CONGRESO SOBRE LA ENCÍCLICA HUMANAE VITAE, A LOS CINCUENTA AÑOS
DE SU PUBLICACIÓN (27 de Enero 2018). Prof. Alfonso Fernández Benito
“LA ENCÍCLICA HUMANAE VITAE,
CINCUENTA AÑOS DESPUÉS
Una relectura desde las Catequesis de Juan Pablo II sobre el
amor humano”.
“LA
ENCÍCLICA HUMANAE VITAE, CINCUENTA AÑOS DESPUÉS.
Una
re-lectura desde las Catequesis de Juan Pablo II sobre el amor humano”.
A.
CONTEXTO REMOTO E INMEDIATO DE LA ENCÍCLICA HUMANAE VITAE.
B. AMOR
CONYUGAL Y MATRIMONIO.
C.
PATERNIDAD RESPONSABLE EN EL CONCILIO.
D.
PROCREACIÓN RESPONSABLE EN LA ENCÍCLICA HUMANAE VITAE.
E. EL
PRINCIPIO DE INSEPARABILIDAD DEL DOBLE SIGNIFICADO.
F. EL
ARGUMENTO DE ACTITUD ANTE LA VIDA O POR LAS CONSECUENCIAS.
G. LA
RELECTURA DE JUAN PABLO II EN LAS CATEQUESIS SOBRE EL AMOR HUMANO EN EL PLAN
DIVINO.
1. Un
retablo antropológico, con tres tablas.
2. Tres
experiencias originarias.
a)
Experiencia originaria de soledad.
b)
Experiencia de unidad originaria o comunión de amor.
c)
Experiencia de desnudez originaria.
3.
Significado esponsal del cuerpo y virtud de la castidad.
a)
Autodominio
b)
Autodonación
4. La
virtud de la continencia.
5. El
hombre histórico: herido por el Pecado.
6. Novedad
de la moral evangélica: el “adulterio de la carne” y el “adulterio del
corazón”.
1ª. La
tradición jurídica de la Ley Mosaica.
2ª. La
tradición profética de la Alianza
3º. La
tradición sapiencial
7. La
Redención del cuerpo.
H. A MODO
DE CONCLUSIÓN: TRES LECCIONES FUNDAMENTALES PARA LA “LÓGICA DE LA ENTREGA”.
1ª
Lección.
2ª Lección
3ª
Lección.
Saludos: Sr. Obispo de Alcalá de Henares, Excmo. Dr. D. Juan
Antonio Reig Plá, querido amigo; Mi querido profesor don Livio Melina y colegas
del Instituto Juan Pablo II y de otras Universidades. Muy estimados
congresistas, Señoras y Señores. Muchas gracias por esta invitación, a través
de su coordinador, D. Luis Eduardo Morona Alguacil.
Echar una mirada retrospectiva sobre esta Encíclica profética, a
los cincuenta años de su publicación, constituye todo un acierto metodológico
para comprobar sus frutos. Desde la primacía del significado procreador -en sus
fuentes próximas-, y a la luz de dos mil años de tradición -punto de inflexión
será el Concilio Vaticano II- realizaremos una re-lectura a partir del
significado unitivo, ayudados por las Catequesis de Juan Pablo II sobre la
belleza del amor humano en el plan divino. Por brevedad, hemos querido
delimitar el tema, añadiendo un subtítulo: “La Encíclica Humanae vitae,
cincuenta años después. Una re-lectura desde las Catequesis de Juan Pablo II
sobre el amor humano”.
Procuraremos realizan una re-lectura de la Encíclica, 50 años
después, a través de lo que estimamos es su hilo conductor y gran principio
argumentativo que apoya la única norma moral enseñada por la Encíclica, es
decir, el Principio de inseparabilidad del doble significado del acto conyugal
(significado unitivo y procreador), criterio antropológico y moral que ha
mostrado una extraordinaria fecundidad no sólo en el campo del amor, sino
también en el de la transmisión humana de la vida y en el campo de la bioética.
Anticipo desde el inicio que durante los 50 años desde su publicación ha habido
un cambio de acento y de dirección en este Principio que, según mi parecer,
constituye el criterio objetivo y sintético de moralidad sobre el acto conyugal
más importante de los últimos cincuenta años en moral de la persona.
A. CONTEXTO REMOTO E INMEDIATO DE LA ENCÍCLICA HUMANAE VITAE.
Si pretendemos realizar desde el momento actual una lectura
equilibrada de la Encíclica, es muy conveniente que nos anticipemos también
algunos años antes de su publicación. Se trata sencillamente de interpretar el
texto en su contexto del siglo veinte. El contexto remoto de la Humanae vitae,
podría ser la doctrina dogmática sobre los fines del matrimonio 1 y su aplicación más o menos directa al campo moral, con las
limitaciones que esto supuso, y que recoge a la perfección la preocupación de
la moral durante dos mil años por la apertura a la vida para la licitud en el
comportamiento sexual.
En el campo dogmático la subordinación del fin de la mutua ayuda
del matrimonio al fin procreador, expresado en la Encíclica Casti connubii, de
Pío XI (1930) (cf. CC 14), proseguirá en otras intervenciones magisteriales.
Esta encíclica ya anticipa, en cierta manera, la norma moral formulada con
posterioridad por la Encíclica Humanae vitae (HV 14): “el acto conyugal, por su
propia naturaleza, está ordenado a la generación de la prole, de tal forma que
aquellos que en el uso del matrimonio lo hacen voluntariamente infecundo, obran
contra la naturaleza, realizan una acción torpe e intrínsecamente deshonesta”
(CC 20 b). Por su parte el Santo Oficio, en respuesta a algunos autores
personalistas (Von Hildebrant, Herbert Doms; Bernhardin Krempel), sin hacer
mención explícita de ellos, recordó que el fin primario del matrimonio es la
generación y educación de la prole, y que los fines secundarios están
esencialmente subordinados al primario; y por tanto no son fines independientes
2. Estos teólogos aportaron intuiciones novedosas desde la
perspectiva personalista sobre el amor conyugal, algunas de las cuales serán
recogidas por el Vaticano II y en la Humanae vitae; pero su confusión entre
amor, noción del matrimonio y fines del matrimonio llevaba a conclusiones
faltas de equilibrio, sobre todo en sus aplicaciones morales. No obstante Pío
XII será el papa que formule la jerarquía de fines 3. Sin embargo advirtamos que la
preocupación del Pontífice fue no tanto de índole dogmática -jerarquía de
fines-, como principalmente en cuanto a su aplicación moral para determinar la
licitud del acto conyugal -no excluir el fin primario en nombre de los fines
secundarios-; razón por la cual rechazó el uso de los métodos contraceptivos.
Mayor importancia tiene el contexto inmediato de la Encíclica,
que fue, sin lugar a dudas, el Concilio Vaticano II. El ambiente previo al
Concilio, desde una profecía neomalthusiana, jamás cumplida, en la sociedad de
aquel tiempo era una insistencia orquestada en la importancia fundamental por
un control demográfico 4. A ello se sumaba la
concepción de la revolución sexual de 1968 como amor libre, una de cuyas
ataduras eran los hijos. De ahí que el Concilio hubo de afrontar como primera
falsa acusación que responder, que los hijos no son un estorbo, ni para el amor
conyugal, ni para el matrimonio. La institución matrimonial y el amor conyugal,
por su propia naturaleza, están ordenados a la procreación y educación de la
prole (cf. GS 48 a; 50 a); de tal forma que los hijos son corona y cumbre más
alta del amor conyugal (el don más excelente del matrimonio y del amor conyugal
-tal y como pedía uno de los cuatro Modos de Pablo VI de última hora-) 5; y ellos contribuyen al bien de los esposos, de forma eminente
-“máximamente”, dice literalmente el texto conciliar-, y por consiguiente, al
crecimiento genuino de su amor esponsal, pues el amor de amistad consiste
precisamente en querer el bien del amado. Negar o disimular el carácter fecundo
del amor conyugal sería desvirtuar esencialmente la doctrina Conciliar.
B. AMOR CONYUGAL Y MATRIMONIO.
Creo que gran parte del acierto del Concilio sobre el matrimonio
estuvo en afrontar -por vez primera- la naturaleza del amor específicamente
conyugal (amor de benevolencia o amistad; GS 49) y cuál era su lugar teológico
dentro de la doctrina matrimonial. En el ambiente pre-Conciliar pululaba una
pregunta: el amor ¿es fin primario o secundario del matrimonio? La perspectiva
Conciliar fue nueva: el amor conyugal no es fin primario, ni secundario, porque
sencillamente no es fin; sino mucho más, es el motor del matrimonio que
pertenece a su esencia invisible. El matrimonio ni es solo institución, ni es
solo amor entre varón y mujer, sino ambas cosas a la vez: la “institución del
amor conyugal” o “el amor conyugal instituido”. En la definición conciliar de
matrimonio -“la íntima comunidad conyugal de vida y de amor” (GS 48 a)- se
afirma que es “comunidad” -institución visible- porque dentro de ella existe
una rica “comunión de amor” conyugal -motor invisible-. El amor entre varón y
mujer, si es auténtico, tiende por su propia naturaleza a estabilizarse en una
institución, que en nada estorba a su crecimiento, sino que -al revés- lo
protege de falsos espejismos.
El Concilio no afronta la cuestión de los fines del matrimonio,
aunque describe a la perfección en varias ocasiones, el contenido del fin
procreador y del fin de la mutua ayuda, si bien nunca bajo categoría específica
de fines del matrimonio en sentido estricto. En dos textos paralelos el
Concilio realiza una de las afirmaciones más rotundas sobre la ordenación del
matrimonio al fin procreador: “por su índole natural la institución del
matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y
educación de la prole” (GS 48 a; GS 50 a). En segundo lugar, el Concilio describe
el contenido del fin de la ayuda mutua, incorporando algunas aportaciones
personalistas: “el marido y la mujer, que por el pacto conyugal ya no son dos,
sino una sola carne, con la unión íntima de sus personas y operaciones se
ayudan y se sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su unidad y la logran
cada vez más plenamente” (GS 48 a). La ayuda recíproca no se limita a la
prestación de ciertos servicios mutuos, sino, sobre todo, mediante la donación
de sí (entrega de amor) que perfecciona a los esposos (cf. GS 50 c). De esta
forma se corregía el peligro de acentuar unilateralmente el matrimonio hacia la
procreación 6.
Pero lo que más interesa a nuestro tema es que fue consciente de
los límites que había tenido hasta entonces la moral sexual, al aplicar
directamente la doctrina dogmática sobre los fines al campo de la moral
matrimonial. En realidad el Concilio abriría un camino nuevo.
C. PATERNIDAD RESPONSABLE EN EL CONCILIO.
El Concilio Vaticano II fue el primer documento magisterial que
afrontó de forma globalmente considerada la cuestión sobre paternidad
responsable en su dimensión moral (GS 47-52) 7. En el Principio de
procreación responsable es fundamental la distinción entre dos momentos -que no
se pueden entremezclar confusamente, ni separar tampoco en exceso-: ética de la
decisión y ética de la ejecución o medios a emplear. En el primer momento
-ética de la decisión- el Concilio afirma que serán los dos esposos -no es
cuestión de uno-, quienes, en común, en conciencia, ante Dios -en definitiva-,
y discerniendo su voluntad que habla a través de las circunstancias (bien de
los esposos; bien de los hijos ya nacidos o por nacer; bienes económicos y de
la vivienda; bien común de la sociedad y de la Iglesia), quienes deben decidir
poner o no las condiciones que de ellos se requieren para que venga un hijo,
obrando siempre con generosidad en su apertura a la vida (GS 50 b). Paternidad
responsable es, pues, tanto para tener, como para no aumentar el número de
hijos, cuando existan graves razones que lo desaconsejen.
En segundo lugar, no todos los métodos son lícitos para llevar a
cabo la decisión de los esposos; es la ética de la ejecución. Ante la cuestión
de moral cotidiana, el Concilio se pregunta cómo los esposos deben conciliar
armónicamente su apertura a la vida con una -y solamente una, ciertamente muy
importante (GS 49 b)- de las expresiones singulares del amor conyugal -el acto
matrimonial- (GS 51 a). El Concilio sostiene que hay dos criterios heurísticos
a seguir si queremos encontrar la solución adecuada: -primero- no puede haber
verdadera contradicción entre amor y procreación; -segundo- necesidad de la
virtud de la castidad en este campo (GS 51 b). Ante la imposibilidad de un
verdadero “conflicto de deberes”, el Concilio descarta, en primer lugar,
soluciones simplonas y muy graves: el aborto y el infanticidio son crímenes
nefastos (GS 51 b). Además de ellas el Concilio afirma que existen otras
soluciones ilícitas; en concreto, por la historia de la redacción del texto en
las Actas conciliares, sabemos que fueron la esterilización -que no aparece en
el texto- y las “artes anticoncepcionales” 8 -tal y como se pedía en uno de
los modos pontificios de última hora- y que la Comisión redactora tradujo por
“usos ilícitos contra la generación” (GS 47 b).
