SAN MARTÍN DE TOURS
(+ ca. 397)
"Pocos libros
habrán sido tan leídos como la Vida de San Martín de Sulpicio Severo,
completada por tres cartas sobre su muerte y por dos diálogos (tres, más bien,
porque el primero se divide en dos) sobre las maravillas que el taumaturgo de
Tours había realizado. Sulpicio Severo, que su Crónica nos muestra
como acostumbrado a trabajos de historia, había emprendido con entusiasmo,
viviendo aún el gran hombre (+ 397), su tarea de biógrafo; es este entusiasmo y
el talento literario del que da pruebas lo que hace tan atrayente su trabajo, a
pesar de una complacencia en lo maravilloso que los mismos monjes de
Marmoutiers no dejaron de juzgar excesiva. Que haya en sus narraciones
"una parte de literatura", es cosa en que todo el mundo está de
acuerdo, y las imprecisiones de su cronología son verdaderamente embarazosas
para el historiador; pero él se había tomado el trabajo de beber en buenas
fuentes, sobre todo para el período de la vida en Tours, del que el mismo
conoció testigos, y no hubiera tenido inconveniente en afinar más las notas
cronológicas si la retórica de entonces no hubiera profesado tanta aversión
hacia las precisiones muy netas" (Aigrain).
Esta vida de
Sulpicio Severo había de ser puesta por dos veces en verso: en el año 470 por
Paulino de Perigueux y poco después por Venancio Fortunato. De esta manera, en
su versión original o en las versiones versificadas correría toda Europa. Las
leyendas y la lírica de la Edad Media, los oficios litúrgicos, los sermones,
los cantares y los poemas, los "misterios" representables
en el teatro naciente, las vidas devotas, la escultura y la pintura llevarían
por todas partes la imagen de este Santo, el más popular y conocido de toda
Europa. Un fervoroso historiador suyo, Leçoy de la Marche, ha llegado a contar
3.667 parroquias francesas colocadas bajo su patronato, y su nombre sirve para
distinguir 487 pueblos. Lo mismo ocurre fuera de Francia. En Alemania es
sumamente conocido, acaso por sus actividades en Tréveris, y, sobre todo por la
propaganda de los clérigos australianos y de los misioneros de San Columbano.
Lo mismo ocurre en Italia y en España. San Martín sirve de titular a
innumerables iglesias y ha sido objeto de una particular devoción y entusiasmo
por parte de los artistas.
En especial la
escena de Amiéns ha tenido la fortuna de un episodio evangélico. Sabido es que
San Martín, todavía catecúmeno, partió la capa con un pobre. Y aquel pobre se
le apareció en sueños, en figura de Jesucristo, cubierto de la media capa. El
contraste entre el joven oficial del ejército romano y el pobre mendigo, el
gesto magnífico del caballero cortando de un golpe de espada su espléndida
capa, todo esto atrajo la imaginación del pueblo y de los artistas. Así este
tema se encontraría en las marcas de las librerías, en los hierros que servían
para hacer hostias, en los peones esculpidos para el juego de damas, en los
muebles y hasta en las mismas cubas que se utilizaban para la sidra.
Conocido es el
episodio del Quijote en que nuestro ingenioso caballero se encuentra
con una docena de hombres vestidos de labradores que llevaban unas cuantas
imágenes cubiertas. Pide don Quijote que se las descubran, y la segunda resulta
ser "la de San Martín puesto a caballo, que partía la capa con el pobre; y
apenas la hubo visto don Quijote cuando dijo: "Este caballero también fue
de los aventureros cristianos, y creo que fue más liberal que valiente (es
decir, que fue más valiente, y más que valiente liberal), como lo puedes echar
de ver, Sancho, en que está partiendo la capa con el pobre, y le da la mitad; y
sin duda debía de ser entonces invierno; que, si no, él se la diera toda, según
era de caritativo".
No han faltado, sin
embargo, intentos de deshacer esta inmensa fama obtenida por San Martín. Un
libro resonante, publicado en París en 1912 por E. Ch. Babut, trataba de
demostrar, con un gran despliegue de erudición, viciado, sin embargo, por el
abuso de la hipótesis, que San Martín y su biógrafo eran unos obscuros
representantes de un clan sospechoso de priscilianismo, de tal manera que San
Martín hubiese sido en su vida un personaje sin relieve, que debía todo su
renombre posterior al éxito literario que obtuvo su vida una vez olvidada la
realidad de los hechos. Tal hipótesis fue refutada de manera que no dejaba
lugar a dudas por el insigne padre Delehaye, "mayor" durante mucho
tiempo de los Bolandistas.
