lunes, 20 de noviembre de 2017

Contra la intolerancia de los relativistas - Card. Gerhard Ludwig Müller

A propósito de la indignación
sobre la Declaración Dominus Iesus
de la Congregación para la Doctrina de la Fe

Contra la intolerancia de los relativistas



Artículo publicado en el periódico alemán Die Tagespost el 7 de septiembre de 2000, por Gerhard Ludwig Müller, entonces titular de la cátedra de Dogmática en la Facultad de Teología Católica, de la Universidad Ludwig-Maximilian, de Munich, miembro de la Comisión Teológica Internacional y profesor invitado en la Facultad de Teología San Dámaso, de Madrid

Cuando Esteban, el primer mártir, declaró su adhesión a Jesús el Cristo, sus enemigos se abalanzaron sobre él, lo arrastraron fuera de la ciudad y lo lapidaron. No podían soportar que el camino de salvación de Dios con su pueblo hubiera llegado a su meta en Jesús de Nazaret (Hch 7, 55ss.) Sólo quien permanece en su palabra es verdaderamente su discípulo, conocerá la verdad y la verdad le hará libre (Jn 8, 31s). Pero ¡ay! de quien tome al pie de la letra la palabra de Dios. En la sociedad liberal, en la que se anuncia el discurso libre de poder, se le prohíbe tomar la palabra. La indignación es el medio infalible para poner a los creyentes en la picota de la sociedad mediática.
Ya desde los primeros días de la Iglesia los jefes del sanedrín no querían tolerar de ningún modo la confesión de los apóstoles de Jesús como el único Salvador y Mediador. Con castigos y persecución amenazaron a todo el que repitiera la confesión de la primera Iglesia: En ningún otro nombre se encuentra la salvación. Porque no se nos ha dado a los hombres ningún otro nombre bajo el cielo, por medio del cual seamos salvados (Hch 4, 12).
El ritual ha permanecido el mismo. Con indignación reaccionaron también los sumos sacerdotes del consorcio público de opinión ante la ratificación magisterial de la fe cristiana en Jesús, el único mediador entre Dios y los hombres (1 Tim 2, 5), y la unidad y unicidad de la Iglesia. La Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe está dirigida contra la llamada teología religiosa pluralista, que no es otra cosa que la destrucción del cristianismo desde sus raíces. Sus representantes afirman que la paz entre las religiones sólo será posible cuando todas se reconozcan como expresión equiparable de una experiencia universal del fundamento divino del mundo. Para dejar libre el camino hasta allí, los cristianos deberían abandonar sólo lo que pertenece a la esencia de su fe: la confesión de la autorrevelación del Dios trinitario, la fe en la encarnación de la Palabra eterna de Dios en Jesús de Nazaret, y, en consecuencia, la unicidad y universalidad de la mediación salvífica de Cristo. Según la comprensión de los pluralistas de la religión, Jesús es el fundador de una expresión específicamente occidental de la inclinación religiosa común a todos los hombres. Con la reducción de Jesús a un genio religioso se quieren matar dos pájaros de un tiro: la revelación de Dios en Jesús ya no es obstáculo ni para el gran ecumenismo, es decir, para la unidad de todos los hombres religiosos en una religión mundial común, ni para el pequeño ecumenismo, la unidad de todos los cristianos.

¿Son los católicos pluralistas moralmente superiores?


