n. 1-2.
30 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 11ª, n. 3; cf. Max SCHELER, Le pudeur, París 1952; K.WOJTYLA, Amore e responsabilità, Roma 1978, 2ª ed., p. 161-178.
31 JUAN PABLO II, Catequesis 11ª, n. 42.
32 JUAN PABLO II, Catequesis 11ª, n. 4.
33 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 11ª, n. 5.
34 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 12ª, n. 1.
35 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 12ª, n. 2.
36 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 12ª, n. 3.
37 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 13ª, n. 1.
38 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 12ª, n. 4.
39 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 31ª, n. 1.
40 Cf. Summa Theologiae II-II q. 153 a. 5; cf. M. SCHELER, Le pudeur, París 1952, p. 31; cf. E. MOUNIER, Le personnalisme, en Oeuvres, París 1962, vol. III, p. 486; cf. G. ZUANAZZI, Temi e simbolli dell'eros, Ed. Città Nuova, Roma 1991.
41 No es lo mismo tomar prestado el cuerpo propio o incluso del cónyuge para satisfacer inmediatamente el placer genital, que la entrega de los esposos a través del lenguaje del cuerpo. De ahí que se denomine a la masturbación -aunque sea recíproca- “acto solitario”, porque, engañado por la obtención inmediata del placer, se instrumentaliza el cuerpo, sin que exista un encuentro de comunión genuina de amor entre los esposos. Ciertamente que es una soledad que deja tristeza porque prescinde de la comunión de amor.
42 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 119, n. 3-5.
43 La definición griega de belleza es precisamente “el esplendor de la verdad”, es decir, dejarse seducir por la belleza atractiva de la verdad misma para amar (cf. Antonio QUIRÓS, “La ley de Cristo, verdad del hombre”, en: E. MOLINA - T. TRIGO [eds.], Verdad y libertad. Cuestiones de moral fundamental, Ediunsa, Pamplona 2009, p. 99.
44 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 15ª, n. 2. En seguimiento del concepto cristiano de la libertad humana y según la terminología de Erich Fromm, la virtud de la castidad consiste precisamente en esta doble tarea complementaria en el sujeto: autodominio de sí -“libertad de” (autonomía)- que le capacita para la autodonación -“libertad para”- en que consiste el amor a través del cuerpo. La virtud de la castidad no es el amor, pero sí su antesala imprescindible y su custodia.
45 Cf. CCE 2337-2350; cf. A. SCOLA, Uomo-donna. Il “Caso serio” dell’amore, Marietti, Génova-Milán 2003, p. 62-63.
46 Cf. Summa Theologiae II-II q. 155.
47 Cf. Summa Theologiae I-II q. 65, a. 1; I q. 61, a. 3-4.
48 La custodia de Arfe, la custodia de Toledo en su Catedral, tiene alma: es la estructura de madera que la sustenta ocultamente para amortiguar el traqueteo sufrido en la procesión del Corpus por las calles de Toledo. La custodia rodea al Sacramento del amor -la Eucaristía-, el amor de los amores -el Señor de la custodia-; la custodia no es el amor, la virtud de la castidad no es el amor, pero sí su antesala imprescindible -capacidad de amor maduro-. A su vez la virtud de la pureza es el alma de la custodia, el alma de la virtud de la castidad, de la cual forma parte.
49 Cf. Summa Theologiae II-II q. 142 a. 2.
50 Cf. Carlo CAFFARRA, Ética General de la sexualidad, Eiunsa, Barcelona 1995, p. 51-66.
51 Cf. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Libro IIº, cap. IV.
52 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 120ª; n. 124ª, n. 1-2.
53 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 125ª, n. 1-2.
54 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 125ª, n. 3-5. Excitación y emoción van juntas. De ahí que el acto conyugal ha de implicar una intensificación de la emoción, una conmoción del amado, de forma recíproca. Esto es lo que traduce el sometimiento recíproco del gozo en la mutua pertenencia, afirmada -y no siempre bien explicada- en la Carta a los Efesios, texto fundamental para la comprensión del amor conyugal, transformado -mediante el Sacramento del matrimonio- en caridad teologal (Ef. 5, 21-32).
55 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 125ª, n. 6.
56 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 16ª, n. 1.
57 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 19ª, n. 4.
58 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 22ª, n. 5. Cf. LADARIA L., Teología del Pecado Original y de la gracia, BAC Madrid 2007, p. 33-53. División interior del hombre, con respecto a Dios y con el mundo creado.
59 El paraíso constituye el lugar teologal en el cual el primer hombre, adam, fue creado por Dios con los dones naturales, y de hecho con los dones preternaturales, fruto de un estado de justicia y santidad originaria. Con el Pecado original, tras la expulsión del paraíso, nuestros primeros padres (Adán y Eva) perdieron los dones sobrenaturales, junto a los preternaturales, así como fue herida nuestra naturaleza (Gn. 3, 1-19). Tres fueron los dones preternaturales: inmortalitas, salus, integritas (inmortalidad, salud o ausencia de sufrimiento -anticipación de la muerte-, integridad o armonía interior originaria dentro del hombre). Tras el pecado original el hombre los pierde: mortalitas (muerte), infirmitas (enfermedad), desintegración (desarmonía interior del hombre en todos sus dinamismos y facultades = concupiscentia). Cf. LADARIA L., Teología del Pecado Original y de la Gracia, BAC, Madrid 2007, p. 35-53; MORALES J., El Misterio de la Creación, Eunsa, Pamplona 2000, 2ª ed., p. 248-251.
