Sobre las principales objeciones
que han surgido contra la
Declaración
Dominus Iesus
La pluralidad de las confesiones
no relativiza las exigencias de la
verdad
El cardenal Joseph
Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha mantenido en
el año 2000 esta larga entrevista con Christian Geyer, del diario alemán Frankfurter
Allgemeine Zeitung, titulada Me parece absurdo lo que quieren ahora
nuestros amigos luteranos. El cardenal fue invitado por el periódico a
responder a las principales objeciones que han sido hechas a la citada
La más reciente Declaración de
la Congregación vaticana para la Doctrina de la Fe ha desencadenado una
controversia mundial. En el centro de la discusión sobre el Documento «Dominus
Iesus» no están menudencias de política eclesial, sino cuestiones sustanciales
de la fe cristiana: su pretensión de verdad y la relación entre las Iglesias
que se remiten a ella. En Alemania causó agitación especialmente la afirmación
de que la Iglesia evangélica (n. del t.: quiere decir las Iglesias nacidas de la
Reforma) no es Iglesia en sentido propio. El Prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Joseph Ratzinger, bajo cuya
dirección se ha redactado la polémica Declaración, explica detalladamente en
este periódico las discrepancias con sus críticos. A la parte evangélica dice
que lleva la actual polémica «de modo sencillamente erróneo». Pues reivindicar
el concepto de Iglesia del mismo modo para todas las comunidades eclesiales
existentes iría ya contra su propia autocomprensión: «De modo que no ofendemos
a nadie al decir que las Iglesias evangélicas reales no son Iglesia en el mismo
sentido que lo quiere ser la Iglesia Católica; ellos mismos no quieren serlo en
absoluto». También a propósito del diálogo interreligioso pone el cardenal un
acento provocador, sugiriendo la conversión al cristianismo: la pretensión de
la verdad no se relativiza por la pluralidad de las confesiones.
Señor cardenal, ¿dirige usted un
departamento en el que existen tendencias a la ideologización y a la
infiltración fundamentalista de la fe? Esta crítica está contenida en
una comunicación difundida recientemente por la sección alemana de la Sociedad
Europea para la Teología Católica.
Debo confesar que declaraciones
como ésa a la que usted alude me aburren cada vez más. Conozco de memoria desde
hace mucho tiempo ese vocabulario, en el cual nunca faltan los conceptos de
fundamentalismo, centralismo romano y absolutismo, vuelta atrás con respecto al
Vaticano II. No necesito esperar a las Noticias, yo mismo podría formular tales
declaraciones al instante, porque se repiten una y otra vez, independientemente
del argumento de que se trate. Me pregunto por qué no se les ocurre realmente a
estos señores ya nada nuevo.
¿Piensa usted que las críticas
ya son falsas, sólo porque se repiten tan a menudo?
No, sino porque en lo
estereotipado de esta crítica echo en falta un análisis diferenciado de los
asuntos. Algunos plantean críticas con tanta facilidad porque probablemente
consideran todo lo que llega de Roma, inmediatamente, desde un punto de vista
político, en la perspectiva del reparto del poder, en lugar de hablar
seriamente de los contenidos.
Desde luego, los contenidos son
bastante explosivos. ¿Se sorprende verdaderamente de que encuentre tanta
oposición un Documento en el que se monopoliza la pretensión de verdad del
cristianismo, y en el que a los anglicanos y a los protestantes no les es
reconocido el status de Iglesia?
Ante todo deseo expresar mi
tristeza y mi desilusión por el hecho de que las reacciones públicas, salvo
algunas loables excepciones, hayan ignorado por completo el tema verdadero y
propio de la Declaración. El Documento comienza con las palabras Dominus
Iesus; se trata de la breve fórmula de fe contenida en 1 Cor 12, 3, en la
que Pablo sintetizó la esencia del cristianismo: Jesús es el Señor.
Con esta Declaración, cuya redacción siguió paso a paso con mucha atención, el
Papa, en el momento culminante del Año Santo, ha querido profesar de modo
grandioso y solemne que Jesucristo es el Señor, y así poner enérgicamente lo
esencial en el centro, ante las muchas posibles formas de quedarse en las cosas
exteriores.
Un riesgo muy posible
El escándalo de muchos tiene que
ver precisamente con esta energía. En el momento culminante del Año
Santo, ¿no hubiera sido más oportuno enviar una señal a las otras religiones en
lugar de dedicarse a autoconfirmar la propia fe?
Al comienzo de este milenio nos
encontramos en una situación parecida a la que Juan describe al final del
capítulo sexto de su evangelio: Jesús había expuesto claramente su pretensión
divina en el anuncio de la Eucaristía. En el versículo 66 leemos: A
partir de entonces muchos de sus discípulos se echaron atrás y dejaron de ir
con Él. Hoy, en medio de las palabras y el hablar general, la fe en Cristo
corre el riesgo de descafeinarse y de disolverse en una charla más o menos
piadosa. Entonces, el Santo Padre, como Sucesor del Apóstol Pedro, ha querido
repetir con él: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida
eterna; nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios (Jn
6, 68 ss.) El Documento quiere ser una invitación a todos los cristianos para
que se adhieran de nuevo a esta confesión y dar así al Año Santo un significado
grande y profundo. Me ha alegrado que el Presidente de las Iglesias
protestantes de Alemania, Kock, en su reacción, por lo demás muy correcta, haya
reconocido este punto esencial del texto y lo haya parangonado con la
Declaración de Barmen, con la que, en 1934, la Bekennende Kirche,
en sus comienzos, rechazó a la Iglesia del Reich creada por
Hitler. También el profesor Jüngel, de Tubinga, ha encontrado en este texto -a
pesar de sus reservas sobre la parte eclesiológica- un aliento apostólico,
similar a la Declaración de Barmen. Además, el Primado de la Iglesia anglicana,
el arzobispo Carey, ha manifestado su apoyo agradecido y decidido al verdadero
tema de la Declaración. ¿Por qué, en cambio, la mayor parte de los
comentaristas lo pasa por alto? Agradecería de muy buena gana una respuesta.
