CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA
FE
DECLARACIÓN
DOMINUS IESUS
DOMINUS IESUS
SOBRE LA UNICIDAD Y LA UNIVERSALIDAD SALVÍFICA
DE JESUCRISTO Y DE LA IGLESIA
I. PLENITUD Y DEFINITIVIDAD DE LA REVELACIÓN DE JESUCRISTO - II. EL
LOGOS ENCARNADO Y EL ESPÍRITU SANTO EN LA OBRA DE LA SALVACIÓN - III. UNICIDAD Y
UNIVERSALIDAD DEL MISTERIO SALVÍFICO DE JESUCRISTO - IV. UNICIDAD Y UNIDAD DE
LA IGLESIA - V.
IGLESIA, REINO DE DIOS Y REINO DE CRISTO - VI. LA IGLESIA Y LAS RELIGIONES EN
RELACIÓN CON LA SALVACIÓN
INTRODUCCIÓN
1. El Señor Jesús, antes
de ascender al cielo, confió a sus discípulos el mandato de anunciar el
Evangelio al mundo entero y de bautizar a todas las naciones: « Id al mundo
entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice,
se salvará; el que se resista a creer, será condenado » (Mc 16,15-16);
« Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced
discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y he
aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28,18-20;
cf. también Lc 24,46-48; Jn 17,18;
20,21; Hch 1,8).
La misión universal de la Iglesia nace
del mandato de Jesucristo y se cumple en el curso de los siglos en la proclamación
del misterio de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y del misterio de la
encarnación del Hijo, como evento de salvación para toda la humanidad. Es éste
el contenido fundamental de la profesión de fe cristiana: « Creo en un solo
Dios, Padre todopoderoso, Creador de cielo y tierra [...]. Creo en un solo
Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los
siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado,
no creado, consustancial con el Padre, por quien todo fue hecho; que por
nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del
Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre; y por nuestra
causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato: padeció y fue sepultado, y
resucitó al tercer día según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a
la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y
muertos, y su reino no tendrá fin. Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de
vida, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo recibe una misma
adoración y gloria, y que habló por los profetas. Creo en la Iglesia, que es
una, santa, católica y apostólica. Confieso que hay un solo Bautismo para el
perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del
mundo futuro ».1
2. La Iglesia, en el curso de los
siglos, ha proclamado y testimoniado con fidelidad el Evangelio de Jesús. Al
final del segundo milenio, sin embargo, esta misión está todavía lejos de su
cumplimiento.2 Por eso, hoy más que nunca, es actual el grito
del apóstol Pablo sobre el compromiso misionero de cada bautizado: « Predicar
el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me
incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1 Co 9,16).
Eso explica la particular atención que el Magisterio ha dedicado a motivar y a
sostener la misión evangelizadora de la Iglesia, sobre todo en relación con las
tradiciones religiosas del mundo.3
Teniendo en cuenta los valores que éstas
testimonian y ofrecen a la humanidad, con una actitud abierta y positiva, la
Declaración conciliar sobre la relación de la Iglesia con las religiones no
cristianas afirma: « La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas
religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de
obrar y de vivir, los preceptos y las doctrinas, que, por más que discrepen en
mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de
aquella Verdad que ilumina a todos los hombres ».4 Prosiguiendo
en esta línea, el compromiso eclesial de anunciar a Jesucristo, « el camino, la
verdad y la vida » (Jn 14,6), se sirve hoy también de la práctica
del diálogo interreligioso, que ciertamente no sustituye sino que acompaña
la missio ad gentes, en virtud de aquel « misterio de unidad », del
cual « deriva que todos los hombres y mujeres que son salvados participan,
aunque en modos diferentes, del mismo misterio de salvación en Jesucristo por
medio de su Espíritu ».5 Dicho diálogo, que forma parte de la
misión evangelizadora de la Iglesia,6 comporta una actitud de
comprensión y una relación de conocimiento recíproco y de mutuo
enriquecimiento, en la obediencia a la verdad y en el respeto de la libertad.7
3. En la práctica y profundización
teórica del diálogo entre la fe cristiana y las otras tradiciones religiosas
surgen cuestiones nuevas, las cuales se trata de afrontar recorriendo nuevas
pistas de búsqueda, adelantando propuestas y sugiriendo comportamientos, que
necesitan un cuidadoso discernimiento. En esta búsqueda, la presente
Declaración interviene para llamar la atención de los Obispos, de los teólogos
y de todos los fieles católicos sobre algunos contenidos doctrinales
imprescindibles, que puedan ayudar a que la reflexión teológica madure
soluciones conformes al dato de la fe, que respondan a las urgencias culturales
contemporáneas.
El lenguaje expositivo de la Declaración
responde a su finalidad, que no es la de tratar en modo orgánico la
problemática relativa a la unicidad y universalidad salvífica del misterio de
Jesucristo y de la Iglesia, ni el proponer soluciones a las cuestiones
teológicas libremente disputadas, sino la de exponer nuevamente la doctrina de
la fe católica al respecto. Al mismo tiempo la Declaración quiere indicar
algunos problemas fundamentales que quedan abiertos para ulteriores
profundizaciones, y confutar determinadas posiciones erróneas o ambiguas. Por
eso el texto retoma la doctrina enseñada en documentos precedentes del
Magisterio, con la intención de corroborar las verdades que forman parte del
patrimonio de la fe de la Iglesia.
4. El perenne anuncio misionero de
la Iglesia es puesto hoy en peligro por teorías de tipo relativista, que tratan
de justificar el pluralismo religioso, no sólo de facto sino
también de iure (o de principio). En consecuencia, se retienen
superadas, por ejemplo, verdades tales como el carácter definitivo y completo
de la revelación de Jesucristo, la naturaleza de la fe cristiana con respecto a
la creencia en las otra religiones, el carácter inspirado de los libros de la
Sagrada Escritura, la unidad personal entre el Verbo eterno y Jesús de Nazaret,
la unidad entre la economía del Verbo encarnado y del Espíritu Santo, la
unicidad y la universalidad salvífica del misterio de Jesucristo, la mediación
salvífica universal de la Iglesia, la inseparabilidad —aun en la distinción—
entre el Reino de Dios, el Reino de Cristo y la Iglesia, la subsistencia en la
Iglesia católica de la única Iglesia de Cristo.
Las raíces de estas afirmaciones hay que
buscarlas en algunos presupuestos, ya sean de naturaleza filosófica o
teológica, que obstaculizan la inteligencia y la acogida de la verdad revelada.
Se pueden señalar algunos: la convicción de la inaferrablilidad y la
inefabilidad de la verdad divina, ni siquiera por parte de la revelación
cristiana; la actitud relativista con relación a la verdad, en virtud de lo
cual aquello que es verdad para algunos no lo es para otros; la contraposición
radical entre la mentalidad lógica atribuida a Occidente y la mentalidad simbólica
atribuida a Oriente; el subjetivismo de quien, considerando la razón como única
fuente de conocimiento, se hace « incapaz de levantar la mirada hacia lo alto
para atreverse a alcanzar la verdad del ser »;8 la dificultad
de comprender y acoger en la historia la presencia de eventos definitivos y
escatológicos; el vaciamiento metafísico del evento de la encarnación histórica
del Logos eterno, reducido a un mero aparecer de Dios en la
historia; el eclecticismo de quien, en la búsqueda teológica, asume ideas derivadas
de diferentes contextos filosóficos y religiosos, sin preocuparse de su
coherencia y conexión sistemática, ni de su compatibilidad con la verdad
cristiana; la tendencia, en fin, a leer e interpretar la Sagrada Escritura
fuera de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia.
