SÍGUEME
(Mt 9,9)
Muchas
veces ha dicho Jesús en el Evangelio las palabras «levántate» y «anda», pero
ésta, «sígueme», muy pocas la dijo.
¿Por
qué?
Quizás
estará la explicación en que es la palabra de la intimidad.
Os
invito, almas que aspiráis a esa dulce y misteriosa intimidad, a que saboreéis
esa palabra.
Lo
que significa
Ese
«Sígueme» dicho a un alma por Jesús, que sabe, puede y quiere cuanto dice,
equivale a esto otro: alma, conozco tan bien tu pasado, tu presente y tu
porvenir, me fío tanto de tu cariño, me encuentro tan a gusto junto a ti, te
necesito tanto para mi gloria y me necesitas tanto para tu dicha, que no quiero
vivir sin ti, ni me atrevo a decirte el «Anda» hasta luego, sino que quiero que
estés conmigo todos los instantes del día y de la noche.
Por
eso, esa palabra la solía decir el Maestro después de bañar con una mirada suya
tan tierna como penetrante, a los que escogía para el dulcísimo oficio de amigos
íntimos suyos.
Por
eso solía anteponer a ella el «si quieres ser perfecto», para dar a entender
todo lo que obligaba.
Su
historia
Sí,
es una palabra de historia, ¡y qué historia!
En
el Evangelio es la palabra que creó a los apóstoles, y a las Marías, los más
íntimos amigos de Jesús, y en el Sagrario, desde donde la sigue diciendo, es la
palabra creadora de las grandes abnegaciones y de las heroicas renuncias del
mundo y de sí mismo. Ese «Sígueme» dicho muy quedo por el Jesús de la Comunión
que ha cerrado unos Ejercicios espirituales, ¡qué transformaciones tan
radicales, qué victorias tan señaladas, qué inmolaciones tan dolorosas ha
operado en las almas que han tenido la dicha de oírlo!
Sí,
sí, Marías del Sagrario; preguntad por las rejas y tornos de los conventos, por
las salas de los hospitales y de los asilos, por las buhardillas, por los
campos de batalla y por donde quiera que moren o pasen existencias preciosas
consagradas al amor del Amado, preguntad por la historia de aquella palabra y
veréis qué historias tan llenas de amor y de fortaleza, tan indefinidamente
variadas y tan infinitamente bellas aprendéis.
Pero,
Marías, no vayáis fuera a conocer historias que, quizás sin salir de vosotras
mismas, conoceréis muy bien.
Marías,
las que lo sois de verdad, las que habéis hecho de vuestra vida con todas sus
acciones como un lamento continuado de compasión sobre la gran pena del
Sagrario abandonado, ¿qué voz llamó a vuestros ojos, a vuestros pies, a
vuestras manos, a vuestra boca, a vuestras lágrimas, a vuestro corazón al
Sagrario aquel tras del que se van vuestras miradas y vuestros trabajos y
vuestros llantos y vuestro cariño todo? ¿Qué fuerza ha transformado vuestra
vida quizás de frívola en seria, de inútil en fecunda, de ociosa y tibia en
activa y ferviente...? ¿Qué secreto poder os ha hecho Marías de cuerpo y de
alma y de profesión?
¿Os
acordáis de aquella hojita, de aquella página escogida al azar, de aquella
Comunión, de la visita a aquel Sagrario, de aquella palabra...? ¿os acordáis?
Y
qué, ¿no fue aquél el «sígueme» amoroso de vuestra vocación, la palabra de la
intimidad regalada por el mejor de los Amigos?
Marías,
Marías, ¡qué dicha la vuestra!
En
vuestros momentos de duda, de tentación, de vacilaciones, de cobardía, de lucha
entre el deber y la pasión, de cansancio, de desaliento, acordaos de aquella
boca que os dijo: «Sígueme» y de aquellos ojos que entretanto os bañaban con su
mirada tierna y penetrante...
Fijaos
que en esa palabra, como está sin tasar la predilección que os revela, está sin
señalar el tiempo que os obliga...
«Sígueme»
se os ha dicho, ahora y después, hoy y mañana, en la tierra y en el cielo...
«Sígueme siempre».
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