Elementos para una discusión sobre el libro de Marcello Pera “La
Chiesa, i diritti umani e il distacco da Dio” (La Iglesia, los derechos humanos
y el alejamiento de Dios)
texto fechado el 29 de setiembre de 2014
Por Benedicto XVI
El libro representa indudablemente un gran
desafío para el pensamiento contemporáneo, y también en particular para la
Iglesia y la teología. El hiato entre las afirmaciones de los Papas del siglo
XIX y la nueva visión que comienza con la “Pacem in terris” es evidente y se ha
debatido mucho sobre ello. Eso está también en el centro de la oposición de
Lefèbvre y de sus seguidores contra el Concilio. No me siento en condiciones de
dar una respuesta clara a la problemática de su libro, sólo puedo hacer algunas
anotaciones que, me parece, podrían ser importantes para una posterior
discusión.
1. Sólo gracias a su libro se me ha vuelto
claro en qué medida con la “Pacem in terris” comenzó una nueva orientación. Yo
era consciente de cuán fuerte fue el efecto de esa encíclica sobre la política
italiana: dio un impulso decisivo para la apertura de la Democracia Cristiana
hacia la izquierda. Pero no fui consciente de cuál fue el comienzo que ella
había representado también respecto a los fundamentos ideales de ese partido.
Y, sin embargo, por lo que recuerdo, la cuestión de los derechos humanos
adquirió prácticamente un puesto de gran relieve en el Magisterio y en la
teología postconciliar sólo con Juan Pablo II.
Tengo la impresión que, en el Papa santo,
esto no fue tanto el resultado de una reflexión (que no faltó en él), sino la
consecuencia de una experiencia práctica. Contra la pretensión totalitaria del
Estado marxista y de la ideología sobre la que se basaba, él vio en la idea de
los derechos humanos el arma concreta capaz de poner límites al carácter
totalitario del Estado, ofreciendo de este modo el espacio de libertad
necesario no sólo para el pensamiento de la persona individual, sino también y
sobre todo para la fe de los cristianos y para los derechos de la Iglesia. La
imagen secular de los derechos humanos, según la formulación dada a ellos en
1948, le pareció evidentemente que era la fuerza racional que hace frente a la
pretensión omniabarcadora, ideológica y práctica del Estado basado en el
pensamiento marxista. Y así, como Papa, afirmó el reconocimiento de los
derechos humanos como una fuerza reconocida por la razón universal en todo el
mundo contra las dictaduras de todo tipo.
Esta afirmación se refería entonces ya no
sólo a las dictaduras ateas, sino también a los Estados fundados sobre la base
de una justificación religiosa, tal como los encontramos sobre todo en el mundo
islámico. A la fusión de política y religión en el Islam, que necesariamente
limita la libertad de las demás religiones, y en consecuencia también la de los
cristianos, se contrapone la libertad de la fe, que en cierta medida considera
también al Estado laico como forma justa de Estado, en la que encuentra espacio
esa libertad de la fe que los cristianos pretendieron desde el comienzo. En esto,
Juan Pablo II sabía que estaba en profunda continuidad con la Iglesia naciente.
Ésta se encontraba frente a un Estado que ciertamente conocía la tolerancia
religiosa, pero que afirmaba una última identificación entre la autoridad
estatal y divina que los cristianos no podían consentir. La fe cristiana, que
anunciaba una religión universal para todos los hombres, incluía necesariamente
una limitación fundamental de la autoridad del Estado, a causa de los derechos
y de los deberes de la conciencia individual.
No se formulaba así la idea de los derechos
humanos. Se trataba más bien de fijar la obediencia del hombre a Dios como
límite de la obediencia al Estado. Sin embargo, no me parece injustificado
definir el deber de la obediencia a Dios como derecho respecto al Estado. Y en
este sentido era totalmente lógico que Juan Pablo II, en la relativización
cristiana del Estado a favor de la libertad de la obediencia a Dios, viera
expresado un derecho humano que precede a toda autoridad estatal. Creo que en
este sentido el Papa pudo afirmar sin más una profunda continuidad entre la
idea de fondo de los derechos humanos y la tradición cristiana, aunque por
cierto los instrumentos respectivos, lingüísticos y de pensamiento resultan muy
distantes entre ellos.