A continuación inmediata, en el párrafo subsiguiente, el
Concilio desarrolla de forma “positiva” el principio de no contradicción: se
trata de conciliar cómo transmitir la vida de modo dignamente humano (GS 51 c:
modo homine digno); y cómo fomentar el amor conyugal a través de actos que sean
conformes a la genuina dignidad humana (GS 51 c: secundum germanan dignitatem
humanan ordinati). Para conjugar armónicamente ambos extremos no basta con
tener recta intención y circunstancias graves (GS 50 b: ética de la decisión),
sino que los esposos han de ajustarse a la primera fuente de moralidad de los
actos: bondad por su objeto ético. Criterios objetivos -añade el texto
conciliar- que nacen de la naturaleza de la persona humana y de sus actos
sexuales; criterio que, además, es doble: consiste en el respeto del íntegro
significado de donación mutua (entrega íntegra e integrada de la persona de los
dos esposos -cf GS 49 a-) y de procreación transmitida de forma propiamente
humana (cf. GS 51 c). La Iglesia había insistido durante casi dos mil años el
respeto a la realización íntegra (completa) del acto sexual para su licitud,
pues con ello se aseguraba que cada acto conyugal estuviera abierto a la
posible transmisión de la vida; había llegado el momento de subrayar que, para
su licitud, dicho acto debía constituir también un gesto verdadero de donación
de amor conyugal, pleno y personal entre los esposos 9. Son pues dos, no uno, los significados naturales del acto
conyugal que han de ser respetados en cada acto conyugal para su licitud:
significado de transmisión humana de la vida y significado de donación de amor
entre los esposos en sus expresiones. El Concilio vió hasta donde pudo: son dos
los significados a respetar; será mérito de la Encíclica Humanae vitae explicitar
que no sólo son dos los significados, sino que son antropológica y moralmente
inseparables (Principio de inseparabilidad).
D. PROCREACIÓN RESPONSABLE EN LA ENCÍCLICA HUMANAE VITAE.
El Concilio no afrontó en concreto cuáles medios eran lícitos o
no para llevar a cabo la “ética de la decisión” (positiva o negativa), ya que
en el Aula conciliar pesaba la reserva que Pablo VI había hecho a una Comisión
Pontificia (nota 14; GS 51 c) 10, que se encontraba todavía
estudiando un nuevo tipo de contracepción química -la píldora de progesterona-,
objeto de la futura Encíclica Humanae vitae 11.
Por consiguiente fue mérito de la Encíclica Humanae vitae (1968)
afrontar dicha cuestión, concretamente con ocasión de la contracepción química
a base de progesterona sintética, descubrimiento del momento. La Encíclica
enseña una única norma moral sobre la ilicitud de la contracepción en virtud de
la definición de su objeto ético; dicha norma moral tiene una doble formulación
en la Encíclica: una formulación positiva, la cual indica el valor que dicha
norma promueve: la vida humana (HV 11); y una formulación negativa: no se puede
querer dar inicio libremente a un acto conyugal en tiempo posiblemente fértil y
querer impedir deliberadamente la posible existencia de un nuevo ser humano (HV
14), mediante un método barrera -también químico- que impide que espermatozoide
y óvulo se unan; se trata de una voluntad no solo no procreadora, sino
anti-procreativa: no es lo mismo no querer -porque no se debe-, que no querer
pero queriendo impedir lo que libremente se ha querido dar inicio (HV 14 b:
impediatur; HV 16: impediunt); o se da inicio al acto conyugal con todas las
consecuencias, también procreadoras, o ambos esposos se han de abstener para no
dar inicio al proceso; no hay término medio.
E. EL PRINCIPIO DE INSEPARABILIDAD DEL DOBLE SIGNIFICADO.
Entre los argumentos de ley natural que apoyan esta norma se
encuentra el Principio de inseparabilidad del doble significado unitivo y
procreador. Los significados naturales del acto conyugal no son sólo dos -tal y
como atisbó el Concilio-, sino que también son antropológicamente inseparables.
Juan Pablo II llegará a afirmar: “uno y otro pertenecen a la verdad íntima del
acto conyugal: uno se realiza justamente con el otro y, en cierto sentido, el
uno a través del otro” 12. Por eso cuando se da la
com-presencia del significado unitivo y procreador en el acto conyugal los
esposos no deben separarlos artificiosamente -incluso para promover uno a costa
del otro-, porque -al final- no respetarían ninguno de los dos (HV 12).
Nos encontramos ante el criterio sintético de moral sexual más
importante de los últimos cincuenta años. En realidad el Concilio ofreció dos
criterios heurísticos para la paternidad responsable: la virtud de la castidad
y el principio de no contradicción entre el significado de donación humana y de
transmisión humana de la vida (GS 51 c). Pero fue la Humanae vitae quien aporta
el criterio sintético adecuado: si se respeta la inseparabilidad del doble
significado unitivo y procreador en cada acto conyugal entonces éste constituye
un gesto de verdadera donación entre los esposos que hará crecer el amor y,
además, si se transmitiera la vida, entonces se haría en conformidad con la
dignidad de la persona humana (HV 12). Esto es precisamente lo que la Encíclica
hace a continuación, hasta bajando a dos ejemplos.
Por tanto, prosigue la Encíclica, si se pretende fomentar
unilateralmente el significado procreador a costa del unitivo en dicho acto
conyugal, imponiendo incluso por la fuerza la decisión de un cónyuge sobre
otro, por esto mismo, si se transmitiera la vida no se haría en las condiciones
mínimamente humanas que se requieren, ya que solo mediante un gesto -no es
suficiente el contexto- de amor conyugal es lícito transmitir la vida de forma
humana (HV 13) 13.
Y al revés, insinúa la Encíclica, si promovemos unilateralmente
el significado unitivo a costa del significado procreador -al ser
biológicamente fértil- (esto era precisamente lo que pretendía la píldora de
progesterona: el sexo “seguro” para evitar un embarazo), por esto mismo, no
constituye un gesto de amor conyugal que lo haga crecer, sino que es una
entrega a medias -“haciendo trampas”, dice la gente sencilla-, no una entrega
plena y personal, al excluir deliberadamente su carácter fecundo, y que va
socavando al amor mismo (HV 13).
Será mérito de Juan Pablo II, mediante la “hermenéutica del don”
o la “lógica de la entrega”, a través del significado esponsal del cuerpo,
quien ponga mejor de manifiesto la contradicción antropológica de la
contracepción en el lenguaje del cuerpo. Los esposos no desean mentirse, pero,
en realidad, escogen un medio equivocado -la contracepción- que, en virtud de
su objeto ético, por sí misma, constituye una mentira “objetiva”, equivaliendo
a una entrega a medias: “te quiero con toda mi alma, con todo mi corazón, pero
no con todo mi cuerpo”; en este caso excluyo una capacidad esencial en la
entrega -hacerte padre a través exclusiva de mi maternidad o viceversa-, que perfecciona
al bien del amado -en esto consiste el amor de benevolencia o amistad conyugal-
(FC 32).
Por otra parte la Encíclica Humanae vitae declaró la licitud
objetiva de la abstinencia periódica, en la cual se fundamentan los métodos
naturales de autobservación en la fertilidad humana. Su gran mérito fue incluir
la abstinencia periódica como elemento integral de la virtud de la castidad (HV
16; 21). La abstinencia cuesta -porque la voluntad del sujeto se impone con un
acto de resistencia sobre pulsiones y pasiones muy vehementes-; pero lejos de
perjudicar la personalidad de los esposos les hace madurar, capacitándoles para
el amor (HV 21). De ahí que esta virtud resulta absolutamente imprescindible
para casados y consagrados, para toda persona, y durante todas las estaciones
del amor a lo largo de su vida. La virtud de la castidad es la integración para
el amor 14. Será
también mérito de Juan Pablo II profundizar en este aspecto.
F. EL ARGUMENTO DE ACTITUD ANTE LA VIDA O POR LAS CONSECUENCIAS.
Se ha calificado a la Humanae vitae como una encíclica
profética, y, sin pretenderlo, lo ha sido. Tras cincuenta años de su publicación
lo podemos comprobar particularmente si leemos de nuevo el número 17 de la
Encíclica. En él se contiene un nuevo argumento confirmatorio por las
consecuencias absurdas a que se llegaría de aceptar la licitud de los medios
artificiales de regulación de la fertilidad; pues, una vez iniciado este
proceso de “falsa tolerancia”, a nadie, tanto a nivel individual, como incluso
a nivel social, podríamos poner límite alguno para recurrir a otros métodos
paulatinamente más graves (cf. HV 17).
En primer lugar se abriría un camino fácil para la infidelidad
matrimonial; así mismo para la degradación moral en general y singularmente
para los jóvenes, especialmente más vulnerables en este campo; aún más, el
vicio contraceptivo iría contra la mujer, rebajándola a mero instrumento de
placer para el varón. Además, si reconocemos la licitud de los métodos
artificiales de regulación de la fertilidad a nivel privado, ¿quién puede
impedir que a nivel público un estado imponga aquel método que él considere más
eficaz para el control demográfico? Con ello caeríamos en el grave error de
poner en manos públicas algo que pertenece a la esfera íntima y privada de los
esposos. Es preciso reconocer unos límites infranqueables en este campo. Pienso
que hacer caso a los profetas es algo bueno, pues el recurso a los
contraceptivos no ha producido mayor felicidad entre los matrimonios, ni ha
hecho crecer genuinamente el amor conyugal. Finalmente el invierno demográfico
intuido por Pablo VI se ha cumplido, hasta llegar a una pirámide invertida de
población en Europa, incapaz incluso de reemplazo generacional.
Algunos teólogos piensan que debajo del argumento por las
consecuencias se encuentra el “argumento por analogía” -defendido por el sector
minoritario de la “Comisión Pontificia para población, familia y natalidad”- en
el “Dossier de Roma”: si la vida de la persona humana, existente en acto, es
sagrada e inviolable, las fuentes potenciales de la vida también -de alguna
forma -lo son. Si esto mismo lo expresamos de manera negativa: no basta con
excluir el aborto (homicidio contra la vida ya existente), sino también hemos
de rechazar los métodos contraceptivos que van tendencial y paulatinamente
contra la vida, con ocasión -esto sí- de sus fuentes potenciales próximas. El
Documento de la minoría en el “Dossier de Roma” 15 así lo argumentaba en contra del informe mayoritario -que veían
sólo una relación meramente imaginaria-; así mismo algunos de sus elementos básicos
de dicho argumento ya se encontraba en el número 51 de la Gaudium et spes, y
subyace en el número 14 de la Encíclica Humanae vitae.
El presente argumento se ha denominado también de “Actitud o
mentalidad contra la vida” porque, aún tratándose de dos actos esencialmente
diferentes, el aborto ha sido posible -las estadísticas lo corroboran- en donde
han existido previamente grandes campañas de difusión de los métodos
contraceptivos. Se trata una escalera con tres peldaños progresivos:
contracepción / esterilización / aborto.
Es verdad que hay una diferencia esencial, en virtud de sus
objetos éticos respectivos. “Es cierto que anticoncepción y aborto, desde el
punto de vista moral, son males específicamente distintos: la primera
contradice la verdad plena del acto sexual como expresión propia del amor
conyugal, el segundo destruye la vida de un ser humano; la anticoncepción se
opone a la virtud de la castidad matrimonial, el aborto se opone a la virtud de
la justicia y viola directamente el precepto divino ‘no matarás” (EV 13). Con
todo entre ambos existe una cierta vinculación, muy sutil, pues debajo se
esconde una actitud tendencialmente contra la vida, el aborto contra la vida ya
existente, la contracepción contra el significado procreador del acto conyugal.
Se trata, en el fondo, de dos frutos de una misma planta (EV 13).
El acto contraceptivo, cuando es reiterado, termina por crear un
hábito contraceptivo, el cual, por efecto del vicio de la lujuria (contra la
virtud de la castidad -6º Mandamientos del Decálogo- y contra la virtud de la
pureza -9º Precepto-) va acostumbrando al sujeto, va predisponiendo de forma
habitual y por connaturalidad de forma negativa a la razón práctica de la
persona humana, de tal forma que en el momento cumbre de la elección de los
medios, la razón, engañada, percibe como conveniente lo que es malo (sólo un
bien aparente) para dicho sujeto, en su situación concreta (Sm. Th. I-II, q. 9,
a. 2). Se trata de una ceguera progresiva hasta llegar a la “ceguera mental o
de espíritu” y una especie de “miopía personalista” en la razón práctica.
