1.ESPIRITUALIDAD
BÍBLICA
1.9.
EL CASO DE PEDRO
I
Para
un hombre, el ser basura de Dios, el ser su esclavo, el ser su estropajo, es ya
sobrado honor y sobrada felicidad. Pero si a Dios se le ocurre otra cosa, si la
generosidad de su Corazón sobrepasa a cuanto podemos imaginar de El, y si Jesús
quiere sorprendernos llamándonos amigos (Juan XV, 15), y si el Padre quiere
hacemos sus hijos (I Juan III, 1) y hermanos de su Hijo (Rom. VIII, 29),
¡cuidado con que una falsa humildad nos haga rechazar el Don de Dios e insistir
en nuestra opinión de que hemos de seguir siendo esclavos! (Rom. VIII, 15).
El
tener en principio esta opinión es ciertamente bueno, porque ella es exacta
desde nuestro punto de vista. ¿Qué otra cosa, sino basura y nada, podremos sentirnos nosotros,
frente a nuestro Creador, infinito en la sabiduría, en el poder y en la
santidad? Es este un punto de partida indispensable para que el hombre se
niegue a sí mismo, es decir, deje de confiar en la virtud propia como si ésta
fuese suficiente para salvarnos. Es este el punto de partida, pero no es todo,
según lo veremos más adelante.
San
Pedro —o mejor Pedro, antes de ser el santo-,
reaccionó muchas veces según esa opinión primaria y puramente humana de
la humildad. De ahí que Cristo
lo tomase como campo de experimentación, para darnos, a costa de su apóstol,
rectificaciones fundamentales. Decimos a costa de él, por las muchas veces que
tuvo que avergonzarse de sus errores aunque de ellos había de sacar su gran
provecho.
II
Cuando Pedro descubre que Jesús ha hecho el portento de la
primera pesca milagrosa, una reacción honrada de su sinceridad le hace
exclamar: “Apártate de mí, Señor, que
soy hombre pecador” (Luc. V, 8).
Porque estaban, dice el Evangelista, llenos de estupor. Pero Jesús lo tranquilizó como a los demás,
con aquella palabra tan suya: “No temáis"; y aún le agregó que desde ese
momento se elevaría de pescador de barca a pescador de hombres. Y entonces Pedro ya no insistió en
aquel temor inicial, que lógicamente lo habría llevado al mayor de los males,
esto es, a apartarse de Jesucristo, como sucedió a los gerasenos, cuando le
rogaron a El... que se retirase de entre ellos (!) “porque estaban poseídos de
un gran temor” (Luc. VIII, 37).
Otra
vez, y otras muchas, se repite en Pedro esa reacción nacida de un sentimiento
que podía parecer plausible desde un punto de vista puramente humano, y siempre
recibe de Jesús la lección correspondiente: cuando quiere oponerse a
que el Maestro sufra su Pasión, merece que El le llama nada menos que Satanás y
que entonces sea El quien le diga “Apártate de Mí, que me eres un tropiezo
porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres” (Mat. XVI, 21-23); y eso que Pedro acababa de confesar expresamente
que Jesús era el Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mat. XVI, 16). Es que en aquel maravilloso reproche Jesús quiere enseñarnos, con un
vigor insuperable, que no le interesa nuestra compasión hacia su Persona, sino
nuestra adhesión a su causa, es decir, a los designios de su Padre, cuya
empresa, misericordiosa de redención se habría malogrado si triunfaba la
compasión de Pedro. Por donde vemos cómo Satanás disfraza siempre de piedad sus
intentos malditos. El que no medita el Evangelio nunca entenderá estas cosas,
ni podrá comprender por qué el espíritu de los fariseos, honorables y
ritualistas, es más odioso y repulsivo para Cristo que los más grandes pecados,
como el de la adúltera.
Lo mismo sucede cuando Pedro pretende defender al Señor
cortando la oreja a Malco (Juan XVIII, 10-11). Y más que nunca se
ve confundido ese pobre amor humano del Apóstol cuando pretende que ha de dar
su vida por Cristo... ¡y recibe
la profecía de sus tres negaciones!