Sobre la base de tales presupuestos, que
se presentan con matices diversos, unas veces como afirmaciones y otras como
hipótesis, se elaboran algunas propuestas teológicas en las cuales la
revelación cristiana y el misterio de Jesucristo y de la Iglesia pierden su
carácter de verdad absoluta y de universalidad salvífica, o al menos se arroja
sobre ellos la sombra de la duda y de la inseguridad.
I. PLENITUD Y DEFINITIVIDAD
DE LA REVELACIÓN DE JESUCRISTO
DE LA REVELACIÓN DE JESUCRISTO
5. Para poner remedio a esta
mentalidad relativista, cada vez más difundida, es necesario reiterar, ante
todo, el carácter definitivo y completo de la revelación de Jesucristo. Debe
ser, en efecto, firmemente creída la afirmación de que en el
misterio de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, el cual es « el camino, la
verdad y la vida » (cf. Jn 14,6), se da la revelación de la
plenitud de la verdad divina: « Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al
Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar
» (Mt 11,27). « A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que
está en el seno del Padre, él lo ha revelado » (Jn 1,18); « porque
en él reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente » (Col 2,9-10).
Fiel a la palabra de Dios, el Concilio
Vaticano II enseña: « La verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación
humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo
mediador y plenitud de toda la revelación ».9 Y confirma: «
Jesucristo, el Verbo hecho carne, “hombre enviado a los hombres”, habla
palabras de Dios (Jn 3,34) y lleva a cabo la obra de la
salvación que el Padre le confió (cf. Jn 5,36; 17,4). Por
tanto, Jesucristo —ver al cual es ver al Padre (cf. Jn 14,9)—,
con su total presencia y manifestación, con palabras y obras, señales y
milagros, sobre todo con su muerte y resurrección gloriosa de entre los
muertos, y finalmente, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud
toda la revelación y la confirma con el testimonio divino [...]. La economía
cristiana, como la alianza nueva y definitiva, nunca cesará; y no hay que
esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de
nuestro Señor Jesucristo (cf. 1 Tm 6,14; Tit 2,13)
».10
Por esto la encíclica Redemptoris
missio propone nuevamente a la Iglesia la tarea de proclamar el
Evangelio, como plenitud de la verdad: « En esta Palabra definitiva de su
revelación, Dios se ha dado a conocer del modo más completo; ha dicho a la
humanidad quién es. Esta autorrevelación definitiva de Dios es el motivo
fundamental por el que la Iglesia es misionera por naturaleza. Ella no puede
dejar de proclamar el Evangelio, es decir, la plenitud de la verdad que Dios
nos ha dado a conocer sobre sí mismo ».11 Sólo la revelación de
Jesucristo, por lo tanto, « introduce en nuestra historia una verdad universal
y última que induce a la mente del hombre a no pararse nunca ».12
6. Es, por lo tanto, contraria a la
fe de la Iglesia la tesis del carácter limitado, incompleto e imperfecto de la
revelación de Jesucristo, que sería complementaria a la presente en las otras
religiones. La razón que está a la base de esta aserción pretendería fundarse
sobre el hecho de que la verdad acerca de Dios no podría ser acogida y
manifestada en su globalidad y plenitud por ninguna religión histórica, por lo
tanto, tampoco por el cristianismo ni por Jesucristo.
Esta posición contradice radicalmente
las precedentes afirmaciones de fe, según las cuales en Jesucristo se da la
plena y completa revelación del misterio salvífico de Dios. Por lo tanto, las
palabras, las obras y la totalidad del evento histórico de Jesús, aun siendo
limitados en cuanto realidades humanas, sin embargo, tienen como fuente la
Persona divina del Verbo encarnado, « verdadero Dios y verdadero hombre »13 y
por eso llevan en sí la definitividad y la plenitud de la revelación de las
vías salvíficas de Dios, aunque la profundidad del misterio divino en sí mismo
siga siendo trascendente e inagotable. La verdad sobre Dios no es abolida o
reducida porque sea dicha en lenguaje humano. Ella, en cambio, sigue siendo
única, plena y completa porque quien habla y actúa es el Hijo de Dios
encarnado. Por esto la fe exige que se profese que el Verbo hecho carne, en
todo su misterio, que va desde la encarnación a la glorificación, es la fuente,
participada mas real, y el cumplimiento de toda la revelación salvífica de Dios
a la humanidad,14 y que el Espíritu Santo, que es el Espíritu
de Cristo, enseña a los Apóstoles, y por medio de ellos a toda la Iglesia de
todos los tiempos, « la verdad completa » (Jn 16,13).
7. La respuesta adecuada a la
revelación de Dios es « la obediencia de la fe (Rm 1,5:
Cf. Rm 16,26; 2 Co 10,5-6), por la que el
hombre se confía libre y totalmente a Dios, prestando “a Dios revelador el
homenaje del entendimiento y de la voluntad”, y asintiendo voluntariamente a la
revelación hecha por Él ».15 La fe es un don de la gracia: «
Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que previene y ayuda, y
los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo
convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da “a todos la suavidad en el
aceptar y creer la verdad” ».16
La obediencia de la fe conduce a la
acogida de la verdad de la revelación de Cristo, garantizada por Dios, quien es
la Verdad misma;17 « La fe es ante todo una adhesión
personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e
inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha
revelado ».18 La fe, por lo tanto, « don de Dios » y «
virtud sobrenatural infundida por Él »,19 implica una doble
adhesión: a Dios que revela y a la verdad revelada por él, en virtud de la
confianza que se le concede a la persona que la afirma. Por esto « no debemos
creer en ningún otro que no sea Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo ».20
Debe ser, por lo tanto, firmemente
retenida la distinción entre la fe teologal y
la creencia en las otras religiones. Si la fe es la acogida en
la gracia de la verdad revelada, que « permite penetrar en el misterio,
favoreciendo su comprensión coherente »,21 la creencia en las
otras religiones es esa totalidad de experiencia y pensamiento que constituyen
los tesoros humanos de sabiduría y religiosidad, que el hombre, en su búsqueda
de la verdad, ha ideado y creado en su referencia a lo Divino y al Absoluto.22
No siempre tal distinción es tenida en
consideración en la reflexión actual, por lo cual a menudo se identifica
la fe teologal, que es la acogida de la verdad revelada por Dios
Uno y Trino, y la creencia en las otras religiones, que es una
experiencia religiosa todavía en búsqueda de la verdad absoluta y carente
todavía del asentimiento a Dios que se revela. Este es uno de los motivos por
los cuales se tiende a reducir, y a veces incluso a anular, las diferencias
entre el cristianismo y las otras religiones.
8. Se propone también la hipótesis
acerca del valor inspirado de los textos sagrados de otras religiones.
