...REBAÑITO...
(Lc 12,32)
Ahí
tienes, María, que vienes a echar conmigo este rato de Sagrario, una palabra en
la que jamás tal vez has parado mientes y que es palabra iluminadora.
¡Esclarece
tantos misterios y responde tan satisfactoriamente a tantas preguntas al
parecer incontestables!
Los pocos amigos de Jesús
¡Cuántas
veces al pasar conmigo un rato de adoración y compañía en mis Sagrarios
abandonados o al encontrarte en medio de reuniones o en lugares en que ni se me
nombra ni se me tiene en cuenta para nada, has exclamado entre abatida y
desorientada: ¡qué pocos somos, Señor, qué pocos somos los tuyos!
¿Verdad
que choca contra tu razón y contra la lógica y contra el orden y aparentemente
contra la fe, el que estén en minoría y a las veces bien insignificante, los de
verdad servidores míos?
Si
soy la Verdad por esencia y sin Mí no tienen los hombres más que tinieblas y
vicios, si soy el único Salvador y Redentor verdadero y el iluminador
indeficiente y el invencible sostén de todos los débiles y el invicto Vencedor
de todas las tiranías y explotaciones inicuas, si soy el Jesús de los Profetas,
del Evangelio y de la historia, si Yo soy Yo, ¿no es de verdad chocante e
inexplicable hasta el misterio que sean tan pocos los hombres que me conocen, y
menos, mucho menos aun, los que me aman y sirven?
Y, ¡qué pocos!
Andan mis teólogos y mis ascetas
inquietos preguntando y discutiendo si son más los hombres que se salvan que
los que se condenan; y es de ver cómo van respondiéndose guiados hartas veces
más de lo que les piden los optimismos y pesimismos de sus sentimientos, que de
los dictados de la razón serena. Dejando aparte esa cuestión que aparecerá
patentemente resuelta el gran día del Juicio universal, puedes estar cierta,
sin miedo a que te desmientan, que en la presente vida son muchos más los que
me ofenden que los que me aman y que éstos con respecto a aquéllos están en
tristísima minoría. María, es decir, corazón tierno y alma delicada para mi
Corazón, ¿puedes calcular toda la pena y hasta la vergüenza que me cuesta oírte
y repetir contigo: ¡qué pocos, qué pocos son los míos.
Mira
a tu pueblo, el de tu Sagrario, ¿cuántos comulgan? ¿cuántos oyen Misa?
¿ninguno? ¿muy pocos? Pues sin miedo a faltar a la caridad, puedes decir
mirando a tu pueblo: ¡Señor, aquí no tienes a NADIE! o ¡a CASI NADIE!
Extiende tu vista por los pueblos de
otras Marías, tus hermanas, y de cuántos podrás decir lo mismo que del tuyo:
¡Nadie!, ¡casi nadie! Ve a la ciudad, a la ciudad llena de pueblo, recorre sus
calles céntricas y sus barrios extremos, pasa por la puerta de sus teatros,
cafés, cines, tabernas, círculos..., entra después en sus templos, compara el
número de los que están en éstos con el de los que no están e irresistiblemente
subirá de tu corazón a tu boca el grito: Señor, ¡qué pocos, qué pocos! Y por no
afligirte más no te digo que vayas a las casas de los periódicos malos y de los
periódicos buenos, y a las casas de las familias paganas y de las familias
cristianas, y a las oficinas y talleres en donde se trabaja y se maldice o se
me alaba trabajando en paz... y pidas y compares números de suscriptores,
familias, obreros míos y contra Mí...
¿Por qué tan pocos?
¡Qué
desolación! ¡Qué misterio de aberración humana y de paciencia divina! ¿Verdad?
Quizás
una fe débil y superficial reciba escándalos y padezca desmayos de esa derrota
aparente mía, pero tu fe, que como de María debe ser ilustrada y honda, debe
tomar de esas mis derrotas estímulos y alientos, orientaciones y actividades.
Sí,
desagraviadora de mi Corazón, dilo sin miedo aunque con pena: son muy pocos los
que me sirven, como también son pocos en el mundo los puros de corazón, los
abnegados del alma, los rectos de intención, los humildes, los misericordiosos,
los agradecidos, los leales, los verdaderos sabios, los héroes, los mártires...
El día en que éstos llegaran a ser muchos y Yo siguiera con pocos, ese día sí
que era el de mi derrota verdadera; pero no temas, ¿cuándo va a llegar ese día?
Sabe
para tu gobierno y para tu paz que ya previne en mi Evangelio que los míos
serían pocos, por mucho que se dilatara mi Iglesia y aun cuando llegara hasta
los confines del mundo, y que a esa pequeñez por su número y a esa grandeza por
su humildad, su mansedumbre, su pureza, su caridad y su abnegación, había
puesto su complacencia el Padre mío en dar el Reino, el de la tierra y el del
cielo, el de la tierra que tendrían siempre debajo de sus pies y el del cielo
porque dentro de su gozo vivirían eternamente...
¿Entiendes
ahora por qué quise llamar a la familia de los míos de todos los tiempos con el
tan humilde como dulce nombre de rebañito? ¿Ves toda la luz que sobre
tus miedos y tus esperanzas, sobre tus trabajos de hoy y tus frutos de mañana,
sobre la pequeñez de nuestro número y de nuestra fuerza y el desprecio con que
miran nuestra pequeñez los de fuera derrama esa palabra iluminadora? Déjame,
pues, que te repita una vez más mi palabra del Evangelio.
«No
temáis, rebañito, que vuestro Padre se ha complacido en daros el
Reino...».
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