Los pluralistas de la religión y eclesiales actúan partiendo del sentimiento de una superioridad moral. Se presentan a sí mismos como los guardianes del alto valor de la tolerancia frente a la pretensión fanática de superioridad de la Iglesia católica, que necesariamente engendra intolerancia religiosa e imperialismo misionero. También en lo espiritual se sienten muy superiores a quienes confiesan la unicidad de Cristo. Si Dios es realmente totalmente diferente -y aquí invocan (injustamente) a la tradición de la teología negativa y de la mística cristiana- a como nos lo imaginamos, entonces ninguna afirmación humana acerca de Dios puede pretender ser la única verdadera. Sería mucho más razonable considerar todas las afirmaciones humanas acerca de Dios (¡también incluso cuando son diametralmente opuestas entre sí!) como reflejos limitados de una luz infinita, que calienta y une los corazones de los hombres. Puesto que el ser humano es por principio incapaz de reconocer el fundamento divino del mundo (da igual si se lo imagina como una, tres o más personas, o como fundamento originario sin nombre más allá de cualquier rasgo personal), la postura razonable y la única respetable sería el escepticismo frente a todas las afirmaciones de revelación.
En este contexto se difunde la llamada parábola del anillo, que Gotthold Ephraim Lessing hizo muy popular en su obra Nathan der Weise (Natán el sabio) como un evangelio secreto. El verdadero anillo, que el príncipe no se podía decidir a entregar a uno de sus tres hijos y del cual hizo elaborar dos copias exactamente iguales al original, no se puede distinguir mediante ningún criterio. La reivindicación de la verdadera herencia por uno cualquiera de los tres hijos se muestra como amor propio camuflado y una pretensión no justificada de superioridad. Al final se descubre que los tres anillos son sólo copias, y que el verdadero anillo se había perdido ya antes. Este canto supremo de la tolerancia es, en realidad, el manifiesto del escepticismo, que se manifiesta en la teoría del conocimiento como relativismo ante la cuestión de la verdad. Esta teoría conduce, forzosamente, bien a circunscribir la religión a su función como aglutinante moral de la sociedad y como lugar de experiencias esotéricas del más allá, o bien a la crítica de la religión hasta un ateísmo militante. Una explicación plausible de la oposición (según parece sólo aparente) de judaísmo, cristianismo e Islam, así como también de las demás convicciones religiosas fundamentales en la cuestión de la verdad, sólo la brinda la parábola del anillo a quien no descubra las implicaciones del relativismo desde la teoría del conocimiento, que Lessing presupone como evidentes, sin fundamentarlo. Cuando al final, en un gesto de modestia, concede únicamente al Padre eterno en el cielo el acceso a la verdad, esto es sólo la apariencia de la humildad de la criatura, porque aquí se le niega a Dios de modo definitivo y absoluto la posibilidad de hacerse comprensible a los hombres.

Máscara de arrogancia

El relativismo, que entra en escena como presupuesto de la tolerancia y de la convivencia pacífica de los hombres, no es más que el enmascaramiento de la arrogancia de la criatura, que niega su justificación a través de Dios y su orientación definitiva hacia Dios como verdad y vida para todos los hombres. Un relativismo de este tipo afirma: para hacer posible una convivencia justa de los hombres y para colmar el ansia de verdad y amor que arde en la mente y el corazón de todo hombre, no necesitamos a ningún Dios que nos hable y que incluso en la encarnación de esta Palabra en Jesucristo ande con nosotros el camino de nuestra vida. Al oyente de la parábola del anillo se le endosa, bajo el manto de la tolerancia, una teoría totalitaria de la religión. Se le sugiere que él es el testigo secreto de un acontecimiento en el cielo, de modo que él puede descubrir desde la perspectiva de Dios el autoengaño de la pretensión de verdad de las tres religiones universales, mientras que Lessing sin embargo destaca, al mismo tiempo, que en realidad nosotros no podemos saber nada de la verdad de Dios. ¿Acaso ha sido él el único ser a quien Dios ha concedido en una revelación secreta el acceso a su intimidad?
La tolerancia entre los hombres se compra con ello al precio de una intolerancia frente a Dios llevada al extremo, y a la vez se pierde. Pues nadie se ha mostrado más autoritario que el liberalismo relativista del siglo XIX con su furor antieclesial. Ningún otro movimiento fue más antihumano que el ateísmo del siglo XX, cuando en nombre de la liberación del hombre frente a Dios y sus mandatos aparentemente antihumanos, que eran invención únicamente de los eclesiásticos, millones de seres humanos fueron perseguidos y asesinados por su fe en la revelación de Dios.
El relativismo se fundamenta en la intolerancia frente a Dios. Tolerancia viene del latín tolerare, es decir, soportar y llevarse bien. El liberalismo no puede soportar que Dios se revele a los hombres y que la salvación definitiva del hombre dependa de la fe en la palabra dirigida concretamente a él, y del seguimiento de Jesucristo. Sin embargo, quien es tolerante ante la palabra de Dios, que se dirige a nosotros y nos reclama en toda nuestra existencia espiritual y moral (es decir, quien finalmente carga con su cruz y la soporta con Jesús), éste no se vuelve intransigente e intolerante con su prójimo. El cristiano no está en posesión de la verdad de la que dispone. Como testigo está comprometido con la verdad de Dios hasta el sacrificio de su propia vida. No tiene la salvación eterna como certificado de garantía en el bolsillo. Corre más riesgo en su camino de salvación que el no cristiano, pues a quien se le dio mucho, a ése se le exigirá tanto más. El misionero cristiano no sale al mundo para someter y explotar, sino para servir a otros hombres mediante el amor. Se ve incorporado en el envío de Cristo desde el Padre a los hombres. Como testigo de la verdad, sólo puede ser mensajero de Cristo quien ha venido para ofrecer a los hombres la reconciliación con Dios y entre ellos mismos.
También cuenta con que no todos están dispuestos a aceptar este mensaje de la reconciliación; con el que atraerá sobre sí indignación como Esteban o risas como Pablo en el aerópago, cuando hable de que Dios ha encarnado su Palabra eterna y su Verdad en la escandalosa concreción de un único hombre en Palestina en tiempos de los emperadores Augusto y Tiberio, y de que sólo a través de esta pequeña puerta de este único hombre se accede a las amplitudes infinitas del cielo de las experiencias religiosas. Quien tolera la verdad eterna de Dios en la verdad histórica de Jesús de Nazaret, también soportará la intolerancia de los relativistas frente a Dios y entenderá esto en el seguimiento de Jesús como testimonio de la fidelidad de Dios, que es mayor que la infidelidad y la resistencia de los hombres.

