A propósito de la indignación
sobre la Declaración Dominus Iesus
de la Congregación para la Doctrina
de la Fe
Contra la intolerancia de los
relativistas
Artículo publicado
en el periódico alemán Die Tagespost el 7 de septiembre de
2000, por Gerhard Ludwig Müller, entonces titular de la cátedra de Dogmática en
la Facultad de Teología Católica, de la Universidad Ludwig-Maximilian,
de Munich, miembro de la Comisión Teológica Internacional y profesor invitado
en la Facultad de Teología San Dámaso, de Madrid
Cuando Esteban, el primer
mártir, declaró su adhesión a Jesús el Cristo, sus enemigos se abalanzaron
sobre él, lo arrastraron fuera de la ciudad y lo lapidaron. No podían soportar
que el camino de salvación de Dios con su pueblo hubiera llegado a su meta en
Jesús de Nazaret (Hch 7, 55ss.) Sólo quien permanece en su palabra es
verdaderamente su discípulo, conocerá la verdad y la verdad le hará libre (Jn
8, 31s). Pero ¡ay! de quien tome al pie de la letra la palabra de Dios. En la
sociedad liberal, en la que se anuncia el discurso libre de poder, se le
prohíbe tomar la palabra. La indignación es el medio infalible para poner a los
creyentes en la picota de la sociedad mediática.
Ya desde los primeros días de la
Iglesia los jefes del sanedrín no querían tolerar de ningún modo la confesión
de los apóstoles de Jesús como el único Salvador y Mediador. Con castigos y
persecución amenazaron a todo el que repitiera la confesión de la primera
Iglesia: En ningún otro nombre se encuentra la salvación. Porque no se
nos ha dado a los hombres ningún otro nombre bajo el cielo, por medio del cual
seamos salvados (Hch 4, 12).
El ritual ha permanecido el
mismo. Con indignación reaccionaron también los sumos sacerdotes del consorcio
público de opinión ante la ratificación magisterial de la fe cristiana en
Jesús, el único mediador entre Dios y los hombres (1 Tim 2, 5), y la unidad y
unicidad de la Iglesia. La Declaración de la Congregación para la Doctrina de
la Fe está dirigida contra la llamada teología religiosa pluralista,
que no es otra cosa que la destrucción del cristianismo desde sus raíces. Sus
representantes afirman que la paz entre las religiones sólo será posible cuando
todas se reconozcan como expresión equiparable de una experiencia universal del
fundamento divino del mundo. Para dejar libre el camino hasta allí, los
cristianos deberían abandonar sólo lo que pertenece a la esencia de su fe: la
confesión de la autorrevelación del Dios trinitario, la fe en la encarnación de
la Palabra eterna de Dios en Jesús de Nazaret, y, en consecuencia, la unicidad
y universalidad de la mediación salvífica de Cristo. Según la comprensión de
los pluralistas de la religión, Jesús es el fundador de una expresión
específicamente occidental de la inclinación religiosa común a todos los
hombres. Con la reducción de Jesús a un genio religioso se quieren matar dos
pájaros de un tiro: la revelación de Dios en Jesús ya no es obstáculo ni para
el gran ecumenismo, es decir, para la unidad de todos los hombres
religiosos en una religión mundial común, ni para el pequeño ecumenismo,
la unidad de todos los cristianos.
¿Son los católicos pluralistas moralmente superiores?
Los pluralistas de la religión y
eclesiales actúan partiendo del sentimiento de una superioridad moral. Se
presentan a sí mismos como los guardianes del alto valor de la tolerancia
frente a la pretensión fanática de superioridad de la Iglesia católica, que
necesariamente engendra intolerancia religiosa e imperialismo misionero.
