El rico Epulón
(Lc.16,19-31)
Había un hombre
rico que vestía de púrpura. Y puesto que se hace mención del nombre, parece tratarse más
de una historia que de una
parábola. Con toda intención, el Señor nos ha presentado aquí a un rico que gozó de todos los
placeres de este mundo, y que
ahora, en el infierno, sufre el tormento de un hambre que no se saciará jamás; y no en vano
presenta, como asociados a sus sufrimientos, a sus cinco hermanos, es decir,
los cinco sentidos del
cuerpo, unidos por una especie de hermandad natural, los cuales se estaban abrasando en el fuego de una infinidad de placeres abominables; y, por
el contrario, colocó a Lázaro en el
seno de Abrahán, como en un puerto tranquilo y en asilo de santidad, para
enseñarnos que no debemos dejarnos llevar
de los placeres presentes ni, permaneciendo en los vicios vencidos por
el tedio, determinar una huida del trabajo. Trátese, pues, de ese Lázaro que es pobre en este mundo, pero rico delante de Dios, o de aquel otro hombre que, según el
apóstol, es pobre de palabra, pero
rico en fe (St 2, 5) —a la verdad, no toda pobreza es santa, ni toda
riqueza reprensible, sino del mismo modo que
la lujuria contamina las riquezas, así la santidad recomienda la pobreza—,o del
hombre apostólico que conserva íntegra
su fe, que no busca la belleza en las palabras, ni el acopio de argumentos, ni
tampoco los fastuosos ropajes de las frases, puesto que este tal recibió ya su
apropiada recompensa cuando luchó
contra los herejes maniqueos: Marción, Sabelio, Arrio y Fotino—éstos no son otra cosa que los hermanos de
los judíos, a los que están unidos por una hermandad llena de perfidia—,
reprimiendo los deseos de la carne que, como
he dicho, sirven de incentivo a los cinco sentidos, es decir, de ese que
recibió la recompensa que se le prometió,
cuando se le entregó, en pago, riquezas sobreabundantes y una soldada
perpetua.
Y no es que creamos que es errado el sostener que
este pasaje se refiere a la fe
que Lázaro recoge de la mesa de los ricos, ese
Lázaro cuyas úlceras, según el texto, daban asco al rico Epulón, que entre banquetes suntuosos y convites
llenos, de perfumes no podía soportar el mal olor de esas úlceras que
lamían los perros, a aquel que sentía hastío
hasta del olor del aire y de la misma
naturaleza; y es que no hay duda que la arrogancia y el orgullo de los ricos tienen signos propios
para manifestarse y de tal manera se
olvidan éstos que son hombres, que, como si estuvieran por encima de la naturaleza humana, encuentran en las
miserias de los pobres un incentivo para sus pasiones, se ríen del necesitado, insultan al mendigo y saquean a
esos mismos de los que se debían apiadar.
El que quiera puede adherirse, como un nuevo
Lázaro, a los dos puntos de
vista. A éste tal le comparo con aquel otro que fue azotado muchas veces por
los judíos (cf. 2 Co 11, 24) para, por este medio, comunicar a los creyentes la paciencia y llamar a
los gentiles, ofreciendo, por así decir, las llagas de su cuerpo para que fuesen
lamidas por los perros ; porque está escrito: Volverán por la tarde y padecerán hambre,
como los perros (Sal 58, 15). No hay duda que la mujer cananea a
quien se dijo: Nadie coge el pan de los hijos y lo da a los perros, comprendió
completamente este misterio. Entendió
claramente que este pan no es un pan visible, sino aquel al que éste
simboliza, y por eso respondió: Bien,
Señor, pero los cachorritos comen de las migas que caen de la mesa de sus señores. Esas migas son de este pan. Y porque el pan es la palabra, y la fe es algo
propio de la palabra, por eso se dice
que las migas son como los dogmas de fe.
Y así, para confirmar que esa afirmación era exacta, les respondió el
Señor: ¡Oh mujer! ¡Grande es tu fe! (Mt 15, 22ss).
