JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 15 de noviembre de 1978
Miércoles 15 de noviembre de 1978
La virtud de la fortaleza
Queridísimos hermanos y hermanas:
El Papa Juan Pablo I,
hablando desde el balcón de la basílica de San Pedro al día siguiente de su
elección recordó, entre otras cosas, que en el Cónclave del día 26 de agosto,
cuando se veía ya claro que iba a ser elegido él precisamente, los cardenales que
estaban a su lado le susurraron al oído: ¡Ánimo! Probablemente esta palabra la
necesitaba en aquel momento y se le quedó grabada en el corazón, puesto que la
recordó enseguida al día siguiente. Juan Pablo I me perdonará si ahora utilizo
esta confidencia. Creo que a todos los aquí presentes podrá introducirnos del
modo mejor en el tema que me propongo desarrollar. En efecto, deseo hablar hoy
de la tercera virtud cardinal: la fortaleza. A esta virtud concreta nos
referimos cuando queremos exhortar a alguien a tener valor, como lo hizo el
cardenal que se encontraba cerca de Juan Pablo I en el Cónclave al decirle:
¡Ánimo!
¿A quién tenemos
nosotros por hombre fuerte, hombre valiente? De costumbre esta palabra evoca al
soldado que defiende la patria exponiendo al peligro su incolumidad y hasta la
vida en tiempo de guerra. Pero a la vez nos damos cuenta de que también en
tiempo de paz necesitamos fortaleza Y por ello, sentimos estima grande de las
personas que se distinguen por lo que se llama “coraje cívico”. Un testimonio
de fortaleza nos lo ofrece quien expone la propia vida por salvar a alguno que
está a punto de ahogarse, o también por el hombre que presta ayuda en las
calamidades naturales: incendios, inundaciones, etc. Ciertamente se distinguía
por esta virtud San Carlos, mi Patrono, que durante la peste de Milán seguía
ejerciendo el ministerio pastoral entre los habitantes de dicha ciudad. Pero
pensamos con admiración asimismo en los hombres que escalan las cimas del
Everest y en los astronautas, que pusieron el pie en la luna por vez primera.
Como se deduce de todo
esto, las manifestaciones de la virtud de la fortaleza son abundantes. Algunas
son muy conocidas y gozan de cierta fama. Otras son más ignoradas, aunque
exigen mayor virtud aún.
Como ya hemos dicho al comenzar, la
fortaleza es una virtud, una virtud cardinal.
Permitidme que atraiga
vuestra atención hacia ejemplos poco conocidos en general, pero que atestiguan
una virtud grande, a veces incluso heroica. Pienso por ejemplo en una mujer,
madre de familia ya numerosa, a la que muchos “aconsejan” que elimine la vida
nueva concebida en su seno y se someta a una “operación” para interrumpir la
maternidad; y ella responde con firmeza: “¡no!”. Ciertamente que cae en la
cuenta de toda la dificultad que este “no” comporta: dificultad para ella, para
su marido, para toda la familia; y sin embargo, responde: “no”. La nueva vida
humana iniciada en ella es un valor demasiado grande, demasiado “sacro”, para
que pueda ceder ante semejantes presiones.
Otro ejemplo: Un
hombre al que se promete la libertad y hasta una buena carrera, a condición de
que reniegue de sus principios o apruebe algo contra su honradez hacia los
demás. Y también éste contesta “no”, incluso a pesar de las amenazas de una
parte y los halagos de otra. ¡He aquí un hombre valiente!
Muchas, muchísimas son
las manifestaciones de fortaleza, heroica con frecuencia, de las que no se
escribe en los periódicos y poco se sabe. Sólo la conciencia humana las
conoce... y ¡Dios lo sabe!
Deseo rendir homenaje
a todos estos valientes desconocidos. A todos los que tienen el valor de decir
“no” o “sí” cuando ello resulta costoso. A los hombres que dan testimonio
singular de dignidad humana y humanidad profunda. Justamente por el hecho de
que son ignorados, merecen homenaje y reconocimiento especial.
Según la doctrina de
Santo Tomás, la virtud de la fortaleza se encuentra en el hombre:
— que está dispuesto
a aggredi pericula, a afrontar los peligros;
— que está dispuesto
a sustinere mala, o sea, a soportar las adversidades por una causa
justa, por la verdad, la justicia, etc.