Ciertamente es necesario reconocer que tales textos contienen elementos gracias
a los cuales multitud de personas a través de los siglos han podido y todavía
hoy pueden alimentar y conservar su relación religiosa con Dios. Por esto,
considerando tanto los modos de actuar como los preceptos y las doctrinas de
las otras religiones, el Concilio Vaticano II —como se ha recordado antes—
afirma que « por más que discrepen en mucho de lo que ella [la Iglesia] profesa
y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a
todos los hombres ».23
La tradición de la Iglesia, sin embargo,
reserva la calificación de textos inspirados a los libros
canónicos del Antiguo y Nuevo Testamento, en cuanto inspirados por el Espíritu
Santo.24 Recogiendo esta tradición, la Constitución dogmática
sobre la divina Revelación del Concilio Vaticano II enseña: « La santa Madre
Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los libros
enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos
bajo la inspiración del Espíritu Santo (cf. Jn 20, 31; 2
Tm 3,16; 2 Pe 1,19-21; 3,15-16), tienen a Dios como
autor y como tales se le han entregado a la misma Iglesia ».25 Esos
libros « enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios
quiso consignar en las sagradas letras de nuestra salvación ».26
Sin embargo, queriendo llamar a sí a
todas las gentes en Cristo y comunicarles la plenitud de su revelación y de su
amor, Dios no deja de hacerse presente en muchos modos « no sólo en cada
individuo, sino también en los pueblos mediante sus riquezas espirituales, cuya
expresión principal y esencial son las religiones, aunque contengan “lagunas,
insuficiencias y errores” ».27 Por lo tanto, los libros
sagrados de otras religiones, que de hecho alimentan y guían la existencia de
sus seguidores, reciben del misterio de Cristo aquellos elementos de bondad y
gracia que están en ellos presentes.
II. EL LOGOS ENCARNADOY EL ESPÍRITU
SANTO
EN LA OBRA DE LA SALVACIÓN
EN LA OBRA DE LA SALVACIÓN
9. En la reflexión teológica
contemporánea a menudo emerge un acercamiento a Jesús de Nazaret como si fuese
una figura histórica particular y finita, que revela lo divino de manera no
exclusiva sino complementaria a otras presencias reveladoras y salvíficas. El
Infinito, el Absoluto, el Misterio último de Dios se manifestaría así a la
humanidad en modos diversos y en diversas figuras históricas: Jesús de Nazaret
sería una de esas. Más concretamente, para algunos él sería uno de los tantos
rostros que el Logos habría asumido en el curso del tiempo para comunicarse
salvíficamente con la humanidad.
Además, para justificar por una parte la
universalidad de la salvación cristiana y por otra el hecho del pluralismo
religioso, se proponen contemporaneamente una economía del Verbo eterno válida
también fuera de la Iglesia y sin relación a ella, y una economía del Verbo
encarnado. La primera tendría una plusvalía de universalidad respecto a la
segunda, limitada solamente a los cristianos, aunque si bien en ella la
presencia de Dios sería más plena.
10. Estas tesis contrastan
profundamente con la fe cristiana. Debe ser, en efecto, firmemente
creída la doctrina de fe que proclama que Jesús de Nazaret, hijo de
María, y solamente él, es el Hijo y Verbo del Padre. El Verbo, que « estaba en
el principio con Dios » (Jn 1,2), es el mismo que « se hizo carne »
(Jn 1,14). En Jesús « el Cristo, el Hijo de Dios vivo » (Mt 16,16)
« reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente » (Col 2,9).
Él es « el Hijo único, que está en el seno del Padre » (Jn 1,18),
el « Hijo de su amor, en quien tenemos la redención [...]. Dios tuvo a bien
hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar con él y para él todas las
cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en
los cielos » (Col 1,13-14.19-20).
Fiel a las Sagradas Escrituras y
refutando interpretaciones erróneas y reductoras, el primer Concilio de Nicea
definió solemnemente su fe en « Jesucristo Hijo de Dios, nacido unigénito del
Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios
verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial al Padre, por
quien todas las cosas fueron hechas, las que hay en el cielo y las que hay en
la tierra, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió y se
encarnó, se hizo hombre, padeció, y resucitó al tercer día, subió a los cielos,
y ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos ».28 Siguiendo
las enseñanzas de los Padres, también el Concilio de Calcedonia profesó que «
uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, es él mismo perfecto en
divinidad y perfecto en humanidad, Dios verdaderamente, y verdaderamente hombre
[...], consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad, y consustancial con
nosotros en cuanto a la humanidad [...], engendrado por el Padre antes de los
siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros
y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, madre de Dios, en cuanto a
la humanidad ».29
Por esto, el Concilio Vaticano II afirma
que Cristo « nuevo Adán », « imagen de Dios invisible » (Col 1,15),
« es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la
semejanza divina, deformada por el primer pecado [...]. Cordero inocente, con
la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En Él Dios nos
reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y
del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El
Hijo de Dios “me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20) ».30
Al respecto Juan Pablo II ha declarado
explícitamente: « Es contrario a la fe cristiana introducir cualquier
separación entre el Verbo y Jesucristo [...]: Jesús es el Verbo encarnado, una
sola persona e inseparable [...]. Cristo no es sino Jesús de Nazaret, y éste es
el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos [...]. Mientras vamos
descubriendo y valorando los dones de todas clases, sobre todo las riquezas
espirituales que Dios ha concedido a cada pueblo, no podemos disociarlos de
Jesucristo, centro del plan divino de salvación ».31
Es también contrario a la fe católica
introducir una separación entre la acción salvífica del Logos en cuanto tal, y
la del Verbo hecho carne. Con la encarnación, todas las acciones salvíficas del
Verbo de Dios, se hacen siempre en unión con la naturaleza humana que él ha
asumido para la salvación de todos los hombres. El único sujeto que obra en las
dos naturalezas, divina y humana, es la única persona del Verbo.32
Por lo tanto no es compatible con la
doctrina de la Iglesia la teoría que atribuye una actividad salvífica al Logos
como tal en su divinidad, que se ejercitaría « más allá » de la humanidad de
Cristo, también después de la encarnación.33
11. Igualmente, debe ser firmemente
creída la doctrina de fe sobre la unicidad de la economía salvífica
querida por Dios Uno y Trino, cuya fuente y centro es el misterio de la
encarnación del Verbo, mediador de la gracia divina en el plan de la creación y
de la redención (cf. Col 1,15-20), recapitulador de todas las
cosas (cf. Ef 1,10), « al cual hizo Dios para nosotros
sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención » (1
Co 1,30). En efecto, el misterio de Cristo tiene una unidad
intrínseca, que se extiende desde la elección eterna en Dios hasta la parusía:
« [Dios] nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos
e inmaculados en su presencia, en el amor » (Ef 1,4); En él « por
quien entramos en herencia, elegidos de antemano según el previo designio del
que realiza todo conforme a la decisión de su voluntad » (Ef 1,11);
« Pues a los que de antemano conoció [el Padre], también los predestinó a
reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos
hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los justificó; a los que
justificó, a ésos también los glorificó » (Rm 8,29-30).
El Magisterio de la Iglesia, fiel a la
revelación divina, reitera que Jesucristo es el mediador y el redentor universal:
« El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre
perfecto, salvará a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor [...] es
aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo
juez de vivos y de muertos ».34 Esta mediación salvífica
también implica la unicidad del sacrificio redentor de Cristo, sumo y eterno
sacerdote (cf. Eb 6,20; 9,11; 10,12-14).
12. Hay también quien propone la
hipótesis de una economía del Espíritu Santo con un carácter más universal que
la del Verbo encarnado, crucificado y resucitado. También esta afirmación es
contraria a la fe católica, que, en cambio, considera la encarnación salvífica
del Verbo como un evento trinitario. En el Nuevo Testamento el misterio de
Jesús, Verbo encarnado, constituye el lugar de la presencia del Espíritu Santo
y la razón de su efusión a la humanidad, no sólo en los tiempos mesiánicos
(cf. Hch 2,32‑36; Jn 20,20; 7,39; 1
Co 15,45), sino también antes de su venida en la historia (cf. 1
Co 10,4; 1 Pe 1,10-12).