Guiados los esposos por una lógica técnica, además, con tanto atractivo para
nuestra época (ávida en conseguir resultados eficaces a toda costa), si el
recurso a la contracepción falla, por ejemplo, se ha dado con frecuencia el
paso a la esterilización. Y si ésta fallara -pues todos los métodos de
regulación de la fertilidad lo tienen, en porcentaje diverso-, ¿no habría
cierto peligro en que los esposos se vean tentados y se predispongan a dar un
salto cualitativo para recurrir al aborto mismo?
La solución, pues, para evitar el aborto no consiste en difundir
la contracepción; porque, en cuestión de tiempo, se llegará con toda
probabilidad a lo que se pretendía evitar, tal y como la historia reciente
tristemente confirma (EV 13). En las grandes convenciones de la ONU a nivel de
población o sobre la mujer, como fue el caso de Pekín (1995), se acusa a la
Iglesia católica de intransigencia: “¡vale, de acuerdo, no al aborto! -se nos
dice-; pero sean más transigentes con la difusión de los métodos artificiales
de regulación de la fertilidad, tal y como por ejemplo anglicanos y luteranos
ya han hecho. Nuestra respuesta ha sido siempre la misma: es cuestión de
tiempo; si aceptamos lo primero, la tentación a aceptar incluso el aborto sería
más próxima.
En seguimiento de la perspectiva adoptada por los autores
medievales desde la virtud de la justicia, algunos moralistas han visto una
razón profunda, muy delicada y difícil de precisar, y que se añade a la
explicación anterior. Se trata de una explicación legítima de escuela, aunque
en nada disminuye la unanimidad manifiesta ante los envites de la “cultura de
la muerte”. Para estos teólogos lo que, en definitiva, está en juego -aunque no
se sea consciente de ello- es, sobre todo, la vida de la persona humana en sus
fuentes sagradas (5º Precepto), y no sólo su sexualidad (6º y 9º Preceptos).
Dios ha querido unir sexualidad y vida en el significado esponsal del cuerpo.
Para ello afirman que existe -en virtud de los objetos éticos queridos- una
analogía muy delicada -analogía de proporcionalidad propia (relación entre dos
proporciones)- entre aquella voluntad que quiere el aborto, con aquella otra
-no igual, siempre sólo semejante- que va contra la vida humana, si bien con
ocasión de sus fuentes potenciales (por ejemplo, mediante la contracepción o la
esterilización). Pero en ambos casos, exclusivamente en sus respectivos “actus
interior” -por los objetos éticos- la voluntad del sujeto es anti-vida y con
tendencia progresivamente homicida 16. Esta voluntad tiende, por el objeto del acto elegido, al
recurso de métodos paulatinamente más graves contra el don de la vida,
llegándose incluso al aborto. Aclaran que aquí no se habla de “intenciones” o
“deseos” de los esposos, sino de lo que realmente se “quiere” al elegir estos
medios en virtud exclusiva del objeto moral que especifica al acto humano.
La conclusión es que el Magisterio de la Iglesia durante casi
dos milenios, cuando ha juzgado la contracepción, quizás le haya preocupado,
sobre todo, la defensa de la vida con motivo de sus fuentes próximas, aún sin
desconocer la perspectiva respecto a la virtud de la castidad 17. Los adelantos de la psicología
moderna y la aportación de la filosofía personalista del primer tercio del
siglo veinte, hicieron posible una profundización mayor sobre este último
aspecto, presentando con belleza la sexualidad del cuerpo al servicio del amor.
Juan Pablo II va a ser un maestro en ello.
G. LA RELECTURA DE JUAN PABLO II EN LAS CATEQUESIS SOBRE EL AMOR
HUMANO EN EL PLAN DIVINO.
Si hasta el momento había prevalecido en el análisis moral de la
sexualidad la óptica de la transmisión del don de la vida en sus fuentes
próximas, Juan Pablo II va a ofrecer un giro hermenéutico, muy enriquecedor, al
releer el principio de inseparabilidad -verdadero hilo conductor de nuestra
temática-, invirtiendo justamente su dirección con un cambio de rumbo y de
acento: desde el sentido unitivo al procreador; con ello se logrará un
equilibrio más justo y complementario entre ambas perspectivas. Si durante casi
dos mil años se ha exigido la apertura a la vida para la licitud del acto
conyugal, algo pacíficamente adquirido -así lo expresaba Giovanni Colombo en el
aula conciliar-, ahora Juan Pablo II ofrecerá en sus Catequesis sobre el amor
humano en el plan divino una relectura desde el significado unitivo al
procreador, para mostrar la intrínseca conexión que existe entre ambos
significados a nivel antropológico y moral.
Pienso que mediante el recurso de Juan Pablo II a comentar la
Humanae vitae en las Catequesis de los miércoles durante cinco años
(1979-1984), quizás como preparación al primer Sínodo sobre la familia de 1980,
él fue capaz de profundizar con serenidad en el rico contenido de la Encíclica,
evitando toda polvareda mediática inútil.
Juan Pablo II tiene como punto de partida la teología del
cuerpo: el ser humano es “sujeto encarnado”, tiene, más aún, “es” cuerpo y
cuerpo sexuado. En seguimiento del Vaticano II, recuerda que el misterio del
hombre no puede ser entendido en plenitud sino, a la luz del misterio del Verbo
encarnado (GS 22). La antropología hace de mediación imprescindible y de
integración entre los datos aportados por las ciencias auxiliares -la
psicología, la sociología, la biología, la medicina- y la teología moral, según
una metodología verdaderamente interdisciplinar -no solo multidisciplinar-. La
antropología es fundamento de la moral.
1. Un retablo antropológico, con tres tablas.
Juan Pablo II parte de un retablo antropológico compuesto por
tres tablas: el hombre de los orígenes en el pasado de la humanidad; el hombre
histórico del presente, tal y como existe hoy, herido por el Pecado, pero
posteriormente redimido por Cristo; el hombre escatológico del futuro, tras la
resurrección y en la visión beatífica. Es la teología del cuerpo. La
Cristología es una antropología anticipada, y lo que ha sucedido ya en el
primer cuerpo resucitado de la historia, también irá sucediendo en cada ser
humano.
Empecemos por el hombre de los orígenes, en seguimiento del
Maestro que recurre a los inicios del Creador, ante la discusión sobre el
divorcio con los fariseos (Mt. 19, 2-12). Las primeras páginas de la Sagrada
Escritura contiene dos relatos sobre la creación del hombre que afirman mucho
más de lo que a primera vista parece sobre antropología y sobre la
“hermenéutica del don”, válido para toda la humanidad a través del significado
esponsal del cuerpo.
De ahí la importancia en partir de una antropología sexual
adecuada que se fundamente en haber sido creada por Dios a imagen suya, en dos
versiones diferentes y, al mismo tiempo, idénticas en dignidad: “Creó pues,
Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho -zakar- y
hembra -unequebah- los creó” (Gn. 1, 26-31). El concepto “imago Dei” implica en
el ser humano la capacidad natural de comunión de amor personal con Dios y con
las demás personas (los ángeles y los hombres). Por consiguiente, es preciso
enumerar -siquiera- la importancia que el cuerpo sexuado tiene para la persona
humana -corpus afficcit personam- y para la noción de “imago Dei”. Ser varón o
mujer implica dos formas de existencia humana, en donde una versión de
humanidad reclama antropológicamente -no sólo temporalmente- la otra diferente,
como primera experiencia de identidad y de finitud creatural.
El segundo relato de la Creación subraya que la antropología
bíblica es profundamente unitaria (Gn. 2, 7-25). En él se narra simbólicamente
que el ser humano -adam- procede del polvo de la adamah (tierra), del igual
barro que el resto de las criaturas modeladas por el Alfarero; es basar (en hebreo),
carne (sarks, en griego); y por eso el ser humano es vulnerable. Pero, a
diferencia del resto de las criaturas, ha recibido personalmente de Dios el
soplo de vida. Dios, que es el Viviente, sopla su aliento (nefesh; o ruag),
espíritu, y el ser humano resultó un “ser viviente”; por eso es superior al
resto de los animales, ya que tiene una capacidad de relación superior y
personal de amor con el Creador 18.
2. Tres experiencias originarias.
Particular importancia para nuestro tema tienen tres
experiencias del hombre del pasado: experiencia originaria de soledad, de
unidad y de desnudez. Se trata de experiencias “originarias”, no solo en
sentido cronológico en los albores de la Humanidad, sino también y sobre todo
en sentido existencial, porque forman parte de los fundamentos de nuestra
experiencia, válidas para toda época y a través de las cuales el ser humano
toma conciencia de su subjetividad.
a) Experiencia originaria de soledad.
La primera experiencia fue de soledad: “No es bueno que el
hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda semejante a él” (Gn. 2, 18). El
hombre tiene esta experiencia fundamental en cuanto ser humano, por ser
criatura, incluso previa a toda distinción sexual 19. Este relato subraya la subjetividad o toma de conciencia del
ser humano sobre su identidad y diferencia, sobre su superioridad respecto a
los animalia. Él no es un animal más en el mundo. La mediación del cuerpo
resulta decisiva para la comprensión de su soledad; por su cuerpo se une al
mundo visible, pero diferente esencialmente al resto de los animales creados;
por esto precisamente se siente solo; los animales no son una ayuda adecuada 20. Pero su experiencia de
soledad no es algo meramente negativo, sino también positivo, porque, a través,
de ella descubre que el ser humano es amigo de Dios. No obstante el ser humano
necesitaba otro amigo de carne y hueso como él.
Pero en el relato bíblico, la experiencia originaria de soledad
prepara de inmediato a la experiencia de unidad o de comunión de amor. “No es
bueno que el hombre esté sólo” (Gn. 2, 18); por eso el Creador quiere dar al
ser humano una ayuda adecuada (Gn. 2, 20). Entonces, Dios hizo caer un profundo
sopor sobre el hombre, tristeza de amor -porque los animales no son una ayuda
semejante- y, en parte, por respeto al misterio del origen de la vida. El sueño
no sólo indica el subconsciente -añade el Papa-, sino también su posibilidad de
retorno a la nada -si Dios retira su aliento que le mantiene en la vida (Job
34, 14-15; Sal 104, 29) 21. Dios, de la costilla de Adán, creó a la primera mujer, Eva
(Gn. 2, 21-22).
Cuando el ser humano se despierta del sueño, se despierta ya
como varón y mujer: “ésta sí que es hueso de mis huesos, carne de mi carne;
será llamada varona (issah) porque del varón (is) ha sido tomada” (Gn. 2, 23).
Es un modo arcaico, pero nadie lo ha hecho tan bellamente, para expresar la igual
dignidad entre varón y mujer. Aparece entonces la diferencia en dos versiones
de humanidad: varón y mujer los creó. El despertar de este sueño extático
incluye admiración, alegría y exaltación, porque ahora sí tiene alguien
semejante, una “ayuda según él”, un segundo yo personal, carne de su carne 22. Se trata de una doble
emoción: por compartir con otra persona humana una humanidad común, con igual
dignidad; y por el descubrimiento -a través del cuerpo- de la feminidad en Eva 23.
b) Experiencia de unidad originaria o comunión de amor.
La experiencia de soledad originaria queda resuelta y superada
por la experiencia de unidad. La soledad supuso para el hombre el primer
descubrimiento de su trascendencia, no sólo respecto a Dios, su Amigo, sino
también a otra persona humana, una amiga de carne y hueso como él 24. El término comunión
expresa una persona junto a otra persona, pero también para otra persona. En la
unión sexual el varón y la mujer experimentan la superación de la soledad
mediante el encuentro con “el cuerpo del segundo yo como propio” 25.
En el primer relato bíblico de la Creación del ser humano -adam-
fue creado a imagen de Dios, capax Dei: capaz de entrar en comunión personal
con Dios y demás personas. En el segundo relato se comprueba experiencialmente
dicha capacidad de comunión entre varón y mujer. La capacidad de amar
constituye un elemento decisivo para la definición de persona y para la
teología del cuerpo 26. Es el sentido esponsalicio del cuerpo humano para toda
persona, varón o mujer, y para toda vocación en la Iglesia 27.