También en lo espiritual se sienten muy superiores a quienes confiesan la
unicidad de Cristo. Si Dios es realmente totalmente diferente -y aquí invocan
(injustamente) a la tradición de la teología negativa y de la mística
cristiana- a como nos lo imaginamos, entonces ninguna afirmación humana acerca
de Dios puede pretender ser la única verdadera. Sería mucho más razonable
considerar todas las afirmaciones humanas acerca de Dios (¡también incluso
cuando son diametralmente opuestas entre sí!) como reflejos limitados de una
luz infinita, que calienta y une los corazones de los hombres. Puesto que el
ser humano es por principio incapaz de reconocer el fundamento divino del mundo
(da igual si se lo imagina como una, tres o más personas, o como fundamento
originario sin nombre más allá de cualquier rasgo personal), la postura
razonable y la única respetable sería el escepticismo frente a todas las
afirmaciones de revelación.
En este contexto se difunde la
llamada parábola del anillo, que Gotthold Ephraim Lessing hizo muy popular en
su obra Nathan der Weise (Natán el sabio) como un evangelio secreto. El
verdadero anillo, que el príncipe no se podía decidir a entregar a uno de sus
tres hijos y del cual hizo elaborar dos copias exactamente iguales al original,
no se puede distinguir mediante ningún criterio. La reivindicación de la
verdadera herencia por uno cualquiera de los tres hijos se muestra como amor
propio camuflado y una pretensión no justificada de superioridad. Al final se
descubre que los tres anillos son sólo copias, y que el verdadero anillo se
había perdido ya antes. Este canto supremo de la tolerancia es, en realidad, el
manifiesto del escepticismo, que se manifiesta en la teoría del conocimiento
como relativismo ante la cuestión de la verdad. Esta teoría conduce,
forzosamente, bien a circunscribir la religión a su función como aglutinante moral
de la sociedad y como lugar de experiencias esotéricas del más allá, o bien a
la crítica de la religión hasta un ateísmo militante. Una explicación plausible
de la oposición (según parece sólo aparente) de judaísmo, cristianismo e Islam,
así como también de las demás convicciones religiosas fundamentales en la
cuestión de la verdad, sólo la brinda la parábola del anillo a quien no
descubra las implicaciones del relativismo desde la teoría del conocimiento,
que Lessing presupone como evidentes, sin fundamentarlo. Cuando al final, en un
gesto de modestia, concede únicamente al Padre eterno en el cielo el acceso a
la verdad, esto es sólo la apariencia de la humildad de la criatura, porque
aquí se le niega a Dios de modo definitivo y absoluto la posibilidad de hacerse
comprensible a los hombres.
Máscara de arrogancia
El relativismo, que entra en
escena como presupuesto de la tolerancia y de la convivencia pacífica de los
hombres, no es más que el enmascaramiento de la arrogancia de la criatura, que
niega su justificación a través de Dios y su orientación definitiva hacia Dios
como verdad y vida para todos los hombres. Un relativismo de este tipo afirma:
para hacer posible una convivencia justa de los hombres y para colmar el ansia
de verdad y amor que arde en la mente y el corazón de todo hombre, no
necesitamos a ningún Dios que nos hable y que incluso en la encarnación de esta
Palabra en Jesucristo ande con nosotros el camino de nuestra vida. Al oyente de
la parábola del anillo se le endosa, bajo el manto de la tolerancia, una teoría
totalitaria de la religión. Se le sugiere que él es el testigo secreto de un
acontecimiento en el cielo, de modo que él puede descubrir desde la perspectiva
de Dios el autoengaño de la pretensión de verdad de las tres religiones
universales, mientras que Lessing sin embargo destaca, al mismo tiempo, que en
realidad nosotros no podemos saber nada de la verdad de Dios. ¿Acaso ha sido él
el único ser a quien Dios ha concedido en una revelación secreta el acceso a su
intimidad?
La tolerancia entre los hombres
se compra con ello al precio de una intolerancia frente a Dios llevada al
extremo, y a la vez se pierde. Pues nadie se ha mostrado más autoritario que el
liberalismo relativista del siglo XIX con su furor antieclesial. Ningún otro
movimiento fue más antihumano que el ateísmo del siglo XX, cuando en nombre de
la liberación del hombre frente a Dios y sus mandatos aparentemente
antihumanos, que eran invención únicamente de los eclesiásticos, millones de
seres humanos fueron perseguidos y asesinados por su fe en la revelación de
Dios.