Jesús ¿no Dios, sino un genio religioso?

Dios ha aceptado esta concreción histórica en su Palabra encarnada no para absolutizar una religión a costa de las demás, sino para llevar a todas las religiones, que no son otra cosa más que la manifestación de la orientación divina del hombre, a su destino: el encuentro real del hombre con Dios, que conforme a la naturaleza corporal y social del hombre ha de suceder no fuera del tiempo y del espacio, sino precisamente en ellos. Los pluralistas de la religión de proveniencia cristiana sólo quieren reconocer una revelación universal de Dios, dada con la creación. La revelación no sería nada más que una comprensión de la omnipresencia y actividad universal de Dios en cada hombre.
En este sentido, ven las religiones históricamente existentes como las configuraciones, determinadas por la cultura y la Historia, de la experiencia de la presencia de lo divino en el corazón de los hombres. Esto no excluye, así lo afirman, que genios religiosos individuales capten esta presencia de modo especialmente intenso y marquen de forma creativa épocas y ámbitos culturales completos, así como la mayoría de los seres humanos tienen ciertamente dotes musicales, pero sólo son capaces de expresar su musicalidad con la ayuda de compositores geniales. Pero a nadie se le ocurriría que Mozart fuera la única y universal encarnación de la música. Los pluralistas de la religión interpretan según esto a Jesús como uno de los más significativos compositores de la experiencia religiosa de Dios, quien, sin embargo, no excluye o supera a otros fundadores de religiones como Mahoma, Buda, Confucio y demás, como tampoco Mozart aventaja a Bach o Beethoven. Finalmente queda al arbitrio de cada uno cómo orienta su gusto religioso o musical, en la uniformidad monótona de una dirección, o en el colorido popurrí de las más hermosas melodías (es decir en el collage de las mejores opiniones y experiencias de todas las religiones).
A diferencia de este planteamiento, la fe cristiana parte de que la palabra Dios no es una clave o la pantalla de proyectos humanos, sino de que Dios es una realidad personal y relacional. Dios, que ha creado al ser humano como una persona capaz de pensar, querer, actuar y sentir, habla al hombre y sale a su encuentro desde la libertad de su amor de modo concreto en su historia, pues su Palabra eterna ha asumido realmente nuestra humanidad en Jesús de Nazaret. Por la Encarnación y la efusión del Espíritu del Padre y el Hijo, unida inseparablemente a ella, conocemos el secreto del amor de Dios en la comunión de las tres personas divinas, en la que estamos introducidos y que nos colma con su amor. Ya no somos náufragos en quienes brota sólo por poco tiempo la ilusión de la salvación cuando ven un barco a lo lejos, que hubiera podido ser su salvación. La ilusión tiene sólo la función de luchar un poco más por sobrevivir, de ganarle algún tiempo a la muerte, para sucumbir ante ella, sin embargo, con mayor seguridad. No, el que Dios se haya hecho realmente hombre en Jesucristo, significa que el barco salvador se ha acercado y ha lanzado al agua un bote que nos acoge. La fe en Cristo no destruye el deseo de Dios y la experiencia de la necesidad del comportamiento moral, sino que ofrece a la religiosidad y a la moralidad, que pertenecen a la naturaleza espiritual del hombre, una orientación segura y un apoyo seguro, así como la esperanza de salvación no se frustra con la acogida en el bote salvavidas, sino que se cumple.
Sólo si se reconoce que la fe cristiana en Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, no es una configuración religiosa mental, sino el reconocimiento de una acción de Dios en la Historia a favor de todos los hombres, se puede comprender la orientación universal del testimonio de la Iglesia. La misión universal no es dominio universal, sino servicio al mundo.
Sólo si se reconoce que la fe cristiana en Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, no es una configuración religiosa mental, sino el reconocimiento de una acción de Dios en la Historia a favor de todos los hombres, se puede comprender la orientación universal del testimonio de la Iglesia. La misión universal no es dominio universal, sino servicio al mundo.