La segunda “moraleja” en el segundo relato de la Creación -“el
hombre abandonará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer; y serán los
dos una sola carne” (Gn. 2, 24)- hace referencia al matrimonio de los orígenes,
en cuanto una de las experiencias profundas de comunión en esta tierra. Si en
el primer relato, Dios, al crear al ser humano en dos versiones
antropológicamente diferentes -en cuanto varón y mujer-, instituyó divinamente
el matrimonio, en este segundo relato lo hace con la expresión “una caro” 28.
c) Experiencia de desnudez originaria.
La tercera experiencia originaria fue la desnudez, clave
fundamental para la comprensión de la antropología de los orígenes 29: “Estaban ambos desnudos,
el varón y su mujer, sin avergonzarse de ello” (Gn. 2, 25). Revela la
experiencia de desnudez a través del cuerpo sexuado entre varón y mujer, además
de forma recíproca. Es una experiencia básica, ordinaria y pre-científica, que
corresponde también a la experiencia profunda del pudor y de la vergüenza en
las antropologías contemporáneas (Max Scheler) 30.
En realidad el hombre histórico no tiene experiencia directa de
la desnudez originaria; sino que exige pasar -retrocediendo- el umbral entre la
situación del hombre histórico, herido por el pecado, a su situación de
inocencia originaria 31. Cristo lo ha hecho posible; no constituye un foso insalvable.
“Se abrieron los ojos de ambos, y entonces, viendo que estaban desnudos,
cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores” (Gn. 3, 7). “El
adverbio entonces indica un cambio de situación que sigue a la ruptura de la
primera Alianza” 32. Si antes, varón y mujer no se avergonzaban, ahora surge la
vergüenza recíproca y el pudor, tras haber comido del árbol prohibido: “¿Quien
te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol del que te
prohibí comer?” (Gn. 3, 11). El hombre experimentó la vergüenza, surge el pudor
ante Dios y ambos se esconden del Creador, pero también varón y mujer se
esconden entre sí 33. El pudor se convierte en un mecanismo, casi instintivo, de
defensa personalista ante el peligro de cosificación instrumental del cuerpo
sexuado 34.
Hemos de añadir que la ausencia de vergüenza en el hombre de los
orígenes no constituye carencia alguna, sino que sirven para “la plenitud de la
comprensión del significado [esponsal] del cuerpo” 35, a través de la percepción de los sentidos 36, en servicio de la
comunión de amor interpersonal 37. No obstante el pudor pertenece al mundo interior del hombre, a
su dimensión de comunicación interpersonal para el amor. El cuerpo humano no
puede ser reducido a un plano de percepción meramente externa del mundo -cuerpo
objeto-, ni ser reducido de forma instrumental; sino que el cuerpo humano expresa
a la persona en su yo más íntimo -cuerpo sujeto- en las relaciones
interpersonales 38.
La inspiración de Juan Pablo II sobre el pudor en Max Scheler es
manifiesta. El pudor es condición necesaria para la virtud de la castidad,
aunque no suficiente. Más que un mecanismo de autodefensa contra la
“cosificación” del cuerpo humano, sobre todo es tendencia natural de futuro en
la promoción integral de la persona en orden a su donación interpersonal de
amor, precisamente a través de su cuerpo, para que no sea tratado
instrumentalmente su cuerpo para la obtención unilateral e inmediata del
placer. El pudor es la conciencia del amor 39. El pudor es filtro “personalizante”; y si es integrado en la
virtud de la pureza, forma parte a su vez de la virtud de la castidad, pues
promueve una especie de “gafas personalistas” para captar la belleza, el
resplandor, de toda la verdad de la persona en cada parte del cuerpo, del
propio y del ajeno, del amante y del amado. Empleando un ejemplo del Aquinate,
el pudor y la pureza impide que contemplemos a la bella gacela como el león,
que siempre la mira bajo la categoría potencial de presa 40. Esta última reflexión
resultará determinante en Juan Pablo II en su planteamiento sobre el
significado esponsalicio del cuerpo.
3. Significado esponsal del cuerpo y virtud de la castidad.
Juan Pablo II en sus Catequesis empleará dos principios básicos
para el discernimiento moral: el ser humano es la única criatura que Dios ha
querido por sí misma –es fin, nunca un medio instrumental (uno de los
principios kantianos)-; nunca rebajes instrumentalmente el cuerpo para la
obtención inmediata del placer 41; y -segundo- el ser humano sólo puede encontrar su realización
y felicidad plena en la entrega de sí –el amor- (GS 24; RH 10). Si
interpretamos en doble dirección estos dos elementos –unidos a un mismo tiempo-
comprenderemos mejor el significado esponsal del cuerpo, pues a través de ellos
la persona es capaz de la comunión interpersonal de amor. A través del cuerpo
habla el hombre entero en cuanto persona corpórea. Mediante el lenguaje del cuerpo
los esposos llevan a cabo este diálogo. La virtud de la castidad posibilita,
precisamente, el diálogo verdadero entre ambos 42.
El significado esponsalicio del cuerpo humano consiste en
expresar visiblemente al hombre, varón y mujer, en el esplendor de toda su
verdad -la belleza- 43 y, a la vez, su plena libertad en la capacidad de entrega, sin
sufrir coacción desintegradora. La libertad en la entrega viene posibilitada
por el dominio de sí (autodominio), condición necesaria -aunque no suficiente-
para poder enriquecer al amado con la entrega de sí -en el cual consiste el
amor- (autodonación) (GS 49) 44. Son las dos tareas complementarias que -según Juan Pablo II-
conforman la virtud de la castidad, integración para el amor 45:
a) Autodominio de las pasiones y pulsiones, lo cual exige
ascésis, que lejos de perjudicar la personalidad del sujeto, le posibilita para
que sea dueño de sí, y no esclavo ciego de sus pasiones en orden a la
realización el acto casto (HV 21). Se trata de un elemento “negativo” en cuanto
que exige renuncia y esfuerzo; pero que capacita a la persona humana para la
madurez del amor interpersonal. Dicho autodominio de carácter ético, es
condición necesaria -por donde la virtud comienza-, pero no suficiente todavía,
para adquirir dicha virtud. Si el sujeto se quedara en esta fase de forma
definitiva, estaríamos en el caso de mera abstinencia - Santo Tomás la denomina
“continencia”, en cuanto parte potencial de la templanza que resiste a pasiones
tan vehementes- 46; entonces tendríamos que hablar entonces de “virtud imperfecta”
o “germen de virtud” 47.
b) Autodonación que es capacidad para el amor personal -para la
entrega de sí-, principalmente una capacidad perceptiva en la razón práctica
para que el sujeto esté habituado a entrever -conocer- en el cuerpo humano y en
sus afectos el bien integral de la persona humana -propio y y del amado-. Con
estas “gafas personalistas” ya es posible el amor entre personas, el amor
propiamente dicho (amor de benevolencia o amistad): querer el bien del amado,
elegir su bien integral. El preámbulo del amor interpersonal comienza con el
respeto o veneración de la dignidad personal singularmente irrepetible, propia
y del amado: conocer y querer -elegir- el bien del amado, cueste lo que cueste.
Deberíamos regalar muchas gafas contra la miopía personalista para superar la
opacidad de la carne, imprescindibles para el amor maduro. La virtud de la
castidad es ciertamente la custodia del misterio nupcial de la persona; pero, a
su vez, la virtud de la pureza constituye su alma 48.
Pero, nadie que no sea dueño de sí mismo posee la madurez
suficiente para donarse de forma integral e integrada, y enriquecer así -con su
entrega plena y armónica- al amado. Por consiguiente el que no sea casto,
permanece en un estado de inmadurez o de adolescencia permanente -un “vicio
pueril” lo denominaba Tomás 49-, que le incapacita para todo amor interpersonal 50. Hoy sigue habiendo
adolescentes en todas las edades. Las virtudes hacen bueno en su grado perfecto
(virtuoso) “al que lo hace y lo que hace” 51.
4. La virtud de la continencia.
Juan Pablo II subraya en sus Catequesis que la clave
interpretativa del Maestro en el Sermón de la montaña es -expresado de forma
negativa- el adulterio del corazón y no sólo el de la carne (Mt. 5, 27), lo
cual equivale -expresado positivamente- a la importancia de la virtud de la
pureza. Sin embargo y para ello, el primer paso estriba en una justa comprensión
de la virtud de la continencia, un hábito permanente -no una mera técnica-, que
empieza en el sujeto por un acto de resistencia en la voluntad ante pasiones y
pulsiones tan vehementes, pero que -dando un nuevo paso- dicha tarea la integra
dentro de la capacidad de autodonación; es decir, dentro de la perfección de la
virtud de la castidad 52. Entonces la continencia no se queda en mera continencia
-porque no queda más remedio-, sino que se transforma en virtud, llegando a
apropiarse anticipadamente de la excelencia de la misma 53.
Para comprender la naturaleza de la virtud de la continencia es
conveniente que recurramos a la ayuda de la psicología. Juan Pablo II se apoya
en la distinción entre dos fenómenos que suelen ir juntos (cf. Sm. Th., I-II q.
26, a. 2): la excitación -cuyo objeto es la atracción y deseo de unión genital
a través del cuerpo entre varón y mujer-; y la emoción -cuyo objeto inmediato
es la persona sexuada, pero sobre todo a través de la atracción mutua a nivel
de las pasiones afectivas- 54. Esta explicación ayuda a comprender mejor en qué consiste la
integración virtuosa -primera parte de la castidad- en su doble tarea; primero
negativa de autodominio -imposición de la voluntad ante pulsiones muy fuertes que
le llevan a la abstinencia de realizar dicho acto conyugal, cuando no es
aconsejable-; y, después, su tarea positiva en cuanto capacidad de dirigir y
orientar la atracción (esto es “integrar”), no sólo corpórea, sino también
afectiva, para su destino -superior- de comunión interpersonal en el sujeto a
través del lenguaje del cuerpo. La excitación tiende inmediatamente al acto
conyugal; mientras que la emoción se refiere a otras manifestaciones del afecto
en relación con el significado de comunión a través del lenguaje del cuerpo 55. Por consiguiente la
virtud de la continencia conlleva esta doble tarea: contener las reacciones
corporales y genitales (-); y capacidad de controlar y de guiar la esfera
sensual y emotiva (+) hacia la comunión personal de amor entre varón y mujer.
5. El hombre histórico: herido por el Pecado.
El hombre originario, no sólo fue creado a imagen de Dios, con
capacidad de ser amado y de amar, sino también de hecho fue constituido en un
estado de santidad y justicia originarias, un estado de inocencia (Dz. 793;
788), mediante una gracia primigenia que posibilitaba la comunión de amor de
amistad con Dios 56. El cuerpo humano gozaba de una cierta sacramentalidad
originaria, en cuanto transmitía al mundo visible el misterio invisible de Dios
y transfería la santidad al mundo 57.
Hasta este momento nos hemos movido en un plano principalmente
fenomenológico. Pero la Revelación judeocristiana nos dice que el ser humano
fue profundamente herido por el Pecado original, también en cuanto a su
sexualidad; es el inicio del hombre histórico, según el retablo antropológico
de Juan Pablo II en sus Catequesis.
Tras el Pecado de los orígenes, el ser humano -varón y mujer-
sufren la tentación de pasar de la lógica de la entrega -en el cual consiste el
amor- a la lógica del dominio instrumental del uno sobre el otro para la
obtención unilateral del placer, al margen de la comunión. El ser humano -adam-
volverá a la tierra -adamah- de la cual ha sido tomado (Gn. 3, 19) 58. Después del Pecado
nuestros primeros padres perdieron la amistad primigenia con Dios, aquel estado
de justicia originaria. La naturaleza de la persona humana fue profundamente
herida: la mujer dará a luz con dolor (Gn. 3, 16); su marido la dominará sexualmente;
el marido tendrá que labrar la tierra con el sudor de su frente, pues ella se
rebela contra él. Además, Adán y Eva perdieron los dones preternaturales del
paraíso: inmortalidad, salud, integridad 59. Fruto precisamente del Pecado surge en el hombre histórico la
desintegración en todos los dinamismos del amor, lo cual Trento definirá
teológicamente como “concupiscencia”, en cuanto inclinación poderosa al mal,
que, propiamente hablando no es pecado, pero que proviene del pecado (original)
y al pecado (personal) nos inclina (Dz. 792). Esta desintegración interior en
el hombre, consecuencia del primer pecado, ha sido descrita por el apóstol san
Juan como una triple concupiscencia: “todo lo que hay en el mundo,
concupiscencia de la carne –lujuria-, concupiscencia de los ojos –avaricia- y
orgullo de la vida –soberbia-, no viene del Padre, sino que procede del mundo”
(I Jn. 2, 16-17) 60.
6. Novedad de la moral evangélica: el “adulterio de la carne” y
el “adulterio del corazón”.
