S.E.R. Mons. Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
Lección inaugural
del Curso Académico
del Seminario Mayor San José
7 de marzo de 2018
Por sugerencia del
Padre Rector, dedico esta lección inaugural a presentar una visión de conjunto
de la formación sacerdotal, en la que se proyectan no sólo mis estudios sino
también mi experiencia eclesial, sobre todo los once años vividos como organizador
y director del Seminario Diocesano de San Miguel y luego mi continua cercanía,
como arzobispo, de este Seminario Mayor San José. Pero es mi propósito centrar
la atención en los textos del Concilio Vaticano II, leídos, como varias veces
lo ha indicado Benedicto XVI, según el principio hermenéutico de continuidad
con la Gran Tradición de la Iglesia.
En mi opinión, la
gran Asamblea Ecuménica del siglo XX comprende tres fenómenos, que muchas veces
suelen ser confundidos, para daño de su correcta interpretación.
El primero es el
acontecimiento histórico, el primero en cuanto tal: su convocatoria por San
Juan XXIII, la consiguiente preparación y los debates desarrollados en el aula
-la basílica de San Pedro- sin descartar los trabajos de las comisiones que
elaboraron las propuestas y los contrastes entre diversas posiciones teológicas
y pastorales. Sobre esta primera faceta de lo que indistintamente se llama
«el Concilio», deberán pronunciarse los historiadores dentro de cien años, para
ofrecer a los contemporáneos de entonces un juicio global, habida cuenta, por
cierto, de la deliberación de los Padres conciliares concretada en los
documentos aprobados de ese Concilio, que quiso ser pastoral antes que
dogmático, de su recepción por la Iglesia y de la aplicación de las reformas
decididas por la Santa Sede. Ellos, los historiadores de entonces,
aventajados con la distancia que otorga el tiempo, y liberados de prejuicios,
con métodos rigurosos de investigación, podrán determinar en qué medida se
trató de un hecho de gloria o quizá de calamidad para la Iglesia. O de ambas
cosas, bajo la permisión de la inescrutable providencia de Dios.
La segunda dimensión
está dada por los documentos conciliares, eso es el Concilio, así
como actualmente identificamos a Trento y al Vaticano I por lo que ha quedado
de ellos en el celebérrimo Enchiridion Symbolorum, de Denzinger, sin
olvidar que, como ya lo he recordado, el Segundo Vaticano se autodefinió
pastoral, y no dogmático, aun cuando no faltara en sus Constituciones y en
los otros géneros magisteriales adoptados, materia dogmática. En la teología
del Concilio de los Papas Juan y Pablo se refleja, como es natural, la teología
del siglo XX y los movimientos de renovación bíblica, litúrgica, teológica y
espiritual que propusieron con numerosas iniciativas una necesaria «vuelta a
las fuentes».
Se suma a esas dos
identidades que he atribuido al Concilio, a saber: el hecho histórico y los
documentos aprobados, lo que ha dado en llamarse «el espíritu del
Concilio». Esta denominación ha caído casi en desuso, pero durante medio
siglo fue la bandera de todas las arbitrariedades doctrinales y prácticas que
abrieron en el cuerpo eclesial llagas dolorosas de división, de cismas expresos
o disimulados, de alteración de la continuidad de vida reflejada en el
desarrollo homogéneo de la verdad católica, evolución que ha procedido
siempre in eodem scilicet dogmate, eodem sensu, eademque sententia, como
reza la regla de oro de toda auténtica renovación. Al igual que en tantas otras
encrucijadas de su historia que ya la ha introducido en su tercer milenio, la
Iglesia de Cristo se encamina hacia la Parusía del Señor confortada por el
Espíritu Santo, iluminada por el magisterio petrino y por el testimonio
continuo de los santos, mártires, confesores y vírgenes.
Apoyado en
estas premisas, me permito presentarles sucintamente –eso espero, que
esta lectio no sea en lo posible demasiado extensa- la enseñanza
conciliar sobre el presbiterado y la formación para el mismo. El itinerario
formativo ha sido trazado por la Santa Sede en sucesivas intervenciones, desde
las iniciales reformas y la primera Ratio Fundamentalis Institutionis
Sacerdotalis promulgada por el Beato Pablo VI a comienzos de 1970, hasta
la reciente y vigente, de fecha 8 de diciembre de 2016, que lleva aquella misma
expresión como subtítulo, y se llama El don de la vocación presbiteral.
