El
CORAZÓN SIEMPRE COMPASIVO
Me da compasión esta multitud de gentes
(Mc 8,2)
Sacerdote
mío, cristiano fiel, almas afligidas, ¿os habéis detenido muchas veces, alguna
vez siquiera, en esas palabras mías del Evangelio? ¿Las habéis saboreado? ¿Os
habéis puesto a oírmelas repetir desde mi Sagrario en donde sigo viviendo entre
mis hermanos los hombres?
Cierto
que, por la fe de cristianos que tenéis, creéis en mi Misericordia, como creéis
en mi Justicia y en mi Poder y en mi Sabiduría lo mismo en mi vida mortal y
eucarística de la tierra que en mi vida inmortal, gloriosa y sin velos del
cielo.
Pero
mi pregunta de ahora va más adentro.
Os
digo: ¿os habéis dado cuenta de que mi Corazón, que ciertamente palpita de amor
infinito por vosotros en la Hostia callada, siente compasión, mucha compasión
de todas las penas espirituales como corporales que afligen a las multitudes
que viven en torno de mis Sagrarios?
Otra
pregunta más: cuando las lágrimas asoman a vuestros ojos (y asoman tantas
veces), o cuando la desesperación turba vuestras cabezas y agota vuestros
corazones, ¿os habéis acordado de que, de un modo invisible pero cierto, hay
otros ojos humedecidos por vuestras propias penas y otro Corazón entristecido
por vuestra misma tristeza y una vida envuelta y ungida por el mismo dolor que
envuelve la vuestra? Es decir, ¿os habéis acordado de que el Corazón de Jesús
de vuestro Sagrario sigue diciendo la palabra que le arrancó la compasión por
las muchedumbres sin pan, y habéis creído con fe viva que la está diciendo
sobre vuestro corazón sin consuelo, sobre vuestra alma sin paz, sobre vuestro
cuerpo sin salud, sobre vuestra familia sin bienestar, sobre el montón a veces
sin número ni medida de vuestras aflicciones y escaseces...?
¡Ay!
vuestro llorar sin consuelo, vuestro sufrir sin esperar, vuestra inquietud por
buscar consoladores y vuestro desengaño y despecho de no acabarlos de
encontrar, ponen muy a las claras una respuesta negativa y triste a todas esas
preguntas.
No,
no, vuestro padecer de pagano y no de cristiano dice y prueba que en vuestras
horas tristes no pasan ni por vuestra cabeza ni por vuestro corazón estas
ideas: El Corazón de Jesús vivo en mi Sagrario sabe mi pena, siente mucha lástima
de mí, está lleno de compasión por mí en esta hora de dolor y arde en deseos de
remediarme y consolarme...
Y
cuenta que el pensar y el sentir así del Corazón de Jesús no es ni ilusión de
un enfermo, ni desvaríos de un loco, sino obediencia y cumplimiento de mis
palabras: «Venid a Mí los que estáis cargados y Yo os aliviaré» y «Me da
compasión de esta multitud de gente, porque hace ya tres días que están conmigo
y no tienen qué comer...».
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... ... ... ... ... ...
Sacerdotes
cargados con la pesada cruz de vuestro ministerio de penas de calle de
Amargura, cristianos de pies ensangrentados por las espinas del camino y almas
de muchas heridas abiertas por muchas clases de penas, venid a mi Eucaristía.
En ella está no sólo el Dios de vuestras adoraciones y el Pan de vuestro
espiritual alimento, sino el Corazón infinitamente considerado, inagotablemente
tierno, incansablemente misericordioso que a cada quejido de vuestros labios y
a cada lágrima de vuestros ojos responde, ¡estad ciertos!, con un latido de
infinita compasión y con una traducción siempre milagrosamente nueva del «Me da
compasión» de mi Evangelio.
Una duda
Una
duda a veces asalta a tu fe y pone a prueba tu confianza en la compasión de mi
Corazón.
Duda
y prueba ocasionadas de ordinario por el modo y el tiempo de manifestar Yo mi
compasión.