En el Sermón de la montaña Jesús hace una revisión profunda de
la moral de la Antigua Alianza. Jesucristo recupera la primacía de la dimensión
interior de la moral. De dentro del corazón humano sale lo bueno y lo malo; nada
de fuera contamina al hombre (Mt. 15, 19). Por eso el Maestro condena no sólo
el adulterio propiamente dicho (“adulterio de la carne”: lujuria) -6º Precepto
del Decálogo-, sino también la mirada adulterina (“adulterio del corazón”
bíblico: impureza) -9º Mandamiento-. Cristo aporta una novedad interpretativa,
atisbada ya en la expresión más antigua y literal del precepto, mediante un
verbo transitivo 61: “Habéis oído que se dijo: no adulterarás. Pero yo os digo que
todo aquel que mira a una mujer deseándola, ya la hizo adúltera en su corazón”
(Mt. 5, 27-28).
Aun cuando los destinatarios remotos del Sermón son todos los
hombres, sus destinatarios inmediatos fueron los judíos, con un corazón
endurecido por el Pecado (sklerocardías). La mejor traducción de esta expresión
es incircuncisos de corazón, que el Antiguo Testamento aplicaba a los paganos,
pero que se aplica en el martirio de Esteban también a los judíos: “duros de
cerviz e incircuncisos de corazón y oídos” (Hch. 7, 51) 62. Los oyentes inmediatos
poseían una triple tradición que facilitaba la comprensión de la novedad
aportada por Jesús.
1ª. La tradición jurídica de la Ley Mosaica.
Para sus destinatarios inmediatos el adulterio estaba prohibido
por la Ley, sin discusión; caso manifiesto fue el del rey David. Pero Cristo
quiere liberarlo de una interpretación casuística, fruto de la triple
concupiscencia en el corazón humano. El adulterio era entendida como la
infracción del derecho de propiedad del varón sobre cualquier mujer que no
fuera su esposa legal, a veces una entre tantas –caso de las concubinas, una
poligamia mitigada, por ejemplo-. La poligamia no estaba prohibida de forma
absoluta por la legislación mosaica, siendo tolerada -erróneamente- entre
algunos Patriarcas, en virtud de la procreación, máxime ante la posibilidad de
que el Mesías pudiera nacer de su descendencia (ley del levirato). De esta
forma se promovía una estructura de pecado 63. En realidad la causa última en la comprensión legalista del 6º
precepto era que los judíos no entendían el adulterio desde la monogamia
estricta, tal y como el Creador estableció en los orígenes.
2ª. La tradición profética de la Alianza.
Pero los oyentes inmediatos del Sermón de la montaña también
conocían la tradición profética en su recurso a la Alianza entre Dios e Israel.
Los profetas -singularmente del postexilio- recurrieron a la analogía del
adulterio para recordar la gravedad de la idolatría, aunque indirectamente
también sirve para subrayar la gravedad del adulterio 64, pues detrás de él se
esconde cierta idolatría del cuerpo. Oseas fue el primer profeta en aplicarlo
de forma negativa –la infidelidad idolátrica de Israel es análoga a la
infidelidad adulterina de la esposa- (Os, 1, 2; 3, 1). De forma positiva, la
fidelidad matrimonial ilumina la fidelidad cultual de Israel a la Alianza y
viceversa 65. Pero
hay una diferencia importante. Mientras que en los textos legislativos el
adulterio es violación del derecho de propiedad del varón respecto de la mujer,
en los profetas el adulterio es pecado grave porque rompe la alianza esponsal
–analogía que ilustra la rotura de la Alianza con Yaveh- 66. Incluso en este nuevo
contexto la monogamia aparece como analogía y eco del monoteísmo de la fe
Yavista en clave de Alianza.
3º. La tradición sapiencial.
Finalmente, para los oyentes inmediatos del Sermón, resonaba
también la tradición Sapiencial, la cual mostró cierta prevención pedagógica
respecto a la seducción de la belleza de la mujer, sobre todo ajena (Sir. 9,
8-9) 67. Por eso sus
destinatarios estaban capacitados para comprender mejor la mirada concupiscente
cometida en el “adulterio del corazón” o de deseo, clave del Sermón. El
Sirácida (Sir. 23, 22-32) compara la concupiscencia de la carne con el fuego,
en cuanto invade los sentidos y excita al cuerpo, intentando sofocar la voz de
la conciencia por la pasión. Cuando el “hombre interior” ha sido reducido al
silencio, se embota la capacidad reflexiva del sujeto y desatiende la voz de la
conciencia, entonces la pasión tiende a la satisfacción inmediata de los
sentidos y del cuerpo en búsqueda del placer 68.
Pero la satisfacción inmediata no apaga el fuego, sino que lo
aviva aún más. Su voluntad, empeñada en satisfacer los sentidos, no encuentra
sosiego, sino que se consume 69. Tal reducción intencional se puede realizar incluso en un acto
puramente interno, expresado en la forma de mirar con deseo lujurioso, lo cual
que impide la comunión 70; el otro se transforma en objeto potencial de satisfacción de
su mirada lujuriosa. Se trata de un conocimiento deseoso y voluntario, aun
cuando todo suceda a nivel del corazón bíblico -el hombre interior-.
Para una comprensión global es preciso que dividamos en tres
partes la frase de Cristo 71: “habéis oído que se dijo: no adulterarás” –adulterio de la
carne-; la segunda: “pero yo os digo, que todo el que mira a una mujer
deseándola” –desear-; la tercera –que es conjuntiva, no disyuntiva-: “ya
adulteró con ella en su corazón” –adulterio en el corazón o interior-. En la
interpretación novedosa del Maestro, el peso cambia de rumbo y se dirige hacia
el deseo lujurioso y deliberado del varón respecto a toda mujer -casada o no-.
Esta es su clave interpretativa. En efecto, según la lógica jurídica del
Antiguo Testamento sólo el esposo tiene derecho exclusivo a desear a su esposa
-una vez más, en virtud del derecho de propiedad-: si tiene derecho a unirse a
ella, también a desearla lujuriosamente 72. Pero Jesús afirma que quien mira a una mujer, a toda mujer
-sin especificar si es “propia” o ajena- 73, a secas, sin añadir si está o no casada, deseándola
deliberadamente en su interior, ha adulterado con ella en su corazón, la hace
“ser adultera” -exclusivamente- en su corazón. Por consiguiente también se
puede desear lujuriosamente a la esposa propia cometiendo “adulterio del
corazón” con ella mediante un deseo adulterino (9º Precepto del Decálogo), pues
la rebaja instrumentalmente como mero objeto de placer. Por eso, la simple
mirada lujuriosa para desearla, aunque no lo traduzca en un acto exterior (6º
Precepto), ya en su interior ha asumido esta intencionalidad, decidiéndose en
su voluntad hacia el mal.
7. La Redención del cuerpo.
Jesucristo ha realizado la “redención del cuerpo” mediante la
curación, perfeccionamiento y elevación de la sexualidad herida con la
participación en la caridad teologal (cf. GS 49 a). Si algo hay de novedoso en
el Nuevo Testamento es precisamente la presencia del Espíritu Santo que ha sido
derramado en el hombre, otorgando al hombre un corazón esponsalmente nuevo,
partícipe del corazón nupcial de Jesucristo, el Esposo de la Iglesia 74. El hombre histórico,
herido por el Pecado, es redimido por Cristo gracias a su participación
anticipada por la gracia en el Hombre escatológico del futuro en Cristo y la
Iglesia (Ef. 5, 21-32).
Cristo no invita al hombre a que retorne al estado de los
orígenes -algo imposible-, sino que lo llama a convertirse en el hombre nuevo,
redimido por la Gracia. La redención es el camino del autodominio,
correspondiente a la virtud de la castidad, que capacita al sujeto para el amor
maduro de comunión 75. El término “redención del cuerpo” es expresión de Juan Pablo
II que traduce la doctrina paulina sobre la justificación, a la luz del primer
cuerpo resucitado de la historia (Rom. 8, 23). En el interior del hombre
histórico se vive una tensión entre la carne y el Espíritu:
“Os digo, pues: andad en el Espíritu y no deis satisfacción a la
concupiscencia de la carne. Porque la carne tiene tendencias contrarias a las
del Espíritu, y el Espíritu tendencias contrarias a la carne, pues uno y otro
se oponen de manera que no hagáis lo que queréis” (Gal. 5, 16-17).
En el texto paulino “la carne” simboliza a la herida de la
triple concupiscencia de san Juan. Las obras de la carne son contrarias a las
obras del Espíritu, con “E” mayúscula. El hombre que obra carnalmente es el
hombre sometido indebidamente al mundo por sus sentidos 76. San Pablo recurre a la
necesidad del dominio sobre los deseos humanos, no sea que si se hace según la
carne pueden llevar a la muerte, no sólo corporal, sino también a la del
espíritu –pecado mortal, porque mata la vida del alma-; de ahí que quienes
hacen tales pecados no heredarán el reino de Dios (Gal. 5, 21; Ef. 5, 5) 77.
En las Catequesis de Juan Pablo II tiene gran importancia la
concepción paulina sobre la virtud de la pureza. No debemos usar la libertad
como pretexto para las obras de la carne; sino para los frutos del Espíritu.
Entre ellos Pablo enumera a la continencia o dominio de sí, primero en sentido
genérico, en correspondencia a la virtud de la templanza en sus múltiples
campos; pero también lo aplica al campo específico de la sexualidad -virtud de
la castidad y virtud de la pureza-. En la primera Carta a los Tesalonicenses
Pablo lo hace de forma explícita: “La voluntad de Dios es vuestra
santificación; que os abstengáis de la fornicación; que cada uno sepa dominar
el cuerpo propio en santidad y honor, no como objeto de pasión lujuriosa, tal y
como hacen los gentiles, que no conocen a Dios” (I Tes. 4, 3-5). Concluye:
“Dios no os ha llamado a la impureza, sino a la santidad” (I Tes. 4, 7). En
este texto aun cuando la pureza se identifica genéricamente con santificación;
sin embargo Pablo lo emplea como término específico referido -por el contexto-
a la virtud de la castidad 78.
Para completar la visión paulina sobre la virtud de la castidad
y de la pureza es preciso recurrir también a su doctrina eclesiológica, que
ilumina la teología del cuerpo. Los miembros del cuerpo que parecen más débiles
y viles los rodeamos de mayor honor, y los que tenemos por indecentes, los
tratamos con mayor decencia (I Cor. 12, 18-25) 79. Pablo describe el cuerpo del hombre histórico, tras el pecado,
y hace referencia a la vergüenza y al pudor; por eso varón y mujer tapan con
modestia ciertas partes más erógenas del cuerpo. El camino de la pureza paulina
es mantener el cuerpo con santidad y respeto (I Tes. 4, 3-8), lo cual equivale
al trato con respeto hacia aquellos miembros más viles –consecuencia de la
herida del Pecado-, tanto en el cuerpo propio, como en el ajeno (I Cor. 12,
24-25) 80.
La redención del cuerpo se realiza mediante la participación del
hombre en la gracia de Cristo y en sus virtudes, singularmente la caridad
teologal, forma y madre de todas ellas. Además perfeccionadas por los Dones del
Espíritu Santo. En sus Catequesis sobre el amor humano Juan Pablo II subrayará
dos de los siete dones. El don de Sabiduría, mediante el cual la caridad
saborea anticipadamente la visión de Dios, y es capaz de amar de forma
singularmente irrepetible al amado. El recurso a la tradición sapiencial ya
insinúa este Don. Pero también el don de la piedad, por estar estrechamente
vinculado a la virtud de la pureza en su ayuda a la mirada personalista del
sujeto a través del cuerpo. Mediante el don de la piedad, perfeccionador de la
virtud de la religión que nos mueve a dar a Dios el culto debido y en la forma
debida, el amor interpersonal empieza, propiamente y solo, cuando veneramos,
casi adoramos a Dios en su imagen que es cada hombre, la singularidad
irrepetible del amado; de ahí la novedad de San Pablo en aplicar el término
“ágape”, referido al culto y amor a Dios, para expresar las relaciones entre
los esposos cristianos (Ef. 5, 21) 81.
H. A MODO DE CONCLUSIÓN: TRES LECCIONES FUNDAMENTALES PARA LA
“LÓGICA DE LA ENTREGA”.
En las Catequesis sobre el amor humano hemos encontrado tres
lecciones fundamentales para la hermenéutica del don.
1ª Lección.