Lo más explosivo en lo referente
a lo políticoeclesiástico está contenido en la parte del Documento dedicada al
ecumenismo. En nombre de los evangélicos se ha pronunciado Eberhard Jüngel,
afirmando que su Documento hace caso omiso del hecho de que todas las
Iglesias cada una a su propia manera quieren ser lo que de
hecho son: Iglesia una, santa, católica, apostólica. De modo que
¿se engaña la Iglesia Católica pretendiendo tener una marca registrada, cuando,
en realidad, según Jüngel, comparte el derecho a usar esta marca con las otras
Iglesias?
Las cuestiones eclesiológicas y
ecuménicas, de las que ahora hablan todos, ocupan solamente una pequeña parte
del Documento, que nos ha parecido necesario redactarla para hacer notar la
contemporaneidad de Cristo y su presencia eficaz en la Historia. Me maravilla
un poco que Jüngel diga que la Iglesia una, santa, católica y apostólica esté
presente en todas las Iglesias a su propia manera, y que con ello, por lo que
parece, (si le he entendido bien) considere resuelta la cuestión de la unidad
de la Iglesia. ¡Pero si estas numerosas Iglesias se
contradicen! Si todas son Iglesias a su propia manera, entonces
esta Iglesia es un conjunto de contradicciones, y no es capaz de ofrecer a los
hombres ninguna orientación clara.
Pero de esta imposibilidad
normativa, ¿deriva también una imposibilidad efectiva?
Reivindicar del mismo modo para
todas las comunidades eclesiales existentes el concepto de Iglesia, me parece
precisamente contrario a la propia conciencia que tienen de sí mismas. Lutero
mantenía que la Iglesia, en sentido teológico y espiritual, no podía encarnarse
en la gran estructura institucional de la Iglesia Católica, a la que, más bien,
consideraba un instrumento del Anticristo. Según su visión, la Iglesia existe
allí donde la Palabra de Dios convoca y une a las personas. De modo
correspondiente, la tradición que se remite a Lutero considera presente a la
Iglesia allí donde la Palabra se anuncia correctamente y los sacramentos son
administrados del modo justo. Lutero mismo no podía en modo alguno considerar
Iglesia a las nacientes Iglesias regionales sometidas a los
príncipes: eran construcciones externas auxiliares, que hacían falta, pero que
evidentemente no eran la Iglesia en sentido espiritual. Y, ¿quién pretendería
hoy afirmar sin más que estructuras surgidas por casualidades históricas, por
ejemplo la Iglesia de Hessen-Waldeck, o la de Schaumburg- Lippe, son Iglesias
del mismo modo en que la Iglesia católica considera que lo es? Por otra parte,
la Unión de las Iglesias luteranas en Alemania (VELKD) y
la Unión de las Iglesias protestantes en Alemania (EKD) no
quieren explícitamente ser una Iglesia. A cualquiera que lo examine
con realismo le parece claro que la realidad de la Iglesia para los
protestantes reside en otra parte y no en aquellas instituciones llamadas Iglesias
regionales. Sobre esto se debería discutir.
¿En qué consiste la Iglesia?
Sin embargo, es un hecho que los
ambientes evangélicos consideran una ofensa su clasificación como comunidad
eclesial. Las duras reacciones a su Documento son una clara prueba de ello.
Lo que parecen querer en este
momento nuestros amigos luteranos me parece francamente absurdo, es decir, que
nosotros consideremos estas estructuras, surgidas de casualidades históricas,
como Iglesia del mismo modo con que creemos Iglesia a la Iglesia Católica,
fundada sobre la sucesión de los apóstoles en el episcopado. La verdadera
discusión sería que nuestros amigos evangélicos nos dijesen que para ellos la
Iglesia es algo diferente, una realidad más espiritual y no tan
institucionalizada, ni siquiera en la sucesión apostólica. La cuestión no es si
las Iglesias existentes son todas Iglesia de la misma manera, cosa que
evidentemente no es así, sino dónde y cómo perdura o no perdura la Iglesia. En
este sentido, a nadie ofendemos diciendo que las estructuras eclesiásticas
evangélicas, que de hecho existen, no son Iglesia en el sentido en que quiere
serlo la Católica. Ellas mismas no quieren serlo.
Esta problemática tal como usted
la propone, ¿fue objeto de reflexión en el Concilio Vaticano II?
El Concilio Vaticano II trató de
acoger este diverso modo de determinar el lugar de la Iglesia, afirmando que
las Iglesias evangélicas fácticas no son Iglesia, del mismo modo como la
católica cree serlo, pero que en el cristianismo reformado existen elementos
de santificación y de verdad. Puede que el término elementos no
fuese la opción mejor; en todo caso, se trata de referirse a esta comprensión
de la Iglesia más bien como acontecimiento. El modo en que se plantea ahora el
debate está sencillamente equivocado. Me gustaría que no fuera necesario
precisar que la Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe no ha
hecho otra cosa que recoger los textos conciliares y los documentos
postconciliares, sin añadir ni quitar nada.
En cambio Eberhard Jüngel
observa ahí alguna diferencia. En su momento, el Concilio Vaticano II no habría
afirmado que la única y sola Iglesia de Cristo está realmente sólo y
exclusivamente en la Iglesia Católica Romana, en opinión de Jüngel. En la
Constitución Lumen gentium se dice solamente que la Iglesia de
Cristo subsiste en la Iglesia gobernada por el sucesor de Pedro, y por
los obispos en comunión con él, es decir, está realmente. Sin embargo, con
la palabra latina subsistit no se habría querido entonces
reivindicar exclusividad alguna.