¿Puede la Iglesia ser, en Cristo, mediadora de la salvación?

Dios se ha preocupado, en el mismo Cristo, por los hombres, y por ello toma a hombres a su servicio, para hacer posible la unidad de la Humanidad y construir así su Reino en la Historia y llevarlo a plenitud. En este sentido la Iglesia, en todos sus miembros y especialmente en los apóstoles y sus sucesores en el episcopado junto con los presbíteros y diáconos, es mediadora de la salvación universal en Cristo, que en el Espíritu Santo acompaña su anuncio y su acción salvífica y los hace eficaces. Como servidores de su plan de salvación y constructores de la casa de Dios (cf. 1 Cor 4, 1), los apóstoles no actúan como mediadores junto a Cristo. Antes bien es la Iglesia, signo e instrumento en Cristo, su única, completa y universal mediación de la unidad de los hombres con Dios (Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium, 1).
Si se reconocen en las religiones no cristianas elementos de la verdad y de la salvación, no se trata de parte de la revelación histórica de Dios en Cristo. Esto convertiría a Cristo en un revelador parcial. Más bien se muestran las religiones no cristianas como expresión de la dinámica y autotrascendencia humana impulsada por la gracia anticipada por Dios, que penetra en el hombre concreto Jesús de Nazaret y su presencia históricamente perceptible en su Iglesia. Las religiones, en sus funciones positivas para la búsqueda de la verdad y la salvación de sus seguidores, constituyen igualmente el presupuesto natural del acto sobrenatural de fe en Dios en la persona de Jesús. Por supuesto, en todas las religiones hay convicciones no hipotéticas. El cristianismo y las religiones no se encuentran en el nivel de la indiferencia, es decir, de la actitud en apariencia tolerante de que todo es igualmente válido, pero al final indiferente. Lo que el cristianismo y las religiones tienen en común es el rechazo frontal del indiferentismo como indiferente frente a la verdad de Dios. La fe cristiana no se considera a sí misma ciertamente como producto del discernimiento humano, sino como una consumación del ser humano, posibilitada por el Espíritu Santo, por la cual comprende ante todo la identidad del hombre Jesús con el Salvador absoluto que viene de Dios: Nadie puede decir: Jesús es Señor, Dios, sino por la presencia del Espíritu Santo (1 Cor 12, 3).
En un sentido determinado puede reconocerse también una función de mediación de los fundadores de religiones, de los escritos y personalidades religiosas en otras religiones. Ciertamente no son como Jesucristo (y la Iglesia en Él) mediadores desde Dios para los hombres, sino que pueden convertirse en mediadores hacia Dios, cuando lo señalan y no lo ocultan. Pues ningún hombre, por muy genial que sea en lo religioso, puede pretender por sí mismo servir a sus prójimos de mediador hacia Dios y la verdad. Sólo puede ejercitar a los hombres en la actitud de espera frente al actuar libre de Dios. Los cristianos no creen en Jesús como el mediador universal porque vean expresadas en Él de modo especialmente claro sus pensamientos religiosos y deseos acerca del Dios desconocido más allá de lo humanamente concebible, sino porque Dios le confirmó en la resurrección de entre los muertos como el mediador de los últimos tiempos de la soberanía de Dios, que Él había anunciado y realizado. Él no es un mediador que se haya elevado a la unidad con Dios, sino la Palabra que estaba junto a Dios y que es Dios, que ha asumido nuestra carne para que nosotros recibamos de su plenitud (Jn 1, 14.18). La universalidad y unicidad de la mediación salvífica del hombre Jesús de Nazaret tiene su fundamento en la naturaleza divina de la Palabra eterna o Hijo de Dios, que ha asumido la naturaleza humana de Jesús y la ha convertido en el medio de la autocomunicación de Dios como Verdad y Vida de cada uno de los hombres.
Nosotros conocemos esta voluntad universal de salvación de Dios a partir de esta autorrevelación histórica de Dios. La voluntad universal de salvación es objeto de fe del mismo modo que la mediación salvífica universal de Cristo. Por ello no se puede, como hacen los pluralistas de la religión, derivar la voluntad universal de salvación de un concepto religioso general de Dios y absolutizarla después como idea, y por otro lado, sin embargo, relativizar la mediación salvífica de Jesús como un acontecimiento histórico meramente casual. Se imaginan la relación de Dios y el mundo como un todo cuantitativo, que nunca podría llegar a ser una parte pensada cuantitativamente de sí mismo. Se imaginan la naturaleza humana de Jesús como un recipiente limitado, que no podría agotar nunca el océano de lo divino. Jesús estaría lleno del agua de este océano, lo que no excluye que el océano pudiera llenar igualmente otros genios religiosos con su agua.
En realidad, la grandeza de Dios consiste precisamente en que puede hacer lo que los hombres no quieren creer que es capaz de hacer. En la Encarnación Dios no se convierte en una parte del mundo, sino que se une de tal modo con el mediador humano, que el contenido y el medio forman una unidad de modo inseparable y sin mezcla. Dios como hombre, el Todopoderoso en la impotencia de la cruz, esto fue en todos los tiempos para los escépticos, que para mayor gloria de Dios querían limitar el conocimiento humano, y para todos los ilustrados orgullosos de su razón, motivo de indignación y de burla, pero para los llamados, lo mismo judíos que griegos, es Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios(1 Cor 1, 24).
Ya en el siglo segundo el filósofo pagano Celso formuló un principio, que se encuentra en el repertorio de todos los críticos de la autorrevelación histórica de Dios, que la sublimidad de un concepto de Dios purificado de todas las representaciones humanas no permitía jamás la Encarnación. ¿Cómo podía Dios entrar en la suciedad y la miseria de nuestra carne corruptible? ¿No debe un hombre verdaderamente religioso elevarse por encima de la basura de este mundo pasajero, y junto a las ideas eternas más allá de la agitación del mundo encontrar su paz uno con sus semejantes?
Celso, junto con sus discípulos, tiene razón al decir que la Encarnación y la mediación salvífica universal de un ser humano concreto no se pueden derivar del concepto de Dios de la filosofía. Pero si se pone en práctica la comprensión, también alcanzable filosóficamente, de que Dios no puede hallar su límite en el pensar y actuar humano, entonces se puede aceptar en la fe el acontecimiento y confesar que Dios se ha unido en su autorrevelación histórica de tal modo con el hombre Jesús de Nazaret, que Jesús como hombre mediante la persona divina de la Palabra existe, actúa y está con nosotros.