2. En mi opinión, en la doctrina del hombre
hecho a imagen de Dios está contenido fundamentalmente lo que afirma Kant
cuando define al hombre como fin y no como medio. Se podría decir también que
esta definición contiene la idea que el hombre es sujeto y no sólo objeto de
derecho. Este elemento constitutivo de la idea de los derechos humanos está
expresado claramente, me parece, en el libro del Génesis: “Pediré cuenta de la
vida del hombre al hombre, a cada uno de sus hermanos. El que derrame la sangre
del hombre verá derramada su sangre por otro hombre, porque a imagen de Dios ha
sido hecho el hombre” (Gn 9, 5 y ss). Ser creado a imagen de Dios incluye el
hecho que la vida del hombre está puesta bajo la protección especial de Dios,
el hecho que el hombre, respecto a las leyes humanas, es titular de un derecho
puesto por Dios mismo.
Esta concepción adquirió importancia
fundamental al comienzo de la edad moderna con el descubrimiento de América.
Todos los pueblos nuevos que fueron encontrados no eran bautizados, por eso se
planteó la cuestión si tenían derechos o no. Para la opinión dominante ellos se
convertían propia y verdaderamente en sujetos de derecho sólo con el bautismo.
El reconocimiento que eran imagen de Dios a causa de la creación – y que
siguieron siendo tales también después del pecado original – significaba que
también antes del bautismo ya eran sujetos de derecho y que, en consecuencia,
podían pretender el respeto de su humanidad. Me parece que se reconocieron aquí
los “derechos humanos” que preceden a la adhesión a la fe cristiana y a
cualquier poder estatal, cualquiera sea su naturaleza específica.
Si no me equivoco, Juan Pablo II concibió
su compromiso a favor de los derechos humanos en continuidad con la actitud que
tuvo la Iglesia antigua frente al Estado romano. Efectivamente, el mandato del
Señor de hacer discípulos suyos a todos los pueblos había creado una situación
nueva en la relación entre la religión y el Estado. No había habido hasta
entonces una religión con pretensión de universalidad. La religión era una
parte esencial de la identidad de cada sociedad. El mandato de Jesús no
significa inmediatamente exigir una mutación en la estructura de cada una de
las sociedades. Y, sin embargo, exige que en todas las sociedades se dé la
posibilidad de recibir su mensaje y de vivir en conformidad con éste.
En primer lugar, consigue una nueva
definición, sobre todo de la naturaleza de la religión: ésta no es un rito y
observancia que en última instancia garantiza la identidad del Estado. Por el
contrario, es reconocimiento (fe), y justamente reconocimiento de la verdad.
Porque el espíritu del hombre ha sido creado para la verdad, es claro que la
verdad obliga, pero no en el sentido de una ética del deber de tipo
positivista, sino más bien a partir de la naturaleza de la verdad misma, que
precisamente de este modo hace al hombre libre. Esta conexión entre religión y
verdad incluye un derecho a la libertad que es lícito considerar en profunda
continuidad con el auténtico núcleo de la doctrina de los derechos humanos,
como evidentemente ha hecho Juan Pablo II.
3. Justamente usted ha considerado
fundamental la idea agustiniana del Estado y de la historia, poniéndola a la
base de su visión de la doctrina cristiana del Estado. Y, sin embargo, quizás
habría merecido una consideración todavía mayor la visión aristotélica. En
cuanto puedo juzgar, la visión aristotélica tuvo poca importancia en la
tradición de la Iglesia medieval, tanto más después que fue asumida por
Marsilio de Padua en contraste con el magisterio de la Iglesia. Luego fue
retomada cada vez más, a partir del siglo XIX, cuando se fue desarrollando la
doctrina social de la Iglesia. Se partió desde entonces de un orden doble, el
“ordo naturalis” y el “ordo supernaturalis”; allí donde el “ordo naturalis” era
considerado completo en sí mismo. Se resaltaba expresamente que el “ordo
supernaturalis” era un agregado libre, significando una pura gracia que no
puede ser pretendida a partir del “ordo naturalis”.
Con la construcción de un “ordo naturalis”
que es posible aprehender en modo puramente racional, se intentó adquirir una
base argumentativa gracias a la cual la Iglesia hubiera podido hacer valer sus
posiciones éticas en el debate público, sobre la base de la racionalidad pura.
Justamente, en esta visión está el hecho que también después del pecado
original el orden de la creación, aun estando herido por el pecado, no ha sido
destruido completamente. Hacer valer lo que es auténticamente humano donde no
es posible afirmar la pretensión de la fe es en sí una posición justa.