La creación fue la primera manifestación de la “hermenéutica del
don” –la primera lección para el hombre en la “lógica de la entrega”- 82. A través de la creación
Dios se entrega como don, y así enseña al hombre la primera lección en la
lógica de la entrega. Dios crea a cada hombre por amor gratuito, regalándole la
vida, con la necesaria colaboración de sus padres (con-creadores con Él; aunque
en niveles diferentes). Primero fuimos amados por nuestros padres; en ellos
aprendimos que Dios nos ha amado primero –desde la eternidad-, porque “amor
saca amor” 83; que Él es “mi” Creador; y ambos nos enseñan el arte de amar 84.
2ª Lección.
El hombre fue creado en la felicidad originaria del Edén (Gn. 2,
8). Sólo cuando el ser humano vence la soledad originaria encuentra, en la
experiencia de comunión interpersonal de amor, su plena realización y su
felicidad: existe con alguien y para alguien 85. Sólo cuando el hombre se encuentra con el amor, que es
donación de sí al otro, comprende su sentido en el mundo (cf. RH 10) 86. De ahí que el Concilio
Vaticano II recordara que el hombre no puede encontrar su plenitud propia y
felicidad plena sino a través del don sincero de sí (GS 24). Sólo cuando
aprende a través de su cuerpo y del cuerpo de la mujer, al contemplar a Eva,
comprende qué es el amor: la entrega de sí para enriquecer al amado. Varón y
mujer aprenden a amarse recíprocamente, que exige sacrificios, pero les
capacita para la madurez del amor. Es la segunda lección de la “lógica de la
entrega”.
Llama la atención -prosigue Juan Pablo II en sus Catequesis- que
un verbo, algo tosco y primitivo en la lengua hebrea -el verbo “conocer”
(jada’)-, se emplee en la Escritura por vez primera para expresar el acto
conyugal: “Conoció el hombre a su mujer, que concibió y parió a Caín, diciendo:
He alcanzado de Yahvé un varón. Volvió a parir y tuvo a Abel, su hermano” (Gn.
4, 1-2). La unión sexual se designa en hebreo mediante un conocimiento mutuo y
experiencial que deja huella imborrable en los esposos. Mediante este verbo la
relación sexual es introducida dentro de un nivel específicamente personal,
diferente cualitativamente a los animales 87.
A pesar de la pobreza de esta lengua arcaica -el hebreo-, el
término expresa que los esposos se conocen, se revelan recíprocamente a través
del cuerpo sexuado y del acto conyugal, mediante el cual los dos se hacen “una
sola carne” (Gn. 2, 24) 88. Supone para los esposos un conocimiento nuevo del amado a
través del significado esponsal del cuerpo que enriquece a ambos y hace crecer
su amor. Dada la antropología bíblica tan profundamente unitaria, el término
hace referencia no sólo a un conocimiento meramente físico -aun cuando
evidentemente la incluya-, sino también a un conocimiento experiencial muy
profundo en la unión de dos personas con toda su riqueza material, afectiva y
espiritual 89. El amor tiene consecuencias cognoscitivas y constituye un
nuevo modo de conocer al amado.
3ª Lección.
Pero la lógica de la entrega no termina aquí. Si los dos esposos
se hacen una carne a través del matrimonio, de su unión sexual, Dios les puede
regalar el fruto de su amor hecho carne: el don del hijo. Constituye la tercera
lección de la hermenéutica de la donación.
Este mismo verbo “conocerse”, a través de la capacidad de la
mujer en ser madre, inserta la generación en el conocimiento recíproco entre
varón y mujer. El hijo supone para los esposos -sus padres- una nueva fuente
perfeccionadora de conocimiento mutuo en alguien que es espejo viviente de uno
y otro, y de la unión entre ambos. No suponen un estorbo para su amor, sino más
bien todo lo contrario: una nueva posibilidad de enriquecimiento mutuo.
El varón y la mujer se conocen recíprocamente en el hijo. Si al
despertar el varón exclamó su igual dignidad ante la mujer –”ésta sí que es
carne de mi carne”-, ahora toma conciencia de que, ante el hijo, se encuentra
nuevamente con alguien de igual dignidad a ambos. Por consiguiente tiene la
misma experiencia de encontrarse ante una nueva persona; por eso afirma: “he
alcanzado de Yaveh un varón” (Gn. 4, 1) 90. Los esposos y padres colaboran con Dios Creador en la
transmisión de la vida humana y así cooperan con Él -de forma inmediata y
directa, aunque en niveles diversos- en la prolongación de la imagen divina en
sus hijos, incluso tras el Pecado 91: “Adán tenía 130 años cuando engendró un hijo a su imagen y
semejanza” (Gn. 5, 3).
Si el Verbo de Dios hecho carne constituye la afirmación más
revolucionaria del cristianismo, que el amor entre varón y mujer se haga carne
en el hijo constituye lo más novedosa del amor conyugal. Hoy es preciso
presentar al hijo como prolongación natural del amor conyugal, hecho carne
concreta, en el tiempo y en la historia de sus propios padres. Sólo así
podremos superar pedagógicamente la dicotomía entre amor e hijos. Es una
aportación inteligente de Juan Pablo II en sus Catequesis sobre el amor humano
en el plan divino: desde el significado unitivo ha hecho una re-lectura del
significado procreador, y viceversa.
Me gustaría finalizar con la simple enumeración, al menos
-puesto que va a ser desarrollado por otros ponentes-, de otro cambio de acento
tras cincuenta años de la publicación de la Humanae vitae. Si la encíclica
responde principalmente a una preocupación del momento por el sexo sin
procreación que la contracepción y esterilización prometían, a partir de la
década de los setenta del siglo XX, el acento poco a poco se va a ir
desplazando hacia la procreación sin sexo. De la separación entre sexualidad y
procreación, hecho posible mediante la contracepción, hemos pasado al extremo
opuesto reproducción sin sexualidad, cuya máxima expresión podría ser la
clonación 92. Esta
ha sido la experiencia testimonial de quienes trabajamos en el campo moral; nos
hemos visto obligados a afrontar una cuestión que poco a poco, aún siguiendo
una misma lógica, su acento se ha ido desplazando hacia otro, en virtud de los
adelantos tecnológicos, aplicados a las técnicas de reproducción artificial
(inseminación y fecundación in vitro). Una simple mirada al factor común de los
títulos de los principales documentos magisteriales sobre el tema insinúan una
conexión lejana con la Encíclica y la preocupación por la defensa de la vida de
la persona humana: encíclica Humanae vitae (1968); Instrucción Donum vitae
(1987); Encíclica Evangelium vitae (1995) y la Instrucción Dignitas personae
(2008). Una vez más el Principio de inseparabilidad del doble significado ha
constituido en realidad el criterio ético y verdadero hilo conductor para su
discernimiento ético. La reproducción artificial constituye en sí misma (en
virtud de su objeto ético) algo inadmisible porque no se transmite la vida de
forma humana, sino más bien se rebaja a mecanismos de reproducción animal, la
obtención del hijo a través de un proceso que ofende a todas las diversas
personas implicadas. La conclusión es doble: todas las técnicas extracorpóreas
-la fecundación se realiza fuera del cuerpo de la mujer (en una probeta de
laboratorio)- son ilícitas; es el caso de la FIVET y el de la inseminación
propiamente dicha; la segunda: sólo mediante un gesto -no basta el contexto- de
amor conyugal -que respete, cuando se da, la inseparabilidad del doble
significado del acto conyugal- es lícito transmitir de forma humana la vida 93.
Estos son algunos de los frutos que la Encíclica Humanae vitae
ha ido aportando a la moral sexual y de la vida, sin contar sus aportaciones a
la moral fundamental. Esperemos que siga todavía dando mucho más frutos por su
carácter eminentemente profético.
DIÓCESIS DE ALCALÁ DE HENARES.
Congreso sobre la Encíclica Humanae vitae (27 de Enero 2018).
Prof. Alfonso Fernández Benito (Toledo).
Notas:
1 El Código
Pío-Benedictino de derecho canónico (1917) es un buen resumen: “El fin primario
del matrimonio es la procreación y educación de la prole; el fin secundario es
la mutua ayuda y el remedio de la concupiscencia” (CIC 1013,1) Urbano
NAVARRETE, Structura iuridica matrimonii secundum Concilium Vaticanum II,
Pontificia Università Gregoriana, Roma 1968, p. 28.
2 Cf. PÍO XII, Decreto
del Santo Oficio: AAS 36 (1944) 103.
3 Pío XII, en su
Alocución a la Rota Romana (3-10-1941), pedía que se evitaran dos extremos: dar
importancia unilateral al fin primario del matrimonio; y considerar “al fin
secundario como igualmente principal, desvinculándolo de su esencial subordinación
al fin primario”, separando así “desmesuradamente el acto conyugal del fin
primario” (PÍO XII, Alocución a la Sagrada Rota Romana: AAS 33 [1941] 423). En
su famosa Alocución a las comadronas italianas (29-10-1951) Pío XII recordó
nuevamente que el matrimonio, en cuanto institución natural, “no tiene como fin
primario e íntimo el perfeccionamiento personal de los esposos, sino la
procreación y la educación de la nueva vida. Los otros fines, aun cuando
también son pretendidos por la naturaleza, no se encuentran en el mismo grado
del primero y mucho menos le son superiores, sino que le están esencialmente
subordinados” (PÍO XII AAS 43 [1951] 848-849).
4 La profecía
neomalthusiana jamás se ha cumplido porque la población mundial no crece en
proporción geométrica, mientras que los alimentos sólo en proporción
aritmética; hay alimentos para todos, lo importante es repartir mejor entre
todos los comensales lo que tenemos encima de la mesa.
5 Cf. Modus 71, p. 8,
lin. 11. En las citaciones de las Actas conciliares del Vaticano II seguiremos
en adelante la obra: Francisco GIL HELLÍN, Constitutionis Pastoralis “Gaudium
et Spes”. Synopsis Historica. De Dignitate Matrimonii et Familiae Fovenda, II
pars, caput I, Universidad de Navarra, Pamplona 1982.
6 El Concilio tampoco
afrontó la cuestión sobre la jerarquía de fines. La Comisión redactora lo evitó
porque habría requerido una consideración técnico-jurídica, poco conveniente en
un documento principalmente pastoral; además la expresión fin “secundario”
podría entenderse vulgarmente como de segunda importancia. La Comisión
redactora aclaró que, al menos en diez ocasiones, había indicado con palabras
pastorales que la procreación tiene cierta primordialidad o principalidad (Cf.
Responsum ad Modum 15f, p. 6, lins. 11-15). No obstante el silencio Conciliar
al respecto hace sospechar un cambio de perspectiva y sobre todo de acento.
7 Cf. Alfonso
FERNÁNDEZ BENITO,“Paternidad responsable”, en: RICO PAVÉS J. (dir.), La fe de
los sencillos. Comentario a la Instrucción pastoral Teología y secularización
en España. A los cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II (2006),
BAC, Madrid 2012, p. 845-923; cf. MOVIMIENTO FAMILIAR CRISTIANO, Preparándonos
para el amor conyugal. Temario para novios, p. 75-87.
8 Cf. Responsum ad
Modum 5, p. 5, lin. 22; cf. Giovanni CAPRILE, Il Concilio Vaticano II, vol. V,
Roma 1966, p. 491; Vicenzo FAGIOLO, Essenza e i fini del matrimonio secondo la
Costituzione Pastorale “Gaudium et Spes” del Vaticano II, en Ephemerides Iuris
Canonicis 23 (1967), p. 169-171.
9 Cf. I. COLOMBO,
Schema Constitutionis Pastoralis. Textus Recognitus et Relationes;
Enmendationes Patrum ad Textum Recognitum, Typis Polyglottis Vaticanis 1965,
E/5619; cf. I. COLOMBO., ib., E/5846.
10 En el seno de dicha
Comisión persistieron dos sectores irreconciliables: una mayoría de sus
miembros que pensaba que la píldora era lícita; y una minoría que argumentaba
lo contrario. Tras cinco sesiones el presidente de la Comisión encargó a cuatro
teólogos de la mayoría la redacción del informe final y en anexo se incluyeron
dos informes, uno síntesis de la mayoría y otro de la minoría (cf. Alfonso
FERNÁNDEZ BENITO, Contracepción: del Vaticano II a la Humanae vitae. Ilicitud
de la contracepción: desarrollo de la argumentación. Desde la Constitución
Gaudium et Spes a la Encíclica Humanae vitae, ISET San Ildefonso, Toledo 1994,
p. 155-360; cf. Renzo PUCCETTI, I veleni della contraccezione, Edizioni Studio
Domenicano, Bologna 2013, p. 93-103).