El Concilio Vaticano II ha llamado la atención de la conciencia de fe de
la Iglesia sobre esta verdad fundamental. Cuando expone el plan salvífico del
Padre para toda la humanidad, el Concilio conecta estrechamente desde el inicio
el misterio de Cristo con el del Espíritu.35Toda la obra de
edificación de la Iglesia a través de los siglos se ve como una realización de
Jesucristo Cabeza en comunión con su Espíritu.36
Además, la acción salvífica de
Jesucristo, con y por medio de su Espíritu, se extiende más allá de los
confines visibles de la Iglesia y alcanza a toda la humanidad. Hablando del
misterio pascual, en el cual Cristo asocia vitalmente al creyente a sí mismo en
el Espíritu Santo, y le da la esperanza de la resurrección, el Concilio afirma:
« Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los
hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible.
Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una
sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo
ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se
asocien a este misterio pascual ».37
Queda claro, por lo tanto, el vínculo
entre el misterio salvífico del Verbo encarnado y el del Espíritu Santo, que
actúa el influjo salvífico del Hijo hecho hombre en la vida de todos los
hombres, llamados por Dios a una única meta, ya sea que hayan precedido
históricamente al Verbo hecho hombre, o que vivan después de su venida en la
historia: de todos ellos es animador el Espíritu del Padre, que el Hijo del
hombre dona libremente (cf. Jn 3,34).
Por eso el Magisterio reciente de la
Iglesia ha llamado la atención con firmeza y claridad sobre la verdad de una
única economía divina: « La presencia y la actividad del Espíritu no afectan
únicamente a los individuos, sino también a la sociedad, a la historia, a los
pueblos, a las culturas y a las religiones [...]. Cristo resucitado obra ya por
la virtud de su Espíritu [...]. Es también el Espíritu quien esparce “las
semillas de la Palabra” presentes en los ritos y culturas, y los prepara para
su madurez en Cristo ».38 Aun reconociendo la función
histórico-salvífica del Espíritu en todo el universo y en la historia de la
humanidad,39 sin embargo confirma: « Este Espíritu es el mismo
que se ha hecho presente en la encarnación, en la vida, muerte y resurrección
de Jesús y que actúa en la Iglesia. No es, por consiguiente, algo alternativo a
Cristo, ni viene a llenar una especie de vacío, como a veces se da por
hipótesis, que exista entre Cristo y el Logos. Todo lo que el Espíritu obra en
los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y
religiones, tiene un papel de preparación evangélica, y no puede menos de
referirse a Cristo, Verbo encarnado por obra del Espíritu, “para que, hombre
perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas” ».40
En conclusión, la acción del Espíritu no está fuera o al lado de la
acción de Cristo. Se trata de una sola economía salvífica de Dios Uno y Trino,
realizada en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de
Dios, llevada a cabo con la cooperación del Espíritu Santo y extendida en su
alcance salvífico a toda la humanidad y a todo el universo: « Los hombres,
pues, no pueden entrar en comunión con Dios si no es por medio de Cristo y bajo
la acción del Espíritu ».41
III. UNICIDAD Y UNIVERSALIDAD
DEL MISTERIO SALVÍFICO DE JESUCRISTO
DEL MISTERIO SALVÍFICO DE JESUCRISTO
13. Es también frecuente la tesis
que niega la unicidad y la universalidad salvífica del misterio de Jesucristo.
Esta posición no tiene ningún fundamento bíblico. En efecto, debe ser firmemente
creída, como dato perenne de la fe de la Iglesia, la proclamación de
Jesucristo, Hijo de Dios, Señor y único salvador, que en su evento de
encarnación, muerte y resurrección ha llevado a cumplimiento la historia de la
salvación, que tiene en él su plenitud y su centro.
Los testimonios neotestamentarios lo
certifican con claridad: « El Padre envió a su Hijo, como salvador del mundo »
(1 Jn 4,14); « He aquí el cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo » (Jn 1,29). En su discurso ante el sanedrín, Pedro, para
justificar la curación del tullido de nacimiento realizada en el nombre de
Jesús (cf. Hch 3,1-8), proclama: « Porque no hay bajo el cielo
otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos » (Hch 4,12).
El mismo apóstol añade además que « Jesucristo es el Señor de todos »; « está
constituido por Dios juez de vivos y muertos »; por lo cual « todo el que cree
en él alcanza, por su nombre, el perdón de los pecados » (Hch 10,36.42.43).
Pablo, dirigiéndose a la comunidad de
Corinto, escribe: « Pues aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el
cielo bien en la tierra, de forma que hay multitud de dioses y de señores, para
nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las
cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas
las cosas y por el cual somos nosotros » (1 Co 8,5-6). También el
apóstol Juan afirma: « Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único,
para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque
Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el
mundo se salve por él » (Jn 3,16-17). En el Nuevo Testamento, la
voluntad salvífica universal de Dios está estrechamente conectada con la única
mediación de Cristo: « [Dios] quiere que todos los hombres se salven y lleguen
al conocimiento pleno de la verdad. Porque hay un solo Dios, y también un solo
mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó
a sí mismo como rescate por todos » (1 Tm 2,4-6).
Basados en esta conciencia del don de la
salvación, único y universal, ofrecido por el Padre por medio de Jesucristo en
el Espíritu Santo (cf. Ef 1,3-14), los primeros cristianos se
dirigieron a Israel mostrando que el cumplimiento de la salvación iba más allá
de la Ley, y afrontaron después al mundo pagano de entonces, que aspiraba a la
salvación a través de una pluralidad de dioses salvadores. Este patrimonio de
la fe ha sido propuesto una vez más por el Magisterio de la Iglesia: « Cree la
Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos (cf. 2 Co 5,15),
da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda
responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a la
humanidad otro nombre en el que sea posible salvarse (cf. Hch 4,12).
Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se
halla en su Señor y Maestro ».42
14. Debe ser, por lo tanto, firmemente
creída como verdad de fe católica que la voluntad salvífica universal
de Dios Uno y Trino es ofrecida y cumplida una vez para siempre en el misterio
de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios.
Teniendo en cuenta este dato de fe, y
meditando sobre la presencia de otras experiencias religiosas no cristianas y
sobre su significado en el plan salvífico de Dios, la teología está hoy
invitada a explorar si es posible, y en qué medida, que también figuras y
elementos positivos de otras religiones puedan entrar en el plan divino de la
salvación. En esta tarea de reflexión la investigación teológica tiene ante sí
un extenso campo de trabajo bajo la guía del Magisterio de la Iglesia. El
Concilio Vaticano II, en efecto, afirmó que « la única mediación del Redentor
no excluye, sino suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que
participa de la fuente única ».43 Se debe profundizar el
contenido de esta mediación participada, siempre bajo la norma del principio de
la única mediación de Cristo: « Aun cuando no se excluyan mediaciones
parciales, de cualquier tipo y orden, éstas sin embargo cobran significado y
valor únicamente por la mediación de Cristo y no pueden ser
entendidas como paralelas y complementarias ».44 No obstante,
serían contrarias a la fe cristiana y católica aquellas propuestas de solución
que contemplen una acción salvífica de Dios fuera de la única mediación de
Cristo.
15. No pocas veces algunos proponen
que en teología se eviten términos como « unicidad », « universalidad », «
absolutez », cuyo uso daría la impresión de un énfasis excesivo acerca del
valor del evento salvífico de Jesucristo con relación a las otras religiones.