El relativismo se fundamenta en
la intolerancia frente a Dios. Tolerancia viene del latín tolerare, es decir,
soportar y llevarse bien. El liberalismo no puede soportar que Dios se revele a
los hombres y que la salvación definitiva del hombre dependa de la fe en la
palabra dirigida concretamente a él, y del seguimiento de Jesucristo. Sin
embargo, quien es tolerante ante la palabra de Dios, que se dirige a nosotros y
nos reclama en toda nuestra existencia espiritual y moral (es decir, quien
finalmente carga con su cruz y la soporta con Jesús), éste no se vuelve
intransigente e intolerante con su prójimo. El cristiano no está en posesión de
la verdad de la que dispone. Como testigo está comprometido con la verdad de
Dios hasta el sacrificio de su propia vida. No tiene la salvación eterna como
certificado de garantía en el bolsillo. Corre más riesgo en su camino de
salvación que el no cristiano, pues a quien se le dio mucho, a ése se le
exigirá tanto más. El misionero cristiano no sale al mundo para someter y
explotar, sino para servir a otros hombres mediante el amor. Se ve incorporado
en el envío de Cristo desde el Padre a los hombres. Como testigo de la verdad,
sólo puede ser mensajero de Cristo quien ha venido para ofrecer a los hombres
la reconciliación con Dios y entre ellos mismos.
También cuenta con que no todos
están dispuestos a aceptar este mensaje de la reconciliación; con el que
atraerá sobre sí indignación como Esteban o risas como Pablo en el aerópago,
cuando hable de que Dios ha encarnado su Palabra eterna y su Verdad en la
escandalosa concreción de un único hombre en Palestina en tiempos de los
emperadores Augusto y Tiberio, y de que sólo a través de esta pequeña puerta de
este único hombre se accede a las amplitudes infinitas del cielo de las
experiencias religiosas. Quien tolera la verdad eterna de Dios en la verdad
histórica de Jesús de Nazaret, también soportará la intolerancia de los
relativistas frente a Dios y entenderá esto en el seguimiento de Jesús como
testimonio de la fidelidad de Dios, que es mayor que la infidelidad y la
resistencia de los hombres.
Jesús ¿no Dios, sino un genio religioso?
Dios ha aceptado esta concreción
histórica en su Palabra encarnada no para absolutizar una religión a costa de
las demás, sino para llevar a todas las religiones, que no son otra cosa más
que la manifestación de la orientación divina del hombre, a su destino: el
encuentro real del hombre con Dios, que conforme a la naturaleza corporal y
social del hombre ha de suceder no fuera del tiempo y del espacio, sino
precisamente en ellos. Los pluralistas de la religión de proveniencia cristiana
sólo quieren reconocer una revelación universal de Dios, dada con la creación.
La revelación no sería nada más que una comprensión de la omnipresencia y
actividad universal de Dios en cada hombre.
En este sentido, ven las
religiones históricamente existentes como las configuraciones, determinadas por
la cultura y la Historia, de la experiencia de la presencia de lo divino en el
corazón de los hombres. Esto no excluye, así lo afirman, que genios religiosos
individuales capten esta presencia de modo especialmente intenso y marquen de
forma creativa épocas y ámbitos culturales completos, así como la mayoría de
los seres humanos tienen ciertamente dotes musicales, pero sólo son capaces de
expresar su musicalidad con la ayuda de compositores geniales. Pero a nadie se
le ocurriría que Mozart fuera la única y universal encarnación de la música.
Los pluralistas de la religión interpretan según esto a Jesús como uno de los
más significativos compositores de la experiencia religiosa de Dios, quien, sin
embargo, no excluye o supera a otros fundadores de religiones como Mahoma,
Buda, Confucio y demás, como tampoco Mozart aventaja a Bach o Beethoven. Finalmente
queda al arbitrio de cada uno cómo orienta su gusto religioso o musical, en la
uniformidad monótona de una dirección, o en el colorido popurrí de las más
hermosas melodías (es decir en el collage de las mejores opiniones y
experiencias de todas las religiones).