Lamentablemente, y una vez más,
no puedo estar de acuerdo con el estimado colega Jüngel. Yo mismo estaba
presente entonces, cuando, durante el Concilio Vaticano II, fue elegida la
expresión subsistit, y puedo decir que conozco bien el tema. Por
desgracia, en una entrevista no se puede bajar a detalles. Pío XII, en su
encíclica sobre la Iglesia, había dicho sin más: La Iglesia Católica Romana
«es» la única Iglesia de Jesucristo. Eso parecía expresar una identidad
total, en virtud de la cual fuera de la comunidad católica no quedaría nada de
Iglesia. Pero esto no es exacto: según la doctrina católica que Pío XII no puso
en cuestión, las Iglesias locales de la Iglesia oriental, separada de Roma, son
auténticas Iglesias locales; las comunidades nacidas de la Reforma están
constituidas de forma distinta, como acabo de decir, pero en ellas acontece
la Iglesia, por expresarlo de este modo.
No, al subjetivismo
¿Pero entonces, no se debería
decir, consecuentemente: no existe una única Iglesia, se ha disgregado en
numerosos fragmentos?
Efectivamente, muchos
contemporáneos lo consideran así. Existirían solamente fragmentos eclesiales y
sería necesario buscar lo mejor de los diversos trozos. Pero si fuera así, se
habría canonizado el subjetivismo; entonces cada cual debería fabricarse su
propio cristianismo, y, a fin de cuentas, decidiría el gusto personal.
Quizás es precisamente la
libertad que corresponde al cristiano, por mucho que tal collage se
pueda leer desde la crítica cultural también como subjetivismo o
individualismo.
La Iglesia Católica, al igual
que la Ortodoxa, está convencida de que semejante comprensión de las cosas es
irreconciliable con la promesa de Cristo y con su fidelidad. La Iglesia de Cristo
existe verdaderamente, y no sólo retazos de ella. No es una utopía
inalcanzable, sino una realidad concreta. Eso precisamente es lo que quiere
decir el subsistit: el Señor garantiza la existencia de la Iglesia
contra todos nuestros errores y pecados, que sin duda existen de forma patente
en la Iglesia Católica. Pero con el subsistit se ha querido
decir también que, si bien el Señor mantiene su promesa, existe realidad
eclesial también fuera de la comunidad católica, y que es justamente esta
aparente contradicción la más fuerte solicitación a buscar la unidad. Si el
Concilio hubiese querido decir sencillamente que la Iglesia de Jesucristo
está también en la Iglesia Católica, habría dicho una
banalidad, por cuya formulación no hubiera sido necesario disputar. Y el
Concilio habría entrado con ello en neta contradicción con toda la historia de
fe de la Iglesia, lo cual ni se le hubiera pasado por la cabeza a ningún Padre
conciliar. Por lo demás también el contexto es totalmente unívoco.
Pero las argumentaciones de
Jüngel son de carácter filológico, y, en este sentido, él considera que la
interpretación de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que usted acaba de
explicar, va descaminada. De hecho, según la terminología de la Vieja
Iglesia, subsiste también el único ser divino y no en una Sola
Persona, sino en Tres Personas. La pregunta que surge de esta reflexión es la
siguiente: si Dios mismo subsiste en la diferencia entre
Padre, Hijo y Espíritu Santo, y sin embargo no está dividido en sí mismo, formando
así una comunión de recíprocas alteridades, ¿por qué eso no debería valer para
la Iglesia, que representa en el mundo el mysterium Trinitatis?
Me entristece tener que oponerme
una vez más a Jüngel. Ante todo, es necesario observar que la Iglesia de Occidente,
al traducir la fórmula trinitaria al latín, no asumió directamente la fórmula
oriental en la cual Dios es una esencia en tres hipóstasis (subsistencias),
sino que tradujo la palabra hipóstasiscon el término persona,
porque en latín el concepto subsistencia como tal no existía,
y no sería adecuado para expresar la unidad y la diferencia entre Padre, Hijo y
Espíritu Santo. Pero, sobre todo, estoy cada vez más decididamente en contra de
la tendencia, cada vez más de moda, a transferir el misterio trinitario
directamente a la Iglesia. Eso no puede ser. Así terminaremos por creer en tres
divinidades.
¿Por qué tendría que terminar en
ello? ¿Por qué no se puede parangonar la alteridad recíproca
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo con la alteridad recíproca de las
comunidades eclesiales? ¿No podría haber encontrado aquí Jüngel una
atractiva fórmula de armonía?
Entre las comunidades eclesiales
hay muchas contradicciones, y ¡qué importantes! Las tres Personas,
sin embargo, son un solo Dios, en la más real y suma unidad. Cuando los Padres
conciliares sustituyeron la palabra es, por la palabra subsistit,
lo hicieron con un sentido bien preciso. El concepto es (ser)
es más amplio que el concepto subsistir. Subsistir es
un modo determinado de ser, es decir, ser como sujeto propio que existe en sí
mismo. Así pues, los Padres conciliares querían decir que el ser de la Iglesia
en cuanto tal va mucho más allá que la Iglesia Católica Romana, pero que en
esta última tiene, de manera única, el carácter de un sujeto verdadero y
propio.
Elementos de verdad
Demos un paso atrás. Sorprende
la curiosa semántica presente a veces en los documentos eclesiales. Usted mismo
indicaba que la expresión elementos de verdad, que es central en el
enfrentamiento actual, no es del todo feliz. La expresión elementos de
verdad, ¿no refleja acaso una especie de concepto químico de verdad, la
verdad como sistema periódico de los elementos? Es decir: la idea de poder
separar mediante afirmaciones doctrinales la verdad de la falsedad, o de la
verdad parcial, ¿no tiene siempre un algo de prepotente, desde el momento que
tales afirmaciones pretenden reducir una realidad compleja, porque viene de
Dios, al modelo de un círculo cerrado?
