JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 25 de octubre de 1978
Miércoles 25 de octubre de 1978
La virtud de la prudencia
Cuando el miércoles 27 de septiembre el Santo Padre Juan Pablo I habló a
los participantes en la audiencia general, a nadie se le podía ocurrir que
aquella era la última vez. Su muerte después de 33 días de pontificado, ha
sorprendido al mundo y lo ha invadido de profunda pena.
Él, que suscitó en la Iglesia un gozo tan grande e inundó el corazón de
los hombres de tanta esperanza, consumó y llevó a término su misión en un
tiempo muy breve. En su muerte se ha hecho realidad la palabra tan repetida del
Evangelio: “...habéis de estar preparados, porque a la hora que menos penséis
vendrá el Hijo del hombre” (Mt 24, 44). Juan Pablo I estaba siempre
en vela. La llamada del Señor no le ha cogido de sorpresa. Ha respondido a ésta
con la misma alegría y trepidación con que había aceptado la elección a la Sede
de Pedro el 26 de agosto.
Hoy se presenta a vosotros por vez primera Juan Pablo II.
A las cuatro semanas de aquella audiencia general, desea saludaros y
hablar con vosotros. Se propone seguir los temas iniciados ya por Juan Pablo I.
Recordemos que había hablado de las tres virtudes teologales: fe,
esperanza y caridad. Terminó con la caridad.
Esta virtud, que fue su última enseñanza, es aquí en la tierra la virtud
más grande, como nos enseña San Pablo (cf. 1 Cor 13, 13); es
la virtud que va más allá de la vida y de la muerte. Porque cuando termina el
tiempo de la fe y de la esperanza, el Amor permanece.
Juan Pablo I pasó ya por el tiempo de la fe, la esperanza y la caridad,
que se manifestó tan magníficamente en esta tierra y cuya plenitud se revela
sólo en la eternidad.
Hoy debemos hablar de otra virtud, porque he visto en los apuntes del
Pontífice fallecido que tenía intención de hablar no sólo de las tres virtudes
teologales fe, esperanza y caridad, sino también de las cuatro virtudes
llamadas cardinales. Juan Pablo I quería hablar de las “7 lámparas” de la vida
cristiana, como las llamaba el Papa Juan XXIII.
Pues bien, yo quiero seguir hoy el esquema que había preparado el Papa
desaparecido, y hablar brevemente de la virtud de la prudencia.
De esta virtud han dicho ya muchas cosas los antiguos. Les debemos
profundo reconocimiento y gratitud por ello.
Según una cierta dimensión nos han enseñado que el valor del hombre debe
medirse con el metro del bien moral que lleva a cabo en su vida. Esto
precisamente sitúa en primer puesto la virtud de la prudencia. El hombre
prudente, que se afana por todo lo que es verdaderamente bueno, se esfuerza por
medirlo todo, cualquier situación y todo su obrar, según el metro del bien moral.
Prudente no es, por tanto —como
frecuentemente se cree— el que sabe arreglárselas en la vida y sacar de ella el
mayor provecho; sino quien acierta a edificar la vida toda según la voz de la
conciencia recta y según las exigencias de la moral justa.
De este modo la prudencia viene a ser la clave para que cada uno realice
la tarea fundamental que ha recibido de Dios. Esta tarea es la perfección del
hombre mismo. Dios ha dado a cada uno su humanidad. Es necesario que nosotros
respondamos a esta tarea programándola como se debe.
Pero el cristiano tiene el derecho y el deber de contemplar la virtud de
la prudencia también con otra visual.
Esta virtud es como una imagen y semejanza de la Providencia de Dios
mismo en las dimensiones del hombre concreto. Porque el hombre —lo sabemos por
el libro del Génesis— ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Y Dios
realiza su plan en la historia de lo creado y, sobre todo, en la historia de la
humanidad.
El objetivo de este designio es el bien último del universo, como enseña
Santo Tomás. Dicho designio se hace sencillamente designio de salvación en la
historia de la humanidad, designio que nos abarca a todos nosotros. En el punto
central de su realización se encuentra Jesucristo, en el que se ha manifestado
el amor eterno y la solicitud de Dios mismo, Padre, por la salvación del
hombre. Esta es a la vez la expresión plena de la Divina Providencia.
Por consiguiente, el hombre que es imagen de Dios debe ser —como otra
vez nos enseña Santo Tomás—, en cierto modo, la providencia. Pero en la medida
de su propia vida. El hombre puede tomar parte en este gran caminar de todas
las criaturas hacia el objetivo, que es el bien de la creación. Y,
expresándonos aún más con el lenguaje de la fe, el hombre debe tomar parte en
este designio divino de salvación; debe caminar hacia la salvación y ayudar a
los otros a que se salven. Ayudando a los demás, se salva a sí mismo.
Ruego que quien me escucha piense ahora bajo esta luz en su propia vida.
¿Soy prudente? ¿Vivo consecuentemente y responsablemente? El programa que estoy
cumpliendo, ¿sirve para el bien auténtico? ¿Sirve para la salvación que quieren
para nosotros Cristo y la Iglesia?
Si hoy me escucha un estudiante o una estudiante, un hijo o una hija,
que contemplen a esta luz los propios deberes de estudio, las lecturas, los
intereses, las diversiones, el ambiente de los amigos y las amigas.
Si me oye un padre o una madre de familia, piensen un momento en sus
deberes conyugales o de padres.
Si me escucha un ministro o un estadista, mire el conjunto de sus
deberes y responsabilidades. ¿Persigue el verdadero bien de la sociedad, de la
nación, de la humanidad? ¿O sólo intereses particulares y parciales?
Si me escucha un periodista o un
publicista, un hombre que ejerce influencia en la opinión pública, que
reflexione sobre el valor y la finalidad de esta influencia.
También yo que os estoy hablando, yo, el Papa, ¿qué debo hacer para
actuar prudentemente? Me vienen al pensamiento ahora las cartas a San Bernardo
de Albino Luciani cuando era patriarca de Venecia. Respondiendo al cardenal
Luciani el abad de Claraval, doctor de la Iglesia, recuerda con mucho énfasis
que quien gobierna debe ser “prudente”.
¿Qué debe hacer, pues, el nuevo Papa para actuar prudentemente? No hay
duda de que debe hacer mucho en este sentido. Debe aprender siempre y meditar
incesantemente sobre los problemas. Pero, además de esto, ¿qué puede hacer?
Debe orar y procurar tener el don del Espíritu Santo que se llama don de
consejo.
Y cuantos desean que el nuevo Papa sea Pastor prudente de la Iglesia,
imploren el don de consejo para él.
Y también para sí mismos pidan este don por intercesión especial de la
Madre del Buen Consejo.
Porque hay que desear de veras que todos los hombres se comporten
prudentemente, y que quienes ostentan el poder actúen con verdadera prudencia.
Para que la Iglesia —prudentemente, fortificándose con los dones del
Espíritu Santo y, en particular, con el don de consejo— tome parte eficazmente
en este gran camino hacia el bien de todos, y nos muestre a cada uno la vía de
la salvación eterna.
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