miércoles, 16 de mayo de 2018

Qué hace y qué dice el Corazón de Jesús en el Sagrario 39 - Tanto tiempo con vosotros y ¿no me habéis conocido? - San Manuel González García


TANTO TIEMPO CON VOSOTROS 
Y ¿NO ME HABÉIS CONOCIDO?
(Jn 14,9)



 Que yo te vea y te conozca
Corazón de mi Jesús Sacramentado, ¡un rato en tu compañía! ¿Me lo concedes?
Mi alma tiene ansias de hablarte; está cansada de hablar con el mundo y no es oída o no es entendida. Déjame descansar hablando contigo. Tú siempre oyes y siempre entiendes, ¡qué alegría!
Después de mi Comunión de esta mañana, delante de tu Sagrario he abierto tu Evangelio para completar el placer de mi Comunión oyéndote hablar.
¡Se te oye tan bien leyendo el Evangelio! No basta verte.
Y abrí al acaso y lo que mis ojos leyeron despertó en mi alma una gran pena y una gana grande de hacerte esta pregunta: ¿Por qué fuiste tan poco conocido de tus amigos a tu paso por la tierra? ¿No viniste Tú como Luz y Luz verdadera a iluminar a todo hombre? ¿Cómo no se te veía lucir y brillar? ¿Cómo los ojos de aquellos hombres no se deslumbraban con el resplandor de la luz que brotaba de tu palabra, de tus obras, de tus miradas, de tus gestos...? Así era muchas veces; pero a pesar de esto, leo en el Evangelio ceguedades y sorderas e ignorancias que contristan y confunden.
En esa página que he leído hoy, ese contraste o paradoja salta a la vista y hiere el corazón.
En una misma hoja encuentro hombres que, por estar lejos, no te conocían y ansiaban conocerte, y hombres que, por estar cerca, debían conocerte y no te entendían.

Los que te ven y no te conocen

En esa página de san Lucas te veo camino de Jericó y Jerusalén llamar aparte a tus apóstoles y, en el seno de la confianza que con ellos tenías, contarles intimidades y confidencias volcando sobre sus corazones las esperanzas y los temores del tuyo, y, cuando enternecida mi alma ante esas dulces expansiones, más que de Señor y de Redentor, de amigo, espera las caldeadas respuestas y las justas correspondencias de la amistad buscada, tropieza con el frío y desolador comentario del Evangelista que dice: «pero ellos no comprendieron nada de esto; este lenguaje les era desconocido y no sabían lo que les había dicho» (Lc 18,34).
¡Tus amigos, Señor, no te entendían! ¡Los que vivían contigo, los más cercanos a Ti no comprendían lo que expresamente para ellos decía más que tu boca tu Corazón!, y te arrancaban quejas tan tristes como aquellas de tu última noche de vida mortal: «¿Tanto tiempo con vosotros y aun no me conocéis?» (Jn 14,9).

Los que te conocen apenas te ven
En cambio, el cieguecito del camino de Jericó y el publicano Zaqueo, que no te conocían, porque nunca te habían visto, te piden, el uno con su palabra de súplica repetida y el otro con su ardid de subirse al sicomoro, verte y conocerte (Cfr. Lc 18,35-43; 19,1-5).
-¡Señor, que yo te vea! -suplican uno y otro a su manera. Y Tú, haciendo un milagro de misericordia en los ojos del cuerpo del uno y en los del alma del otro, les das vista y te ven y te confiesan con la alabanza de su boca y con el homenaje de sus obras.
Y ¿por qué, Señor, éstos que vienen de lejos te conocen tan pronto y tan bien, la primera vez que te miran? Tu mismo Evangelio me da la respuesta.
Uno y otro tuvieron la feliz ciencia de su ignorancia. Uno por ser ciego y otro por ser chico, sabían que sin Ti no podían verte. Ambos te pidieron vista con la oración perseve-rante de su humildad, y Tú, obsequioso siempre con los pequeños y humildes, les diste más vista de la que pedían. ¿No está en este conocimiento y en esta confesión de la propia miseria y en este pedirte limosna de luz el secreto de estos dos milagros de vista?
Y digo ahora: ¿Hubieran encontrado tus confidencias aquella cerrazón de inteligencia de tus amigos, si éstos hubiesen imitado al ciego y a Zaqueo?

El secreto de Jesús
¡Lo que ellos hubieran aprovechado, si, en vez de responder a tus intimidades con encogimientos de hombros y frialdades de cara de quien no se entera, hubiesen contestado con la sencilla y humilde súplica del ciego de Jericó: Señor, que veamos, que somos muy chicos de corazón y de cabeza para entender eso que nos dices!
Mas, ¿para qué tengo que entretenerme en enmendar yerros u omisiones de tus amigos, si tengo yo tantos de que corregirme?
¡Cuántas, cuántas veces he pasado yo con la misma cara fría y el mismo espíritu indiferente delante de Ti y de tus mensajeros que me hablaban de cosas en las que Tú tenías mucho interés y mi alma hubiera tenido grande provecho!
¡Cuántas, cuántas veces he desperdiciado palabras tuyas, intimidades tuyas, por no reconocer lo grosero, lo torpe o lo impuro de mi vista y de mi oído y no ponerme a pedirte con la humilde insistencia de un mendigo: «Señor, que yo te vea, que yo te oiga!».
¡Cómo conozco ahora que de ahí provienen esa superficialidad que padece mi piedad y ese no sacar de mis ratos ante tu Sagrario o ante tu Evangelio jugo ni para mi oración ni para mi acción! ¡Ese no conocerte a pesar de tratarte!...
Corazón de mi Jesús Sacramentado, ¡una limosnita de vista tuya para este pobrecito ciego!
¡Que te vea!


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