Entre ambas se sitúa la que treinta años antes, el 19 de marzo de 1992,
concretaba una decisión de San Juan Pablo II, quien aportó pocos días después,
el 25 del mismo mes amplios fundamentos teológicos, espirituales y pastorales
en su Exhortación Apostólica Postsinodal Pastores dabo vobis. Conviene
volver a leerla, o leerla si no se lo ha hecho. Los acentos de cada una de
aquellas tres orientaciones autoritativas de 1970, 1992 y 2016 se remiten a
la ratio del presbiterado expuesta en los documentos del Vaticano
II. Ratio significa razón, mente, naturaleza, condición, cualidad, y
también camino, método, regla. El itinerario de formación de un presbítero
tiene su base en una teología del presbiterado. La que expuso el Concilio,
reconociendo y aun descontando las peculiaridades epocales, no está superada.
De ninguna manera.
El parágrafo 28 de
la Constitución Dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, promulgada al
término de la tercera etapa conciliar, el 21 de noviembre de 1964, está
dedicada al presbiterado, y contiene in nuce lo que se ha de
desarrollar en los otros documentos de los cuales me ocuparé en esta
conferencia. Ante todo, me parece oportuno señalar la diferencia de enfoques
respecto de la Encíclica de Pío XII Menti nostrae publicada en 1950,
en la que no se emplea el nombre presbíteros para designar a
los sacerdotes. El Vaticano II vuelve su atención a la más antigua
tradición, anclada en el Nuevo Testamento. En efecto, además del significado
genérico de anciano, la palabra presbýteros designa al jefe
de la comunidad, instituido por los apóstoles; aparece en el libro de los
Hechos 14, 13 y con cuatro menciones en el capítulo 15, en la descripción de la
reunión o concilio de Jerusalén, donde los presbíteros acompañan a los
apóstoles en las decisiones tomadas. Para no detenerme en todas las citas
neotestamentarias posibles, menciono solamente la Primera Carta de Pedro: al
dirigirse a los presbíteros, el apóstol se designa a sí mismo como sympresbýteros,
copresbítero, presbítero como ellos (1 Pe, 5, 1). La distinción
entre epískopos y presbýteros se establece rápidamente en
el lenguaje. San Ignacio, obispo de Antioquía y discípulo del apóstol Juan, en
sus cartas, compuestas mientras era conducido prisionero a Roma donde sufrió el
martirio en los primeros años del siglo II, presenta la estructura definitiva
del ministerio eclesial. La Iglesia es, concretamente, la Iglesia local, en la
que el obispo representa a Dios Padre, el presbiterio al colegio de los
apóstoles, y los diáconos a Jesucristo. La Iglesia Romana es la que preside
el agápe de toda la cristiandad. Una temprana indicación sobre su
primacía.
No quiero dejar caer
la referencia a la encíclica de Pío XII, que aunque refleja la teología de la
primera mitad del siglo XX, conserva en varios aspectos una notable actualidad. Algunas
advertencias allí apuntadas permiten comprender con qué imprudencia muchos
clérigos difundieron errores doctrinales y prácticas contrarias a la moral
cristiana durante los años posconciliares; y hay otros que lo siguen haciendo
hoy día. Destaco una observación bien aguda: se está desarrollando
entre los sacerdotes, cada día más extensa y gravemente, el ansia de novedades,
en especial entre aquellos que están menos dotados de erudición y doctrina y
llevan una vida menos ejemplar. Diríamos que los «macaneadores» suelen ser
los que ignoran todo y hacen lo que les viene en gana. Aunque no faltan,
es verdad, profesores renombrados que hacen mucho daño con sus publicaciones,
incluso heréticas, y permanecen impunes. Buscaba el Papa Pacelli el punto
justo, sobre todo respecto de los métodos apostólicos, entre la desbordada
ansia de novedades de unos y el aferramiento al pasado de otros. El punto
preciso de la prudencia, virtud clave de la vida pastoral, que como escribía el
Pontífice, es siempre sabia y avisada. Un fenómeno análogo se
registró más tarde, cuando se pretendió imponer un cierto «espíritu del
Concilio». Los pensadores católicos que prepararon la renovación conciliar
reaccionaron lúcidamente al advertir el desbarajuste que se precipitaba en la
Iglesia, y lo consignaron en obras que señalaban los errores e indicaban el camino
correcto. Balthasar en «Córdula o el caso auténtico», Bouyer en «La
descomposición del catolicismo», Congar en «En medio de las tormentas», de
Lubac en «La Iglesia en la crisis actual». Todas ellas publicaciones de 1968 y
1969. Al año de concluir el Concilio, ya Maritain dio la voz de alarma en un
libro magnífico: «El campesino del Garona. Un viejo laico se interroga a
propósito del tiempo presente».