A diferencia de este
planteamiento, la fe cristiana parte de que la palabra Dios no es una clave o
la pantalla de proyectos humanos, sino de que Dios es una realidad personal y
relacional. Dios, que ha creado al ser humano como una persona capaz de pensar,
querer, actuar y sentir, habla al hombre y sale a su encuentro desde la
libertad de su amor de modo concreto en su historia, pues su Palabra eterna ha
asumido realmente nuestra humanidad en Jesús de Nazaret. Por la Encarnación y
la efusión del Espíritu del Padre y el Hijo, unida inseparablemente a ella,
conocemos el secreto del amor de Dios en la comunión de las tres personas
divinas, en la que estamos introducidos y que nos colma con su amor. Ya no
somos náufragos en quienes brota sólo por poco tiempo la ilusión de la
salvación cuando ven un barco a lo lejos, que hubiera podido ser su salvación.
La ilusión tiene sólo la función de luchar un poco más por sobrevivir, de
ganarle algún tiempo a la muerte, para sucumbir ante ella, sin embargo, con
mayor seguridad. No, el que Dios se haya hecho realmente hombre en Jesucristo,
significa que el barco salvador se ha acercado y ha lanzado al agua un bote que
nos acoge. La fe en Cristo no destruye el deseo de Dios y la experiencia de la
necesidad del comportamiento moral, sino que ofrece a la religiosidad y a la
moralidad, que pertenecen a la naturaleza espiritual del hombre, una
orientación segura y un apoyo seguro, así como la esperanza de salvación no se
frustra con la acogida en el bote salvavidas, sino que se cumple.
Sólo si se reconoce que la fe
cristiana en Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, no es una configuración
religiosa mental, sino el reconocimiento de una acción de Dios en la Historia a
favor de todos los hombres, se puede comprender la orientación universal del
testimonio de la Iglesia. La misión universal no es dominio universal, sino
servicio al mundo.
Sólo si se reconoce que la fe
cristiana en Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, no es una configuración
religiosa mental, sino el reconocimiento de una acción de Dios en la Historia a
favor de todos los hombres, se puede comprender la orientación universal del
testimonio de la Iglesia. La misión universal no es dominio universal, sino
servicio al mundo.
¿Puede la Iglesia ser, en Cristo, mediadora de la salvación?
Dios se ha preocupado, en el
mismo Cristo, por los hombres, y por ello toma a hombres a su servicio, para
hacer posible la unidad de la Humanidad y construir así su Reino en la Historia
y llevarlo a plenitud. En este sentido la Iglesia, en todos sus miembros y
especialmente en los apóstoles y sus sucesores en el episcopado junto con los
presbíteros y diáconos, es mediadora de la salvación universal en Cristo, que
en el Espíritu Santo acompaña su anuncio y su acción salvífica y los hace
eficaces. Como servidores de su plan de salvación y constructores de la
casa de Dios (cf. 1 Cor 4, 1), los apóstoles no actúan como mediadores
junto a Cristo. Antes bien es la Iglesia, signo e instrumento en Cristo,
su única, completa y universal mediación de la unidad de los hombres con Dios
(Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium, 1).
Si se reconocen en las
religiones no cristianas elementos de la verdad y de la salvación, no se trata
de parte de la revelación histórica de Dios en Cristo. Esto convertiría a
Cristo en un revelador parcial. Más bien se muestran las religiones no
cristianas como expresión de la dinámica y autotrascendencia humana impulsada
por la gracia anticipada por Dios, que penetra en el hombre concreto Jesús de
Nazaret y su presencia históricamente perceptible en su Iglesia. Las
religiones, en sus funciones positivas para la búsqueda de la verdad y la
salvación de sus seguidores, constituyen igualmente el presupuesto natural del
acto sobrenatural de fe en Dios en la persona de Jesús. Por supuesto, en todas
las religiones hay convicciones no hipotéticas. El cristianismo y las
religiones no se encuentran en el nivel de la indiferencia, es decir, de la
actitud en apariencia tolerante de que todo es igualmente válido, pero al final
indiferente. Lo que el cristianismo y las religiones tienen en común es el
rechazo frontal del indiferentismo como indiferente frente a la verdad de Dios.