Corresponde a la autonomía del ámbito de la creación y a la libertad esencial
de la fe. En este sentido, está justificada, más bien es necesaria, una visión
profundizada, desde el punto de vista de la teología de la creación, del “ordo
naturalis” en vinculación con la doctrina aristotélica del Estado. Pero también
aquí hay dos peligros:
a) Muy fácilmente se olvida la realidad del
pecado original y se llega a formas de optimismo ingenuas y que no hacen
justicia a la realidad.
b) Si el “ordo naturalis” es visto como una
totalidad completa en sí misma y que no tiene necesidad del evangelio, subsiste
el peligro que lo que es propiamente cristiano parecería una superestructura en
última instancia superflua, sobrepuesta a lo humano natural. Recuerdo efectivamente
que una vez me fue presentado el borrador de un documento en el que al final se
expresaban fórmulas ciertamente muy piadosas, y sin embargo a lo largo de toda
la línea argumental no sólo no aparecía Jesucristo y su evangelio, sino ni
siquiera Dios, razón por la cual parecían superfluos. Evidentemente, se creía
que era posible construir un orden de la naturaleza puramente racional, pero
que entonces no es estrictamente racional, y que, por otro lado, amenaza
relegar lo que es propiamente cristiano al ámbito del mero sentimiento. Aquí
emerge claramente el límite del intento de idear un “ordo naturalis” cerrado en
sí mismo y autosuficiente. El padre Henri de Lubac, en su libro “Sobrenatural”,
quiso demostrar que el mismo santo Tomás de Aquino – al que también se remitía
al formular ese intento – en realidad no había pretendido esto.
c) Un problema fundamental de un intento
similar consiste en el hecho que con el olvido de la doctrina del pecado
original nace una confianza ingenua en la razón, la cual no percibe la
complejidad efectiva de la conciencia racional en el ámbito de la ética. El
drama de la disputa sobre el derecho natural muestra claramente que la
racionalidad metafísica, que se supone en este contexto, no es inmediatamente
evidente. Me parece que tenía razón Kelsen en su última etapa, cuando dice que
derivar un deber desde el ser sólo es razonable si Alguien ha depositado un
deber en el ser. Pero para él esta tesis no es digna de discusión. Por lo
tanto, me parece que al final todo se basa en el concepto de Dios. Si Dios
existe, si hay un creador, entonces también el ser puede hablar de él y señalar
al hombre un deber. En caso contrario, en última instancia el ethos se reduce a
pragmatismo. Es por eso que en mi predicación y en mis escritos he afirmado
siempre la centralidad de la cuestión de Dios. Me parece que éste es el punto
en el que convergen fundamentalmente la visión de su libro y mi pensamiento. La
idea de los derechos humanos, en última instancia, conserva su solidez sólo si
está anclada en la fe en el Dios creador. Es desde aquí que esa idea recibe la
definición de su límite y junto con ello su justificación.
4. Tengo la impresión de que en su anterior
libro, “Perché dobbiamo dirci cristiani” [Por qué debemos decirnos cristianos],
usted evaluó la idea de Dios en los grandes liberales en una forma diferente
respecto a cuanto hace en su nueva obra. En ésta última eso aparece como una
etapa hacia la pérdida de la fe. Al contrario, en su primer libro, en mi
opinión, usted había mostrado en modo convincente que sin la idea de Dios el
liberalismo europeo es incomprensible e ilógico. Para los padres del
liberalismo, Dios era todavía el fundamento de su visión del mundo y del
hombre, de tal modo que en ese libro la lógica del liberalismo hace necesaria
la confesión del Dios de la fe cristiana. Entiendo que están justificadas ambas
evaluaciones: por un lado, en el liberalismo, la idea de Dios se aleja de sus
fundamentos bíblicos, perdiendo así lentamente su fuerza concreta; por otro
lado, para los grandes liberales, sin embargo, Dios es y sigue siendo
indispensable. Es posible acentuar uno u otro aspecto del proceso. Creo que es
necesario mencionar ambos. Pero la visión contenida en su primer libro para mí
sigue siendo irrenunciable: aquélla para la cual el liberalismo, si excluye a
Dios, pierde su propio fundamento.
5. La idea de Dios incluye el concepto
fundamental del hombre como sujeto de derecho y con esto justifica y al mismo
tiempo establece los límites de la concepción de los derechos humanos. En su
libro, usted ha mostrado en forma persuasiva y convincente qué sucede cuando el
concepto de los derechos humanos es separado de la idea de Dios. La
multiplicación de los derechos humanos conduce al final a la destrucción de la
idea del Derecho y conduce necesariamente al “derecho” nihilista del hombre de
negarse a sí mismo: el aborto, el suicidio, la producción del hombre como cosa
se convierten en derechos del hombre que al mismo tiempo lo niegan. De este
modo, en su libro emerge en forma convincente que, en última instancia, la idea
de los derechos humanos separada de la idea de Dios no conduce sólo a la
marginación del cristianismo, sino al final de cuentas a su negación. Éste, que
me parece que es el auténtico objetivo de su libro, es de gran significación,
frente al actual desarrollo espiritual de Occidente, el cual niega cada vez más
sus fundamentos cristianos y se dirige contra ellos.
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