En la etapa final
del Concilio, el 28 de octubre de 1965 se realizó la votación final y se
promulgó el Decreto Optatam totius Ecclesiae renovationem, sobre la
formación sacerdotal. Un principio fundamental es enunciado en el número 8: la
dimensión espiritual de la formación ha de estar estrechamente unida a la
doctrinal y a la pastoral. Este enunciado puede parecer una perogrullada,
sin embargo, no resulta fácil instrumentarlo lúcida y eficazmente en un
itinerario que no se reduce al currículo académico, sino que es vital, es decir
se trata del intento de plasmar una personalidad sacerdotal. Tal objetivo compromete
a los formadores, que han de proponerlo en la objetividad de la organización
del Seminario, y revisar periódicamente su cumplimiento, pero también a la
decidida y gozosa voluntad de los seminaristas. ¿Qué han de aprender éstos? A
vivir en el trato familiar con el Dios Trino y a forjar una especial amistad
con Jesús, a quien se van a configurar un día en el sacerdocio. Se trata
–continúa el texto- de vivir secundum formam Evangelii. Pensemos en el
significado de la noción de forma en la teoría hilemórfica; por tanto, la
referencia indica el alma, de cimentarse en la fe, la esperanza y la caridad
para alcanzar el espíritu de oración, el vigor de las demás virtudes y el celo
por ganar a todos los hombres para Cristo. Son estas expresiones casi literales
del texto. La formación espiritual conlleva una ambición de totalidad; nada
debe quedar a medias. El ejercicio total del amor se extiende de Cristo a la
Iglesia, que es inseparable de él. A este propósito se cita un pasaje del
Comentario de San Agustín al Evangelio de Juan, en la medida que uno ama a
la Iglesia de Cristo, posee el Espíritu Santo (Tractatus 32, 8)
Se registra también
una cuádruple referencia a la madurez de la personalidad. El crecimiento
en una madurez más plena, asociada al dominio del cuerpo y
del espíritu, y como consecuencia a la percepción y goce de la Evangelii
beatitudinem (n. 10) la felicidad, la dicha que proporciona el Evangelio.
La adquisición del dominio de sí mismo y la debita maturitas humana, la solidam
personae maturitatem, que ha de ser el fruto del ritmo de la vida propio
del seminario, equivalen a la estabilidad del ánimo bajo el régimen de la
caridad, a templar el carácter, lo cual permite el uso recto de la libertad y
una experiencia pastoral sincera y sin reservas (n. 11). La cuarta mención de
la madurez se refiere a la seriedad de la opción vocacional, optione
mature deliberata(n. 12). El concepto de madurez no debe restringirse a la sola
dimensión psicológica. Por cierto, ésta debe quedar asegurada, a lo cual puede
ayudar el recurso profesional correspondiente cuando se advierte necesario,
pero aquí se trata sobre todo de un nivel espiritual de realización de la
persona, de orden natural y sobrenatural. La inteligencia, la afectividad, la
voluntad y la gracia. ¿Quién alcanza plenamente esa madurez? Pienso que los
santos; todos nosotros –yo al menos- nos encaminamos hacia esa meta, vamos
penosamente a veces, subiendo la cuesta, avanzamos gradualmente, gradatim,
como dice el texto conciliar; la alegría que es propia de la esperanza alivia
la fatiga, que no nos es ahorrada. He conocido jóvenes tempranamente maduros, y
viejos tilingos. Una observación muy válida: la disciplina, el orden exterior
imprescindible en el Seminario, debe convertirse en interna aptitudo,
íntima convicción de abrazar el orden, y por razones sobrenaturales.
En relación con el
tema de la madurez, el Decreto se refiere brevemente al celibato
sacerdotal, a la educación para el mismo. Por este don, que es a la vez tarea
continua, el presbítero entrega al Señor un corazón indiviso, para amar a todos
como él los ama; es preciso pedirlo humildemente, y siempre. El Concilio
exhorta a los responsables a no callar las dificultades que los candidatos
tendrán que afrontar, pero sin mirar casi exclusivamente el peligro (n. 9). La
renuncia al matrimonio se hace en orden a un amor más grande, y mirando al
reino de los cielos. En el n. 10 hay una advertencia acerca de los peligros que
acechan a la castidad del sacerdote, máxime en la sociedad actual. ¡Esto
se decía en los años 60 del siglo pasado! ¿Qué tendríamos que advertir hoy, en
una sociedad que exhibe sin recato alguno, en protagonistas populares, su gusto
ostentoso de la fornicación? Recuerdo qué pacatos eran, en tiempos de mi
infancia y adolescencia, los amoríos de la gente de la farándula; hoy día
cualquier hijo o hija de vecino puede exhibir su intimidad, solo o en compañía,
usando no más el telefonito. Este influjo en la imaginación masiva, y las
actitudes desprejuiciadas en la conducta y el trato interpersonal, no puede ser
favorable. El Concilio infundía ánimo mencionando los oportunos auxilios
divinos y humanos; lejos de menoscabar la vida, el celibato la transporta a una
feliz y fructuosa plenitud, al costo de un sereno cultivo de la castidad y de
los cuidados que la protegen.
