SI OS DIGO LA VERDAD…
(Jn 8,46)
Solos aquí en el
Sagrario Yo, tu Jesús, y tú, mi María, y en la intimidad de estas mis
confidencias quiero depositar una queja que mi Corazón tiene con no pocos de
los que me sirven y andan conmigo.
El Evangelio poco
tenido en cuenta
¡Hacen tan poco caso
de mi Evangelio!
Lo leen, es verdad;
lo creen, algunos hasta lo meditan, pero... te repito, ¡hacen tan poco caso de
lo que leen, creen y meditan!
Unas veces salen con
que aquello que digo o hago es sólo para que se lo apliquen los pecadores
empedernidos o las almas de elección; otras, con que aquello es bueno y hacedero
de vía extraordinaria, pero no ordinaria; ora que aquellos hombres y aquellos
tiempos eran otros hombres y otros tiempos; ora me ponen tan lejos en tiempo y
en distancia, que lo cierto es que, porque unos no se tienen por tan malos o
tan buenos, porque otros no se crean llamados a vías extraordinarias y porque
casi ninguno vive persuadido de que sigo viviendo y siendo el mismo en el
Sagrario, mi Evangelio no acaba de entrar en la vida y en la piedad de muchos
hijos míos.
¿Te extraña esta mi
queja? ¿No habías parado mientes en esa falta de Evangelio, no ya de los
impíos, como es natural, ni aun de los cristianos indiferentes, sino de las
almas piadosas?
Pues tan justa es mi
queja como cierto el motivo que la produce.
Lo conocido que
debiera ser
Después de la
claridad con que hablé en mi Evangelio, de la paciencia con que respondía una y
muchas veces a las dudas de buena fe de mis discípulos y hasta alas de mala fe
de mis enemigos, de la publicidad que di a mi vida y a mis milagros y a mis
predicaciones...
Después de haber
enviado al Espíritu santo, para que enterara del todo a los que me habían
oído...; después de constituir mi Iglesia infalible e indefectible para que
estuviera repitiendo siglos tras siglos mi palabra al mundo; después de haber creado
Obispos y sacerdotes sin número que fueran «Evangelios» con pies...
Después de haberme
quedado Yo mismo en el Sagrario de cada templo de la tierra todos los días y
todas las noches para seguir haciendo y diciendo mi Evangelio de modo tan
maravilloso como verdadero...
Después de tanto
anunciar mi Evangelio, todavía me encuentro con que los hombres del mundo, ¿qué
digo del mundo? ¡de mi casa y de mi fe!, siguen teniendo paralíticos del cuerpo
y del alma incurables sin traérmelos al Sagrario para que se los cure; deseando
mandar para ser servidos y no servir ellos como Yo mandé y mando; empeñados en
hacerse grandes despreciando el hacerse niños, como Yo me hice y me sigo
haciendo en mi vida de Eucaristía o de Dios abreviado...
¡Me da una pena el ver
agitarse en torno mío a los que amo, unas veces andando a tientas como si
estuvieran a oscuras, otras retorciéndose de dolor como si sus males no
tuvieran cura y muchas y muchas veces mendigando en puerta ajena lo que con
sólo abrir la boca tendrían a raudales en la casa propia!
¡Mendigos de luz, de
medicina, de consuelo, de cariño, de solución con mi Evangelio a un lado y mi
Sagrario al frente!
¿Verdad que eso no
debía ser?
¿Verdad que es
justa, justísima mi queja del Evangelio? Si os digo la verdad ¿por qué no me
creéis?
¿Verdad que puedo
seguir repitiendo delante de esos cristianos no enterados del Evangelio ni
conformados con él: si mi Evangelio es la verdad de ayer y de hoy y de siempre
y de todos los hombres, ¿por qué no lo creéis?, y si lo creéis, ¿por qué no os
acabáis de enterar de lo que DICE mi Evangelio? ¿Por qué no os acabáis de fiar
de él?
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