Podríamos sintetizar
el estado de la cuestión el día de hoy haciendo nuestras las palabras de
Aigrain: "Si el biógrafo que ha servido de apoyo a todos los demás,
Sulpicio Severo, ha hecho evidentemente una obra de literato al servicio del
éxito, tanto en su Vida propiamente dicha como en los Diálogos o
las Cartas que la completan, los censores que han creído poder vaciar
casi por completo estos escritos de substancia histórica, es decir, reducir el
papel de Martín al de un personaje de segundo plano más o menos comprometido en
los círculos de ortodoxia dudosa, no han hecho mejor tarea de críticos
ponderados que los panegiristas imprudentes que aceptaron con los ojos cerrados
todos los arreglos hechos .por el excesivamente hábil narrador: la
substancia de esta narración pertenece a la historia, y la acción profunda
ejercida por San Martín no se explicaría si el prestigio de éste se debiera
únicamente a la circulación de una carta escrita".
La influencia de Sulpicio Severo sobre la hagiografía latina fue
inmensa, y no solamente sobre los poetas, sino también sobre todos los
narradores de vidas de santos. Algunos de los episodios recogidos, ya por él,
ya por San Gregorio de Tours, en los cuatro libros que dedicó a coleccionar
milagros de San Martín, han pasado a la literatura hagiográfica universal; por
ejemplo, el del ahorcado a quien el Santo salva la vida.
San Martín había
nacido en Panonia (Szombathely), en Hungría, según parece, por encontrarse
allí de guarnición su padre, tribuno militar. La educación la recibió, sin
embargo, en Pavía. Cuando soñaba con la vida anacorética, se vio obligado a
enrolarse en el ejército, y sirvió en la guardia imperial a caballo. Durante
este tiempo ocurrió en Amiéns el conocido episodio de la limosna de la mitad de
su capa entregada a un pobre. También se nos cuenta, para ponderar su cualidad,
el hecho de que limpiara el calzado al esclavo que le servía de ordenanza. Por
fin, preparado con estas prácticas de caridad, recibe el bautismo y se ve libre
de sus obligaciones militares.
Resuena entonces en
Francia un nombre insigne: el de San Hilario de Poitiers. Atraído por esta
noble e insigne figura, Martín acude a Poitiers y se une a los discípulos del
Santo. Pese a las invitaciones de éste, rehúsa el diaconado, aunque acepta ser
ordenado de exorcista.
El año 356 San
Hilario se ve obligado a exiliarse al Oriente, como consecuencia de las
querellas político-teológicas suscitadas por los arrianos. San Martín aprovecha
este paréntesis para volver a visitar su Panonia natal, donde logra convertir a
su madre.También allí ardían las controversias teológicas, y en alguna ocasión
es azotado públicamente para castigar las actividades emprendidas por él contra
el clero arriano. Con aquella maravillosa facilidad con que, pese a los toscos
medios de comunicación entonces existentes, se desplazan los hombres en
aquellos tiempos, le encontramos poco después en Milán, donde hace un ensayo de
vida monástica cerca de la ciudad, hasta que el obispo arriano le expulsa.
Durante algún tiempo se refugia en un islote de la costa ligur con un
sacerdote. Y allí le llega la noticia de que San Hilario ha vuelto a Poitiers.
Inmediatamente vuela a su lado.
Pero, en Milán y en
la isla ha tomado el gusto a la vida monástica. Por eso, apoyado por San
Hilario, funda un monasterio en Ligugé. Se ha dicho con mucha razón que San
Martín fue "soldado por fuera, obispo por obligación, monje por
gusto". Porque en Ligugé realiza Martín su más hondo deseo.