La cuestión del
celibato es retomada en otro documento conciliar, el Decreto Presbyterorum
ordinis, votado y promulgado en la última sesión pública, el 7 de diciembre de
1965. Quedó allí formulada una expresión muy lograda del valor y excelencia del
celibato, mediante el empleo de cinco comparativos: facinius, liberius,
expeditius, aptiores, latino; cuatro adverbios y un adjetivo. Se abraza el
celibato para unirse más fácilmente a Cristo, sin competencia; para dedicarse
con mayor prontitud al servicio de Dios y de los hombres, porque uno se entrega
con mayor libertad al Señor; para ser más aptos a recibir una más dilatada
paternidad. Si esta argumentación no era necesaria en el contexto de una
cultura fuertemente marcada por el cristianismo, más tarde, y ahora, se ha
tornado necesaria para robustecer las convicciones, superar las dudas y para
responder a las críticas.
Dos años después, el
Beato Pablo VI dedicó al tema la Encíclica Sacerdotalis caelibatus,
publicada el 24 de junio de 1967; era un tiempo de enorme confusión, con la que
se difundían ampliamente numerosos errores y se registraron dolorosas
deserciones de la vida sacerdotal, incluso entre superiores y profesores
de los seminarios. Cito un pasaje bien ponderado de ese texto. Recordaba el
Pontífice que la formación para el celibato debe mirar a una serena,
convencida y libre elección del compromiso que se va a asumir, y
añadía: el ardor y la generosidad son cualidades admirables de la juventud
e, iluminadas y promovidas con constancia, le merecen, con la bendición del
Señor, la admiración y la confianza de la Iglesia y de todos los hombres. Retoma,
el texto del Papa Montini, lo que ya he señalado como cautela en el
Decreto Optatam. A los jóvenes no se les ha de esconder ninguna de
las verdaderas dificultades personales y sociales que tendrán que afrontar con
su elección, a fin de que su entusiasmo no sea superficial y fatuo; pero a la
par de las dificultades, será justo poner de relieve con no menor verdad y
claridad lo sublime de la elección, la cual, si por una parte provoca en la
persona humana un cierto vacío físico y psíquico, por otra aporta una plenitud
interior capaz de sublimarla desde lo más hondo (n. 69). Es esta una bella
página de realismo sobrenatural, de realismo católico.
Reanudo el
comentario de Optatam totius. A continuación, el Decreto sobre la
formación sacerdotal ofrece orientaciones sobre los estudios. Menciona en
primer lugar las humanidades; este término se refiere a las letras humanas, a
la cultura clásica y moderna, lo que antiguamente se impartía en el Seminario
Menor, que era una especie de bachillerato especializado. ¿Cómo se suple,
siquiera mínimamente, la carencia de letras, y arte, y música, y ciencias,
cuando la educación anterior no la ha proporcionado? El Concilio habla de
formación humanística y científica, y de lenguas, sobre todo el estudio de la
lengua del propio rito. ¿Cuál será la lengua de nuestro propio rito, con tanta
frecuencia desritualizado? ¡Cuánta agua ha corrido bajo los puentes en medio siglo!
El texto, en el n. 13, sugiere un Curso Introductorio. Yo diría, la
adquisición, en lo posible, del nivel cultural que sería necesario para
emprender los estudios superiores. En un país normal, por supuesto. Se me
ocurre que, más allá de lo que se pueda implementar curricularmente, no sería
difícil suscitar el interés de los jóvenes mediante diversas iniciativas, en
especial para asomarse a ese fabuloso acopio de sabiduría y belleza reunido,
siglo tras siglo, por la humanidad y por la Iglesia. El interés, y más aún, el
amor, la pasión. Advertencia mía: No es lo mismo una persona culta que una
«culterana», o «cultósica», que ostenta la superficialidad de un diletante.
Quizá convendría en este campo facilitar inclinaciones personales o grupales,
facilitar su desarrollo.