En realidad, con este lenguaje se expresa simplemente la fidelidad al dato
revelado, pues constituye un desarrollo de las fuentes mismas de la fe. Desde
el inicio, en efecto, la comunidad de los creyentes ha reconocido que
Jesucristo posee una tal valencia salvífica, que Él sólo, como Hijo de Dios
hecho hombre, crucificado y resucitado, en virtud de la misión recibida del
Padre y en la potencia del Espíritu Santo, tiene el objetivo de donar la
revelación (cf. Mt 11,27) y la vida divina (cf. Jn 1,12;
5,25-26; 17,2) a toda la humanidad y a cada hombre.
En este sentido se puede y se debe decir
que Jesucristo tiene, para el género humano y su historia, un significado y un
valor singular y único, sólo de él propio, exclusivo, universal y absoluto.
Jesús es, en efecto, el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos.
Recogiendo esta conciencia de fe, el Concilio Vaticano II enseña: « El Verbo de
Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvara a
todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana,
“punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la
civilización”, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total
de sus aspiraciones. Él es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a
su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos ».45 «
Es precisamente esta singularidad única de Cristo la que le confiere un
significado absoluto y universal, por lo cual, mientras está en la historia, es
el centro y el fin de la misma: “Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero
y el Último, el Principio y el Fin” (Ap 22,13) ».46
IV. UNICIDAD Y UNIDAD DE LA IGLESIA
16. El Señor Jesús, único salvador,
no estableció una simple comunidad de discípulos, sino que constituyó a la
Iglesia como misterio salvífico: Él mismo está en la Iglesia y la
Iglesia está en Él (cf. Jn 15,1ss; Ga 3,28; Ef 4,15-16; Hch 9,5);
por eso, la plenitud del misterio salvífico de Cristo pertenece también a la
Iglesia, inseparablemente unida a su Señor. Jesucristo, en efecto, continúa su
presencia y su obra de salvación en la Iglesia y a través de la Iglesia (cf. Col 1,24-27),47 que
es su cuerpo (cf. 1 Co 12, 12-13.27; Col 1,18).48 Y
así como la cabeza y los miembros de un cuerpo vivo aunque no se identifiquen
son inseparables, Cristo y la Iglesia no se pueden confundir pero tampoco
separar, y constituyen un único « Cristo total ».49 Esta misma
inseparabilidad se expresa también en el Nuevo Testamento mediante la analogía
de la Iglesia como Esposa de Cristo (cf. 2 Cor 11,2; Ef 5,25-29; Ap 21,2.9).50
Por eso, en conexión con la unicidad y
la universalidad de la mediación salvífica de Jesucristo, debe ser firmemente
creída como verdad de fe católica la unicidad de la Iglesia por él
fundada. Así como hay un solo Cristo, uno solo es su cuerpo, una sola es su
Esposa: « una sola Iglesia católica y apostólica ».51 Además,
las promesas del Señor de no abandonar jamás a su Iglesia (cf. Mt 16,18;
28,20) y de guiarla con su Espíritu (cf. Jn 16,13) implican
que, según la fe católica, la unicidad y la unidad, como todo lo que pertenece
a la integridad de la Iglesia, nunca faltaran.52
Los fieles están obligados a
profesar que existe una continuidad histórica —radicada en la sucesión
apostólica—53 entre la Iglesia fundada por Cristo y la Iglesia
católica: « Esta es la única Iglesia de Cristo [...] que nuestro Salvador
confió después de su resurrección a Pedro para que la apacentara (Jn 24,17),
confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt 28,18ss.),
y la erigió para siempre como « columna y fundamento de la verdad » (1
Tm 3,15). Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una
sociedad, subsiste [subsistit in] en la Iglesia católica, gobernada por
el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él ».54 Con
la expresión « subsitit in », el Concilio Vaticano II quiere
armonizar dos afirmaciones doctrinales: por un lado que la Iglesia de Cristo,
no obstante las divisiones entre los cristianos, sigue existiendo plenamente
sólo en la Iglesia católica, y por otro lado que « fuera de su estructura
visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad »,55 ya
sea en las Iglesias que en las Comunidades eclesiales separadas de la Iglesia
católica.56 Sin embargo, respecto a estas últimas, es necesario
afirmar que su eficacia « deriva de la misma plenitud de gracia y verdad que
fue confiada a la Iglesia católica ».57
17. Existe, por lo tanto, una única
Iglesia de Cristo, que subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el
Sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él.58 Las
Iglesias que no están en perfecta comunión con la Iglesia católica pero se
mantienen unidas a ella por medio de vínculos estrechísimos como la sucesión
apostólica y la Eucaristía válidamente consagrada, son verdaderas iglesias
particulares.59 Por eso, también en estas Iglesias está
presente y operante la Iglesia de Cristo, si bien falte la plena comunión con
la Iglesia católica al rehusar la doctrina católica del Primado, que por
voluntad de Dios posee y ejercita objetivamente sobre toda la Iglesia el Obispo
de Roma.60
Por el contrario, las Comunidades
eclesiales que no han conservado el Episcopado válido y la genuina e íntegra
sustancia del misterio eucarístico,61 no son Iglesia en sentido
propio; sin embargo, los bautizados en estas Comunidades, por el Bautismo han
sido incorporados a Cristo y, por lo tanto, están en una cierta comunión, si
bien imperfecta, con la Iglesia.62 En efecto, el Bautismo en sí
tiende al completo desarrollo de la vida en Cristo mediante la íntegra
profesión de fe, la Eucaristía y la plena comunión en la Iglesia.63
« Por lo tanto, los fieles no pueden
imaginarse la Iglesia de Cristo como la suma —diferenciada y de alguna manera
unitaria al mismo tiempo— de las Iglesias y Comunidades eclesiales; ni tienen
la facultad de pensar que la Iglesia de Cristo hoy no existe en ningún lugar y
que, por lo tanto, deba ser objeto de búsqueda por parte de todas las Iglesias
y Comunidades ».64 En efecto, « los elementos de esta Iglesia
ya dada existen juntos y en plenitud en la Iglesia católica, y sin esta
plenitud en las otras Comunidades ».65 « Por consiguiente,
aunque creamos que las Iglesias y Comunidades separadas tienen sus defectos, no
están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque
el Espíritu de Cristo no ha rehusado servirse de ellas como medios de
salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de la gracia y de la verdad
que se confió a la Iglesia ».66
La falta de unidad entre los cristianos
es ciertamente una herida para la Iglesia; no en el sentido de
quedar privada de su unidad, sino « en cuanto obstáculo para la realización
plena de su universalidad en la historia ».67
V. IGLESIA, REINO DE DIOS Y REINO DE
CRISTO
18. La misión de la Iglesia es «
anunciar el Reino de Cristo y de Dios, establecerlo en medio de todas las
gentes; [la Iglesia] constituye en la tierra el germen y el principio de este
Reino ».68 Por un lado la Iglesia es « sacramento, esto es,
signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el
género humano »;69 ella es, por lo tanto, signo e instrumento
del Reino: llamada a anunciarlo y a instaurarlo. Por otro lado, la Iglesia es
el « pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo »;70 ella
es, por lo tanto, el « reino de Cristo, presente ya en el misterio »,71 constituyendo,
así, su germen einicio. El Reino de Dios tiene, en
efecto, una dimensión escatológica: Es una realidad presente en el tiempo, pero
su definitiva realización llegará con el fin y el cumplimiento de la historia.72
De los textos bíblicos y de los
testimonios patrísticos, así como de los documentos del Magisterio de la
Iglesia no se deducen significados unívocos para las expresiones Reino
de los Cielos, Reino de Dios y Reino de Cristo,
ni de la relación de los mismos con la Iglesia, ella misma misterio que no
puede ser totalmente encerrado en un concepto humano. Pueden existir, por lo
tanto, diversas explicaciones teológicas sobre estos argumentos. Sin embargo,
ninguna de estas posibles explicaciones puede negar o vaciar de contenido en
modo alguno la íntima conexión entre Cristo, el Reino y la Iglesia. En efecto,