Sin embargo, aquella vida tranquila, al. margen de los afanes
del cuidado pastoral y de las querellas teológicas, iba a durar bien poco
tiempo. Pronto los milagros vienen a señalar, junto con la ejemplaridad de vida
del abad y de los monjes, su figura a los pueblos de alrededor. La sede de
Tours estaba vacante. Con el pretexto de curar a un enfermo, se le hizo venir a
la ciudad. Y una vez allí, el 4 de julio del año 370 (o acaso del 71) era
consagrado obispo.'
Falta hacía.
Desgraciadamente el episcopado galo-romano había cedido en aquellos tiempos al
espíritu del mundo, y resultaba necesario el contraste con la figura penitente
del nuevo obispo de Tours. Para acentuar más la concepción que él tenía del
episcopado, uno de sus primeros actos fue fundar, en cuanto pudo, un
monasterio, el de Marmoutiers, junto a su ciudad episcopal, monasterio que
pasaría a constituir un auténtico semillero de obispos y sacerdotes
reformadores en medio del relajado clero de las Galias de entonces.
Se ha hecho notar
que en San Martín vienen a concurrir las características de los tres tipos de
santidad entonces conocidos: el de los ascetas, pues personalmente el Santo
aparece revestido de austeridad y penitencia; el de los pontífices, como obispo
de Tours; y el de los misioneros, que entonces empezaba a agregarse a los otros
dos, por la extraordinaria actividad que como tal desarrolla. Le encontramos en
lucha con el paganismo no sólo en su diócesis, sino incluso bien lejos de ella.
Así, por ejemplo, una inscripción nos muestra al Santo bautizando a una cierta
Foedula en Viena de Francia.
Su método misionero
estaba basado en la decisión y la valentía. Rodeado por sus discípulos se
llegaba al pueblo, convocaba la multitud, y uniendo la autoridad a la
persuasión, conseguía la demolición del templo pagano y el derribo de los
árboles sagrados. Hay que decir que, en especial bajo el emperador Graciano,
sincero amigo del cristianismo, San Martín pudo contar en estas empresas con el
apoyo de las autoridades civiles, Pero la verdad es
que, independientemente de esto, su ascendiente personal debía de ser
extraordinario. Prueba de ello está en el atractivo que ejerció sobre
personajes de la talla de un San Paulino de Nola, un Sulpicio Severo y tantos
otros que fueron saliendo de su abadía de Marmoutiers.
Si frente al
paganismo su labor fue espléndida y puede decirse que prácticamente triunfante
en todas las ocasiones, no le faltaron, en cambio, sinsabores en lo que se
refiere a su actividad dentro de la Iglesia. Dos obispos españoles intrigantes
y crueles habían llevado el caso de Prisciliano al emperador, quien decidió,
impulsado por ellos, dar muerte al heresiarca y a todos sus adeptos. San Martín
se conmovió ante la noticia y se dirigió a Tréveris, donde se encontraba la
corte imperial, a fin de salvar la vida de los que aún sobrevivían, pues
entendía que no es la violencia el mejor medio de combatir a los herejes. Lo
consiguió, pero teniendo que pagar un precio que toda la vida le amargara el
haber pagado: comulgar con los obispos perseguidores en el momento en que ellos
consagraban al nuevo obispo de Tréveris, Félix. Este compromiso con obispos
indignos, despreciados a la vez por San Ambrosio y por el obispo de Roma, le
dolió profundamente. Sólo la caridad hacia los condenados a muerte pudo servir
a sus ojos de disculpa para un paso como éste.
Hay un aspecto de la
vida de San Martín digno de ser subrayado: sus relaciones con los funcionarios
importantes y con el mismo emperador. Condescendiente en lo que podía, supo
mantenerse. sin embargo, enteramente firme cuando debía. Si un día llama a las
puertas de Marmoutiers un importantísimo personaje con la pretensión de
sentarse a la mesa de los monjes, tendrá ocasión de ver que se le niega ese
gusto, porque sus costumbres le hacían indigno de aquella compañía. Es más, el
mismo emperador Máximo, en Tréveris, verá cómo el Santo da preferencia a un
sacerdote, a la hora de sentarse a la mesa, sobre el mismo emperador.
Juntamente con San Ambrosio contribuyó San Martín a establecer la libertad de
la Iglesia para oponerse, en nombre del Evangelio, a los abusos de la autoridad
civil.