En cuanto a los
estudios filosóficos, la finalidad que se propone es adquirir un conocimiento
sólido y coherente del hombre, del mundo y de Dios, apoyados en el patrimonio
filosófico de perenne validez (n. 15). En este Seminario Platense la expresión
conciliar respecto de tal patrimonio filosófico se traduce tomismo. Lo
han cultivado y transmitido hombres insignes como Derisi, Blanco, Ponferrada, y
tantos otros como lo siguen haciendo los profesores Ayala y Mayeregger, aquí
presentes; no quiero ser injusto olvidando nombres. Uno de mis maestros, el
Padre Julio Meinvielle, me ha inculcado que a Santo Tomás hay que
estudiarlo en sus textos, no en manuales; siendo un adolescente, y antes de
entrar al Seminario, asistía los domingos a la mañana a sus sesiones de lectura
de la Summa. Esos empeños juveniles me sirvieron luego como base para
atreverme más o menos profesionalmente a aplicar a otros textos del Angélico
métodos hermenéuticos más sutiles y complejos. Frecuentar a Santo Tomás ayuda a
armar la cabeza, para decirlo popularmente. El texto conciliar no omite
mencionar la importancia de la filosofía moderna y contemporánea, que han
marcado profundamente la cultura vigente, también el modo de pensar de aquellos
que jamás han oído hablar de los jefes de fila de la filosofía de los últimos
dos o tres siglos. El propósito de estos estudios consiste en suscitar en
los alumnos el amor a la verdad, la cual ha de ser rigurosamente buscada,
observada y demostrada, reconociendo al mismo tiempo con honradez los límites
del conocimiento humano (n. 15). En una nota, el texto ofrece como
referencia la Encíclica Humani generis, de Pío XII, y la alocución
pronunciada por Pablo VI en la Universidad Gregoriana el 12 de mayo de
1964. El problema de la verdad se plantea contemporáneamente de modo más
serio y radical que medio siglo atrás, a causa de una difusión masiva, y del
contagio cultural del relativismo y del constructivismo. ¿La verdad? Digámoslo
con lenguaje de barrio: O es considerada inalcanzable, o cada uno tiene la
suya, o la construyen los «formadores de opinión».
Se reconoce a la
Sagrada Escritura como alma de toda la teología: universae theologiae
veluti anima esse, y no falta la referencia a la tradición patrística de
los «dos pulmones» de la Iglesia, Oriente y Occidente, con su rica
diversidad. El objetivo de la teología dogmática es ilustrar de la forma
más completa posible los misterios de la fe, profundizar en ellos y descubrir
su conexión por medio de la especulación, Sancto Thoma magistro. En
las sucesivas décadas a partir de los 60 se multiplicaron las «teologías
de...»; de la creación, de la liberación, del trabajo, del pueblo
(latinoamericano o argentino), del medio ambiente, de la masa, etc. Falta
dedicarse con mayor profundidad y pertinencia a la teología de Dios. Eso es la
teología. Aún actualmente, en algunos centros superiores de estudios
teológicos hay profesores que afirman que «Santo Tomás no va más», desacreditan
su obra y la de sus comentaristas y los estudiosos que toman al Aquinate por
referencia, como si la tradición filosófica y teológica del tomismo no hubiera
aportado nada nuevo. Tomismo no es «lo mismo»; basta citar la obra de
Cornelio Fabro, en filosofía o de Jean Hervé Nicoles, y tantos otros en
teología. En un juicio negativo como aquel sólo puedo ver ignorancia o
prejuicio.
Para manifestar cómo
la teología tiene que convertirse en alimento de la vida espiritual, se cita en
la nota 32 un pasaje del Itinerarium mentis in Deum de San
Buenaventura: No crea nadie que le basta la lectura sin la unción, la
especulación sin la devoción, la investigación sin la admiración, la
circunspección sin el regocijo, la pericia sin la piedad, la ciencia sin la caridad,
la inteligencia sin la humildad, el estudio sin la gracia divina, el espejo sin
la sabiduría inspirada por Dios. Me recuerda aquel aforismo de Orígenes en
su «Tratado sobre la oración», si eres teólogo, orarás verdaderamente, y
si oras verdaderamente, eres teólogo. Esta apropiación vital de la
teología es imprescindible. Sin embargo, no debe olvidarse que la teología,
ciencia de Dios, es auténticamente ciencia, y pueda reivindicar, con todo
derecho un lugar en el ámbito universitario. A este respecto, es decisiva la
argumentación de Benedicto XVI en su célebre «discurso de Ratisbona»,
pronunciado en aquella universidad estatal alemana el 12 de septiembre de 2006.
Allí subsisten hasta hoy dos facultades de teología: una católica y otra
protestante. El Papa Ratzinger se reconoce como buenaventuriano; es un doctor
de la Iglesia, pero ante todo hombre de Dios.
Después de tratar de
la teología dogmática, el Decreto conciliar menciona rápidamente las otras
disciplinas: la teología moral, el derecho canónico y la historia eclesiástica.
Respecto de la sagrada liturgia anota que hay que considerarla como la
fuente primera y necesaria del genuino espíritu cristiano, y remite a la
Constitución Sacrosanctum Concilium, que fue el primer documento, votado y
promulgado al concluir la segunda etapa conciliar, el 4 de diciembre de 1963.