La Constitución del Concilio
Vaticano II sobre la Iglesia habla de numerosos elementos de
santificación y de verdad, que se encuentran fuera del organismo visible de
la Iglesia (Lumen gentium, 8); el Decreto sobre ecumenismo enumera
algunos de estos elementos: la palabra de Dios escrita, la vida de la
gracia, la fe, la esperanza y la caridad, y otros dones interiores del Espíritu
Santo, y elementos visibles (Unitatis redintegratio, 3). Quizás
exista un vocablo mejor que elementos, pero el significado real es
claro: la vida de la fe, al servicio de la cual está la Iglesia, es una
realidad con muchas dimensiones, y en ella pueden distinguirse, ciertamente,
diversos elementos, que están en su interior, o también, precisamente, fuera de
ella.
A pesar de todo eso, ¿no tiene
que causar sospecha que se quiera aferrar mediante afirmaciones doctrinales un
fenómeno que se sustrae tanto a la verificabilidad empírica, como el de la fe
religiosa?
Por lo que se refiere a la fe y
a la posibilidad de aferrarla a través de afirmaciones doctrinales, se
malinterpreta el Dogma, si se lo considera una colección de afirmaciones
doctrinales; el contenido nuclear de la fe se expresa en su profesión, que
encuentra su lugar propio en la administración del sacramento del Bautismo, y
que, por tanto, es parte de un proceso vital. Es la expresión de una nueva
orientación de la existencia, que, sin embargo, no me doy yo a mí mismo, sino
que recibo. Esta nueva orientación de la existencia significa, al mismo tiempo,
salir de mi yo y de mi individualismo, y entrar en la comunidad de fieles que
se llama Iglesia. El núcleo de la fórmula del Bautismo es la confesión del Dios
trinitario. Todos los dogmas posteriores son sólo precisiones de esa profesión,
y sirven para que permanezca su orientación de fondo, el volverse al Dios vivo.
Únicamente cuando se ve el Dogma en este contexto vital, se comprende de manera
justa.
Algo muy concreto
¿Significa esto que, bajo esta
perspectiva espiritual, no importan ya tanto los contenidos de la fe?
No, la fe cristiana está
determinada por contenidos. No es una inmersión en una dimensión mística
inexpresable, en la que últimamente no importan los contenidos. El Dios, en el
que el cristiano cree, nos ha mostrado su rostro y su corazón en Jesucristo; se
ha expresado a sí mismo. Como ha dicho san Pablo, esta concreción de Dios era
ya un escándalo para los griegos, y naturalmente lo es hoy todavía. Esto es
inevitable.
Pero sorprende también la
facilidad con que, precisamente en ámbitos eclesiales, se es propicio a
mostrarse heridos o llenos de dolor, frente a
determinaciones de contenidos de la fe. ¿Usted, cómo explica una tal
moralización del enfrentamiento intelectual, que aparece a menudo como típica
de los teólogos?
No es solamente una moralización,
sino también una politización: el Magisterio es considerado un poder al que
contraponer un poder opuesto. Ya en el siglo pasado, Ignacio Döllinger había
expresado la idea de que, en la Iglesia, el Magisterio debería tener el
contrapeso de la opinión pública, y de que en ella la voz de los teólogos
debería desempeñar un papel determinante. Entonces, desde luego, los creyentes
se alejaron masivamente de las posiciones de Döllinger, y apoyaron al Concilio
Vaticano I. Me parece que la dureza de ciertas reacciones pueda explicarse
también por el hecho de que los teólogos se sientan amenazados en su libertad
académica y quieran intervenir en defensa de su misión intelectual. Y
naturalmente, un papel determinante lo tiene también el clima de una cultura secularizada,
que todavía puede estar más de acuerdo con el protestantismo que con la Iglesia
Católica.
Me parece notar una cierta
ironía cuando habla usted de la misión intelectual de los teólogos. ¿Qué hay en
realidad de la libertad académica de los teólogos católicos? El insistir en una
eclesialidad, magisterialmente garantizada, de la teología, ¿no es acaso un
condicionamiento ajeno a la ciencia? Y, a la hora de conferir la licencia
eclesial para enseñar (nihil obstat), ¿no falta a menudo transparencia?
Permanecer en la fe de la
Iglesia no es para la teología ninguna determinación ajena a su ser. La
teología es, según su naturaleza, comprensión de la fe de la Iglesia, la cual,
por eso, es sencillamente condición de su existencia. Por lo demás, en algunos casos
también los responsables eclesiales evangélicos han tenido que retirar a
académicos la misión de enseñar, porque habían abandonado los fundamentos de su
misión. Por lo que se refiere a nuestra participación al otorgar un nihil
obstat, debemos recordar ante todo que una cátedra no es un derecho para
nadie. Tampoco las Facultades de Teología están obligadas a comunicar a cada
uno de los candidatos el motivo por el cual no han sido elegidos, ni a motivar
su decisión de modo científico. Nosotros comunicamos a los obispos por qué
razón, según nuestro criterio, no se puede conceder el nihil obstat a
un determinado candidato; corresponde luego al obispo decidir qué y cómo lo
quiere transmitir. En un cierto número de casos se ha iniciado un intercambio
epistolar con los candidatos cuyas explicaciones han hecho posible, a menudo,
cambiar la decisión de negativa a positiva.
Un viejo juramento
En Alemania se mantiene
actualmente un debate, igualmente controvertido, acerca de la obligación
intensificada del juramento de fidelidad, que según la voluntad de Roma hay que
prestar al asumir un cargo eclesial o una actividad docente teológica.
