TANTO
TIEMPO CON VOSOTROS
Y ¿NO ME HABÉIS CONOCIDO?
(Jn 14,9)
Corazón
de mi Jesús Sacramentado, ¡un rato en tu compañía! ¿Me lo concedes?
Mi
alma tiene ansias de hablarte; está cansada de hablar con el mundo y no es oída
o no es entendida. Déjame descansar hablando contigo. Tú siempre oyes y siempre
entiendes, ¡qué alegría!
Después
de mi Comunión de esta mañana, delante de tu Sagrario he abierto tu Evangelio
para completar el placer de mi Comunión oyéndote hablar.
¡Se
te oye tan bien leyendo el Evangelio! No basta verte.
Y abrí al acaso y lo que mis ojos
leyeron despertó en mi alma una gran pena y una gana grande de hacerte esta
pregunta: ¿Por qué fuiste tan poco conocido de tus amigos a tu paso por la
tierra? ¿No viniste Tú como Luz y Luz verdadera a iluminar a todo
hombre? ¿Cómo no se te veía lucir y brillar? ¿Cómo los ojos de aquellos hombres
no se deslumbraban con el resplandor de la luz que brotaba de tu palabra, de
tus obras, de tus miradas, de tus gestos...? Así era muchas veces; pero a pesar
de esto, leo en el Evangelio ceguedades y sorderas e ignorancias que contristan
y confunden.
En esa página que he leído hoy, ese
contraste o paradoja salta a la vista y hiere el corazón.
En
una misma hoja encuentro hombres que, por estar lejos, no te conocían y
ansiaban conocerte, y hombres que, por estar cerca, debían conocerte y
no te entendían.
Los que te ven y no te conocen
En
esa página de san Lucas te veo camino de Jericó y Jerusalén llamar aparte a tus
apóstoles y, en el seno de la confianza que con ellos tenías, contarles
intimidades y confidencias volcando sobre sus corazones las esperanzas y los
temores del tuyo, y, cuando enternecida mi alma ante esas dulces expansiones,
más que de Señor y de Redentor, de amigo, espera las caldeadas respuestas y las
justas correspondencias de la amistad buscada, tropieza con el frío y desolador
comentario del Evangelista que dice: «pero ellos no comprendieron nada de esto;
este lenguaje les era desconocido y no sabían lo que les había dicho» (Lc
18,34).
¡Tus
amigos, Señor, no te entendían! ¡Los que vivían contigo, los más cercanos a Ti
no comprendían lo que expresamente para ellos decía más que tu boca tu
Corazón!, y te arrancaban quejas tan tristes como aquellas de tu última noche
de vida mortal: «¿Tanto tiempo con vosotros y aun no me conocéis?» (Jn 14,9).
Los que te conocen apenas te ven
En
cambio, el cieguecito del camino de Jericó y el publicano Zaqueo, que no te
conocían, porque nunca te habían visto, te piden, el uno con su palabra de
súplica repetida y el otro con su ardid de subirse al sicomoro, verte y
conocerte (Cfr. Lc 18,35-43; 19,1-5).
-¡Señor,
que yo te vea! -suplican uno y otro a su manera. Y Tú, haciendo un milagro de
misericordia en los ojos del cuerpo del uno y en los del alma del otro, les das
vista y te ven y te confiesan con la alabanza de su boca y con el homenaje de
sus obras.
Y
¿por qué, Señor, éstos que vienen de lejos te conocen tan pronto y tan bien, la
primera vez que te miran? Tu mismo Evangelio me da la respuesta.
Uno y otro tuvieron la feliz ciencia
de su ignorancia. Uno por ser ciego y otro por ser chico, sabían que sin Ti no
podían verte. Ambos te pidieron vista con la oración perseve-rante de su
humildad, y Tú, obsequioso siempre con los pequeños y humildes, les diste más
vista de la que pedían. ¿No está en este conocimiento y en esta confesión de la
propia miseria y en este pedirte limosna de luz el secreto de estos dos milagros
de vista?
Y
digo ahora: ¿Hubieran encontrado tus confidencias aquella cerrazón de
inteligencia de tus amigos, si éstos hubiesen imitado al ciego y a Zaqueo?
El secreto de Jesús
¡Lo
que ellos hubieran aprovechado, si, en vez de responder a tus intimidades con
encogimientos de hombros y frialdades de cara de quien no se entera, hubiesen
contestado con la sencilla y humilde súplica del ciego de Jericó: Señor, que
veamos, que somos muy chicos de corazón y de cabeza para entender eso que nos
dices!
Mas,
¿para qué tengo que entretenerme en enmendar yerros u omisiones de tus amigos,
si tengo yo tantos de que corregirme?
¡Cuántas,
cuántas veces he pasado yo con la misma cara fría y el mismo espíritu
indiferente delante de Ti y de tus mensajeros que me hablaban de cosas en las
que Tú tenías mucho interés y mi alma hubiera tenido grande provecho!
¡Cuántas,
cuántas veces he desperdiciado palabras tuyas, intimidades tuyas, por no
reconocer lo grosero, lo torpe o lo impuro de mi vista y de mi oído y no ponerme
a pedirte con la humilde insistencia de un mendigo: «Señor, que yo te vea, que
yo te oiga!».
¡Cómo
conozco ahora que de ahí provienen esa superficialidad que padece mi piedad y
ese no sacar de mis ratos ante tu Sagrario o ante tu Evangelio jugo ni para mi
oración ni para mi acción! ¡Ese no conocerte a pesar de tratarte!...
Corazón de mi Jesús Sacramentado,
¡una limosnita de vista tuya para este pobrecito ciego!
¡Que
te vea!
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