La fe cristiana no se considera a sí misma ciertamente como producto del
discernimiento humano, sino como una consumación del ser humano, posibilitada
por el Espíritu Santo, por la cual comprende ante todo la identidad del hombre
Jesús con el Salvador absoluto que viene de Dios: Nadie puede decir:
Jesús es Señor, Dios, sino por la presencia del Espíritu Santo (1 Cor
12, 3).
En un sentido determinado puede
reconocerse también una función de mediación de los fundadores de religiones,
de los escritos y personalidades religiosas en otras religiones. Ciertamente no
son como Jesucristo (y la Iglesia en Él) mediadores desde Dios para los
hombres, sino que pueden convertirse en mediadores hacia Dios, cuando lo
señalan y no lo ocultan. Pues ningún hombre, por muy genial que sea en lo
religioso, puede pretender por sí mismo servir a sus prójimos de mediador hacia
Dios y la verdad. Sólo puede ejercitar a los hombres en la actitud de espera
frente al actuar libre de Dios. Los cristianos no creen en Jesús como el
mediador universal porque vean expresadas en Él de modo especialmente claro sus
pensamientos religiosos y deseos acerca del Dios desconocido más allá de lo
humanamente concebible, sino porque Dios le confirmó en la resurrección de
entre los muertos como el mediador de los últimos tiempos de la soberanía de
Dios, que Él había anunciado y realizado. Él no es un mediador que se haya
elevado a la unidad con Dios, sino la Palabra que estaba junto a Dios y que es
Dios, que ha asumido nuestra carne para que nosotros recibamos de su plenitud
(Jn 1, 14.18). La universalidad y unicidad de la mediación salvífica del hombre
Jesús de Nazaret tiene su fundamento en la naturaleza divina de la Palabra
eterna o Hijo de Dios, que ha asumido la naturaleza humana de Jesús y la ha
convertido en el medio de la autocomunicación de Dios como Verdad y Vida de
cada uno de los hombres.
Nosotros conocemos esta voluntad
universal de salvación de Dios a partir de esta autorrevelación histórica de
Dios. La voluntad universal de salvación es objeto de fe del mismo modo que la
mediación salvífica universal de Cristo. Por ello no se puede, como hacen los pluralistas
de la religión, derivar la voluntad universal de salvación de un concepto
religioso general de Dios y absolutizarla después como idea, y por otro lado,
sin embargo, relativizar la mediación salvífica de Jesús como un acontecimiento
histórico meramente casual. Se imaginan la relación de Dios y el mundo como un
todo cuantitativo, que nunca podría llegar a ser una parte pensada
cuantitativamente de sí mismo. Se imaginan la naturaleza humana de Jesús como
un recipiente limitado, que no podría agotar nunca el océano de lo divino.
Jesús estaría lleno del agua de este océano, lo que no excluye que el océano
pudiera llenar igualmente otros genios religiosos con su agua.
En realidad, la grandeza de Dios
consiste precisamente en que puede hacer lo que los hombres no quieren creer
que es capaz de hacer. En la Encarnación Dios no se convierte en una parte del
mundo, sino que se une de tal modo con el mediador humano, que el contenido y
el medio forman una unidad de modo inseparable y sin mezcla. Dios como hombre,
el Todopoderoso en la impotencia de la cruz, esto fue en todos los tiempos para
los escépticos, que para mayor gloria de Dios querían limitar el conocimiento
humano, y para todos los ilustrados orgullosos de su razón, motivo de
indignación y de burla, pero para los llamados, lo mismo judíos que
griegos, es Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios(1 Cor 1,
24).