11 Se desconocía cuál
era el mecanismo de la píldora anovulante. La progresterona es la “hormona de
la maternidad”. Si se suministra a la mujer engaña a su cerebro, al interpretar
que está embarazada -fase luteínica-, entonces se paraliza la maduración del
folículo ovárico y su expulsión desde el ovario a la trompa de Falopio -inhibe
la ovulación-, evitando así -con cierto margen de eficacia- la posible
fecundación en el acto conyugal. La Humanae vitae afirmará que constituye un
método “antecedente” de contracepción (HV 14b).
12 JUAN PABLO II,
Catequesis 119, n. 6.
13 Será mérito
posterior de la Instrucción Donum vitae (1987) la aplicación de esta misma
lógica en el discernimiento de las técnicas de reproducción artificial. Sólo
mediante un gesto de amor conyugal, no basta el contexto innegable que mueve a
los esposos, es lícita la transmisión humana de la vida, porque sólo mediante
un gesto de amor conyugal es posible al ser humano respetar a un mismo tiempo y
en igualdad absoluta -sin dominio de uno sobre otro, base de la justicia- los
tres grupos de personas implicadas: Dios Creador; los esposos y potencialmente
padres; el concipiendus (el hijo). Por vez primera un documento magisterial
afirma los derechos de alguien que todavía no existe, pero que, si comienza a
existir, tiene derecho a hacerlo en las condiciones mínimamente requeridas para
que se haga de forma humana -acorde con su dignidad personal, referente
objetivo-, y no como un mero objeto de producción (DV I, n. 6, nota 32).
14 Si comparamos el progreso en la argumentación de la
ilicitud de la contracepción entre la encíclica Humanae vitae y la exhortación
Familiaris consortio, comprobamos su coherencia interna. A la pregunta ¿por qué
la contracepción no constituye -en virtud de su objeto ético- un gesto de amor conyugal?
la respuesta de Humanae vitae afirma: porque no se trata de una entrega plena y
personal, sino de una entrega desintegrada y desintegradora -en virtud de la
lujuria, contraria a la castidad y a la virtud de la pureza- que jamás fomenta
la personalidad madura de los esposos, ni les capacita para el amor interpersonal
y para el amor conyugal, de forma específica (HV 21). Sin embargo la
Exhortación Familiaris consortio respondería a la pregunta de otra forma
complementaria: la contracepción jamás puede ser un gesto de amor conyugal
porque constituye, en virtud del objeto intencional elegido, un acto incompleto
de donación personal, una mentira “objetiva”, un gesto de des-amor conyugal,
con reserva de una dimensión esencial de la persona humana en la entrega, que
es sexuada; por consiguiente no hay entrega en la masculinidad y feminidad
completa que especifica al amor conyugal en cuanto tal (FC 32).
15 La argumentación
“por analogía” se encontraba de manera implícita en el Concilio, cuando no se
contenta con condenar los “crímenes abominables” contra la vida ya existente
(cf. GS 51 c: el aborto y el infanticidio); sino que, ante las numerosas
protestas de los Padres conciliares, se hace extensible esta reprobación a
otras “solutiones inhonestas” (GS 51 b) que forman como un segundo grupo -pues
se oponen a la transmisión humana de la vida en sus fuentes próximas-; dentro
de éstos últimos el texto menciona los “usos ilícitos contra la generación” (GS
47 b: errores contra el amor conyugal) -la contracepción- (a petición del Modo
5 y del Modo Pontificio de Pablo VI sobre las “artes anticoncepcionales” -cf.
Modus 5, p. 5, lin. 22; G. CAPRILE, op. cit., p. 491); y, según consta por la
historia de la redacción del texto, el onanismo y la esterilización. La
Comisión Redactora no quiso ser exhaustiva en la enumeración de soluciones
inmorales contra las fuentes próximas de la vida, precisamente para respetar la
reserva pontificia sobre la contracepción química (cf. Relatio ad Textum
Receptum, n. 64 F, p. 50, lin. 26). Sin embargo fue mérito del Informe
minoritario del “Dossier de Roma” el formular de manera explícita este
argumento: “Esta inviolabilidad fue explicada durante muchos siglos según los
Padres, teólogos y en la ley canónica, mediante la analogía con la
inviolabilidad de la vida humana misma. La analogía no es mera retórica o
metáfora, sino que expresa -según su modo propio- la verdad moral fundamental.
La vida humana, la ya existente (‘in facto esse’) es inviolable; así también la
vida en sus causas próximas (‘vida in fieri’) es, de algún modo, inviolable. O
lo que es lo mismo: así como la vida humana ya existente (‘in facto esse’) está
fuera del dominio del hombre, así símilmente, de algún modo, la vida humana ‘in
fieri’ también lo está; por ejemplo, respecto al acto y proceso generativo,
precisamente en cuanto generativo, está sustraído de su dominio” (“Dossier de
Roma”, Status Quaestionis, I, Apartado D, n. 2, en J. M. PAUPERT, op. cit, p.
167; cf. ibidem, III, Apartado A, n. 1-2, op. cit., p. 176-178). Si el Vaticano
II no se limitó a la condena del aborto, sino que, a pesar del respeto a la reserva
pontificia, ve la urgencia en rechazar también la interrupción del coito, la
contracepción y la esterilización -a fin que nadie dudara que la doctrina de la
Iglesia había cambiado al respecto, tal y como se filtraba de forma errónea en
la prensa del momento-, la Encíclica Humanae vitae, siguiendo una misma lógica
-aunque al revés-, no se limitó a condenar la contracepción -su objetivo
principal-, sino que estableció una gradación que, a través de la
esterilización -ambos van contra la vida en sus fuentes próximas-, termina en
un salto cualitativo con la condena del aborto -homicidio contra la vida
humana-. La escalera y la tentación persiste, tanto si se recorre de arriba
hacia bajo, como en sentido contrario. Cf. “Dossier de Roma”, Documentum
Synteticum De Moralitate Regulationis Nativitatum, Apartado III, n. 4, op.
cit., p. 162; Schema Documenti De Responsabili Paternitate, Parte 1ª, Apartado
IV, n. 2, op. cit., p. 185.
16 El canon “Si
aliquis”, del Decretum Gratianii lo insinúa; cf. Decret. Greg. IX, lib. V, título
12, cap. 5; Corpus Iuris Canonici, ed. A. L. RICHTER - A FRIEDBURG A, Leipzig
1881, vol. II, p. 794: “Si
alguien, bien para satisfacer su lujuria, bien a causa de odio premeditado,
hubiera realizado algo a un varón o a una mujer, o haya dado algo de beber, de
tal forma que no pueda concebir, gestar, o que haga imposible que nazca un
hijo, sea considerado como un homicida -ut homicida teneatur-”. Nótese que los
casos contemplados por el canon, aún desconociendo muchos conocimientos
biológicos actuales (concebir, gestar, impedir el nacimiento), incluyen también
a la contracepción -concebir-; con todo, no se afirma que quien actúe así sea
un homicida, sino que se tenga “como” homicida en lo que atañe exclusivamente
al “actus interior” de su voluntad -en virtud del objeto ético querido-.
Evidentemente que también el “actus exterior” añade decisivamente connotación
moral a las acciones humanas porque no es lo mismo cometer un homicidio, que
intentarlo fallidamente, por ejemplo (cf. Summa Theologiae I-II, q. 20, a. 4).
Aplicado a nuestro canon, no obstante, en ambos casos (aborto; contracepción),
la voluntad interior es tendencialmente homicida y paulatinamente contra la
vida; aborto y contracepción tienen un “actus interior” similar que constituye
el factor común que les aglutina en esta analogía contra la vida humana. Este
canon parece inspirarse en la novedad que Jesucristo establece para la moral
evangélica en el Sermón de la montaña con respecto a la moral
veterotestamentaria, para superar en perfección la justicia incluso del piadoso
israelita, quien creía que se salvaba a sí mismo por el mero cumplimiento de
las obras de la Ley. Un claro ejemplo que nos puede iluminar, análogo con el
del quinto precepto que nos ocupa, lo constituye el precepto del Señor: “Habéis
oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pues yo os digo: Todo el que mira a
una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón” ( Mt. 5,
27). En este pasaje el Señor afirma que no sólo existe el “adulterio de la
carne”, sino también el “adulterio del corazón”. Es más, quien cometa un
adulterio (actus exterior), es porque antes ha tenido deseos adulterinos en su
corazón (actus interior), y dicha tendencia le ha llevado a ello; es decir,
propiamente hablando existe el adulterio (interior y exterior) -6º Precepto- y
el adulterio meramente interior -9º Precepto del Decálogo-. En este pasaje
evangélico, se enseña que, “para nuestro Maestro, no sólo son pecadores los que
contraen doble matrimonio conforme a la ley humana, sino también los que miran
a una mujer para desearla, pues para Él no sólo se rechaza al que comete de
hecho un adulterio (6º), sino también al que quiere cometerlo (9º), como quiera
que ante Dios no están sólo patentes las obras, sino también los deseos” (SAN
JUSTINO, I Apología XV, 5-7). Con respecto al quinto precepto, Jesucristo
realiza algo parecido, cuando afirma que no basta con condenar el homicidio,
sino también el odio, que es la “muerte intencional” del alma (I Jn, 3, 14-15)
-virtud de la justicia-, pues quien ha asesinado “normalmente” ha odiado antes
a su víctima.
17 Una rápida
conclusión se impone: los eclesiásticos no estamos obsesionados por el sexo, ni
por el sexto o el noveno Precepto del Decálogo; sabemos que el sujeto realiza
actos de lujuria sobre todo por debilidad humana, no por malicia en su
intención (deseo). La contracepción y los métodos artificiales de regulación de
la fertilidad humana van contra la vida en sus fuentes (5º Mandamiento) y no
sólo contra la castidad (6º y 9º Mandamientos). Este ha sido el juicio de la
Iglesia durante dos mil años de forma ininterrumpida. No ha dicho sólo que la
contracepción vaya contra el crecimiento del amor conyugal; sino que ha emitido
un juicio muy duro, porque ha contemplado que la contracepción va contra la
vida en sus fuentes potenciales próximas (según la virtud de la justicia). Lo
que en definitiva está debajo de la sexualidad humana es la defensa de la vida
de la persona humana en sus fuentes próximas: un acto Creador de Dios, “Dominus
vitae” (GS 51 c); y otro concreador o precreador de los esposos, aunque a
diferentes niveles.
18 Por consiguiente
cuando la Biblia habla del hombre, a veces subrayará que es basar, sarks, carne
-para que no se le suba la soberbia y prentenda ser como dioses- (tentación
Original -Gn. 3, 1-6); pero siempre sin olvidar, al mismo tiempo, que es
diferente al resto de los animales, pues ha sido creado a imagen de Dios y con
aliento personal suyo; y por esto también tiene y es nefesh, ruag, pneuma (en
griego), espíritu. Y viceversa, cuando se quiere subayar su superioridad se
insiste en esta segunda dimensión del ser humano, pero sin olvidar jamás y a un
mismo tiempo su fragilidad material. Esta antropología tan profundamente
unitaria es la que se intentó traducir en el pensamiento occidental mediante el
concepto de unidad sustancial en los dos principios que lo constituyen. Con
todo el término es eco del contraste entre Creador y criatura, no de la diferencia
entre espíritu y materia, al modo como el pensamiento occidental lo comprendió;
el binario basar-nefesh o basar-ruag no designa por tanto partes diversas del
compuesto humano, sino que designan al hombre completo, subrayando uno u otro
aspecto, según convenga al hagiógrafo.
19 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 5ª, n. 2.
20 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 6ª, n. 3.
21 JUAN PABLO II,
Catequesis 8ª, n. 3.
22 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 8ª, n. 4.
23 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 9ª, n. 1. En realidad Adán, al despertarse, y contemplar a Eva, el
ser humano descubre dos realidades a un mismo tiempo y de forma constitutiva:
Adán descubre en ella, la mujer, otra persona diferente a él en toda su
sexualidad -corpórea, afectiva y espiritual-; y de esta forma conoce y refuerza
su identidad propia ante otra identidad ajena, igual en dignidad, una ayuda
verdaderamente adecuada -“ésta sí que es carne de mi carne y sangre de mi
sangre, por eso será llamada ‘varona (de ish -varón- issah -varona-)” -1ª
“moraleja”-; y, en segundo lugar, esta diferencia antropológica denota la
capacidad y vocación -entre iguales- a la comunión de amor personal con Eva, la
mujer (reciprocidad asimétrica, complementaria; no andrógina): “por eso
abandonará el varón a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos
serán una sola carne” (Gn. 2, 24) -2ª moraleja-. Gracias a esta diferencia
antropológica a nivel corpóreo, afectivo y espiritual en el varón y la mujer,
existe la posibilidad de una verdadera complementación perfectiva entre ambos
para la construcción social y la edificación de la Iglesia. La expresión
bíblica “una caro” (Gn. 2, 24) hace referencia a una profunda comunión en todas
las dimensiones constitutivas del varón y la mujer cuando se unen en
matrimonio. Se trata de una complementariedad que tiene base antropológica, se
trata de una diferencia que forma parte de la identidad de la persona humana en
su ser y no sólo en su obrar. Dios ha querido y quiere que el ser humano,
“imago Dei”, tenga dos versiones diferentes en la humanidad: varón y mujer los
creó. Cf. PONTIFICIO CONSEJO “JUSTICIA Y PAZ”, Compendio de la doctrina social
de la Iglesia, BAC-Planeta, Madrid 2005, n. 108-114, p. 56-59; J. L. BRUGUÉS,
Corso di Teologia morale fondamentale, vol. 3, Ed. Studi Domenicano, Bologna
2005, p. 41-52.