¿Por qué sólo una única Iglesia visible?

Ya que Dios es el único creador de la única Humanidad, los diferentes pueblos y culturas no existen como entidades absolutas delimitadas absolutamente una junto a la otra, de modo que para la consumación de la revelación histórica se debería encarnar repetidamente y tendría que constituir varios mediadores de su salvación. Varios mediadores de la salvación supondrían la destrucción de la unidad de la Humanidad. Varios mediadores de la salvación no podrían reunir a la Humanidad en Dios, porque fraccionarían al Dios único en varias imágenes de Dios, y finalmente inducirían al politeísmo clásico.
Solamente existe un Dios y Padre de todos los hombres, un Señor y Espíritu, y por ello sólo hay un mediador entre Dios y los hombres. Y sólo existe una única Humanidad, a la que conduce a la unidad completa en el amor mediante su mediación salvífica universal, que es realizada históricamente por su Iglesia. La Iglesia representa, como el único e indiviso Cuerpo de Cristo, la unidad del Dios trino, y por ello es la recapitulación y representación visible de la vocación universal de todos los hombres y de la esperanza de todos en Dios, que está sobre todo y por todo y en todo (cf. Ef 4, 4). La Iglesia sólo puede existir como una y única porque es signo e instrumento de la mediación universal de Cristo, que produce la unidad. Esta unidad de la Iglesia no se funda en el deseo de unidad de los hombres. Tiene un fundamento dado por Dios, el sacramento del Bautismo. Ya que sólo hay un Bautismo, sólo puede haber una Iglesia. Ya que Cristo es la única Cabeza de la Iglesia, la Iglesia sólo puede ser su único Cuerpo. ¿Acaso está Cristo dividido? (1 Cor 1, 13), pregunta Pablo a los pendencieros corintios, proclives a las divisiones. ¿Acaso fue crucificado Pablo, Pedro o Apolo por nosotros, o hemos sido bautizados en nombre de algún otro hombre?
Por ello, de la confesión de la unicidad de Cristo y de la universalidad de su salvación, se deriva la confesión de la unicidad y la misión universal de salvación de la Iglesia. Los hombres pueden fundar la unidad de la Iglesia, tan poco, como destruirla. Por tanto, si la Iglesia es una realidad que procede del misterio salvífico de la mediación universal de salvación de Cristo y a ella sirve, entonces no puede descomponerse a sí misma en partes por divisiones en la cristiandad, de modo que el ensamblaje de los pedazos del cántaro roto diera como resultado el cántaro entero.
¿Iglesia o comunidad eclesial?