El Papa Pío XII, considerado muchas veces como un peligroso y olvidable
conservador preconciliar, fue un pontífice renovador en todos los ámbitos de la
vida eclesial, pero advirtió proféticamente adónde llevaría en lo doctrinal y
en lo práctico el predominio de lo que llamó «ansia imprudente de novedades».
En la Encíclica Mediator Dei et hominum, de 1947, asumió el movimiento de
renovación litúrgica, advirtiendo sobre las deficiencias de algunos y los
excesos de otros respecto de una genuina instauratio de la liturgia
eclesial. La obra del Vaticano II avanza sobre los mismos carriles remitiéndose
a la riqueza de una tradición que había quedado como detenida, anquilosada, de
hecho fue él, el Papa Pacelli, quien, entre otras reformas nos devolvió la
Vigilia Pascual, que de su ubicación nocturna hacía siglos que había sido
desplazada a la mañana del Sábado Santo. La Constitución Sacrosanctum
Concilium afirma que la liturgia es la cumbre de la actividad de
la Iglesia, que tiende a la cima, y al mismo tiempo la fuente de donde
mana toda su fuerza (n. 10). Se justifica esta fórmula, ya que los
trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y
el bautismo, todos se congreguen en la unidad y en la Iglesia alaben a Dios,
participen del Sacrificio y coman la cena del Señor (ib.).
No es la Iglesia una
ONG para asegurar que la gente tenga tierra, techo y trabajo, -bien que su
Doctrina Social apunte a la vigencia de una auténtica justicia en la sociedad-
Su finalidad esencial es que los hombres vivan en gracia de Dios y se encaminen
al cielo. Lo digo con lenguaje sencillo, catequístico, no quiero negar que
el compromiso por la justicia sea ocupación del cristiano; lo es, indudablemente. La
celebración litúrgica es acción sagrada por excelencia, praecellenter (n.
7). Allí viene el problema: la liturgia es una realidad sagrada; el Concilio la
llama continuamente sagrada liturgia (por ejemplo, desde el título
del documento y a partir del enunciado de los principios generales). La
sacralidad implica que la belleza y solemnidad de los ritos transmitan visible
y audiblemente que se trata de acciones de Cristo, y no fabricaciones
subjetivas del celebrante, el equipo de liturgia o el puñado de fieles a los
que se identifica pomposamente como «la comunidad». La condición sacral se
distingue por parámetros objetivos que están señalados en la composición
eclesial de los mismos ritos. No puede introducirse en ese ámbito que comunica
con la gloria celestial el ritmo de un show entretenido o el «fervor
religioso» de un partido de fútbol. Aunque parezca mentira, no faltan los
que –obispos incluidos- sostienen que ya no existe más diferencia entre lo
sagrado y lo profano. Un hombre de la edad de piedra se escandalizaría de esa
frívola apreciación. Cualquier tratado de fenomenología de la religión
muestra que en todas las épocas, religiones y culturas existió «lo otro», lo
«separado», diverso del mundo cotidiano, el ámbito propio de los dioses, al
cual el hombre es invitado a introducirse. Sagrado va unido a sacramento,
misterio, sacrificio. Cristo, por su misterio pascual estableció la nueva,
escatológica sacralidad y la introdujo en el corazón del mundo profano como
anticipo transfigurante de la vida celestial. Como enseñó San León Magno: lo
que fue visible en nuestro Redentor ha pasado a los ritos sacramentales. Lo que
fue visible, esto es sus acciones teándricas, divino-humanas, y en cuanto
humanas, propias de este mundo en el cual se hundió por su encarnación. En
cierto modo, entonces, profanas. La deseducación de sacerdotes y fieles y
devastación de la liturgia han sido el fruto amargo de la imposición del
pretendido «espíritu del Concilio», una especie de «tiro por la culata» de las
aspiraciones conciliares.
Cito ad sensum una
declaración de Pablo VI referida a la vida de toda la Iglesia, y que vale
también para el desarrollo de la liturgia en los años 60 y 70 del siglo pasado,
y después: Nosotros esperábamos una floreciente primavera, y sobrevino un
crudo invierno. Esta expresión desencantada, a mi parecer, contrasta
misteriosamente con el optimismo manifestado por Juan XXIII en el discurso de
apertura del Concilio, cuando fustigó con dureza e ironía a los «profetas de
calamidades» A pesar de todas las confusiones, la obra litúrgica del Vaticano
II ha sido ilustrada por la extensión y actualización permanente que ofrecieron
teólogos y liturgistas de nota, representada por último en el monumento que es
el tomo XI de las Obras Completas de Joseph Ratzinger. Esa verdad, belleza y
eficacia sobrenatural y humana de la divina liturgia tiene vigencia en muchos
lugares de la Iglesia, entre ellos nuestra arquidiócesis y este Seminario, que
contó con la sabiduría y el trabajo de hombres como los monseñores Rau y Ruta,
y que es y será continuada por las jóvenes generaciones.
