Y LOS OTROS NUEVE
¿EN DÓNDE ESTÁN?
(Lc 17,17)
Conoces esa
pregunta, ¿verdad? Es la que arrancó a mi Corazón la vuelta de un solo leproso
de los diez que milagrosamente curé.
Si te has detenido
en saborear esas palabras, habrás conocido que no es una pregunta de
curiosidad, que no tuve jamás ni pude tener, ni de ignorancia, que a mis ojos
está todo patente, y que más que una pregunta es una queja. Y ¡qué de adentro
me salió! Tan de adentro como la compasión que me impulsó a limpiarlos de su
horrible mal.
Lo que es un milagro
de Jesús
¿Tú sabes lo que son
y cómo son mis milagros? ¡Los míos! ¡Los del Testamento Nuevo!
Los hombres los
suelen mirar como espléndidas ostentaciones de mi poder; y eso principalmente
eran mis milagros del Testamento Antiguo. Pero ahora que Dios se ha hecho
hombre para hacer a los hombres Dios, un milagro mío no es sólo poder, y ya lo
necesita infinito, es también amor, y si en mis atributos cupieran el más y el
menos, te diría que es más amor que poder. Un milagro mío más que explosión de
volcán que arrasa, quema y asola, es estallido de beso, que abrasa y no quema;
más que torrente de fuerza devastadora, es gota de lágrima que borra, ablanda y
limpia; más que fulgor de rayo que deslumbra y ciega, es mirada que rinde y
enloquece...
Para tu lenguaje, te
diré que, cuando Yo hago un milagro, no se me queda cansada la mano, aunque
haya tenido que dar con ella de comer pan milagroso a miles de hambrientos,
sino ¡el Corazón! ¡Ése, ése es el que hace mis milagros! Ése es el que si
pudiera cansarse se quedaría cansado después de cada milagro.
La amargura del
milagro no agradecido
Y ahora comprenderás
mejor la amargura de aquella mi pregunta y queja de los nueve curados que no
volvieron.
No volver a darme
las gracias y estarse conmigo era dejarme, como me cantaba el poeta, con el
pecho del amor muy lastimado.
Como se les quedará
a las madres que no pueden mirar ni besar a sus hijos, ni derramar sobre ellos
una lágrima porque no vienen a verlas...
Y ya te he dicho que
mis milagros son eso: miradas, besos, lágrimas de infinito Amador...
Mal está y me hiere
mucho el que me dejen solo los hombres del mundo que apenas me conocen: ¡me
deben tanto todos!
Pero ¿pasar también
porque me vuelvan las espaldas hasta los mismos que acaban de recibir ¡un
milagro mío...!?
¿Qué corazón es ése
que estiláis los hombres conmigo?
Cada Comunión que se
da y cada minuto que pasa de presencia real mío en cada Sagrario son otros
tantos milagros míos, y ¡de los más grandes!
¿Podréis contar su
número?
¡Imposible!
¡Qué pena! Tan
imposible es también contar el número de espaldas que ¡cada minuto se me
vuelven!
Ya no puedo
preguntar como en el Evangelio: ¿y los otros nueve?
¡Ya no son nueve los
que faltan! ¡Son incontables!
Y al llegar aquí
déjame que te diga una palabra de agradecimiento a ti, que me visitas en donde
nadie me visita: que gracias a ti puedo permitirme seguir en muchos Sagrarios
exhalando mi queja del Evangelio.
Cuando tú vas tengo
a quien preguntar: ¿Y los otros, en dónde están?
Y a esa pregunta que
sin ruido de palabras te hago, tú me respondes con los desagravios de tu amor
reparador y, sin que me lo digas con la boca, oigo que me dices con tus
lágrimas:
¡Aquí estoy yo por
ellos!
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