Por un lado, es importante al
respecto que este juramento del cargo ya existía en el Código de 1917, así como
el Estado exige de sus funcionarios que juren la Constitución. Todos los señores
que protestan ahora intensamente han prestado su juramento estatal de
funcionarios sin pestañear. El juramento como tal existía, la categoría de los
cargos para los que es exigible se ha ampliado, porque cargos que anteriormente
no se consideraban de responsabilidad propia, están dotados actualmente de esta
responsabilidad. Cuando leo y releo el texto del juramento, sencillamente no
soy capaz de reconocer dónde reside lo inadmisible de este texto. En el
juramento, el afectado promete que mantendrá la comunión con la Iglesia, que
cumplirá con los deberes de su cargo conforme al Derecho vigente, que
transmitirá fielmente la fe, que observará la disciplina de la Iglesia, que
prestará obediencia a los pastores legítimos y que apoyará a su obispo. ¿Qué es
en ello una pretensión inaudita? Sencillamente no puedo descubrirlo.
El núcleo de la crítica de Peter
Hünermann se centra sobre lo siguiente: a través del reforzamiento de la
obligación del juramento de fidelidad, se exige que los teólogos y el clero
acepten como definitivas también enseñanzas sólo indirectamente ligadas a la
verdad de fe revelada, pero que no pertenecen a lo explícitamente revelado.
Ya he hecho frente, de manera
detallada, a las informaciones falsas que surgen siempre a este respecto, en dos
intervenciones mías, en la Stimmen der Zeit, en 1999, y en una
colaboración mía publicada en el libro de Wolfgang Beinert, editado aquel
año, Gott-Ratlos vor dem Bösen?, y por eso seré breve. Hünermann
dirige su crítica contra el llamado segundo nivel de la profesión de fe, que
distingue entre enseñanzas definitivas e indisolublemente unidas a la
Revelación, y la Revelación propiamente dicha. Es absolutamente falso afirmar
que los Padres del primero y del segundo Concilio Vaticano hayan rechazado
expresamente esta distinción. En cambio, es verdad justamente lo contrario. El
concepto de Revelación fue reelaborado al comienzo de la Edad Moderna con el
despuntar del pensamiento histórico. Se empezó a distinguir entre lo que había
sido claramente revelado y lo que había crecido a partir de la Revelación, que
no estaba separado de esta última, pero que tampoco estaba directamente
contenido en ella. Tal historización del concepto de Revelación había sido
ajena a la Edad Media. Esta separación paulatina entre los dos planos asumió
una forma conceptual en el Concilio Vaticano I, mediante la distinción
entre credenda (cosas que hay que creer) y tenenda (cosas
a las que hay que atenerse). El arzobispo Pilarczyk, de Cincinnati, ha
explicado hace poco este concepto, en el documento Papers from
Vallembrosa Meeting (2000). Por lo demás, es suficiente hojear
cualquier libro de Teología Fundamental del período preconciliar para ver que
se enseña justamente esto, por más que cuestiones singulares relativas a la
descripción de este segundo nivel constituyeron motivo de discusión, y lo son
todavía hoy. El Concilio Vaticano II asumió, por supuesto, la distinción
formulada por el Concilio Vaticano I, y la reforzó. No consigo entender cómo se
puede afirmar lo contrario.
La crítica no se refiere tanto a
la distinción como tal, sino más bien a la reivindicación de la autoridad suma
magisterial para doctrinas que gozan solamente del status de teológicamente
bien fundadas, pero en las cuales, a pesar de su buena base, existen
objeciones que todavía no han sido completamente eliminadas.
Naturalmente, por doctrinas a
las que hay que atenerse (tenenda) se entiende algo más que
doctrinas teológicamente bien fundadas, que evidentemente son
mudables. La literatura enumera entre esas tenenda, por un lado,
importantes enseñanzas morales de la Iglesia (por ejemplo, el rechazo de la
eutanasia, del suicidio asistido); por otro, los llamados hechos dogmáticos
(por ejemplo, que los obispos de Roma son los sucesores de san Pedro, la
legitimidad de los Concilios ecuménicos, etc.)
¿No hay también prohibiciones
del juramento en el Nuevo Testamento?
De hecho, si conviene que
existan juramentos en la Iglesia, es otra cuestión. Sobre eso podrá hablarse.
Me puedo imaginar que, en lugar del juramento, bastara con una promesa solemne,
que se hace en la responsabilidad común por la fe de la Iglesia. Creo que tiene
sentido pensar acerca de esto.
Críticas sin fundamento
Volvamos una vez más, por favor,
al discutido Documento de su Congregación. A menudo se critica, en la
Declaración Dominus Iesus, más que una falta de contenido, una
forma poco diplomática, con la que se irrita a los interlocutores de otras
religiones y confesiones. El cardenal Sterzinsky, de Berlín, por ejemplo, ha
declarado que, en la formación teológica, se requiere no olvidar en los
sermones el cómo, cuándo y dónde. Y que en los documentos romanos
esto evidentemente no es así. Y el obispo Lehmann, de Maguncia, ha
afirmado, aun adhiriéndose al contenido fundamental, que habría deseado un
texto redactado con el estilo de los grandes textos conciliares, y piensa
que habría que preguntarse hasta qué punto la Congregación para la Doctrina de
la Fe ha colaborado con otras autoridades de la Curia en la formulación del
Documento. Hace referencia, a este propósito, al Consejo para el Diálogo con
las Religiones No Cristianas, y al Consejo para la Promoción de la Unidad de
los Cristianos.
Por lo que se refiere a la
colaboración con las otras autoridades de la Curia, el Presidente y el
Secretario del Consejo para la Unidad, el cardenal Cassidy, y el obispo Kasper,
son miembros de nuestra Congregación, al igual que el Presidente del Consejo
para el Diálogo con las Religiones, el cardenal Arinzé. Todos ellos tienen el
mismo derecho de voto que yo, dentro de la Congregación. El Prefecto, de hecho,
es sólo el primero entre iguales y tiene la responsabilidad de un ordenado
desarrollo de los trabajos. Los tres miembros de la Congregación que acabo de
citar participaron activamente en la redacción del documento que, varias veces,
fue presentado en la reunión ordinaria de cardenales, y una vez en la reunión
plenaria, en la que participan todos nuestros miembros extranjeros.