Esta firmeza le
atrajo enemigos. Aquellos prelados aristócratas, amigos del lujo, tibios en su
fe y aseglarados en sus costumbres, no podían sufrir los ejemplos que del Santo
les venían. Por todas partes ve el Santo cómo su obra es discutida y
atacada. Se le reprochan sus orígenes, se le acusa de haber estado contagiado
por el princilianismo, se le trata de hipócrita. Pronto ve con pena cómo los
obispos reformadores formados en su escuela son relegados a un rincón, mientras
los demás se entregan a inútiles y dañosas querellas de precedencia. Luchas
mezquinas, triste herencia de antiguas rivalidades entre las ciudades,
prefiguración de los conflictos feudales. Los concilios de las Galias se hacen
tumultuosos y vanos. Al igual que San Ambrosio, San Martín se mantiene al
margen de ellos, y ya octogenario, se dedica a prepararse para su muerte.
Esta le llegó en uno
de los sitios más bellos de Francia, en Candes. Se trata de un pueblecito en la
confluencia de los ríos Viena y Loira. Edificado sobre una colina, el paisaje
que desde allí se divisa es realmente maravilloso. La iglesia está en lo alto,
y aún hoy, al entrar en ella, se ve, a la izquierda, una capilla, que señala el
lugar exacto en que ocurrió la muerte del Santo. Había acudido allí para
apaciguar ciertas diferencias que habían surgido entre los clérigos. Se sintió
desfallecer y se acostó.
Tuvo entonces lugar
la escena que todo el mundo conoce, y que recoge y subraya con tanta fuerza el
oficio divino en la fiesta del Santo. Sus discípulos, que le rodeaban, le pedían
que continuara viviendo, porque si no su rebaño quedaría expuesto a grandes
peligros. Él, entonces, contestó: ¡"Señor, si aún soy necesario, no rehúso
continuar viviendo. Que tu voluntad se realice plenamente". ¡Oh feliz varón—exclama
la liturgia—, que ni temió morir ni recusó la vida!"
Sus discípulos le
ofrecían una cama un poco mejor preparada, pero él prefería continuar acostado
sobre la ceniza y recubierto de su cilicio. "No conviene a un cristiano
morir de otra suerte"—respondía—. Fija su vista en el cielo, levantadas
sus manos para la oración, querían los que le rodeaban aliviar su dolor
poniéndole en otra postura: "Dejadme, hermanos -les decía—, mirar al
cielo más que a la tierra para dirigir desde ahora mi alma por el camino que
debe conducirla hacia el Señor".
Llegó el momento
culminante. Aquel grupito de hombres fieles que le rodeaba no podía ocultar sus
sollozos. Él continuaba imperturbable, fijo sus ojos en el cielo, cuando se
apercibió de que el demonio llegaba tratando de arrebatar su alma: "¿Qué
haces tú aquí—gritó con energía sobrehumana—, bestia sanguinaria? No
encontrarás más en mí que te pertenezca, maldito. El seno de Abraham me va
a recoger". Y al decir esto expiró santamente.
Como una
compensación a tantos ataques que había tenido que sufrir en los últimos años
de su vida, de todas partes se alzó a su muerte un elocuente plebiscito de amor
y veneración. La masa del pueblo le aclamó como santo. Una muchedumbre de
monjes y de vírgenes concurrió a sus funerales, señalando la prodigiosa vitalidad
de la institución nacida en Ligugé. Pronto se elevó una modesta capilla sobre
su tumba, que San Perpet (+ 490), sucesor suyo en Tours, transformó en una
importante basílica, cuyo calendario, importantísimo en la historia de la
hagiografía, conocemos por San Gregorio de Tours, y que nos proporciona uno de
los primeros testimonios del tiempo de Adviento.