Pero hay una escena
especialmente aleccionadora para el tema que estamos estudiando, y es la del Lavatorio
de los pies de los Apóstoles, hecho por el Señor antes de entregarse a la
muerte. La reacción de Pedro es siempre
la misma: “¿Tú lavarme a mí los pies? ¡No será jamás!”. Y aquí es cuando
Jesús le da la lección
definitiva: “Si Yo no te lavo, no tendrás nada de común conmigo". Pedro se entrega entonces, aceptando
que el Señor lo lavase, aun todo entero (Juan XIII, 8 ss.).
Sin embargo, él no había de
comprender esta lección hasta después de recibir el Espíritu Santo (en
Pentecostés), y la prueba es que después de esto vinieron el abandono de
Getsemaní (Mat. XXVI, 56), y las
negaciones y la ausencia del Calvario. Por eso el Señor le dijo: "Lo que
Yo hago, (al descender hasta lavarte los pies), no lo entiendes ahora. Pero lo
sabrás después" (Juan XIII, 7).
Pedro llegó a saberlo solamente
cuando la efusión del divino Espíritu, derramando en él la caridad sobrenatural
(Rom. III, 5), le hizo
comprender que esa caridad de Dios para con nosotros llega infinitamente más
lejos de cuanto somos capaces de interés con ese nuestro corazón carnal que tan
falazmente le había hecho alardear de generoso. Sólo entonces se operó en Pedro esa "conversión" que Jesús le había anunciado como
condición previa para conferirle el Magisterio, cuando le dijo: "Tú, una
vez convertido, confirma a tus hermanos (Luc. XXII, 32).
III
Esto
nos muestra cuán difícil es al hombre aceptar ese "escándalo" del
excesivo amor con que Dios nos amó. Creer en un Dios justo es cosa razonable.
Pero creer en un Padre capaz de empeñarse en darnos su Hijo, tan sólo porque
nos amó; creer en un Hijo capaz de entregarse con gozo a la muerte más
espantosa y vil, tan sólo porque nos amaba: creer en un Espíritu Santo capaz de
regalarnos la santidad, tan sólo porque nos ama, eso es la cosa más difícil
para el hombre. Y, como vemos, no es que
sea difícil a la humanidad, sino a la falsa humildad, es decir a la
soberbia, a la suficiencia del hombre, que no quiere ser niño aunque así lo
manda Cristo como condición indispensable para entrar en su Reino (Mat.
XVIII, 3-4).
Por
eso anunció El mismo que su Cruz sería un gran escándalo y que todos serían
escandalizados por El. Y sin embargo, no tenemos más remedio que aceptar ese
exceso de felicidad nuestra, y creer en este exceso de misericordia de Dios, so
pena de vernos apartados de El para siempre.
Digamos, en abono del buen
Pedro, que él tuvo, en medio de tantas fallas de orden sobrenatural, un deseo
grande de estar con Cristo
glorioso, como lo demostró en el Tabor; y un instinto de que sin Cristo todo estaba perdido, como lo
demostró ante otro escándalo análogo al de la Cruz: cuando otros querían
abandonar al Maestro a causa del excesivo amor con que El quiso hacerse comida
en la Eucaristía. Pedro fué
entonces el que le dijo, como un niño: "¿A
quién iríamos, Señor? Tú tienes palabras de vida eterna" (Juan VI, 69).
No
hay nada tan edificante como las fallas de los santos, porque esto nos muestra
que nosotros podemos igualarlos y aún superarlos con ser, no más fuertes, sino
al contrario, más niños que ellos. Agradezcamos al gran San
Pedro las lecciones eternas que Dios nos dio por medio de él, y honrémosle
admirando y aprovechando en sus dos cartas y en sus discursos del Libro de los
Hechos la sublimidad del lenguaje con que, inspirado por el Espíritu Santo, nos
habla -ya sin sorpresa-, del amor de Aquel que según su gran misericordia
"nos regeneró en la esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de
entre los muertos" (I Pedro I, 3), y nos anuncia "un júbilo
inenarrable y colmado de gloria para el día de la venida manifiesta de
Jesucristo" (I Pedro I, 7-8).
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