Lamentablemente, el cardenal Cassidy y el obispo Kasper, a causa de compromisos
en el exterior, no pudieron participar en algunas sesiones, cuyas fechas, de
todos modos, se les habían dado a conocer con mucha anticipación. En todo caso,
recibieron mucho tiempo antes toda la documentación, y sus votos escritos,
detallados, fueron comunicados a los participantes y debatidos en profundidad.
¿Encontraron acogida estos
votos?
Casi todas las propuestas de
ambos fueron acogidas, porque naturalmente, en el tratamiento de esta materia,
para nosotros era muy importante la opinión del Consejo para la Unidad. Por
otra parte, puedo comprender muy bien que los obispos alemanes sean
particularmente sensibles a las dificultades que emergen del contexto de
nuestro país. De todos modos, existe también otro aspecto de esta misma
cuestión. Por ejemplo, precisamente en estos días, mientras regresaba a casa,
tuve un encuentro con dos hombres en la flor de la vida, que, acercándose a mí,
me dijeron: Somos misioneros en África. ¡Durante cuánto tiempo habíamos
esperado estas palabras! Continuamente nos minan el terreno, y así los
misioneros cada vez son menos. La gratitud de estas dos personas, que están
en primera línea de la predicación del Evangelio, me conmovió profundamente. Y
ésta es sólo una de tantas reacciones de este tipo. En realidad, la verdad
molesta siempre y jamás es cómoda. Las palabras de Jesús son a menudo
tremendamente duras, y formuladas sin demasiados miramientos diplomáticos.
Walter Kasper ha dicho con razón que el malestar suscitado por el Documento
esconde un problema de comunicación, porque el lenguaje magisterial clásico,
tal como es utilizado en nuestro Documento, en continuidad con los textos del
Concilio Vaticano II, es completamente diferente del lenguaje de los periódicos,
y de los medios de comunicación social en general. Pero entonces, habrá que
traducir el texto, no despreciarlo.
Ecumenismo de transacción
Mediante el debate sobre este
Documento de su Congregación, se ha planteado de nuevo la cuestión de las
posibilidades y de los límites del ecumenismo. Los problemas que plantea el
proyecto ecuménico no se refieren sólo a la existencia de una tendencia a
difuminar lo que divide y a no tomar ya en serio lo que, para ambas partes,
tiene una validez irrenunciable. Ya hace quince años, en una colaboración suya
en la Theologische Quartalschrift, usted había advertido contra el
hecho de considerar el ecumenismo como una tarea diplomática en
categorías políticas, y, en este sentido, había criticado el
ecumenismo de transacción del primer período postconciliar. ¿Qué es lo
que quería decir?
Ante todo, yo diferenciaría el
diálogo teológico de las negociaciones de tipo político o económico. En el
diálogo teológico no se trata de encontrar lo que puede pretenderse de cada
uno, y así, a fin de cuentas, lo útil para ambas partes, sino de descubrir
profundas convergencias tras diversas formas lingüísticas, y de aprender a
distinguir entre todo lo que está ligado a un determinado período histórico de
cuanto, en cambio, es fundamental. Esto es posible, sobre todo, cuando el
contexto de la experiencia de Dios y de uno mismo ha cambiado, y,
consiguientemente, la lengua, puede ser afrontada con una cierta distancia y,
al mismo tiempo, desde la permanencia interior en la identidad esencial, de
modo que, tras las pasiones que dividen, puedan manifestarse las intuiciones
fundamentales, purificadas en ambas partes, y puedan entonces ser puestas en
mutua relación.
¿Podría poner un ejemplo?
Es algo muy claro en la doctrina
de la justificación: la experiencia religiosa de Lutero estaba esencialmente
condicionada por su tribulación ante la ira de Dios y por el deseo de la
certeza del perdón y de la salvación. Pero la experiencia de la ira de Dios se
ha perdido del todo en nuestro tiempo, y que Dios no pueda condenar a nadie se
ha convertido en una idea general entre los cristianos. En un contexto ya tan
diferente, se podía buscar de nuevo lo que une a las dos partes, a partir de la
Biblia, que es nuestro fundamento común. Por eso no puedo encontrar
contradicción alguna entre la Dominus Iesus, que solamente repite
las ideas centrales del Concilio, y el consenso sobre la justificación. Lo
importante es que el diálogo se continúe con mucha paciencia, con mucho respeto
mutuo y, sobre todo, con total honradez. El desafío agnóstico, dirigido a todos
nosotros, es el contexto que nos debe sacar de los prejuicios históricos y
conducirnos a lo central. Por ejemplo, volviendo a un momento precedente de
nuestro coloquio, pertenece a la honradez no pretender que se está aplicando el
mismo concepto de Iglesia cuando hablamos de la Iglesia católica y de la
Iglesia del Norte del Elba.
Entonces, tras la publicación de
su Documento, ¿la fórmula ecuménica de la diversidad reconciliada sigue
siendo válida todavía?
Ciertamente puedo aceptar el
concepto de diversidad reconciliada si con él no se entiende
la indiferencia ante los contenidos y la eliminación de la cuestión de la
verdad, de modo que nos consideraríamos una sola cosa, aunque creamos y
enseñemos cosas diversas. A mi parecer, este concepto está bien utilizado si
afirma que nosotros, a pesar de los contrastes que no nos permiten
considerarnos del mismo modo fragmentos de una Iglesia de Jesucristo, que en
realidad no existiría, nos encontramos en la paz de Cristo, reconciliados el
uno con el otro. Es más, cuando reconocemos nuestra división como contradicción
a la voluntad del Señor, y cuando el dolor por ella nos empuja a buscar la
unidad e implorar al Señor, sabiendo que todos necesitamos pedir su perdón.