« el Reino de Dios que conocemos por la Revelación, no puede ser separado ni de
Cristo ni de la Iglesia... Si se separa el Reino de la persona de Jesús, no es
éste ya el Reino de Dios revelado por él, y se termina por distorsionar tanto
el significado del Reino —que corre el riesgo de transformarse en un objetivo
puramente humano e ideológico— como la identidad de Cristo, que no aparece como
el Señor, al cual debe someterse todo (cf. 1 Co 15,27);
asimismo, el Reino no puede ser separado de la Iglesia. Ciertamente, ésta no es
un fin en sí misma, ya que está ordenada al Reino de Dios, del cual es germen,
signo e instrumento. Sin embargo, a la vez que se distingue de Cristo y del
Reino, está indisolublemente unida a ambos ».73
19. Afirmar la relación indivisible
que existe entre la Iglesia y el Reino no implica olvidar que el Reino de Dios
—si bien considerado en su fase histórica— no se identifica con la Iglesia en
su realidad visible y social. En efecto, no se debe excluir « la obra de Cristo
y del Espíritu Santo fuera de los confines visibles de la Iglesia ».74 Por
lo tanto, se debe también tener en cuenta que « el Reino interesa a todos: a
las personas, a la sociedad, al mundo entero. Trabajar por el Reino quiere
decir reconocer y favorecer el dinamismo divino, que está presente en la
historia humana y la transforma. Construir el Reino significa trabajar por la
liberación del mal en todas sus formas. En resumen, el Reino de Dios es la
manifestación y la realización de su designio de salvación en toda su plenitud
».75
Al considerar la relación entre Reino de
Dios, Reino de Cristo e Iglesia es necesario, de todas maneras, evitar
acentuaciones unilaterales, como en el caso de « determinadas concepciones que
intencionadamente ponen el acento sobre el Reino y se presentan como
“reinocéntricas”, las cuales dan relieve a la imagen de una Iglesia que no
piensa en sí misma, sino que se dedica a testimoniar y servir al Reino. Es una
“Iglesia para los demás” —se dice— como “Cristo es el hombre para los demás”...
Junto a unos aspectos positivos, estas concepciones manifiestan a menudo otros
negativos. Ante todo, dejan en silencio a Cristo: El Reino del que hablan se
basa en un “teocentrismo”, porque Cristo —dicen— no puede ser comprendido por quien
no profesa la fe cristiana, mientras que pueblos, culturas y religiones
diversas pueden coincidir en la única realidad divina, cualquiera que sea su
nombre. Por el mismo motivo, conceden privilegio al misterio de la creación,
que se refleja en la diversidad de culturas y creencias, pero no dicen nada
sobre el misterio de la redención. Además el Reino, tal como lo entienden,
termina por marginar o menospreciar a la Iglesia, como reacción a un supuesto
“eclesiocentrismo” del pasado y porque consideran a la Iglesia misma sólo un
signo, por lo demás no exento de ambigüedad ».76 Estas tesis
son contrarias a la fe católica porque niegan la unicidad de la relación que
Cristo y la Iglesia tienen con el Reino de Dios.
VI. LA IGLESIA Y LAS RELIGIONES
EN RELACIÓN CON LA SALVACIÓN
EN RELACIÓN CON LA SALVACIÓN
20. De todo lo que ha sido antes
recordado, derivan también algunos puntos necesarios para el curso que debe
seguir la reflexión teológica en la profundización de la relación de la Iglesia
y de las religiones con la salvación.
Ante todo, debe ser firmemente
creído que la « Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación,
pues Cristo es el único Mediador y el camino de salvación, presente a nosotros
en su Cuerpo, que es la Iglesia, y Él, inculcando con palabras concretas la
necesidad del bautismo (cf. Mt 16,16; Jn 3,5),
confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran
por el bautismo como por una puerta ».77 Esta doctrina no se
contrapone a la voluntad salvífica universal de Dios (cf. 1 Tm 2,4);
por lo tanto, « es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea,
la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la
necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación ».78
La Iglesia es « sacramento universal de
salvación »79 porque, siempre unida de modo misterioso y
subordinada a Jesucristo el Salvador, su Cabeza, en el diseño de Dios, tiene
una relación indispensable con la salvación de cada hombre.80 Para
aquellos que no son formal y visiblemente miembros de la Iglesia, « la salvación
de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa
relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los
ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental. Esta gracia
proviene de Cristo; es fruto de su sacrificio y es comunicada por el Espíritu
Santo ».81Ella está relacionada con la Iglesia, la cual « procede de
la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo »,82 según el
diseño de Dios Padre.
21. Acerca del modo en
el cual la gracia salvífica de Dios, que es donada siempre por medio de Cristo
en el Espíritu y tiene una misteriosa relación con la Iglesia, llega a los
individuos no cristianos, el Concilio Vaticano II se limitó a afirmar que Dios
la dona « por caminos que Él sabe ».83 La Teología está
tratando de profundizar este argumento, ya que es sin duda útil para el
crecimiento de la compresión de los designios salvíficos de Dios y de los
caminos de su realización. Sin embargo, de todo lo que hasta ahora ha sido
recordado sobre la mediación de Jesucristo y sobre las « relaciones singulares
y únicas »84 que la Iglesia tiene con el Reino de Dios entre
los hombres —que substancialmente es el Reino de Cristo, salvador universal—,
queda claro que sería contrario a la fe católica considerar la Iglesia
como un camino de salvación al lado de aquellos constituidos
por las otras religiones. Éstas serían complementarias a la Iglesia, o incluso
substancialmente equivalentes a ella, aunque en convergencia con ella en pos
del Reino escatológico de Dios.
Ciertamente, las diferentes tradiciones
religiosas contienen y ofrecen elementos de religiosidad que proceden de Dios85 y
que forman parte de « todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la
historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones ».86 De
hecho algunas oraciones y ritos pueden asumir un papel de preparación
evangélica, en cuanto son ocasiones o pedagogías en las cuales los corazones de
los hombres son estimulados a abrirse a la acción de Dios.87 A
ellas, sin embargo no se les puede atribuir un origen divino ni una eficacia
salvífica ex opere operato, que es propia de los sacramentos
cristianos.88 Por otro lado, no se puede ignorar que otros
ritos no cristianos, en cuanto dependen de supersticiones o de otros errores
(cf. 1 Co 10,20-21), constituyen más bien un obstáculo para la
salvación.89
22. Con la venida de Jesucristo
Salvador, Dios ha establecido la Iglesia para la salvación de todos los
hombres (cf. Hch 17,30-31).90 Esta verdad de
fe no quita nada al hecho de que la Iglesia considera las religiones del mundo
con sincero respeto, pero al mismo tiempo excluye esa mentalidad indiferentista
« marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que “una religión
es tan buena como otra” ».91 Si bien es cierto que los no
cristianos pueden recibir la gracia divina, también es cierto que objetivamente
se hallan en una situación gravemente deficitaria si se compara con la de
aquellos que, en la Iglesia, tienen la plenitud de los medios salvíficos.92 Sin
embargo es necesario recordar a « los hijos de la Iglesia que su excelsa
condición no deben atribuirla a sus propios méritos, sino a una gracia especial
de Cristo; y si no responden a ella con el pensamiento, las palabras y las
obras, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad ».93 Se
entiende, por lo tanto, que, siguiendo el mandamiento de Señor (cf. Mt 28,19-20)
y como exigencia del amor a todos los hombres, la Iglesia « anuncia y tiene la
obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es “el Camino, la Verdad y
la Vida” (Jn 14, 6), en quien los hombres encuentran la plenitud de
la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas ».94
La misión ad gentes, también
en el diálogo interreligioso, « conserva íntegra, hoy como siempre, su fuerza y
su necesidad ».95 « En efecto, « Dios quiere que todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad » (1 Tm 2,4).