Ya en el siglo segundo el
filósofo pagano Celso formuló un principio, que se encuentra en el repertorio
de todos los críticos de la autorrevelación histórica de Dios, que la
sublimidad de un concepto de Dios purificado de todas las representaciones
humanas no permitía jamás la Encarnación. ¿Cómo podía Dios entrar en la
suciedad y la miseria de nuestra carne corruptible? ¿No debe un hombre verdaderamente
religioso elevarse por encima de la basura de este mundo pasajero, y junto a
las ideas eternas más allá de la agitación del mundo encontrar su paz uno con
sus semejantes?
Celso, junto con sus discípulos,
tiene razón al decir que la Encarnación y la mediación salvífica universal de
un ser humano concreto no se pueden derivar del concepto de Dios de la
filosofía. Pero si se pone en práctica la comprensión, también alcanzable
filosóficamente, de que Dios no puede hallar su límite en el pensar y actuar humano,
entonces se puede aceptar en la fe el acontecimiento y confesar que Dios se ha
unido en su autorrevelación histórica de tal modo con el hombre Jesús de
Nazaret, que Jesús como hombre mediante la persona divina de la Palabra existe,
actúa y está con nosotros.
¿Por qué sólo una única Iglesia visible?
Ya que Dios es el único creador
de la única Humanidad, los diferentes pueblos y culturas no existen como
entidades absolutas delimitadas absolutamente una junto a la otra, de modo que
para la consumación de la revelación histórica se debería encarnar repetidamente
y tendría que constituir varios mediadores de su salvación. Varios mediadores
de la salvación supondrían la destrucción de la unidad de la Humanidad. Varios
mediadores de la salvación no podrían reunir a la Humanidad en Dios, porque
fraccionarían al Dios único en varias imágenes de Dios, y finalmente inducirían
al politeísmo clásico.
Solamente existe un Dios y Padre
de todos los hombres, un Señor y Espíritu, y por ello sólo hay un mediador
entre Dios y los hombres. Y sólo existe una única Humanidad, a la que conduce a
la unidad completa en el amor mediante su mediación salvífica universal, que es
realizada históricamente por su Iglesia. La Iglesia representa, como el único e
indiviso Cuerpo de Cristo, la unidad del Dios trino, y por ello es la recapitulación
y representación visible de la vocación universal de todos los hombres y de la
esperanza de todos en Dios, que está sobre todo y por todo y en todo (cf. Ef 4,
4). La Iglesia sólo puede existir como una y única porque es signo e
instrumento de la mediación universal de Cristo, que produce la unidad. Esta
unidad de la Iglesia no se funda en el deseo de unidad de los hombres. Tiene un
fundamento dado por Dios, el sacramento del Bautismo. Ya que sólo hay un
Bautismo, sólo puede haber una Iglesia. Ya que Cristo es la única Cabeza de la
Iglesia, la Iglesia sólo puede ser su único Cuerpo. ¿Acaso está Cristo
dividido? (1 Cor 1, 13), pregunta Pablo a los pendencieros corintios,
proclives a las divisiones. ¿Acaso fue crucificado Pablo, Pedro o Apolo por
nosotros, o hemos sido bautizados en nombre de algún otro hombre?
Por ello, de la confesión de la
unicidad de Cristo y de la universalidad de su salvación, se deriva la
confesión de la unicidad y la misión universal de salvación de la Iglesia. Los
hombres pueden fundar la unidad de la Iglesia, tan poco, como destruirla. Por
tanto, si la Iglesia es una realidad que procede del misterio salvífico de la
mediación universal de salvación de Cristo y a ella sirve, entonces no puede
descomponerse a sí misma en partes por divisiones en la cristiandad, de modo
que el ensamblaje de los pedazos del cántaro roto diera como resultado el
cántaro entero.
¿Iglesia o comunidad eclesial?
