BENEDICTO
XVI
AUDIENCIA GENERAL
Sala Pablo VI
Miércoles 26 de enero de 2011
Miércoles 26 de enero de 2011
Santa Juana de Arco
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quiero hablaros de
Juana de Arco, una joven santa de finales del Medievo, fallecida a los 19 años,
en 1431. Esta santa francesa, citada varias veces en el Catecismo de la
Iglesia católica, es particularmente cercana a santa Catalina de Siena,
patrona de Italia y de Europa, de quien hablé en una catequesis reciente. En
efecto, son dos mujeres jóvenes del pueblo, laicas y consagradas en la
virginidad; dos místicas comprometidas, no en el claustro, sino en medio de las
realidades más dramáticas de la Iglesia y del mundo de su tiempo. Quizás son
las figuras más características de las «mujeres fuertes» que, a finales de la
Edad Media, llevaron sin miedo la gran luz del Evangelio a las complejas
vicisitudes de la historia. Podríamos compararlas con las santas mujeres que
permanecieron en el Calvario, cerca de Jesús crucificado y de su Madre María,
mientras los Apóstoles habían huido y Pedro mismo había renegado de él tres
veces. La Iglesia, en ese período, vivía la profunda crisis del gran cisma de Occidente,
que duró casi 40 años. Cuando muere Catalina de Siena, en 1380, hay un Papa y
un Antipapa; cuando nace Juana, en 1412, hay un Papa y dos Antipapas. Además de
esta laceración en el seno de la Iglesia, había continuas guerras fratricidas
entre los pueblos cristianos de Europa, la más dramática de las cuales fue la
interminable «Guerra de los cien años» entre Francia e Inglaterra.
Juana de Arco no sabía leer ni escribir, pero podemos conocer
profundamente su alma gracias a dos fuentes de valor histórico excepcional: los
dos Procesos contra ella. El primero, el Proceso de
condena (PCon), contiene la transcripción de los largos y
numerosos interrogatorios a Juana durante los últimos meses de su vida
(febrero-mayo de 1431), y refiere literalmente las palabras de la santa. El
segundo, el Proceso de nulidad de la condena, o de «rehabilitación»
(PNul), contiene las declaraciones de cerca de 120 testigos oculares de
todos los períodos de su vida (cf. Procès de Condamnation de Jeanne
d'Arc, 3 vol. y Procès en Nullité de la Condamnation de Jeanne
d'Arc, 5 vol., ed. Klincksieck, París 1960-1989).
Juana nace en Domremy, una pequeña aldea situada en la frontera
entre Francia y Lorena. Sus padres son campesinos acomodados, conocidos por
todos como excelentes cristianos. De ellos recibe una buena educación
religiosa, con notable influjo de la espiritualidad del Nombre de Jesús,
que enseñaba san Bernardino de Siena y los franciscanos difundieron en Europa.
Al Nombre de Jesús se une siempre el Nombre de María y así, en
el marco de la religiosidad popular, la espiritualidad de Juana es
profundamente cristocéntrica y mariana. Desde su infancia demuestra una gran
caridad y compasión hacia los más pobres, los enfermos y todos los que sufren,
en el contexto dramático de la guerra.
Por sus propias palabras sabemos que la vida religiosa de Juana
madura como experiencia mística a partir de la edad de 13 años (PCon, I,
pp. 47-48). A través de la «voz» del arcángel san Miguel, Juana percibe que el
Señor la llama a intensificar su vida cristiana y también a comprometerse en
primera persona por la liberación de su pueblo. Su respuesta inmediata, su
«sí», es el voto de virginidad, con un nuevo compromiso en la vida sacramental
y en la oración: participación diaria en la misa, confesión y comunión
frecuentes, largos momentos de oración silenciosa ante el Crucifijo o la imagen
de la Virgen. La compasión y el compromiso de la joven campesina francesa
frente al sufrimiento de su pueblo se hacen más intensos por su relación
mística con Dios. Uno de los aspectos más originales de la santidad de esta
joven es precisamente este vínculo entre experiencia mística y misión política.
Después de los años de vida oculta y de maduración interior sigue el bienio
breve, pero intenso, de su vida pública: un año de acción y un
año de pasión.