Tú,
alma afligida, quisieras ser compadecida, o mejor, sentir los efectos de mi
compasión al punto y al modo y gustos tuyos, y Yo, precisamente porque te
conozco como te amo y te compadezco, es decir, infinitamente, tengo que darte a
sentir los efectos de mi compasión en el tiempo y modo que Yo sé que te
conviene.
A
ti te toca creer y saber de cierto y esperar confiado que, si padeces, Yo te
compadezco, y que, si te compadezco, te consolaré en el tiempo y modo que mejor
remedie tu miseria y se luzca más mi Misericordia.
Lee
el trozo de Evangelio en el que se describe una de las multiplicaciones de
panes y peces que obré en mi vida mortal para saciar hambres de seguidores
míos, y distinguirás tres tiempos y modos de manifestar Yo la compasión que
sentía por una aflicción corporal de ellos.
Primer modo
Retrasando
el auxilio. Tres días anda conmigo una muchedumbre de miles de personas por el
campo con privaciones abundantes en el comer y molestias en el descansar y el
dormir: Yo lo sé, lo compadezco y lo siento como si padeciera el hambre y las
molestias y los cansancios de cada uno y de todos juntos y me callo sobre ese
penar y sigo predicando mi Doctrina y prodigando alimento a las almas como si
el hambre de los cuerpos no me preocupara.
Está
cierto que así convino al bien de las almas de mi auditorio, que por estas
privaciones se preparaba con más desinterés, avidez y merecimiento a recibir su
alimento espiritual, y a la gloria de mi nombre y a la manifestación de mi
Misericordia.
Por
lo pronto ninguno de estos bienes se hubieran conseguido si Yo comienzo aquella
mi predicación con el milagro de la multiplicación.
Segundo modo
Dando
en su tiempo remedio sobreabundante. Siempre estoy presente al que sufre, es
cierto; pero no siempre me oye decir: Aquí estoy.
Cuando
llega, sin embargo, la hora de hacerme oír y ver, te aseguro que hasta los
sordos y los ciegos me oyen y me ven.
¡Siete
panes y unos pececillos convertidos en comida de miles y miles de bocas
hambrientas! Diríase que el hambre con que se comía acrecentaba la alegría, la
agradecida satisfacción y los propósitos de enmienda y de reforma. Podía
decirse que comían los cuerpos y las almas; unos y otras se sentían bañados de
oleadas de misericordias de Dios y en auras de agradecimientos inexplicables e
imborrables.
¿Verdad
que aquél fue en verdad el momento mío?
Tercer modo
Anticipando
el remedio a la necesidad. Mi compasión no va detrás de la pena de los que amo;
si así fuera, no sería compasión de un Corazón de infinito Amante.
Sí,
mi compasión como mi amor van siempre delante; y así como antes de que me
amaras tú, Yo te amaba, antes de que caigas estoy dándote la mano y antes de
que llores estoy enjugando tus lágrimas.
¿No
me recuerdas llorando sobre Jerusalén no sólo por los pecados que había
cometido, sino principalmente por el gran pecado que iba a cometer dando muerte
a su Señor y a su Visitador?
Ése,
ése es el sentido de mis palabras «si los despido ayunos para su casa,
desfallecerán en el camino» (Mc 8,3), que doy como razón a mis apóstoles para
proveer abundantemente al hambre de mis seguidores.
El
hambre, que iban a padecer, si los dejaba partir en ayunas, me dolía tanto y
más que la que ya padecían por estar conmigo ya tres días sin provisiones.
Almas
apocadas por el continuo padecer o el frecuente caer, y acobardadas ante lo por
venir, ¿no os alienta, no os robustece saber que el Corazón de Jesús vivo de
vuestro Sagrario cuenta ya con vuestros desfallecimientos y caídas y muy por
anticipado los está compadeciendo y tratando de remediar sin coartar vuestra
libertad?
Sacerdotes
y cristianos con coronas de espinas, cruz de hierro y hombros de carne y pies
de barro, ¡al Sagrario cada mañana y cada tarde y muchas veces!, ¡que de allí
va saliendo vuestro Jesús cada hora a andar el camino por donde habéis de andar
y en donde quizás, quizás habréis de caer...!
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