Escribir derecho con renglones torcidos
Ocasionalmente se leen pasajes
del Papa, y también suyos, que relativizan la división de la cristiandad en un
tratamiento dialéctico de la historia de la salvación. El Papa habla así
también de causas metahistóricas de la división, y en su
libro Cruzando el umbral de la esperanza, se pregunta: ¿No
podría suceder, pues, que las divisiones hayan sido y sean también un camino
para hacer descubrir a la Iglesia las múltiples riquezas contenidas en el
Evangelio de Cristo, y en la Redención realizada por Él? Quizá tales riquezas,
de otro modo, no hubieran podido salir a la luz. Así, la división de los
cristianos parece un cometido didáctico del Espíritu Santo, puesto que, como
dice el Papa, para el conocimiento y la acción humanos, es también
significativa una cierta dialéctica. Usted mismo escribe: Aunque
las divisiones son, ante todo, obra humana y culpa humana, existe en ellas una
dimensión que corresponde a una disposición divina. Si las cosas son así,
cabe preguntarse con qué derecho se desbarata la didáctica divina,
identificando a la Iglesia de Cristo con la Iglesia Católica Romana. Las
indeterminaciones conceptuales que se lamentan en el diálogo ecuménico, ¿no se
fundamentan en las especulaciones de la historia de la salvación sobre la
didáctica de Dios?
Aquí tocamos el difícil capítulo
de cómo se enlazan la libertad humana y el gobierno divino de la Historia. En
esta cuestión, no existen respuestas definitivas, porque nosotros no vamos más
allá de nuestro horizonte humano, y, por tanto, no podemos desvelar el misterio
que liga estos dos elementos. Lo que usted ha citado del Santo Padre y de mí se
podría resumir plásticamente en la conocida fórmula de que Dios escribe
derecho con renglones torcidos. Los renglones siguen siendo torcidos, y eso
significa que las divisiones tienen que ver con la culpa humana. Y la culpa no
se convierte en algo positivo por el hecho de que de ella pueda derivarse un
proceso de maduración; pero cuando se la reconoce como tal, se la supera con la
conversión y es eliminada por el perdón.
Ya Pablo había tenido que
explicar a los romanos el equívoco surgido de sus enseñanzas sobre la gracia,
según el cual, desde el momento en que el pecado ha hecho surgir la gracia, se
puede permanecer tranquilos en el pecado (Rm 6,19). El hecho de que Dios pueda
transformar en bien incluso nuestros pecados, no significa ciertamente que el
pecado sea algo bueno. Y el hecho de que Dios pueda sacar frutos positivos de
la división, no la transforma en una cosa positiva de por sí. Las
indeterminaciones conceptuales que de hecho existen son debidas a la
profundidad insondable de la relación entre la libertad para pecar y la
libertad de la gracia. La libertad de la gracia se muestra también en el hecho
de que, por una parte, la Iglesia no decae reducida a un sueño utópico, tras
fragmentos eclesiales contradictorios; y en que, por otra parte, el sujeto
Iglesia, que permanece, está herido (como dice el Documento) porque representa
a la única Iglesia, y sin embargo, al mismo tiempo, realidad de salvación y de
sanación, realidades eclesiales existen y operan fuera de él. En esto se
manifiesta al máximo el drama de la culpa y la paradójica amplitud de la
promesa de Dios. Si se elimina esta tensión, para consensuar fórmulas claras, y
se declara que todas son Iglesia, y que todas son, a pesar de sus contrastes,
ya la Iglesia Una y Santa, el ecumenismo está en realidad muerto, porque ya no
existe motivo alguno para buscar la unidad auténtica.
La importancia de la misión
La misma cuestión se replantea
bajo otro aspecto: si la cuestión de la verdad de la confesión religiosa tiene
relación con la de la salvación personal. ¿Para qué la misión, para qué el
debate sobre la verdad, y los documentos vaticanos, si el hombre, a
fin de cuentas, puede llegar a Dios por todos los caminos; si ante la seriedad
profunda de la vida, tal como es entendida en una perspectiva creyente, en el
fondo cada uno puede resolver la situación efectivamente a su manera?
El Documento no repite en absoluto
la tesis subjetivista y relativista según la cual cada uno puede alcanzar la
felicidad a su manera. Ésta es, en el fondo, una interpretación cínica, en la
que yo percibo desprecio por la cuestión de la verdad y de la ética justa. El
Documento afirma, más bien, con el Concilio, que Dios da luz a cada uno en un
modo que corresponde a la historia de su vida. Quien busca la verdad se
encuentra objetivamente en el camino que lleva a Cristo, y, con ello, también
en el camino hacia la comunidad en la que Él permanece presente en la Historia,
la Iglesia. Buscar la verdad, escuchar la conciencia, purificar la propia
escucha interior, son, por tanto, las condiciones de la salvación para todos.
En ellas está dada una ligazón íntima y objetiva con Cristo y con la Iglesia.
En este sentido se dice que en las religiones hay ritos y plegarias que pueden
ser una preparación evangélica, formas de la pedagogía divina
que abren los corazones a la voluntad de Dios. Pero se dice también que esto no
vale para todos los ritos. De hecho, existen algunos (y nadie que conozca un
poco de la historia de las Religiones podría negarlo) que alejan al hombre de
la luz. Se pide, pues, vigilancia y purificación interior obtenida mediante una
vida según la conciencia, que ayuda a hacer las necesarias distinciones; una
apertura que, en resumidas cuentas, significa pertenencia interior a Cristo.
Por eso, el Documento puede
afirmar que la misión sigue siendo importante, como ofrecimiento de la luz, que
los hombres necesitan en su búsqueda de la verdad y del bien.
Pero la pregunta queda en pie:
si la salvación -suponiendo que, como usted ha dicho, se viva escuchando la
propia conciencia- se puede lograr en principio por todos los caminos, entonces
la misión, ¿no pierde urgencia teológica? Pues la tesis de la ligazón
íntima y objetiva de vías de salvación no católicas con Cristo, ¿qué
otra cosa significa sino que Cristo mismo hace superflua la distinción entre
verdad de salvación plena y deficitaria, desde el
momento en que Él, si está presente como mediador de salvación en alguna parte,
lo está siempre y lógicamente de manera plena?