El número 11 del
Decreto Optatam –allí volvemos en nuestro discurso- concluye con esta
admonición: todo el ordenamiento del Seminario, su ratio dice el
texto, impregnado de amor y cultivo de la piedad, del silencio y de la
solicitud por la ayuda fraterna, por la caridad, se entiende, ha de ser una
cierta iniciación a la vida que luego deberá llevar el sacerdote. ¡Quiera Dios
que lo logremos en nuestro Seminario! Y que las amistades aquí forjadas y
cultivadas sirvan para que cuando los egresados y ordenados tengan que
integrarse a un presbiterio que tiene su propia historia y por ello es
forzosamente variopinto, no renuncien a los ideales que aquí han recibido y
asumido y no se dejen unificar por la mediocridad.
El Decreto Presbyterorum
ordinis sobre la vida y ministerio de los presbíteros fue trabajado y
discutido contemporáneamente al que he tratado de exponer en lo esencial.
Estudiando en paralelo ambos textos se advierte la recíproca referencia y una
común inspiración. Para permanecer en el ámbito del Vaticano II, señalo
solamente dos o tres tópicos que han permanecido y han sido desarrollados luego
por el magisterio sucesivo y por la interpretación teológica. El primero es el
uso del vocabulario metafísico de la participación en las cinco fórmulas que
expresan la naturaleza del presbiterado: participan del ministerio de
Cristo, Maestro, Sacerdote y Rey, por el que la Iglesia es incesantemente
edificada en la tierra; Cristo, por medio de los apóstoles hizo partícipes de
su propia consagración y misión a los obispos, sucesores de aquéllos, y
cuyo munus ministerii, en grado subordinado, es transmitido a los
presbíteros; por su unión al Orden episcopal, ese oficio presbiteral participa de
la autoridad con la que Cristo edifica, santifica y gobierna a su Cuerpo; ya
que participan del ministerio de los apóstoles, reciben de Dios la gracia
de desempeñar el sagrado ministerio del Evangelio. En este lugar se remite, en
nota, a Romanos 15, 16, que en el original griego reza: ser liturgo de
Cristo Jesús en favor de las naciones, desempeñando el sacerdocio del Evangelio.
Quiere decir que la predicación evangélica extrae su fuerza del sacrificio del
Gran Sacerdote, de modo que la congregatio societasque sanctorum sea
ofrecida a Dios como un sacrificio universal. La expresión esta procede de «La
Ciudad de Dios», de San Agustín (n. 2).
La impostación del
ministerio y la vida de los presbíteros es teocéntrica y cristocéntrica, aunque
tengan –tengamos, los obispos también- que ocuparnos de muchísimas cosas,
incluso de carácter secular y que parecen, de suyo, más propias de los laicos. Pero
no son los sacerdotes, no somos, dirigentes sociales sin más, y mucho menos
agitadores ideologizados, como los que abundaron en los años 60 y 70 del siglo
pasado, para ruina de la Iglesia y de la sociedad. Para que esta posición
tan singular quede bien clara, el texto conciliar adopta una expresión
compleja, pero comprensible y bella; se la podría calificar de dialéctica. Los presbíteros
son en cierto modo segregados (segregantur), pero no para quedar separados
(non tamen ut separentur) ni de los fieles ni del resto de la humanidad,
sino para consagrarse totalmente (ut totaliter consecrentur) a la obra
para la cual fueron asumidos por Dios en la gracia de la vocación. Así se
describe la singular posición de los pastores de la Iglesia: estar cercanos a
las necesidades de los hombres sin configurarse con el mundo.
El pretexto de
dejarse animar por el «espíritu del Concilio» – pretensión que sobrevive
aunque con otros argumentos en algunos ambientes- difundió en las décadas
sucesivas una mundanización de la mentalidad, la vivencia y la acción de los
sacerdotes, lo que a su vez determinó una reacción extremosa de signo
contrario, aunque de extensión minoritaria, que menoscabó la plena humanidad
con que corresponde presentarse a los hombres y la cercanía pastoral. Al final
del capítulo primero, Presbyterorum Ordinis enumera: bondad de
corazón -¡que se note!-, sinceridad, fortaleza de ánimo y confianza, continuo
afán de justicia, urbanidad. Un equilibrio de la personalidad que reclama,
además de la rectitud doctrinal, una caridad ardiente alimentada en la
intimidad con el Señor. Los sacerdotes diocesanos no somos monjes, aunque una
dimensión monástica no puede faltar en el último rincón del alma. Nuestro
género de vida es mixto: contemplación y apostolado. Contemplare et
contemplata aliis tradere. Somos, como dice el Papa Francisco, pastores con
olor a oveja. Y agrego yo: bien varones.