¡Oh felices úlceras que logran aniquilar el dolor
eterno! ¡Oh migas abundantes que hacéis imposible el ayuno
sin fin, que colmáis de bienes eternos al pobre que os recoge! El jefe de la sinagoga os tiraba de su mesa al atentar contra los
misterios internos de las Escrituras
de los Profetas y de la Ley ; en efecto, las migas son las palabras de las Escrituras, de las que se dice: Has dado las espaldas a mis palabras (Sal 49, 17). El escriba os rechazaba, pero Pablo os recogía con todo cuidado
cuando, por medio de su sufrimiento,
atraía hacia sí al pueblo. Todos aquellos que vieron que no temía a la
mordedura de la serpiente y que creyeron
cuando vieron que la sacudía (Hch 28, 3ss), le lamían su llaga. Como también le lamió y creyó aquel guardián de la
cárcel que le lavó las heridas (ibíd.,
16, 33). Bienaventurados esos perros sobre
los que cae ese líquido de las úlceras, ya que él colmará sus corazones
y fortalecerá sus gargantas con el fin de que estén preparados para guardar la
casa, defender los rebaños y vigilar a los lobos.
Pon ante tu vista ahora a los arrianos, que no se
preocupan sino de placeres
de este mundo, buscando la alianza con el poder real, con el fin de atacar con las armas
de la guerra la
verdad de la Iglesia; ¿no te parece verlos sobre esos lechos elaborados de púrpura y
lino, defendiendo sus errores como si fueran verdades, pródigos en discursos altisonantes, teniendo la vanagloria de hablar de que la tierra tembló bajo
el cuerpo del Señor, que el cielo se cubrió de tinieblas, que su palabra hacía apaciguar el mar, cuando, en realidad, niegan que
era verdadero Hijo de Dios? Y
contempla también a ese pobre que, sabiendo que el reino de Dios no consiste en palabras, sino en la virtud (1 Co 4,
20), expresó su pensamiento con brevedad diciendo: Tú eres el Hijo de
Dios vivo (Mt 16, 16); ¿no te parece que esas grandes riquezas padecen una gran necesidad y, por el contrario, esta pobreza lo posee todo? La herejía, que nada
en la abundancia, ha compuesto muchos
evangelios; la fe, pobre, ha conservado el único Evangelio que ha recibido; la rica filosofía se ha inventado
muchos dioses; la Iglesia, pobre, sólo conoce un Dios.
Así pues, entre ese rico y este pobre existe “un
gran abismo”, ya que después
de la muerte no se podrán cambiar los méritos; por eso se nos muestra al rico en el
infierno deseando que
el pobre le dé un poco de agua refrescante, ya que el agua es el reconstituyente del
alma atormentada por los sufrimientos; por eso, haciendo alusión a ésta, dice
Isaías: Sacaréis con alegría el agua de las fuentes de la salud (12, 3). Pero ¿por
qué aquél es torturado
antes del juicio? Sencillamente, porque, para el lujurioso, el hecho de no gozar de los placeres supone ya un castigo. Porque, en efecto, el Señor dice: Allí habrá
llanto y crujir de dientes,
cuando viereis a Abrahán, a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el
reino de los cielos (Lc 13, 28).
Tarde comienza este rico a ser maestro, puesto que
es tiempo de aprender y no
de enseñar. En este pasaje, el Señor proclama con toda claridad que el Antiguo Testamento es el fundamento de la fe, destrozando la maldad de los
judíos y echando fuera las malas intenciones de los herejes, que son
quienes hacen naufragar a las mentes más
débiles; en realidad, pequeños son todos aquellos que todavía no conocen
el progreso en la virtud.
Sin embargo, es lícito notar que tanto la parábola
anterior del administrador
aquel (Lc 16, 1ss) como la presente de este rico, contienen un reclamo a la
misericordia, y fácilmente, lo que quiso
enseñar allí a los santos, a quienes llama sus amigos y a quienes les entrega
sus mansiones, esto mismo desea que comprendan los pobres ahora.
SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas
(I), L.8, 13-20, BAC Madrid 1966, pág. 481-86
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