Dios quiere la salvación de todos por el conocimiento de la verdad. La
salvación se encuentra en la verdad. Los que obedecen a la moción del Espíritu
de verdad están ya en el camino de la salvación; pero la Iglesia, a quien esta
verdad ha sido confiada, debe ir al encuentro de los que la buscan para
ofrecérsela. Porque cree en el designio universal de salvación, la Iglesia debe
ser misionera ».96 Por ello el diálogo, no obstante forme parte
de la misión evangelizadora, constituye sólo una de las acciones de la Iglesia
en su misión ad gentes.97 La paridad,
que es presupuesto del diálogo, se refiere a la igualdad de la dignidad
personal de las partes, no a los contenidos doctrinales, ni mucho menos a
Jesucristo —que es el mismo Dios hecho hombre— comparado con los fundadores de
las otras religiones. De hecho, la Iglesia, guiada por la caridad y el respeto
de la libertad,98 debe empeñarse primariamente en anunciar a
todos los hombres la verdad definitivamente revelada por el Señor, y a
proclamar la necesidad de la conversión a Jesucristo y la adhesión a la Iglesia
a través del bautismo y los otros sacramentos, para participar plenamente de la
comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por otra parte, la certeza de
la voluntad salvífica universal de Dios no disminuye sino aumenta el deber y la
urgencia del anuncio de la salvación y la conversión al Señor Jesucristo.
CONCLUSIÓN
23. La presente Declaración,
reproponiendo y clarificando algunas verdades de fe, ha querido seguir el
ejemplo del Apóstol Pablo a los fieles de Corinto: « Os transmití, en primer
lugar, lo que a mi vez recibí » (1 Co 15,3). Frente a propuestas
problemáticas o incluso erróneas, la reflexión teológica está llamada a
confirmar de nuevo la fe de la Iglesia y a dar razón de su esperanza en modo
convincente y eficaz.
Los Padres del Concilio Vaticano II, al
tratar el tema de la verdadera religión, han afirmado:
« Creemos que esta única religión verdadera subsiste en la Iglesia católica y
apostólica, a la cual el Señor Jesús confió la obligación de difundirla a todos
los hombres, diciendo a los Apóstoles: “Id, pues, y enseñad a todas las gentes,
bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,
enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado” (Mt 28,19-20).
Por su parte todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo
en lo referente a Dios y a su Iglesia, y, una vez conocida, a abrazarla y
practicarla ».99
La revelación de Cristo continuará a ser
en la historia la verdadera estrella que orienta a toda la humanidad: 100 «
La verdad, que es Cristo, se impone como autoridad universal ». 101 El
misterio cristiano supera de hecho las barreras del tiempo y del espacio, y
realiza la unidad de la familia humana: « Desde lugares y tradiciones
diferentes todos están llamados en Cristo a participar en la unidad de la
familia de los hijos de Dios [...]. Jesús derriba los muros de la división y
realiza la unificación de forma original y suprema mediante la participación en
su misterio. Esta unidad es tan profunda que la Iglesia puede decir con san
Pablo: « Ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares
de Dios » (Ef 2,19) ».102
El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en la
Audiencia del día 16 de junio de 2000, concedida al infrascrito Cardenal
Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, con ciencia cierta y con
su autoridad apostólica, ha ratificado y confirmado esta Declaración decidida
en la Sesión Plenaria, y ha ordenado su publicación.
Dado en Roma, en la sede de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, el 6 de agosto de 2000, Fiesta de la
Transfiguración del Señor.
Joseph Card. Ratzinger
Prefecto
Prefecto
Tarcisio Bertone, S.D.B.
Arzobispo emérito de Vercelli
Secretario
Arzobispo emérito de Vercelli
Secretario
Notas
(1) Conc. de Constantinopla I, Symbolum Costantinopolitanum: DS 150.
(2) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 1: AAS 83
(1991) 249-340.
(3) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes y
Decl. Nostra aetate; cf. también Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii
nuntiandi: AAS 68 (1976) 5-76; Juan Pablo II, Enc. Redemptoris
missio.
(4) Conc. Ecum. Vat.II, Decl.Nostra aetate, 2.
(5) Pont. Cons. para el Diálogo Interreligioso y la Congr. para la
Evangelización de los Pueblos, Instr. Diálogo y anuncio, 29; cf.
Conc.Ecum. Vat II, Const. past. Gaudium et spes, 22.
(6) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55.
(7) Cf. Pont.Cons. para el Diálogo Interreligioso y la Congr. para la
Evangelización de los Pueblos, Instr. Diálogo y anuncio, 9: AAS 84
(1992) 414-446.
(8) Juan Pablo II,Enc. Fides et ratio, 5: AAS 91
(1999) 5‑88.
(9) Conc. Ecum Vat. II, Const. dogm.Dei verbum, 2.
(10) Ibíd., 4.
(11) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 5.
(12) Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 14.
(13) Conc. Ecum. de Calcedonia, DS 301. Cf. S. Atanasio
de Alejandría, De Incarnatione, 54,3: SC 199,458.
(14) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Dei verbum, 4
(15) Ibíd., 5.
(16) Ibíd.
(17) 3 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 144.
(18) Ibíd., 150.
(19) Ibíd., 153.
(20) Ibíd., 178.
(21) Juan Pablo II, Enc. Fides et Ratio, 13.
(22) Cf. ibíd., 31-32.
(23) Conc. Ecum. Vat.II, Decl.Nostra aetae, 2. Cf. también
Conc.Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 9, donde se habla de todo lo
bueno presente « en los ritos y en las culturas de los pueblos »; Const.
dogm. Lumen gentium, 16, donde se indica todo lo bueno y lo
verdadero presente entre los no cristianos, que pueden ser considerados como
una preparación a la acogida del Evangelio.
(24) Cf. Conc. de Trento, Decr. de libris sacris et de
traditionibus recipiendis: DS 1501; Conc. Ecum. Vat. I,
Const. dogm.Dei Filius, cap. 2: DS 3006.
(25) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Dei verbum, 11.
(26) Ibíd.
(27) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55; cf. también
56. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 53.
(28) Conc. Ecum. de Nicea I, DS 125.
(29) Conc. Ecum de Calcedonia, DS 301.
(30) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Gaudium et spes, 22.
(31) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 6.
(32) Cf. San León Magno, Tomus ad Flavianum: DS 269.
(33) Cf. San León Magno, Carta « Promisisse me memini » ad
Leonem I imp: DS 318: « In tantam unitatem ab ipso
conceptu Virginis deitate et humanitate conserta, ut nec sine homine divina,
nec sine Dio agerentur humana ». Cf. también ibíd.: DS 317.
(34) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 45.
Cf. también Conc. de Trento, Decr. De peccato originali, 3: DS 1513.
(35) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,
3-4.