La verdadera diferencia entre la comprensión católica y protestante de la Iglesia se manifiesta en la pregunta de qué pertenece necesariamente a la unidad de la Iglesia y cómo ella se presenta a sí misma. Según la opinión protestante, la Iglesia como comunión invisible de todos los que creen en Cristo ha perdurado a pesar de todas las divisiones visibles. La verdadera Iglesia de Cristo existe en todas las comunidades eclesiales visibles (incluso bajo el Papado, como se acostumbraba a decir en la época de la Reforma), sólo donde y cuando se anuncie correctamente la Palabra de Dios y los hombres lleguen a la fe, que justifica ella sola. Sólo hay criterios, por los que se puede reconocer si la Iglesia, en realidad invisible, se manifiesta.
En contraposición con la agitación pública acerca de la cuestión de si la Declaración Dominus Iesus niega a los protestantes el verdadero ser-Iglesia, resulta el siguiente diagnóstico de un análisis detallado de la diferente comprensión eclesial. Según la comprensión protestante ninguna confesión existente en la Historia puede denominarse sin más Iglesia. Sólo hay comunidades eclesiales, que son todas partícipes de la única Iglesia, que en cualquier caso es invisible. La Iglesia católica no es, según la comprensión protestante originaria, la Iglesia en sentido propio, sino sólo una comunidad eclesial entre otras. Por el contrario, según la comprensión católica, las confesiones protestantes, a pesar de la separación visible de la Iglesia católica, son comunidades eclesiales ordenadas a la comunión con la Iglesia una y visible, de la que participan realmente en razón del Bautismo. La comunión eclesial es por ello posible también con formulaciones magisteriales contrapuestas del Credo y con diferente composición fundamental de la Iglesia en su forma visible.
Sin embargo, la fe católica parte de la unidad indivisible de la Iglesia como comunión invisible de todos los creyentes, así como comunión visible en la doctrina de los apóstoles, en la liturgia y en la autoridad de los obispos legitimada apostólicamente. La Iglesia no sólo se reconoce solamente allí y allá en la fe, en la palabra anunciada y en la reunión de éstos verdaderamente creyentes. La Iglesia es un cuerpo visible que existe de forma continuada, y permanece idéntica a sí misma, que se remonta históricamente a Cristo y a los apóstoles y que, mediante la actividad del Señor glorificado en el Espíritu Santo, es mantenida siempre por Dios mismo en el camino de su misión. Los hombres no pueden hacer descarrilar el tren de la Iglesia. La comprensión de que la Iglesia no es sólo un lugar de reunión de los creyentes, que oyen la palabra de Dios como juicio y gracia, sino de que la Iglesia es ella misma un sacramento, mediante el cual Cristo ejerce su mediación salvífica universal frente a toda la Humanidad, de que la Iglesia en Cristo es, por tanto, de hecho mediadora de salvación, resulta de la Encarnación. Si la Sagrada Escritura llama a la Iglesia Cuerpo o Esposa de Cristo, Templo del Espíritu Santo y Casa y Pueblo de Dios, no puede llamar a todas las comunidades cristianas visiblemente separadas Iglesia en el mismo sentido, porque entonces tendría que haber muchos cuerpos, esposas, templos, casas y pueblos de Dios. La Iglesia una de Cristo ha permanecido también en su forma visible como la una y única Iglesia.