24 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 9ª, n. 2.
25 JUAN PABLO II,
Catequesis 10ª, n. 2.
26 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 9ª, n. 3.
27 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 9ª, n. 5.
28 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 10ª, n. 3. Por eso el acto conyugal “comporta una conciencia
especial del significado del cuerpo en la entrega recíproca de las personas”
(JUAN PABLO II, Catequesis 10ª, n. 4) de los esposos.
29 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 11ª, n. 1-2.
30 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 11ª, n. 3; cf. Max SCHELER, Le pudeur, París 1952; K.WOJTYLA, Amore
e responsabilità, Roma 1978, 2ª ed., p. 161-178.
31 JUAN PABLO II,
Catequesis 11ª, n. 42.
32 JUAN PABLO II,
Catequesis 11ª, n. 4.
33 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 11ª, n. 5.
34 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 12ª, n. 1.
35 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 12ª, n. 2.
36 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 12ª, n. 3.
37 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 13ª, n. 1.
38 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 12ª, n. 4.
39 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 31ª, n. 1.
40 Cf. Summa
Theologiae II-II q. 153 a. 5; cf. M. SCHELER, Le pudeur, París 1952, p. 31; cf.
E. MOUNIER, Le personnalisme, en Oeuvres, París 1962, vol. III, p. 486; cf. G.
ZUANAZZI, Temi e simbolli dell'eros, Ed. Città Nuova, Roma 1991.
41 No es lo mismo
tomar prestado el cuerpo propio o incluso del cónyuge para satisfacer
inmediatamente el placer genital, que la entrega de los esposos a través del
lenguaje del cuerpo. De ahí que se denomine a la masturbación -aunque sea
recíproca- “acto solitario”, porque, engañado por la obtención inmediata del
placer, se instrumentaliza el cuerpo, sin que exista un encuentro de comunión
genuina de amor entre los esposos. Ciertamente que es una soledad que deja
tristeza porque prescinde de la comunión de amor.
42 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 119, n. 3-5.
43 La definición
griega de belleza es precisamente “el esplendor de la verdad”, es decir,
dejarse seducir por la belleza atractiva de la verdad misma para amar (cf.
Antonio QUIRÓS, “La ley de Cristo, verdad del hombre”, en: E. MOLINA - T. TRIGO
[eds.], Verdad y libertad. Cuestiones de moral fundamental, Ediunsa, Pamplona
2009, p. 99.
44 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 15ª, n. 2. En seguimiento del concepto cristiano de la libertad
humana y según la terminología de Erich Fromm, la virtud de la castidad
consiste precisamente en esta doble tarea complementaria en el sujeto:
autodominio de sí -“libertad de” (autonomía)- que le capacita para la
autodonación -“libertad para”- en que consiste el amor a través del cuerpo. La
virtud de la castidad no es el amor, pero sí su antesala imprescindible y su
custodia.
45 Cf. CCE 2337-2350;
cf. A. SCOLA, Uomo-donna. Il “Caso serio” dell’amore, Marietti, Génova-Milán
2003, p. 62-63.
46 Cf. Summa Theologiae II-II q. 155.
47 Cf. Summa Theologiae I-II q. 65, a. 1; I q. 61, a.
3-4.
48 La custodia de
Arfe, la custodia de Toledo en su Catedral, tiene alma: es la estructura de
madera que la sustenta ocultamente para amortiguar el traqueteo sufrido en la
procesión del Corpus por las calles de Toledo. La custodia rodea al Sacramento
del amor -la Eucaristía-, el amor de los amores -el Señor de la custodia-; la
custodia no es el amor, la virtud de la castidad no es el amor, pero sí su
antesala imprescindible -capacidad de amor maduro-. A su vez la virtud de la
pureza es el alma de la custodia, el alma de la virtud de la castidad, de la
cual forma parte.
49 Cf. Summa Theologiae II-II q. 142 a. 2.
50 Cf. Carlo CAFFARRA,
Ética General de la sexualidad, Eiunsa, Barcelona 1995, p. 51-66.
51 Cf. ARISTÓTELES,
Ética a Nicómaco, Libro IIº, cap. IV.
52 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 120ª; n. 124ª, n. 1-2.
53 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 125ª, n. 1-2.
54 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 125ª, n. 3-5. Excitación y emoción van juntas. De ahí que el acto
conyugal ha de implicar una intensificación de la emoción, una conmoción del
amado, de forma recíproca. Esto es lo que traduce el sometimiento recíproco del
gozo en la mutua pertenencia, afirmada -y no siempre bien explicada- en la
Carta a los Efesios, texto fundamental para la comprensión del amor conyugal,
transformado -mediante el Sacramento del matrimonio- en caridad teologal (Ef.
5, 21-32).
55 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 125ª, n. 6.
56 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 16ª, n. 1.
57 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 19ª, n. 4.
58 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 22ª, n. 5. Cf. LADARIA L., Teología del Pecado Original y de la
gracia, BAC Madrid 2007, p. 33-53. División interior del hombre, con respecto a
Dios y con el mundo creado.
59 El paraíso
constituye el lugar teologal en el cual el primer hombre, adam, fue creado por
Dios con los dones naturales, y de hecho con los dones preternaturales, fruto
de un estado de justicia y santidad originaria. Con el Pecado original, tras la
expulsión del paraíso, nuestros primeros padres (Adán y Eva) perdieron los
dones sobrenaturales, junto a los preternaturales, así como fue herida nuestra
naturaleza (Gn. 3, 1-19). Tres fueron los dones preternaturales: inmortalitas,
salus, integritas (inmortalidad, salud o ausencia de sufrimiento -anticipación
de la muerte-, integridad o armonía interior originaria dentro del hombre).
Tras el pecado original el hombre los pierde: mortalitas (muerte), infirmitas
(enfermedad), desintegración (desarmonía interior del hombre en todos sus
dinamismos y facultades = concupiscentia). Cf. LADARIA L., Teología del Pecado
Original y de la Gracia, BAC, Madrid 2007, p. 35-53; MORALES J., El Misterio de
la Creación, Eunsa, Pamplona 2000, 2ª ed., p. 248-251.
60 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 26ª, n. 1. La Sagrada Escritura subraya que la proliferación del
pecado ha producido un endurecimiento paulatino en el corazón esponsal del
hombre, también en lo que atañe a su sexualidad -la lujuria-: no es sólo que el
ser humano, por la herida del pecado, tenga serias dificultades a la hora de
realizar el acto casto, al menos en algunas circunstancias particularmente
difíciles -primera labor de la virtud de la castidad: autodominio (a)-; es que
la herida del pecado -la concupiscencia de la carne- afecta también a las
facultades consideradas en sí mismas, en cuanto a su capacidad operativa para
la acción -predisposición permanente para la acción- y en cuanto a la docilidad
con que los dinamismos operativos sexuales -pulsionales, pasionales y
espirituales- de la persona deberían estar predispuestos de forma habitual
(virtuosa) para que el sujeto perciba nítidamente a través de su razón práctica
el bien integral de la persona en toda situación -segunda labor de la virtud de
la castidad: capacidad de autodonación (b)-. De aquí nace, pues, una segunda
razón -ésta de índole teológica e histórica- por la cual la virtud de la
castidad -capacitada por la Gracia de la caridad teologal de Cristo- realiza la
doble tarea de integración, junto a las demás virtudes y dones del Espíritu
Santo que otorgan a toda persona un corazón esponsal radicalmente nuevo, tanto
en la vocación consagrada como en la vida matrimonial.
61 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 24ª-25ª.
62 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 35ª, n. 1.
63 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 36ª, n. 1.
64 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 36ª, n. 5.
65 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 36ª, n. 5. Será mérito de san Pablo recoger esta presentación
positiva de la Alianza, llegada a su plenitud con Cristo y la Iglesia -el Gran
Misterio-, aplicada al matrimonio entre cristianos (Ef. 5, 21-32); cf. PENNA
R., Lettera agli Effesini, EDH, Bolonia 1988, p. 225-247; ADNÉS P., El
matrimonio, Herder, Barcelona 1979, 3ª ed., p. 59-62.
66 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 37ª, n. 4.
67 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 38ª, n. 5-6.
68 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 39ª, n. 2.
69 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 39ª, n. 2.
70 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 39ª, n. 4-5.
71 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 41ª, n. 1.
72 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 42ª, n. 6.
73 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 43ª, n. 2.
74 Cf. C. CAFFARRA,
Ética general de la sexualidad, Eiunsa, Barcelona 1995, p. 73-77.
75 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 49ª, n. 5.
76 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 51ª, n. 1.
77 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 52ª, n. 4.
78 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 53ª, n. 6.
79 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 54ª, n. 5-6.
80 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 55ª, n. 6-7.
81 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 57ª, n. 2; cf. Catequesis 127ª, n. 4-6. En cuanto capacidad de
mantener el cuerpo en santidad y respeto esta virtud es aliada de la virtud de
la piedad, dentro de la virtud de la religión. “Glorificad a Dios en vuestro
cuerpo” (I Cor. 6, 20); Dios es glorificado –se le da culto en su imagen- en
nuestro cuerpo (cf. JUAN PABLO II, Catequesis 57ª, n. 3). Se trata de otro de
los textos bíblicos preferidos por Juan Pablo II en sus Catequesis (I Cor. 6,
12-20): a fuerza de fornicar los corintios estaban haciendo inútil la
resurrección corpórea de Cristo (motivación soteriológica), pues también
nuestro cuerpo está destinado a la resurrección final y a la visión de Dios;
los pecados de lujuria contra el cuerpo pasan factura, al quedar dentro del
hombre la desintegración; en ello nos jugamos la vida eterna y profanan el
templo vivo del Espíritu Santo en que ha sido transformado por la gracia. Cf.
Amedée BRUNOT, Los escritos de San Pablo, Pamplona 1991, p. 67-76.
82 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 13ª, n. 3.
83 TERESA DE JESÚS,
Libro de la vida, cap. 22, n. 14.
84 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 13ª, n. 4.
85 JUAN PABLO II,
Catequesis 14ª, n. 2.
86 Cf. JUAN PABLO II,
Enc. Redemptor hominis, n. 10: “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece
para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se
le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo
hace propio, si no participa en él vivamente”.
87 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 20ª, n. 2.
88 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 20ª, n. 4.
89 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 20ª, n. 5.
90 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 21ª, n. 5.
91 Cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 21ª, n. 6.
92 Clonación es la
reproducción asexual de la totalidad del organismo, con la finalidad de
producir una o varias copias, genéticamente idénticas a su único progenitor (DP
28). En la actualidad se realiza mediante privación del núcleo natural de un
óvulo -haploide-, y su sustitución por otro núcleo de una célula somática o
embrionaria (diploide) –del cual obtener un individuo clónico- y su
implantación posterior. Esta fue la técnica empleada para obtener con éxito la
famosa oveja Dolly, que, por cierto, precipitó su muerte con apenas unos años,
por una aceleración incontrolado en su proceso de crecimiento. Sólo pensar en
la posibilidad de aplicar la clonación al ser humano ha suscitado viva
preocupación en el mundo entero. Implica un nuevo paso en el dominio
tecnológico artificial con el cual se pretende dar origen a un ser humano a
partir de un solo gameto –el óvulo de la mujer- sin vínculo alguno ni con la
sexualidad, ni con el acto conyugal.
93 La Iglesia
rechazará los diversos métodos de reproducción artificial por ser sustitutivos
del acto conyugal; y sin embargo acepta la posibilidad de los métodos
verdaderamente curativos de la esterilidad y de los métodos ayudativos, bien
para la realización del acto conyugal de forma natural, bien para la
consecución de sus consecuencias como es la fertilidad natural. Cf. Alfonso
FERNÁNDEZ BENITO, “Instrucción Dignitas personae sobre bioética. Claves para su
recepción”: Teología y Catequesis 111 (2009) 31-64.
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