(36) Cf. ibíd., 7.Cf. San Ireneo, el cual afirmaba que en la
Iglesia « ha sido depositada la comunión con Cristo, o sea, el Espíritu Santo »
(Adversus Haereses III, 24, 1: SC 211, 472).
(37) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 22.
(38) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 28.Acerca de «
las semillas del Verbo » cf. también San Justino, 2 Apologia,
8,1-2,1-3; 13, 3-6: ed. E. J. Goodspeed, 84; 85; 88-89.
(39) Cf. ibíd., 28-29.
(40) Ibíd., 29.
(41) 3 Ibíd., 5.
(42) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.Gaudium et spes, 10; cf.
San Agustín, cuando afirma que fuera de Cristo, « camino universal de salvación
que nunca ha faltado al género humano, nadie ha sido liberado, nadie es
liberado, nadie será liberado »: De Civitate Dei 10, 32, 2:
CCSL 47, 312.
(43) Conc. Ecum. Vat.II, Const. dogm. Lumen gentium, 62.
(44) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 5.
(45) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 45.
La necesidad y absoluta singularidad de Cristo en la historia humana está bien
expresada por San Ireneo cuando contempla la preeminencia de Jesús como
Primogénito: « En los cielos como primogénito del pensamiento del Padre, el
Verbo perfecto dirige personalmente todas las cosas y legisla; sobre la tierra
como primogénito de la Virgen, hombre justo y santo, siervo de Dios, bueno,
aceptable a Dios, perfecto en todo; finalmente salvando de los infiernos a
todos aquellos que lo siguen, como primogénito de los muertos es cabeza y
fuente de la vida divina » (Demostratio, 39: SC 406, 138).
(46) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 6.
(47) Cf. Conc. Ecum. Vat.II, Const. dogm. Lumen gentium, 14.
(48) Cf. ibíd., 7.
(49) Cf. San Agustín, Enarrat.In Psalmos, Ps 90, Sermo 2,1:
CCSL 39, 1266; San Gregorio Magno, Moralia in Iob, Praefatio, 6,
14: PL 75, 525; Santo Tomás de Aquino, Summa Theologicae, III, q.
48, a. 2 ad 1.
(50) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Lumen gentium, 6.
(51) Símbolo de la fe: DS 48.Cf. Bonifacio
VIII, Bula Unam Sanctam: DS 870-872; Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 8.
(52) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio,
4; Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint, 11: AAS 87
(1995) 921-982.
(53) 3 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,
20; cf. también San Ireneo, Adversus Haereses, III, 3, 1-3: SC 211,
20-44; San Cipriano, Epist. 33, 1: CCSL 3B, 164-165; San
Agustín, Contra advers. legis et prophet., 1, 20, 39: CCSL 49, 70.
(54) Conc. Ecum Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 8.
(55) Ibíd., Cf. Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint,
13. Cf. también Conc.Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 15,
y Decr.Unitatis redintegratio, 3.
(56) Es, por lo tanto, contraria al significado auténtico del texto
conciliar la interpretación de quienes deducen de la fórmula subsistit
in la tesis según la cual la única Iglesia de Cristo podría también
subsistir en otras iglesias cristianas. « El Concilio había escogido la palabra
“subsistit” precisamente para aclarar que existe una sola “subsistencia”
de la verdadera Iglesia, mientras que fuera de su estructura visible existen
sólo “elementa Ecclesiae”, los cuales —siendo elementos de la misma
Iglesia— tienden y conducen a la Iglesia católica » (Congr. para la Doctrina de
la Fe, Notificación sobre el volumen « Iglesia: carisma y poder » del
P. Leonardo Boff, 11-III-1985: AAS 77 (1985)
756-762).
(57) Cf. Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Unitatis redintegratio,
3.
(58) Cf. Congr. para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium
ecclesiae, n. 1: AAS 65 (1973) 396-408.
(59) Cf. Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Unitatis redintegratio,
14 y 15; Congr. para Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio,
17 AAS 85 (1993) 838-850.
(60) Cf. Conc. Ecum Vat. I, Const. Pastor aeternus: DS 3053-3064;
Conc. Ecum. Vat. II, Const dogm. Lumen gentium, 22.
(61) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Unitatis redintegratio, 22.
(62) Cf. ibíd., 3.
(63) Cf. ibíd., 22.
(64) Congr. para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium ecclesiae,
1.
(65) Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint, 14.
(66) Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Unitatis redintegratio, 3.
(67) Congr. para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio,
17.Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, n. 4.
(68) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 5.
(69) 3 Ibíd., 1.
(70) 3 Ibíd., 4. Cf. San Cipriano, De Dominica
oratione 23: CCSL 3A, 105.
(71) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 3.
(72) Cf. ibíd., 9. Cf. También la oración dirigida a Dios,
que se encuentra en la Didaché 9, 4: SC 248, 176: « Se reúna
tu Iglesia desde los confines de la tierra en tu reino », e ibíd.,
10, 5: SC 248, 180: « Acuérdate, Señor, de tu Iglesia... y, santificada,
reúnela desde los cuatro vientos en tu reino que para ella has preparado ».
(73) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 18; cf. Exhort.
ap. Ecclesia in Asia, 6-XI-1999, 17: L'Osservatore Romano,
7-XI-1999. El Reino es tan inseparable de Cristo que, en cierta forma, se
identifica con él (cf. Orígenes, In Mt. Hom., 14, 7: PG 13, 1197;
Tertuliano, Adversus Marcionem, IV, 33, 8: CCSL 1, 634.
(74) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 18.
(75) Ibíd., 15.
(76) Ibíd., 17.
(77) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 14.
Cf. Decr. Ad gentes, 7; Decr. Unitatis redintegratio,
3.
(78) Juan Pablo II,Enc. Redemptoris missio, 9. Cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, 846‑847.
(79) 3 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm., Lumen gentium, 48.
(80) Cf. San Cipriano, De catholicae ecclesiae unitate, 6:
CCSL 3, 253-254; San Ireneo,Adversus Haereses, III, 24, 1: SC 211,
472-474.
(81) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 10.
(82) Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Ad gentes, 2. La conocida
fórmula extra Ecclesiam nullus omnino salvatur debe ser
interpretada en el sentido aquí explicado (cf. Conc.Ecum. Lateranense IV, Cap.
1. De fide catholica: DS 802). Cf. también
la Carta del Santo Oficio al Arzobispo de Boston: DS 3866-3872.
(83) Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Ad gentes, 7.
(84) 3 Juan Pablo II, Enc.Redemptoris missio, 18.
(85) Son las semillas del Verbo divino (semina Verbi), que la
Iglesia reconoce con gozo y respeto (cf. Conc.Ecum. Vat. II, Decr. Ad
gentes, 11, Decl. Nostra aetate, 2).
(86) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 29.
(87) Cf. Ibíd.; Catecismo de la Iglesia Católica,
843.
(88) Cf. Conc. de Trento, Decr. De sacramentis, can. 8 de
sacramentis in genere: DS 1608.
(89) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55.
(90) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,
17; Juan Pablo II, Enc.Redemptoris missio, 11.
(91) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 36.
(92) Cf. Pío XII, Enc. Myisticis corporis, DS 3821.
(93) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 14.
(94) Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate, 2.
(95) Conc.Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 7.
(96) Catecismo de la Iglesia Católica, 851; cf. también,
849-856.
(97) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55;
Exhort. ap. Ecclesia in Asia, 31, 6-XI-1999.
(98) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, 1.
(99) Ibíd.
(100) Cf. Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 15.
(101) Ibid., 92.
(102) Ibíd., 70.
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