Yo no he dicho que la salvación
se pueda lograr por todos los caminos. La vía de la conciencia, el tener la
mirada fija en la verdad y en el bien objetivo, es un camino único, aunque
asume muchas formas a causa del gran número de personas y de situaciones. Pero
el bien es uno, y la verdad no se contradice a sí misma. El hecho de que el
hombre no alcanza plenamente el uno o la otra, no relativiza las exigencias de
la verdad y del bien. Por eso, no es suficiente persistir en la religión
heredada, sino que es necesario seguir buscando y ser capaces también de
superar los confines de la propia religión. Esto sólo tiene un sentido si
verdaderamente existen la verdad y el bien. No se podría estar en camino hacia
Cristo, si Él no existiera. Ya que vivir con los ojos del corazón abiertos,
purificarse interiormente, buscar la luz, son condiciones indispensables para
la salvación del hombre, por ello también el anuncio de Aquel que es la Verdad,
o sea, dejar que resplandezca la luz (no bajo el celemín, sino sobre el
candelero), es absolutamente necesario.
Al protestante no le molesta
sólo el concepto de Iglesia, sino la comprensión de la Biblia de la Dominus
Iesus. Según este Documento, sería contrario al entendimiento y a
la acogida de la verdad revelada el leer y explicar la Sagrada Escritura sin
tener en cuenta la Tradición y el Magisterio Eclesial. A este respecto
dice Jüngel: A la revaluación desproporcionada de la autoridad del Magisterio
Eclesial, corresponde una desproporcionada devaluación de la autoridad de las
Sagradas Escrituras.
La exégesis moderna ha
reconocido claramente, juntamente con la moderna literatura y filosofía del
lenguaje, así como gracias a una experiencia de quinientos años, que la pura
autointerpretación de las Escrituras y la claridad que surgiría de ellas, no
existen. Ya en 1928, Adolf von Harnack, en su correspondencia con Erik
Peterson, declaró con su típica crudeza: Es evidente que el llamado
«principio formal» del viejo luteranismo es una imposibilidad crítica, y en
relación a él, el «principio formal» católico es lo mejor. Ernst
Käsemann ha expuesto que el canon de las Sagradas Escrituras en cuanto tal, no
funda la unidad de la Iglesia, sino la multiplicidad de las confesiones.
Recientemente, uno de los más importantes exegetas evangélicos punteros, Ulrich
Luz, en el contexto de nuestros conocimientos de la ciencia literaria, ha
demostrado que la Sola Scriptura permite todas las
interpretaciones posibles. Al fin y al cabo, ya en la primera generación de la
Reforma, se tuvo que buscar el centro de la Escritura, para tener
una clave de interpretación, que no se conseguía extrapolar del texto en cuanto
tal. Un ejemplo práctico más: En la discusión con Gerd Lüdemann, se vio muy
claramente que tampoco la Iglesia evangélica puede prescindir de una especie de
Magisterio. En la disolución de los contornos de la fe por parte de un coro de
tendencias exegéticas contradictorias (exégesis materialista, feminista, liberacionista,
etc.) se manifiesta que justamente la relación con las profesiones de fe, por
consiguiente con la tradición viva de la Iglesia, garantiza la literalidad de
las Sagradas Escrituras, protegiéndolas del subjetivismo y conservando su
originalidad y autenticidad. Por eso el Magisterio no disminuye la autoridad de
las Sagradas Escrituras, sino que las protege, colocándose en una posición
inferior respecto a ellas, y leyéndolas a partir de la fe que ellas le regalan.
La palabra escrita y los teólogos vivos
Como criterio decisivo para
hablar de una Iglesia hermana de la Iglesia Católica Romana,
la Declaración de su Congregación menciona la sucesión
apostólica. Un protestante como Jüngel rechaza la comprensión católica
de este principio como no bíblica. Para él, los sucesores de los apóstoles no son
los obispos, sino el Canon Bíblico. A su parecer, estaría en la sucesión
apostólica sencillamente quien viva según las Escrituras.
La afirmación de que el Canon es
el sucesor de los apóstoles suena grandioso, pero mezcla cosas diferentes entre
sí. Hasta la formación definitiva del Canon pasaron siglos. ¿Qué hubo entre
medias? El Canon da el criterio para el servicio de los sucesores de los
apóstoles, así como para los mismos apóstoles la conformidad con las Escrituras
de su anuncio de Jesús (esto es, la relación de su anuncio de Cristo con el
Antiguo Testamento) era el criterio al que se sabían subordinados. La palabra escrita
no sustituye a los testigos vivos, del mismo modo que éstos no pueden ponerse
en el lugar de la palabra escrita. Testigos vivos y palabra escrita se remiten
el uno al otro. Compartimos la estructura episcopal de la Iglesia, como modo de
estar en comunión con los apóstoles, con toda la Iglesia antigua, y con las
Iglesias ortodoxas, y esto debería hacer reflexionar. Cuando se afirma que
quien vive según las Escrituras se encuentra en la sucesión de los apóstoles,
se plantea entonces la pregunta: ¿Quién decide qué es según las
Escrituras y quién vive según las Escrituras? Si se asumen
consecuentemente tales afirmaciones no habría Iglesia en absoluto. La tesis
según la cual los sucesores de los apóstoles no son los obispos sino más bien
el Canon bíblico, es un claro rechazo de la comprensión católica de la Iglesia.
Sin embargo, al mismo tiempo se nos exige que apliquemos esta misma comprensión
a las Iglesias evangélicas. Francamente, es una lógica que no entiendo.
Fecha de Publicación: 26 de
Octubre de 2000
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