60 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 26ª, n. 1. La Sagrada Escritura subraya que la proliferación del pecado ha producido un endurecimiento paulatino en el corazón esponsal del hombre, también en lo que atañe a su sexualidad -la lujuria-: no es sólo que el ser humano, por la herida del pecado, tenga serias dificultades a la hora de realizar el acto casto, al menos en algunas circunstancias particularmente difíciles -primera labor de la virtud de la castidad: autodominio (a)-; es que la herida del pecado -la concupiscencia de la carne- afecta también a las facultades consideradas en sí mismas, en cuanto a su capacidad operativa para la acción -predisposición permanente para la acción- y en cuanto a la docilidad con que los dinamismos operativos sexuales -pulsionales, pasionales y espirituales- de la persona deberían estar predispuestos de forma habitual (virtuosa) para que el sujeto perciba nítidamente a través de su razón práctica el bien integral de la persona en toda situación -segunda labor de la virtud de la castidad: capacidad de autodonación (b)-. De aquí nace, pues, una segunda razón -ésta de índole teológica e histórica- por la cual la virtud de la castidad -capacitada por la Gracia de la caridad teologal de Cristo- realiza la doble tarea de integración, junto a las demás virtudes y dones del Espíritu Santo que otorgan a toda persona un corazón esponsal radicalmente nuevo, tanto en la vocación consagrada como en la vida matrimonial.
61 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 24ª-25ª.
62 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 35ª, n. 1.
63 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 36ª, n. 1.
64 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 36ª, n. 5.
65 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 36ª, n. 5. Será mérito de san Pablo recoger esta presentación positiva de la Alianza, llegada a su plenitud con Cristo y la Iglesia -el Gran Misterio-, aplicada al matrimonio entre cristianos (Ef. 5, 21-32); cf. PENNA R., Lettera agli Effesini, EDH, Bolonia 1988, p. 225-247; ADNÉS P., El matrimonio, Herder, Barcelona 1979, 3ª ed., p. 59-62.
66 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 37ª, n. 4.
67 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 38ª, n. 5-6.
68 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 39ª, n. 2.
69 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 39ª, n. 2.
70 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 39ª, n. 4-5.
71 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 41ª, n. 1.
72 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 42ª, n. 6.
73 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 43ª, n. 2.
74 Cf. C. CAFFARRA, Ética general de la sexualidad, Eiunsa, Barcelona 1995, p. 73-77.
75 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 49ª, n. 5.
76 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 51ª, n. 1.
77 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 52ª, n. 4.
78 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 53ª, n. 6.
79 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 54ª, n. 5-6.
80 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 55ª, n. 6-7.
81 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 57ª, n. 2; cf. Catequesis 127ª, n. 4-6. En cuanto capacidad de mantener el cuerpo en santidad y respeto esta virtud es aliada de la virtud de la piedad, dentro de la virtud de la religión. “Glorificad a Dios en vuestro cuerpo” (I Cor. 6, 20); Dios es glorificado –se le da culto en su imagen- en nuestro cuerpo (cf. JUAN PABLO II, Catequesis 57ª, n. 3). Se trata de otro de los textos bíblicos preferidos por Juan Pablo II en sus Catequesis (I Cor. 6, 12-20): a fuerza de fornicar los corintios estaban haciendo inútil la resurrección corpórea de Cristo (motivación soteriológica), pues también nuestro cuerpo está destinado a la resurrección final y a la visión de Dios; los pecados de lujuria contra el cuerpo pasan factura, al quedar dentro del hombre la desintegración; en ello nos jugamos la vida eterna y profanan el templo vivo del Espíritu Santo en que ha sido transformado por la gracia. Cf. Amedée BRUNOT, Los escritos de San Pablo, Pamplona 1991, p. 67-76.
82 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 13ª, n. 3.
83 TERESA DE JESÚS, Libro de la vida, cap. 22, n. 14.
84 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 13ª, n. 4.
85 JUAN PABLO II, Catequesis 14ª, n. 2.
86 Cf. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, n. 10: “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente”.
87 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 20ª, n. 2.
88 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 20ª, n. 4.
89 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 20ª, n. 5.
90 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 21ª, n. 5.
91 Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 21ª, n. 6.
92 Clonación es la reproducción asexual de la totalidad del organismo, con la finalidad de producir una o varias copias, genéticamente idénticas a su único progenitor (DP 28). En la actualidad se realiza mediante privación del núcleo natural de un óvulo -haploide-, y su sustitución por otro núcleo de una célula somática o embrionaria (diploide) –del cual obtener un individuo clónico- y su implantación posterior. Esta fue la técnica empleada para obtener con éxito la famosa oveja Dolly, que, por cierto, precipitó su muerte con apenas unos años, por una aceleración incontrolado en su proceso de crecimiento. Sólo pensar en la posibilidad de aplicar la clonación al ser humano ha suscitado viva preocupación en el mundo entero. Implica un nuevo paso en el dominio tecnológico artificial con el cual se pretende dar origen a un ser humano a partir de un solo gameto –el óvulo de la mujer- sin vínculo alguno ni con la sexualidad, ni con el acto conyugal.
93 La Iglesia rechazará los diversos métodos de reproducción artificial por ser sustitutivos del acto conyugal; y sin embargo acepta la posibilidad de los métodos verdaderamente curativos de la esterilidad y de los métodos ayudativos, bien para la realización del acto conyugal de forma natural, bien para la consecución de sus consecuencias como es la fertilidad natural. Cf. Alfonso FERNÁNDEZ BENITO, “Instrucción Dignitas personae sobre bioética. Claves para su recepción”: Teología y Catequesis 111 (2009) 31-64.

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