La verdadera diferencia entre la
comprensión católica y protestante de la Iglesia se manifiesta en la pregunta
de qué pertenece necesariamente a la unidad de la Iglesia y cómo ella se
presenta a sí misma. Según la opinión protestante, la Iglesia como comunión
invisible de todos los que creen en Cristo ha perdurado a pesar de todas las
divisiones visibles. La verdadera Iglesia de Cristo existe en todas las
comunidades eclesiales visibles (incluso bajo el Papado, como se acostumbraba a
decir en la época de la Reforma), sólo donde y cuando se anuncie correctamente
la Palabra de Dios y los hombres lleguen a la fe, que justifica ella sola. Sólo
hay criterios, por los que se puede reconocer si la Iglesia, en realidad
invisible, se manifiesta.
En contraposición con la
agitación pública acerca de la cuestión de si la Declaración Dominus
Iesus niega a los protestantes el verdadero ser-Iglesia, resulta el
siguiente diagnóstico de un análisis detallado de la diferente comprensión
eclesial. Según la comprensión protestante ninguna confesión existente en la
Historia puede denominarse sin más Iglesia. Sólo hay comunidades eclesiales,
que son todas partícipes de la única Iglesia, que en cualquier caso es
invisible. La Iglesia católica no es, según la comprensión protestante
originaria, la Iglesia en sentido propio, sino sólo una comunidad eclesial entre
otras. Por el contrario, según la comprensión católica, las confesiones
protestantes, a pesar de la separación visible de la Iglesia católica, son
comunidades eclesiales ordenadas a la comunión con la Iglesia una y visible, de
la que participan realmente en razón del Bautismo. La comunión eclesial es por
ello posible también con formulaciones magisteriales contrapuestas del Credo y
con diferente composición fundamental de la Iglesia en su forma visible.
Sin embargo, la fe católica
parte de la unidad indivisible de la Iglesia como comunión invisible de todos
los creyentes, así como comunión visible en la doctrina de los apóstoles, en la
liturgia y en la autoridad de los obispos legitimada apostólicamente. La
Iglesia no sólo se reconoce solamente allí y allá en la fe, en la palabra
anunciada y en la reunión de éstos verdaderamente creyentes. La Iglesia es un
cuerpo visible que existe de forma continuada, y permanece idéntica a sí misma,
que se remonta históricamente a Cristo y a los apóstoles y que, mediante la
actividad del Señor glorificado en el Espíritu Santo, es mantenida siempre por
Dios mismo en el camino de su misión. Los hombres no pueden hacer descarrilar
el tren de la Iglesia. La comprensión de que la Iglesia no es sólo un lugar de
reunión de los creyentes, que oyen la palabra de Dios como juicio y gracia,
sino de que la Iglesia es ella misma un sacramento, mediante el cual Cristo
ejerce su mediación salvífica universal frente a toda la Humanidad, de que la
Iglesia en Cristo es, por tanto, de hecho mediadora de salvación, resulta de la
Encarnación. Si la Sagrada Escritura llama a la Iglesia Cuerpo o Esposa de
Cristo, Templo del Espíritu Santo y Casa y Pueblo de Dios, no puede llamar a
todas las comunidades cristianas visiblemente separadas Iglesia en
el mismo sentido, porque entonces tendría que haber muchos cuerpos, esposas,
templos, casas y pueblos de Dios. La Iglesia una de Cristo ha permanecido
también en su forma visible como la una y única Iglesia.
Volverse a unir en la única raíz
La Iglesia como una y católica,
es decir, representante de la voluntad universal (en griego: católica)
de salvación de Dios en Jesucristo, que une a todos, está, según una expresión
del obispo mártir Ignacio de Antioquía (muerto hacia el 110 d. C.), allí donde
está el obispo. Y sólo donde se celebra la Eucaristía en unidad con el obispo,
allí es válida la Eucaristía, es decir, allí se hace concreta y visible la
unidad y la comunión con Cristo (Carta a los esmirniotas 8,1s.) Juntamente con
el principio de la necesaria vinculación a la Sagrada Escritura como norma central
de la fe, y a la transmisión apostólica de la fe y la oración de la Iglesia, ha
formulado sobre todo Ireneo de Lyon, frente al recurso a experiencias privadas
de Dios, el principio de la apostolicidad de la Iglesia, que en la sucesión
apostólica de los obispos en comunión con el sucesor de Pedro en Roma sirve
como criterio para la total eclesialidad de la Iglesia.