A comienzos del año 1429, Juana inicia su obra de liberación. Los
numerosos testimonios nos muestran a esta joven de sólo 17 años como una
persona muy fuerte y decidida, capaz de convencer a hombres inseguros y
desmoralizados. Superando todos los obstáculos, se encuentra con el Delfín de
Francia, el futuro rey Carlos VII, que en Poitiers la somete a un examen por
parte de algunos teólogos de la universidad. Su juicio es positivo: no ven en
ella nada malo, sólo a una buena cristiana.
El 22 de marzo de 1429, Juana dicta una importante carta al rey de
Inglaterra y a sus hombres que asedian la ciudad de Orleans (ib., pp.
221-222). Su propuesta es una paz verdadera en la justicia entre los dos
pueblos cristianos, a la luz de los nombres de Jesús y de María, pero es
rechazada, y Juana debe luchar por la liberación de la ciudad, que acontece el
8 de mayo. El otro momento culminante de su acción política es la coronación
del rey Carlos VII en Reims, el 17 de julio de 1429. Durante un año entero,
Juana vive con los soldados, llevando a cabo entre ellos una auténtica misión
de evangelización. Son numerosos sus testimonios acerca de la bondad de Juana,
de su valentía y de su extraordinaria pureza. Todos la llaman y ella misma se
define «la doncella», es decir, la virgen.
La pasión de Juana comienza el 23 de mayo de 1430,
cuando cae prisionera en manos de sus enemigos. El 23 de diciembre la llevan a
la ciudad de Rouen. Allí tiene lugar el largo y dramático Proceso de
condena, que se inicia en febrero de 1431 y acaba el 30 de mayo con la
hoguera. Es un proceso grande y solemne, presidido por dos jueces
eclesiásticos, el obispo Pierre Cauchon y el inquisidor Jean le Maistre, pero
en realidad enteramente dirigido por un nutrido grupo de teólogos de la célebre
Universidad de París, que participan en el proceso como asesores. Son
eclesiásticos franceses, que al haber hecho una opción política opuesta a la de
Juana, a priori tienen un juicio negativo sobre su persona y sobre su misión.
Este proceso es una página desconcertante de la historia de la santidad y
también una página iluminadora sobre el misterio de la Iglesia que, según las
palabras del concilio Vaticano II, es «a la vez santa y siempre necesitada de
purificación» (Lumen gentium,
8). Es el encuentro dramático entre esta santa y sus jueces, que son
eclesiásticos. Acusan y juzgan a Juana, a quien llegan a condenar como hereje y
mandan a la muerte terrible de la hoguera. A diferencia de los santos teólogos
que habían iluminado la Universidad de París, como san Buenaventura, santo
Tomás de Aquino y el beato Duns Scoto, de quienes hablé en algunas
catequesis, estos jueces son teólogos carentes de la caridad y la humildad para
ver en esta joven la acción de Dios. Vienen a la mente las palabras de Jesús
según las cuales los misterios de Dios son revelados a quien tiene el corazón
de los pequeños, mientras que permanecen ocultos a los sabios e inteligentes
que no tienen humildad (cf. Lc 10, 21). Así, los jueces de
Juana son radicalmente incapaces de comprenderla, de ver la belleza de su alma:
no sabían que estaban condenando a una santa.
El tribunal rechaza, el 24 de mayo, la apelación de Juana al juicio
del Papa. La mañana del 30 de mayo, recibe por última vez la santa Comunión en
la cárcel e inmediatamente la llevan al suplicio en la plaza del antiguo
mercado. Pide a uno de los sacerdotes que sostenga delante de la hoguera una
cruz de procesión. Así muere mirando a Jesús crucificado y pronunciando varias
veces y en voz alta el Nombre de Jesús (PNul, I, p. 457; cf. Catecismo
de la Iglesia católica, n. 435). Cerca de 25 años más tarde, el Proceso
de nulidad, iniciado bajo la autoridad del Papa Calixto III, se concluye
con una solemne sentencia que declara nula la condena (7 de julio de
1456; PNul, II, pp. 604-610). Este largo proceso, que recogió las
declaraciones de los testigos y los juicios de muchos teólogos, todos
favorables a Juana, pone de relieve su inocencia y la perfecta fidelidad a la
Iglesia. Más tarde, en 1920, Juana de Arco fue canonizada por Benedicto XV.
