EL
CORAZÓN DE JESÚS AL CORAZÓN DEL SACERDOTE
IV. ¿TÚ
CREES EN El HIJO DE DIOS?
(Jn 9,35)
No
recibas con extrañeza esta mi pregunta, sacerdote mío.
Y
si no puedes reprimirla déjame que te diga que más pena me causa a Mí hacerla
que extrañeza a ti recibirla.
¡Tengo
que hacer esa pregunta a tantos y tantas veces!
Me
veo tratado por muchos de mis bautizados y hasta de mis preferidos de modo tan
distinto de como debe ser tratado el Hijo de Dios, que ha lugar a que les
vuelva a preguntar como a aquel cieguecito de Siloé que, después de curado, no
sabía quién era el hombre aquel que le había devuelto la vista: ¿Tú crees en
el Hijo de Dios?
Pero
con esta gran diferencia: que el ciego del milagro podía tener motivos
legítimos para no conocerme, ¡ciego de nacimiento, ignorante, obligado a
mendigar su sustento, sin una mano que lo hubiera traído a Mí y sin una voz
caritativa que de Mí le hubiera hablado!... ¡Pero los otros, los nacidos en
familias y pueblos cristianos, los agasajados por mi Corazón, los instruidos en
mi Ley, ésos... deben estar enterados de quién es el hombre aquel! ¡Y,
sin embargo, ni aun como hombre me tratan!
La confesión de la boca y de la
cabeza
Sí,
¡tengo tantos amigos aun no enterados de quién es el Jesús del milagro
de su primera Comunión, de la serie de ellos de su seminario, del milagro de
los milagros de su sacerdocio!...
Cierto
que sus bocas y aun sus cabezas, me confiesan Hijo de Dios, pero ¿sus obras?,
¿sus corazones?
Estas
dos cosas responden de Mí como a los fariseos respondían el ciego y sus padres.
¿Dónde
está Él?, preguntaban al primero, ¿en dónde está el que te ha
curado?
Respondía:
No lo sé.
¿Quién
abrió sus ojos?, preguntaban a los segundos. No
lo sabemos.
No
sabemos... En ellos no me dolía esa respuesta porque aun no me conocían. Pero,
¿en mis amigos?, ¿que tengan que decir con sus obras y con su corazón que no
saben en dónde estoy ni quién soy?
La confesión de corazón y de obras
Porque
si de corazón y de obras supieran en dónde Yo estoy, ¿me vería tan solo de
sacerdotes en mis Sagrarios?, ¿me vería tan poco buscado por ellos en sus
penas, en sus alegrías, en sus perplejidades, en sus luchas... en mis
abandonos?...
Y
si de corazón y de obras supieran quién soy, ¿me vería tan poco y tan
desfiguradamente predicado, tan fríamente sentido, tan injustamente
preterido... de los míos?...
¡Ah!,
sacerdote, que al venir a dedicarme en este Sagrario un poco de tiempo, me
estás diciendo que de corazón y de obras sabes en dónde estoy y quién soy Yo,
¿no descubres una gran espina para mi Corazón en ese desconocimiento afectivo y
práctico de los míos?
¿Verdad
que me sobra razón para salir al encuentro de cada uno de ellos y preguntarle:
Pero ¿tú crees en el Hijo de Dios? ¿Tú crees en tu Misa? ¿Tú crees en tu
Sagrario?
Y
¿no has de creer?
¡Si
mejor que nadie tú sabes que en una y en otro le has visto, el que habla
contigo, ése es, lo ves y te habla Él mismo!...
Y
si crees, ¿por qué no terminas como el ciego del milagro, creo, Señor -dijo
él- y le adoró?, ¿por qué tu fe en el Hijo de Dios no te lleva a adorarlo
no sólo con tu boca y con tu cabeza, sino con tu corazón y tus obras?
¿Podría
haber para tu vida pública y privada, de hombre y de sacerdote, y para todas
las manifestaciones de tu vida y de tu persona un programa más completo y más
adecuado que éste: Que todo tú y todo lo tuyo sea respuesta digna al ¿tú
crees en el Hijo de Dios?
Ese
programa, así cumplido, quitaría a tu vida y a tu persona la dualidad que
tanto escandaliza al pueblo; haría desaparecer ese doble hombre público
y privado y produciría esto sólo: un sacerdote de Jesús.
¡Con
costumbres, hábitos, aficiones, porte y trato de sacerdote! ¡Hombre de Dios,
siempre y en todo sacerdote!
***
Respuesta:
Pídase al Espíritu santo aumento de espíritu eclesiástico. Salmo 109: Habla,
Señor...
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