El capítulo segundo
de Presbiterorum ordinis expone ampliamente los tria munera, el
triple oficio de evangelizar, santificar y regir. En cuanto a la presentación
del primero de ellos, leída a la distancia, llama la atención que no se diga
nada sobre la fidelidad a la Gran Tradición de la Iglesia, a la verdad de
la fe. Porque no es posible negar que siguió una devastación doctrinal
–dogmática y moral-, litúrgica y pastoral. El relativismo, la manipulación
arbitraria del orden sacramental, la indigna secularización de la vida
sacerdotal, la confusión populista entre piedad popular y superstición –valen
lo mismo San Cayetano, San Expedito y el gauchito Gil – el desafuero instalado
en las cátedras de los centros de formación y la incuria de quienes por oficio
debían vigilar y corregir, explican el innegable retroceso de la Iglesia en la
Argentina, como en otros países, según las diversas características de lugar y
tiempo. Entre nosotros, cada año, miles de bautizados en la Iglesia Católica
pasan a integrar los diversos grupos evangélicos. En estos se les habla de
Jesús y de la salvación, que es lo que primeramente esperan los pobres. La
paciente obra de recuperación llevada a cabo por Pablo VI, Juan Pablo II y
Benedicto XVI ha fortalecido y consolado a los fieles; ha sido un testimonio
martirial de la perennidad y de la incorruptibilidad esencial de la katholikē. Es
muy bella la presentación que el Decreto hace del ministerio de santificación
que se ejerce mediante la celebración de los sacramentos, y sobre todo de la
Eucaristía, en la que, como allí se dice, se contiene todo el bien
espiritual de la Iglesia. Esta doctrina debió inspirar luego la reforma de los
ritos y su aplicación concreta. ¿Cómo se llegó a la penosa generalización
del descuido, la ruina del sentido de lo sagrado y la intromisión en ese ámbito
de la arbitrariedad, la fealdad, las expresiones decadentes de gestos y de
música? Ocurrió y ocurre, a pesar de que el Concilio inculcaba: procuren
los presbíteros cultivar debidamente la ciencia y el arte litúrgicos (n.
5). Subrayo: ciencia y arte. En cuanto al oficio de regir, gobernar, pastorear,
se destaca que se trata de una potestad espiritual, un poder, que ha de ser
ejercido eximia humanitate, es decir, con el amor paterno y fraterno
que los hace verdaderos educadores en la fe, guías hacia la santidad (n. 6), y
no patrones prepotentes.
La formación
propiamente pastoral requiere la adquisición de instrumentos imprescindibles:
el arte de hablar, no la mera locución sino también y sobre todo la homilética,
la catequética, que en La Plata tiene una historia pionera y brillante;
la praxis confessionis, ya que el ministerio de la reconciliación es
fuente de sanación espiritual y a la vez psicológica; el conocimiento de los
múltiples problemas sociales, como la desintegración de la familia, el abandono
y la corrupción de los menores, la angustia cuando amenaza la miseria, la
drogadicción, el maltrato y la discriminación de la mujer. No sólo es necesario
saber algo acerca de estas cosas, sino llevar adelante los proyectos pastorales
que intentan aliviar tales males. Y todo por amor. No puedo olvidar la preparación
para la pastoral educativa, el acompañamiento del impulso misionero de los
laicos y el ejercicio de una sencilla y afectuosa paternidad para con los
jóvenes. El sacerdote es ministro de la misericordia de Cristo. En realidad,
además del cultivo de las disciplinas señaladas, y del inicio en la experiencia
pastoral concreta, toda la vida del Seminario, incluyendo las minucias
cotidianas, está ordenada a la formación de un corazón de pastor.
Los textos
conciliares que he comentado, y que inspiraron las orientaciones prácticas
adoptadas, serán siempre un punto de referencia insoslayable.
Observando las
fotografías de los sacerdotes que pasaron por esta casa en generaciones
sucesivas, se puede apreciar que el Seminario Mayor San José ha dado hombres insignes
a la Iglesia en nuestra patria, desde cardenales y obispos hasta párrocos que
han sido durante décadas guías de su pueblo, más intelectuales de fuste, por
los cuales la arquidiócesis puede sentirse legítima y humildemente orgullosa.
Dentro de unos pocos años será la celebración del centenario, y la historia
continuará después, hasta que Dios quiera, quizá, ¿cómo saberlo?, hasta que
Cristo vuelva. Dixi.
+ Héctor
Aguer, Arzobispo de La Plata
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