Recientemente, en el
invierno de 1952 a 1953, se han hecho excavaciones en Ligugé, con resultados
sumamente interesantes. En el terreno próximo a la iglesia renacentista, han
aparecido restos de dos edificios que existieron antes en aquel lugar: una pequeña
villa galo-romana de los siglos II ó III, desaparecida, por lo que puede
conjeturarse, el año 275, cuando la primera invasión. El segundo monumento, que
parece datar de fines del siglo vi y devastado a mediados del siglo v, es único
en Francia, totalmente diferente de lo que hasta ahora se conocía en tipos
de villae. Presenta cierta analogía a los mausoleos antiguos: un
inmenso ábside casi semicircular, de 32 metros de diámetro, cerrado por un muro
frontal en el que se abren varias puertas. Un pasillo interior contornea la
construcción, en torno a una área central más elevada. Exteriormente aparece
una línea de columnas. ¿Se trata del mausoleo de una gran familia, único en
Francia? Los técnicos se inclinan a ver una iglesia votiva dedicada a San
Martín, ya que los mausoleos han sido con frecuencia el modelo de los edificios
votivos paleocristianos. El recuerdo de San Martín habría sido tan excepcional
que daría ocasión para un monumento único en toda Francia construido en su
honor en Ligugé.
Lo cierto es que
desde el principio su tumba constituyó un lugar de peregrinación. Sobre todo en
la época merovingia su culto alcanza un prestigio inmenso. No falta quien vea
en la palabra "capeto", con que se designaba a los reyes de Francia
por entonces, una alusión a "cappatus", es decir, puesto bajo la capa
del Santo, ya que los reyes Capetos se honraron siempre con el título de abades
de San Martín de Tours.
A su popularidad
contribuyó también la fama de los milagros. Su sucesor, San Gregorio (+ 594),
se dedicó incansablemente a reunir cuantos pudo. Nada menos que cuatro libros,
escritos a lo largo de su vida, dejando amplios márgenes de tiempo entre uno y
otro, dedicó a contarlos. Es cierto que San Gregorio tiene por milagro muchos
hechos que podríamos considerar como puramente naturales, simple recompensa
hecha por Dios a una oración llena de espíritu de fe, pero sin alterar las
leyes de la naturaleza: preservación de peligros, castigos a los robos o a los
perjurios, liberación de prisioneros, etc. De todas formas, estas narraciones
de San Gregorio reflejan una sinceridad total. El Santo marca con precisión
cuál ha sido su fuente de información, si ha recibido directamente o no la
noticia del caso, quiénes fueron los testigos, etc. Y de esta manera
contribuye, con la narración de todos aquellos milagros, a difundir y a
arraigar más y más la devoción que toda Europa sentía por el Santo. Si muchos
de estos milagros no resisten la crítica moderna, no por eso dejó San Gregorio
de hacernos un magnífico servicio al contárnoslo, reflejando en ellos
interesantes costumbres de su época y proporcionando un precioso material a
quienes más adelante tendrían que trabajar sobre estos temas.
La fisonomía de San
Martín se nos ofrece firme y bien definida, pese al transcurso de tantos siglos.
Fue un_asceta y un apóstol, pero fue sobre todo hombre de oración. Ni aun
entre las tareas, ciertamente agobiadoras, de su episcopado, dejó de estar en
continua comunicación con Dios. "Como el herrero, en el curso de su
trabajo, encuentra un cierto descanso en golpear de vez en cuando el yunque
—nos dice uno de sus biógrafos—, así Martín, cuando parecia hacer otra cosa,
estaba siempre en oración."
Mortificado y
penitente, sereno entre las adversidades y los triunfos, pobre y humilde,
apartado por completo de las vanidades de este mundo, verdadero discípulo de
Jesucristo. San Martín tuvo una gran influencia en toda la espiritualidad
medieval. La misma historia del Derecho canónico reconoce, en el desarrollo del
instituto de los obispos religiosos, una influencia decisiva de su ejemplo y su
actividad a la hora de construir la figura jurídica de esta clase de obispos.
Pero su gran lección
ha sido siempre la de la caridad. Su gesto en Amiéns dando la mitad de la capa
fue superado más tarde, siendo ya obispo. A punto de celebrar la misa, dio su
túnica entera a un mendigo. Anécdotas éstas que nos reflejan una bondad
profunda, un amor ardiente al prójimo. Sus mismos milagros, como los de Cristo,
son milagros de caridad. Pasó haciendo el bien, entregado, en cuerpo y alma, a
su pueblo.
Aunque consta
ciertamente que murió el 8 de noviembre, su fiesta se celebró, desde el
comienzo, el día 11, no sólo en Tours, sino en toda la Iglesia, a la que había
llegado el conocimiento del resplandor de sus virtudes.
P. LAMBERTO DE
ECHEVERRÍA
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