JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 8 de noviembre de 1978
Miércoles 8 de noviembre de 1978
La virtud de la justicia
Queridos hermanos y
hermanas:
1. En estas primeras
audiencias en que tengo la suerte de encontrarme con vosotros que venís de
Roma, de Italia y de tantos otros países, deseo continuar desarrollando, como
ya dije el 25 de octubre, los temas programados por Juan Pablo I, mi
predecesor. El quería hablar no sólo de las tres virtudes teologales fe,
esperanza y caridad, sino también de las cuatro cardinales prudencia, justicia,
fortaleza y templanza. Veía en ellas, en su conjunto, como siete lámparas de la
vida cristiana. Como Dios lo llamó a la eternidad, pudo hablar sólo de las tres
principales: fe, esperanza y caridad, que iluminan toda la vida del cristiano.
Su indigno sucesor, al encontrarse con vosotros para reflexionar sobre las
virtudes cardinales según el espíritu del llorado predecesor, en cierto modo
quiere encender las otras lámparas junto a su tumba.
2. Hoy me toca hablar
de la justicia. Y quizá va bien que sea éste el tema de la primera catequesis
del mes de noviembre. Pues, en efecto, este mes nos lleva a fijar la mirada en
la vida de cada hombre y, a la vez, en la vida de toda la humanidad con la
perspectiva de la justicia final.
Todos somos conscientes en cierta
manera de que no es posible llenar la medida total de la justicia en la
transitoriedad de este mundo. Las palabras oídas tantas veces “no hay justicia
en este mundo”, quizá sean fruto de un simplicismo demasiado fácil. Si bien hay
en ellas también un principio de verdad profunda.
En un cierto modo la
justicia es más grande que el hombre, más grande que las dimensiones de su vida
terrena, más grande que las posibilidades de establecer en esta vida relaciones
plenamente justas entre todos los hombres, los ambientes, la sociedad y los
grupos sociales, las naciones, etc. Todo hombre vive y muere con cierta
sensación de insaciabilidad de justicia porque el mundo no es capaz de
satisfacer hasta el fondo a un ser creado a imagen de Dios, ni en lo profundo
de la persona ni en los distintos aspectos de la vida humana. Y así, a través
de este hambre de justicia el hombre se abre a Dios que “es la justicia misma”.
Jesús en el sermón de
la montaña lo ha dicho de modo claro y conciso con estas palabras:
“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán
hartos” (Mt 5, 6).
3. Con este sentido
evangélico de la justicia ante los ojos, debemos considerarla al mismo tiempo
dimensión fundamental de la vida humana en la tierra: la vida del hombre, de la
sociedad, de la humanidad. Esta es la dimensión ética. La justicia es principio
fundamental del la existencia y coexistencia de los hombres, como asimismo de
las comunidades humanas, de las sociedades y los pueblos. Además, la justicia
es principio de la existencial de la Iglesia en cuanto Pueblo de Dios, y
principio de coexistencia de la Iglesia y las varias estructuras sociales, en
particular el Estado y también las Organizaciones Internacionales. En este
terreno extenso y diferenciado, el hombre y la humanidad buscan continuamente
justicia; es éste un proceso perenne y una tarea de importancia suma.
A lo largo de los siglos
la justicia ha ido teniendo definiciones más apropiadas según las distintas
relaciones y aspectos. De aquí el concepto de justicia conmutativa,
distributiva, legal y social. Todo ello es testimonio de cómo la justicia tiene
una significación fundamental en el orden moral entre los hombres en las
relaciones sociales e internacionales. Puede decirse que el sentido mismo de la
existencia del hombre sobre la tierra está vinculado a la justicia. Definir
correctamente “cuanto se debe” a cada uno por parte de todos y, al mismo
tiempo, a todos por parte de cada uno, “lo que se debe” (debitum) al
hombre de parte del hombre en los diferentes sistemas y relaciones, definirlo
y, sobre todo, ¡llevarlo a efecto!, es cosa grande por la que vive una nación y
gracias a la cual su vida tiene sentido.
A través de los siglos
de existencia humana sobre la tierra es permanente, por ello, el esfuerzo
continuo y la lucha constante por organizar con justicia el conjunto de la vida
social en sus aspectos varios. Es necesario mirar con respeto los múltiples
programas y la actividad, reformadora a veces, de las distintas tendencias y
sistemas. A la vez es necesario ser conscientes de que no se trata aquí sobre
todo de los sistemas, sino de la justicia y del hombre. No puede ser el hombre
para el sistema, sino que debe ser el sistema para el hombre. Por ello hay que
defenderse del anquilosamiento del sistema. Estoy pensando en los sistemas
sociales, económicos, políticos y culturales que deben ser sensibles al hombre
y a su bien integral; deben ser capaces de reformarse a sí mismos y reformar
las propias estructuras según las exigencias de la verdad total acerca del
hombre. Desde este punto de vista hay que valorar el gran esfuerzo de nuestros
tiempos que tiende a definir y consolidar “los derechos del hombre” en la vida
de la humanidad de hoy, de los pueblos y Estados.
La Iglesia de nuestro
siglo sigue dialogando sin cesar en el vasto frente del mundo contemporáneo,
como lo atestiguan muchas Encíclicas de los Papas y la doctrina del Concilio
Vaticano II. El Papa de ahora ciertamente tendrá que volver sobre estos temas
más de una vez. En la exposición de hoy hay que limitarse sólo a indicar este
terreno amplio y diferenciado.
4. Por tanto, es
necesario que cada uno de nosotros pueda vivir en un contexto de justicia y,
más aún, que cada uno sea justo y actúe con justicia respecto de los cercanos y
de los lejanos, de la comunidad, de la sociedad de que es miembro... y respecto
de Dios.
La justicia tiene
muchas implicaciones y muchas formas. Hay también una forma de justicia que se
refiere a lo que el hombre “debe” a Dios. Este es un tema fundamental, vasto ya
de por sí. No lo desarrollaré ahora, si bien no he podido menos de señalarlo.
Detengámonos ahora en
los hombres. Cristo nos ha dado el mandamiento del amor al prójimo. En este
mandamiento está comprendido todo cuanto se refiere a la justicia. No puede
existir amor sin justicia. El amor “rebasa” la justicia, pero al mismo tiempo
encuentra su verificación en la justicia. Hasta el padre y la madre al amar a
su hijo, deben ser justos con él. Si se tambalea la justicia, también el amor
corre peligro.
Ser justo significa
dar a cada uno cuanto le es debido. Esto se refiere a los bienes temporales de
naturaleza material. El ejemplo mejor puede ser aquí la retribución del trabajo
y el llamado derecho al fruto del propio trabajo y de la tierra propia. Pero al
hombre se le debe también reputación, respeto, consideración, la fama que se ha
merecido. Cuanto más conocemos al hombre, tanto más se revela su personalidad,
carácter, inteligencia y corazón. Y tanto más caemos en la cuenta -¡y debemos
caer en la cuenta!- del criterio con que debemos “medirlo” y qué significa ser
justos con él.
Por todo ello es
necesario estar profundizando continuamente en el conocimiento de la justicia.
No es ésta una ciencia teórica. Es virtud, es capacidad del espíritu humano, de
la voluntad humana e, incluso, del corazón. Además, es necesario orar para ser
justos y saber ser justos.
No podemos olvidar las palabras de
Nuestro Señor: “Con la medida con que midiereis se os medirá” (Mt 7,
2).
Hombre justo, hombre
que “mide justamente”. Ojalá lo seamos todos. Que todos tendamos constantemente
a serlo. A todos, mi bendición.
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