MEDITACIÓN
I
Y
se encarnó por obra del Espíritu Santo, y se hizo hombre.
Considera
como habiendo criado Dios al primer hombre para que le sirviese y amase en esta
vida, y después conducirle a la vida eterna, a reinar en el paraíso; a este fin
le enriqueció de luces y de gracias. Pero el hombre ingrato se reveló contra
Dios, negándole la obediencia que le debía de justicia y por gratitud, quedando
de esta suerte el miserable privado con toda su descendencia de la divina
gracia y excluido por siempre del paraíso. Mira después de esta ruina del
pecado perdidos a todos los hombres. Todos vivían ciegos entre las tinieblas,
en las sombras de la muerte. Mas Dios, viéndolos reducidos a este miserable
estado, determina salvarlos. Y ¿cómo? No manda ya a un ángel o a un Serafín; si
que para manifestar al mundo el amor inmenso que tenía a estos gusanos
ingratos, envío a su mismo Hijo a hacerse hombre y a vestirse de la misma carne
de los pecadores, para que satisficiese con sus penas y con su muerte a la
justicia divina por los delitos de ellos, y así los librase de la muerte
eterna; y reconciliándolos con su divino Padre, les alcanzase la Divina Gracia,
y los hiciese dignos de entrar en el reino eterno. Pondera aquí de una parte la
ruina inmensa que trae el pecado, privándonos de la amistad de Dios y del
paraíso, y condenándonos a una eternidad de penas. Pondera de la otra el amor
infinito que Dios mostró en esta grande obra de la Encarnación del Verbo,
haciendo que su Unigénito viniese a sacrificar su vida Divina por manos de
verdugos sobre la cruz en un mar de dolores y vituperios, para alcanzarnos el
perdón y la salvación eterna. ¡Ah! Que al contemplar este gran misterio y este
exceso de amor cada cual no debería hacer otro que exclamar: ¡Oh Bondad
Infinita! ¡Oh Misericordia Infinita! ¡Oh Amor Infinito! ¿Un Dios hacerse
hombre, para venir a morir por mi?…
Afectos
y súplicas
Pero
¿cómo es, Jesús mío, que aquella ruina de pecado, que Vos habéis reparado con
vuestra muerte, yo tantas veces he vuelto después a renovármela voluntariamente
con tantas injurias como os he hecho? ¡Vos a tanta costa me habéis salvado, y
tantas veces yo he querido perderme, perdiéndonos a Vos, bien infinito! Pero me
da confianza lo que vos habéis dicho: que cuando el pecador que os ha vuelto la
espalda, se convierte después a Vos, no dejáis de abrazarlo: “Volveos a mí, y
yo me volveré a vosotros” decís por el Profeta Zacarías. Za 1, 3.
Habéis
también dicho: “Si alguno me abriere la puerta, yo entraré a él” Ap. 3, 20. He
aquí Señor yo soy uno de éstos rebeldes, ingrato y traidor, que muchas veces os
he vuelto las espaldas y os he desechado de mi alma; mas ahora me arrepiento
con todo el corazón de haberos de tal manera maltratado, y despreciado vuestra
gracia. Me arrepiento y os amo sobre todas las cosas. Ved la puerta de mi
corazón ya abierta; entrad, Señor, pero entrad para no salir jamás. Yo sé que
Vos nunca saldréis, si yo no vuelvo a desecharos; pero entrad para no salir
jamás. Yo sé que Vos nunca saldréis, si yo no vuelvo a desecharos; pero ¡ah!
Este es un temor, y esta es también la gracia que os pido, y espero siempre
pediros: hacedme morir, antes que yo use con Vos esta nueva y mayor ingratitud.
Amable Redentor mío, por la ofensa que os he hecho no merecería ya amaros; pero
os pido por vuestros méritos el don del santo amor. Para esto hacedme conocer
cuán gran bien es el amor que me habéis tenido, y cuánto habéis hecho para
obligarme a amaros. ¡Ah! Mi Dios y Salvador, no me hagáis vivir más tiempo
ingrato a tanta bondad vuestra. Yo no quiero dejaros más, Jesús mío. Basta
cuanto os he ofendido. Razón es que estos años que me están de vida los emplee
todos en amaros y daros gusto. Jesús mío, Jesús mío, ayudadme; ayudad a un
pecador que quiere amaros. ¡Oh María, madre mía! Vos todo lo podéis con Jesús,
sois su Madre. Decidle que me perdone; decidle que me encadene con su santo
amor. Vos sois mi esperanza, en Vos confío.
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