La virtud de la
fortaleza requiere siempre una cierta superación de la debilidad humana y,
sobre todo, del miedo. Porque el hombre teme por naturaleza espontáneamente el
peligro, los disgustos y sufrimientos. Pero no sólo en los campos de batalla
hay que buscar hombres valientes, sino en las salas de los hospitales o en el
lecho del dolor. Hombres tales podían encontrarse a menudo en campos de
concentración y en lugares de deportación. Eran auténticos héroes.
El miedo quita a veces
el coraje cívico a hombres que viven en clima de amenaza, opresión o
persecución. Así, pues, tienen valentía especial los hombres que son capaces de
traspasar la llamada barrera del miedo, a fin de rendir testimonio de la verdad
y la justicia. Para llegar a tal fortaleza el hombre debe “superar” en cierta
manera los propios límites y “superarse” a sí mismo, corriendo el “riesgo” de
encontrarse en situación ignota, el riesgo de ser mal visto, el riesgo de
exponerse a consecuencias desagradables, injurias, degradaciones, pérdidas
materiales y hasta la prisión o las persecuciones. Para alcanzar tal fortaleza,
el hombre debe estar sostenido por un gran amor a la verdad y al bien a que se
entrega. La virtud de la fortaleza camina al mismo paso que la capacidad de
sacrificarse. Esta virtud tenía ya perfil bien definido entre los antiguos. Con
Cristo ha adquirido perfil evangélico, cristiano. El Evangelio va dirigido a
hombres débiles, pobres, mansos y humildes, operadores de paz, misericordiosos;
y al mismo tiempo, contiene en sí un llamamiento constante a la fortaleza. Con
frecuencia repite: “No tengáis miedo” (Mt 14, 27). Enseña al hombre
que es necesario saber “dar la vida” (Jn 15, 13) por una causa
justa, por la verdad, por la Justicia.
Deseo referirme
también a otro ejemplo que nos viene de hace 400 años, pero que sigue vivo y
actual. Se trata de la figura de San Estanislao de Kostka, Patrono de la
juventud, cuya tumba se encuentra en la iglesia de San Andrés al
Quirinale de Roma. En efecto, aquí terminó su vida a los 18 años de
edad, este Santo de natural muy sensible y frágil, y que sin embargo fue bien
valiente. A él, que procedía de familia noble, la fortaleza lo llevó a elegir
ser pobre siguiendo el ejemplo de Cristo, y a ponerse exclusivamente a su
servicio. A pesar de que su decisión encontró fuerte oposición en su ambiente,
con gran amor y gran firmeza a la vez, consiguió realizar su propósito
condensado en el lema “Ad maiora natus sum: He nacido para cosas más
grandes”. Llegó al noviciado de los jesuitas haciendo a pie el camino de Viena
a Roma, huyendo de quienes le seguían y querían, por la fuerza, disuadir a
aquel “obstinado” joven de sus intentos.
Sé que en el mes de
noviembre muchos jóvenes de toda Roma, sobre todo estudiantes, alumnos y
novicios, visitan la tumba de San Estanislao en la iglesia de San Andrés. Yo me
uno a ellos porque también nuestra generación tiene necesidad de hombres que
sepan repetir con santa “obstinación”: “Ad maiora natus sum”. ¡Tenemos
necesidad de hombres fuertes!
Tenemos necesidad de
fortaleza para ser hombres. En efecto, hombre verdaderamente prudente es sólo
el que posee la virtud de la fortaleza, del mismo modo que hombre
verdaderamente justo es sólo el que tiene la virtud de la fortaleza.
Pidamos este don del
Espíritu Santo que se llama “don de fortaleza”. Cuando al hombre le faltan
fuerzas para “superarse” a sí mismo con miras a valores superiores como la
verdad, la justicia, la vocación, la fidelidad conyugal, es necesario que este
“don de lo alto” haga de cada uno de nosotros un hombre fuerte y que en el
momento oportuno nos diga “en lo íntimo”: ¡Ánimo!
No hay comentarios:
Publicar un comentario