Cuando por este motivo en toda
la enseñanza de la Iglesia, desde siempre y también ahora en la
Declaración Dominus Iesus, sólo se les reconoce el título completo
de Iglesia a las comunidades eclesiales que, entre otras cosas, han mantenido
precisamente también la sucesión apostólica del episcopado, no se trata de una
valoración del la fe personal de los cristianos protestantes. Se trata sin embargo
de la designación del hecho de que entre el cristianismo protestante y el
católico la comprensión de la Iglesia es lo que constituye la verdadera
diferencia, y por ello no debe ser excluida del diálogo ecuménico o silenciada
vergonzosamente, sino que por el contrario debe llegar a ser precisamente
objeto de un debate profundo. Pero no se le puede negar a la Iglesia católica
el derecho a formular ella misma su propia comprensión de Iglesia, y con ello
también su relación con las Iglesias y comunidades fuera de ella.
Esto no significa, de ningún
modo, el abandono de la meta ecuménica de una diversidad reconciliada.
Precisamente hay que plantear la cuestión de si es posible una reconciliación
en la raíz (reconciliatio in radice), de lo contrario nos quedaríamos
únicamente en una adición de lo diferente y lo opuesto. Esto sería todo menos
un testimonio de la unidad de los cristianos en la fe y en el culto a Dios. Se
pueden unir las flores cortadas en un bonito y colorido ramo, pero pasado un
cierto tiempo se marchita el ramo o se convierte en paja. La tarea consiste en
volverse a unir en la única raíz. Las Iglesias evangélicas no podían esperar
que la Iglesia católica acepte, con el modelo de la diversidad reconciliada,
los presupuestos fundamentales de una eclesiología protestante y se incorpore
como una especie de Iglesia parcial en la determinación de relaciones formulada
por la teología reformada de la Iglesia visible e invisible, y se convierta con
ello en una especie de Iglesia evangélica con tradiciones de Iglesia episcopal.
¿Declarar iguales cosas que no
lo son?
Hay que criticar también la
expresión del reconocimiento o no reconocimiento de las comunidades evangélicas
como Iglesia y sus ministerios por parte de la Iglesia católica. Las
comunidades evangélicas con sus ministerios no pueden en realidad esperar su
legitimidad de un reconocimiento por parte del Magisterio católico de los
obispos y el Papa, a quienes ellas sólo reconocen como instancia eclesial de
derecho humano. Más bien tienen que acreditarse a sí mismas a partir de sus
propios presupuestos en su eclesialidad y en la legitimidad de sus ministerios.
Es sencillamente contradictorio exigir el reconocimiento de la igualdad del
ministerio del pastor con el sacerdocio católico y, a la vez, rechazar la idea
fundamental de la representación legitimada sacramentalmente de Cristo como
sacerdote y mediador en el sacerdote católico como irreconciliable con el Nuevo
Testamento.
El principio del diálogo
ecuménico de igual a igual no puede querer decir que se declaren iguales cosas
que no lo son, sino que, desde el supuesto recíproco de la conciencia de verdad
de ambas partes, se intente comprender al otro y, a partir de convicciones
comunes, establecer si no se podría formular una comprensión fundamental común,
que conduzca las intenciones profundas de ambas tendencias a una convergencia.
Al final, ningún interlocutor del diálogo ecuménico debe abandonar el campo
como derrotado, sino que ambos deben reunirse enriquecidos por la crítica y la
complementariedad en la comprensión de la Palabra de Dios y testimoniar
visiblemente esta unidad hacia dentro y hacia fuera.
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