Queridos hermanos y hermanas, el Nombre de Jesús,
invocado por nuestra santa hasta los últimos instantes de su vida terrena, era
como el continuo respiro de su alma, como el latido de su corazón, el centro de
toda su vida. El «Misterio de la caridad de Juana de Arco», que tanto fascinó
al poeta Charles Péguy, es este amor total a Jesús, y al prójimo en Jesús y por
Jesús. Esta santa había comprendido que el amor abraza toda la realidad de Dios
y del hombre, del cielo y de la tierra, de la Iglesia y del mundo. Jesús
siempre ocupa el primer lugar en su vida, según su hermosa expresión: «Nuestro
Señor debe ser el primer servido» (PCon, I, p. 288; cf. Catecismo
de la Iglesia católica, n. 223). Amarlo significa obedecer siempre a su
voluntad. Ella afirma con total confianza y abandono: «Me encomiendo a Dios mi
Creador, lo amo con todo mi corazón» (ib., p. 337). Con el voto de
virginidad, Juana consagra de modo exclusivo toda su persona al único Amor de
Jesús: es «su promesa hecha a nuestro Señor de custodiar bien su virginidad de
cuerpo y de alma» (ib., pp. 149-150). La virginidad del alma es el estado
de gracia, valor supremo, para ella más precioso que la vida: es un don de
Dios que se ha de recibir y custodiar con humildad y confianza. Uno de los
textos más conocidos del primer Proceso se refiere
precisamente a esto: «Interrogada si sabía que estaba en gracia de Dios,
responde: si no lo estoy, que Dios me quiera poner en ella; si lo estoy, que
Dios me quiera conservar en ella» (ib., p. 62; cf. Catecismo de
la Iglesia católica, n. 2005).
Nuestra santa vive la oración en la forma de un diálogo continuo
con el Señor, que ilumina también su diálogo con los jueces y le da paz y
seguridad. Ella pide con confianza: «Dulcísimo Dios, en honor de vuestra santa
Pasión, os pido, si me amáis, que me reveléis cómo debo responder a estos
hombres de Iglesia» (ib., p. 252). Juana contempla a Jesús como el «rey
del cielo y de la tierra». Así, en su estandarte, Juana hizo pintar la imagen
de «Nuestro Señor que sostiene el mundo» (ib., p. 172): icono de su
misión política. La liberación de su pueblo es una obra de justicia humana, que
Juana lleva a cabo en la caridad, por amor a Jesús. El suyo es un hermoso
ejemplo de santidad para los laicos comprometidos en la vida política, sobre
todo en las situaciones más difíciles. La fe es la luz que guía toda elección,
como testimoniará, un siglo más tarde, otro gran santo, el inglés Tomás Moro.
En Jesús Juana contempla también toda la realidad de la Iglesia, tanto la
«Iglesia triunfante» del cielo, como la «Iglesia militante» de la tierra. Según
sus palabras: «De Nuestro Señor y de la Iglesia, me parece que es todo uno» (ib.,
p. 166). Esta afirmación, citada en el Catecismo de la Iglesia católica (n.
795), tiene un carácter realmente heroico en el contexto del Proceso de
condena, frente a sus jueces, hombres de Iglesia, que la persiguieron y la
condenaron. En el amor a Jesús Juana encuentra la fuerza para amar a la Iglesia
hasta el final, incluso en el momento de la condena.
Me complace recordar que santa Juana de Arco tuvo una profunda
influencia sobre una joven santa de la época moderna: Teresa del Niño Jesús. En
una vida completamente distinta, transcurrida en clausura, la carmelita de
Lisieux se sentía muy cercana a Juana, viviendo en el corazón de la Iglesia y
participando en los sufrimientos de Cristo por la salvación del mundo. La
Iglesia las ha reunido como patronas de Francia, después de la Virgen María.
Santa Teresa había expresado su deseo de morir como Juana, pronunciando el
Nombre de Jesús (Manuscrito B, 3r), y la animaba el mismo gran amor a
Jesús y al prójimo, vivido en la virginidad consagrada.
Queridos hermanos y hermanas, con su luminoso testimonio, santa
Juana de Arco nos invita a una medida alta de la vida cristiana: hacer de la
oración el hilo conductor de nuestras jornadas; tener plena confianza al
cumplir la voluntad de Dios, cualquiera que sea; vivir la caridad sin
favoritismos, sin límites y sacando, como ella, del amor a Jesús un profundo
amor a la Iglesia. Gracias.
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