Presentación
general de
los
contenidos eclesiológicos
de la
Declaración Dominus Iesus
Por Mons. Fernando
Ocáriz Braña
el Realizada
en el año 2000
Siendo
entonces consultor de la
Congregación
para la Doctrina de la Fe
Los capítulos IV, V y VI de la Declaracion DominusIesus abordan las consecuencias eclesiológicas de la doctrina
contenida en los capítulos precedentes. Queda afirmada ante todo la existencia
de una única Iglesia, en correspondencia a la unicidad y universalidad de la
mediación salvífica de Jesucristo (cfr. n. 16). Tal correspondencia está
fundada en la voluntad del Señor, que no estableció la Iglesia como una simple
comunidad de discípulos, sino también como misterio salvífico. La Iglesia es,
efectivamente, la presencia del mismo Cristo que actúa en la Historia la
salvación, en los discípulos y a través de los discípulos. Así pues, del mismo
modo que hay un solo Cristo, hay una sola Iglesia: una sola Cabeza, un solo
Cuerpo.
A continuación la
Declaración recoge otra importante enseñanza del Concilio Vaticano II y ofrece
su precisa interpretación: la única Iglesia subsiste (subsistit) en
la Iglesia católica presidida por el Sucesor de Pedro y por los otros obispos.
El Vaticano II quiere decir, con esta afirmación, que la única Iglesia de
Jesucristo continúa existiendo a pesar de las
divisiones entre los cristianos; y, más precisamente todavía, que sólo en la
Iglesia católica subsiste la Iglesia de Cristo en toda su plenitud, mientras
que fuera de su estructura visible existen elementos de santificación y de verdad propios
de la misma Iglesia (cf. n. 17). Llegados a este punto, el texto de la Dominus
Iesus recuerda que, algunas comunidades cristianas no
católicas, conservan entre esos elementos de santificación y de verdad,
el Episcopado válido y la Eucaristía válida y, por eso, son Iglesias
particulares, es decir, porciones del único pueblo de Dios en las cuales está
presente y actúa la Iglesia una, santa, católica y apostólica(Concilio
Vaticano II, Decreto Christus Dominus, 11), como
es el caso de las Iglesias ortodoxas. Así pues, existe una sola Iglesia (que
subsiste en la Iglesia católica), y al mismo tiempo existen verdaderas Iglesias
particulares no católicas. No se trata de una paradoja: existe una sola Iglesia
de la que son porciones todas las Iglesias particulares, aunque en algunas de
éstas (las no católicas) no exista la plenitud eclesial, en cuanto que su unión
con el todo no es perfecta, por la falta de plena comunión con aquel que, según
la voluntad del Señor, es principio y fundamento de la unidad del episcopado y
de la Iglesia entera (el Obispo de Roma, Sucesor de Pedro: cf. Lumen
gentium, 23).
Necesidad de la
Iglesia
La unicidad y universalidad
de la Iglesia es vista a continuación por la Declaración en el contexto del
Reino de Dios. Recordando que la Iglesia es germen e inicio del
Reino de Cristo y de Dios (cf. Lumen gentium, 5), se
expresa su dimensión escatológica: este Reino es ya una realidad presente en la
Historia, pero solamente al final de los tiempos alcanzará su pleno desarrollo.
Recogiendo las enseñanzas de la encíclica Redemptoris missio, la
Declaración reafirma que el Reino, aun no identificándose con la Iglesia en su
realidad visible y social, está indisolublemente unido a Cristo y a la Iglesia
(cf. n. 18). Así se excluyen algunas tesis contrarias a la fe católica que,
partiendo de presupuestos diversos, niegan la unicidad de la relación que
Cristo y la Iglesia tienen con el Reino de Dios (n. 19).
Directamente, y por último,
la Declaración Dominus Iesus afronta la cuestión de la
relación que la Iglesia y las religiones no cristianas tienen con la salvación
de los hombres (nn. 20-22). Ante todo queda reafirmada la verdad de fe según la
cual la
Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación (Lumen
gentium, 14), verdad que no hay que separar de esta otra: Dios
quiere que todos los hombres se salven (1 Tim 2, 4). La
Declaración -siguiendo también aquí la encíclica Redemptoris missio-reafirma
que es
necesario creer conjuntamente en estas dos verdades: la real posibilidad de la
salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en
orden a tal salvación (n. 20). Debemos creer que toda
salvación -también la de los no cristianos- viene de Cristo a través de la
Iglesia, pero no sabemos cómo se realiza eso en
el caso de los no cristianos (cf. n. 21). Por eso es especialmente necesario,
en este contexto, no pensar en la Iglesia sólo, ni primariamente, en su
dimensión visible y social, sino primero y sobre todo en su realidad de misterio
interior, espiritual, radicado en la obra de Cristo que, mediante su Espíritu,
edifica su Cuerpo en la Comunión de los Santos.
La Dominus
Iesus rechaza por consiguiente una interpretación, hoy
bastante difundida -pero contraria a la fe católica-, según la cual todas las
religiones, en cuanto tales, por sí mismas, serían vías de salvación junto a la
religión cristiana. Recogiendo también aquí la enseñanza del Vaticano II y de
la encíclica Redemptoris missio, la Declaración recuerda que
las otras religiones contienen elementos de religiosidad que proceden
de Dios, y que forman parte de cuanto el Espíritu obra en el corazón de los
hombres y en la historia de los pueblos, en las culturas y en las religiones (n.
21). Tienen estos elementos un valor de preparación al Evangelio (ibíd.),
por más que otros elementos de ellas constituyan más bien obstáculos (cf. ibíd.) Sigue
siendo, pues, plenamente actual la misión de la Iglesia ad
gentes, también porque, si es verdad que los fieles de las otras
religiones pueden recibir la gracia divina, también es cierto que
«objetivamente » se encuentran en una situación gravemente deficitaria en
comparación a la de quienes, en la Iglesia, tienen la plenitud de los medios
salvíficos (n. 22). De todos modos, la Declaración recuerda a
todos los hijos de la Iglesia que su particular condición no debe ser atribuida
a sus propios méritos, sino a una especial gracia de Cristo; si no corresponden
a ella con el pensamiento, con la palabra y con las obras, no sólo no se
salvarán sino que incluso serán juzgados más severamente (n.
22; cf. Lumen
gentium, 14).
Como conclusión, no es
superfluo subrayar que el compromiso de los cristianos de llevar la luz y la
fuerza salvífica del Evangelio a todos los hombres no es, ni puede ser, una
afirmación de nosotros mismos, sino más bien un obligado servicio a los demás
mediante la verdad que salva, de la cual nosotros no somos ni el origen ni los
propietarios, sino gratuitos beneficiarios y servidores; una verdad que debe
ser siempre propuesta en la caridad y en el respeto a la libertad (cf. Ef 4,
15; Gál 5, 13).
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