Volverse a unir en la única raíz

La Iglesia como una y católica, es decir, representante de la voluntad universal (en griego: católica) de salvación de Dios en Jesucristo, que une a todos, está, según una expresión del obispo mártir Ignacio de Antioquía (muerto hacia el 110 d. C.), allí donde está el obispo. Y sólo donde se celebra la Eucaristía en unidad con el obispo, allí es válida la Eucaristía, es decir, allí se hace concreta y visible la unidad y la comunión con Cristo (Carta a los esmirniotas 8,1s.) Juntamente con el principio de la necesaria vinculación a la Sagrada Escritura como norma central de la fe, y a la transmisión apostólica de la fe y la oración de la Iglesia, ha formulado sobre todo Ireneo de Lyon, frente al recurso a experiencias privadas de Dios, el principio de la apostolicidad de la Iglesia, que en la sucesión apostólica de los obispos en comunión con el sucesor de Pedro en Roma sirve como criterio para la total eclesialidad de la Iglesia.
Cuando por este motivo en toda la enseñanza de la Iglesia, desde siempre y también ahora en la Declaración Dominus Iesus, sólo se les reconoce el título completo de Iglesia a las comunidades eclesiales que, entre otras cosas, han mantenido precisamente también la sucesión apostólica del episcopado, no se trata de una valoración del la fe personal de los cristianos protestantes. Se trata sin embargo de la designación del hecho de que entre el cristianismo protestante y el católico la comprensión de la Iglesia es lo que constituye la verdadera diferencia, y por ello no debe ser excluida del diálogo ecuménico o silenciada vergonzosamente, sino que por el contrario debe llegar a ser precisamente objeto de un debate profundo. Pero no se le puede negar a la Iglesia católica el derecho a formular ella misma su propia comprensión de Iglesia, y con ello también su relación con las Iglesias y comunidades fuera de ella.
Esto no significa, de ningún modo, el abandono de la meta ecuménica de una diversidad reconciliada. Precisamente hay que plantear la cuestión de si es posible una reconciliación en la raíz (reconciliatio in radice), de lo contrario nos quedaríamos únicamente en una adición de lo diferente y lo opuesto. Esto sería todo menos un testimonio de la unidad de los cristianos en la fe y en el culto a Dios. Se pueden unir las flores cortadas en un bonito y colorido ramo, pero pasado un cierto tiempo se marchita el ramo o se convierte en paja. La tarea consiste en volverse a unir en la única raíz. Las Iglesias evangélicas no podían esperar que la Iglesia católica acepte, con el modelo de la diversidad reconciliada, los presupuestos fundamentales de una eclesiología protestante y se incorpore como una especie de Iglesia parcial en la determinación de relaciones formulada por la teología reformada de la Iglesia visible e invisible, y se convierta con ello en una especie de Iglesia evangélica con tradiciones de Iglesia episcopal.

¿Declarar iguales cosas que no lo son?

Hay que criticar también la expresión del reconocimiento o no reconocimiento de las comunidades evangélicas como Iglesia y sus ministerios por parte de la Iglesia católica. Las comunidades evangélicas con sus ministerios no pueden en realidad esperar su legitimidad de un reconocimiento por parte del Magisterio católico de los obispos y el Papa, a quienes ellas sólo reconocen como instancia eclesial de derecho humano. Más bien tienen que acreditarse a sí mismas a partir de sus propios presupuestos en su eclesialidad y en la legitimidad de sus ministerios. Es sencillamente contradictorio exigir el reconocimiento de la igualdad del ministerio del pastor con el sacerdocio católico y, a la vez, rechazar la idea fundamental de la representación legitimada sacramentalmente de Cristo como sacerdote y mediador en el sacerdote católico como irreconciliable con el Nuevo Testamento.
El principio del diálogo ecuménico de igual a igual no puede querer decir que se declaren iguales cosas que no lo son, sino que, desde el supuesto recíproco de la conciencia de verdad de ambas partes, se intente comprender al otro y, a partir de convicciones comunes, establecer si no se podría formular una comprensión fundamental común, que conduzca las intenciones profundas de ambas tendencias a una convergencia. Al final, ningún interlocutor del diálogo ecuménico debe abandonar el campo como derrotado, sino que ambos deben reunirse enriquecidos por la crítica y la complementariedad en la comprensión de la Palabra de Dios y testimoniar visiblemente esta unidad hacia dentro y hacia fuera.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Vistas de página en total

contador

Free counters!