Homilía del Santo Padre
Juan Pablo II
7 de septiembre de
1980
1- Jesucristo, centro de la existencia
Las lecturas bíblicas, que nos
propone la liturgia de este domingo se centran en torno al concepto de la
Sabiduría cristiana que cada uno de nosotros está invitado a adquirir y
profundizar. Por esto el versículo del salmo 89 dice: “Danos, Señor, la Sabiduría
del corazón”. Sin ella, ¿cómo sería posible plantear dignamente nuestra vida,
afrontar sus muchas dificultades y, más aún, conservar siempre una actitud
profunda de paz y serenidad interior? Pero para hacer eso, como enseña la
primera lectura, es necesaria la humildad, es decir, el sentido auténtico de
los propios límites, unido al deseo intenso de un don de lo alto, que nos
enriquezca desde dentro. El hombre de hoy, en efecto, por una parte encuentra
arduo abrazar y entender todas las leyes que regulan el universo material, que
también son objeto de observación científica, pero, por otra parte, se atreve a
legislar con seguridad sobre las cosas del espíritu, que por definición escapan
a los datos físicos: “Si apenas adivinamos lo que hay sobre la tierra y con
fatiga hallamos lo que está a nuestro alcance; ¿quién, entonces, ha rastreado
lo que está en los cielos?
Y ¿quién habría conocido tu voluntad,
si tú no le hubieses dado la Sabiduría y no le hubieses enviado de lo alto tu
espíritu santo?” (Sab 9,16-17).
Aquí se configura la importancia de
ser verdaderos discípulos de Cristo porque, mediante el bautismo, Él se ha
convertido en nuestra sabiduría (cfr. 1 Cor 1,30), y por lo mismo la medida de
todo lo que forma el tejido concreto de nuestra vida.
El Evangelio pone en evidencia que
Jesucristo es necesariamente el centro de nuestra existencia. Lo refleja con
tres frases:
1) Si no lo ponemos a Él por encima
de nuestras cosas más queridas…
2) Si no nos disponemos a ver
nuestras cruces a la luz de la suya…
3) Si no tenemos el sentido de la
realidad de los bienes materiales…
Entonces no podemos ser sus
discípulos, esto es, llamarnos cristianos. Se trata de interpelaciones
esenciales a nuestra identidad de bautizados; sobre ellos debemos reflexionar
siempre mucho.
2- Proteger y cuidar a la familia
La familia es el primer ambiente
vital que encuentra el hombre al venir al mundo, y su experiencia es decisiva
para siempre. Por esto es importante cuidarla y protegerla, para que pueda
realizar adecuadamente las tareas específicas que le son reconocidas y
confiadas por la naturaleza y por la revelación cristiana. La familia es el
lugar del amor y de la vida, más aún, el lugar donde el amor engendra la vida,
porque ninguna de estas dos realidades sería auténtica si no estuviese
acompañada también por la otra. He aquí por qué el cristiano y la Iglesia las
defienden desde siempre y las colocan en mutua correlación. A este respecto
sigue siendo verdadero lo que mi predecesor, el gran Papa Pablo VI, proclamaba
ya en su primer radiomensaje de Navidad de 1963: se está “a veces tentado a
recurrir a remedios que se deben considerar peores que la enfermedad, si
consisten en atentar contra la fecundidad misma de la vida con medios que la
ética humana y cristiana ha de calificar de ilícitos: en vez de aumentar el pan
en la mesa de la humanidad hambrienta, como lo puede hacer hoy el desarrollo
productivo, moderno, piensan algunos en disminuir, con procedimientos
contrarios a la honradez, el número de los comensales. Esto no es digno de la
civilización”. Hago plenamente mías estas palabras.
3- Trabajar para el bien común
En segundo lugar… la Iglesia, como
sabéis, dedica sus atenciones más solícitas a los problemas del trabajo y de
los trabajadores. En mis viajes apostólicos no he dejado de trazar las líneas
maestras de esta primera solicitud pastoral; y vosotros recordáis además cómo
el Concilio Vaticano II ha afirmado que el trabajo “procede inmediatamente de
la persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la
somete a su voluntad” (Gaudium et Spes 67). Jamás será lícito, desde un punto
de vista cristiano, someter a la persona humana ni a un individuo ni a un
sistema, de modo que se la convierta en mero instrumento de producción. En
cambio, siempre es considerada superior a todo provecho y a toda ideología;
jamás al revés.
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