Antecedentes del
Catecismo
Género literario,
destinatarios y método
El autor del Catecismo
y su autoridad
Estructura y contenido
1.
Antecedentes del Catecismo
Veinte años después de la conclusión del Concilio Vaticano II, en
octubre de 1985, el Santo Padre convocó un Sínodo extraordinario, cuyos
participantes --a diferencia de la estructura de los Sínodos habituales-- eran
los Presidentes de todas las Conferencias episcopales de la Iglesia Católica.
El Sínodo quería ser algo más que una conmemoración solemne del gran
acontecimiento de la historia de la Iglesia, en el que sólo unos pocos de los
obispos ahora presentes habían participado. Debía mirar no sólo hacia atrás,
sino hacia adelante: determinar la situación de la Iglesia; traer de nuevo a la
memoria la voluntad esencial del Concilio; preguntar cómo hay que apropiarse
hoy esta voluntad y cómo hacerla productiva para el mañana.
En este orden de ideas surgió también el pensamiento de un Catecismo de
la Iglesia universal, en analogía con el Catecismo Romano aparecido en 1566,
que entonces había contribuido esencialmente a la renovación de la catequesis y
de la predicación según el espíritu del Concilio de Trento.
La idea de un Catecismo del Concilio Vaticano II no era totalmente
nueva. Así, por ejemplo, en el último período conciliar, el cardenal alemán
Jäger había formulado la propuesta de que el Concilio debía encargar tal libro
y así dar forma concreta a la obra de puesta al día en el terreno doctrinal.
Atendiendo a consideraciones similares, la Conferencia episcopal holandesa
publicó su Catecismo ya en marzo de 1966. Éste fue acogido ávidamente en
grandes partes del mundo como una forma renovada de la catequesis, pero también
desencadenó tempranamente serias cuestiones. El Papa nombró a raíz de ello una
comisión integrada por seis cardenales; esta comisión emitió en octubre de 1968
una declaración que, ciertamente, quiso dejar intacta la «peculiaridad... digna
de elogio» del Catecismo, pero que tuvo que precisar, e incluso corregir, sus
afirmaciones en puntos esenciales.
Entonces se planteó por sí misma la cuestión de si la mejor respuesta a
la problemática de este libro no estaría en la elaboración de un catecismo de
toda la Iglesia. Yo expresé entonces la opinión de que el tiempo no estaba
todavía maduro para tal proyecto, y sigo pensando que esta evaluación de la
situación fue correcta. Es verdad que Jean Guitton debe de haber dicho que
nuestro Catecismo llega con 25 años de retraso; en cierto sentido se le podría
dar la razón en esta afirmación. No obstante, hay que decir también que en 1966
no se habían hecho todavía visibles los problemas en toda su envergadura; que
no había hecho más que comenzar un proceso de fermentación que sólo
paulatinamente podía conducir a las aclaraciones necesarias para que se
pronunciara una nueva palabra común.
4. Estructura y contenido
Cuando los obispos, en 1985, echaron una
mirada retrospectiva y otra prospectiva, se formó en ellos, diríamos que de
modo espontáneo, la convicción de que había llegado el momento y de que ya no
podía haber más demoras. Después de la fase de un celo agitado con el que
inmediatamente después del Concilio se habían producido en muchos lugares
nuevos Catecismos, cuya precipitación no había permitido que surgieran obras
realmente maduras, se había renunciado en general a la idea del Catecismo. Los
nuevos libros, con su apresurada puesta al día, habían vuelto a aparecer como
obsoletos; al que se vincula al hoy con excesivo celo, mañana se le contemplará
ya inevitablemente como pasado de moda.
Se generalizó la opinión de que los constantes cambios de la vida y del
pensamiento no admitían ninguna afirmación válida a largo plazo; que la
catequesis tenía que escribirse permanentemente de nuevo. Cierto, hay que tenerla
permanentemente de nuevo; cada catequesis es un acto de actualización, que trae
la palabra común a estos hombres y a esta hora. Pero la actualización presupone
algo que se extiende a cada presente singular y que hay que introducir
nuevamente en él; de lo contrario resulta nula. En realidad, con este proceso
de adaptaciones continuamente nuevas, tuvo lugar un vaciamiento de la
catequesis, por cuya causa se volvió humanamente cada vez más dificultosa y
pedagógico-didácticamente poco menos que ineficaz.
Se me ha quedado grabada en la memoria, a este propósito, una carta que
me escribió una catequista algún tiempo después de la conferencia sobre la
catequesis que pronuncié en Lyon y en París. En la carta se reconocía a una
mujer que amaba a los niños y que sabía tratarlos; una mujer que amaba su fe y
que empleaba con celo los instrumentos catequéticos que le venían ofrecidos por
las autoridades competentes; se trataba, además, de una persona
extraordinariamente inteligente.
Me comunicaba que venía observando desde hacía tiempo cómo al final del
camino catequético no quedaba en los niños propiamente nada, cómo todo, de
algún modo, iba a parar al vacío. Ella sentía su trabajo, que había asumido con
mucho gusto, cada vez más como altamente insatisfactorio y notaba cómo también
los niños, a pesar de todo el interés, quedaban insatisfechos. De suerte que le
atormentaba una cuestión: ¿de qué podía depender aquello? Esta mujer era
demasiado inteligente como para achacar el fracaso de la catequesis simplemente
a los malos tiempos o a una deficiente capacidad para creer propia de la
generación actual; tenía que ser otra cosa. Finalmente se decidió a analizar de
una vez todo el material catequético según su contenido, planteándose la
cuestión sobre lo que, por detrás de todas las artes didácticas, se transmitía
en él en cuanto a contenidos.
El resultado se convirtió para ella en una clave, en la ocasión para la
búsqueda de un nuevo comienzo. Comprobó que la catequesis didácticamente tan
refinada y tan referida al presente, en gran medida no versaba sobre nada, sino
que sólo daba vueltas alrededor de sí misma. La catequesis se quedaba atascada
en puras mediaciones y adaptaciones y apenas llegaba, por encima de todos estos
ensayos de mediación, a la cosa misma. Era claro que tal enseñanza, que giraba
en el vacío y no transmitía nada, no podía interesar. El contenido debía
recobrar su prioridad.
Se trata, sin duda, de una experiencia extrema, que yo no querría
generalizar. Pero deja reconocer la problemática de la catequesis en los años
setenta y primeros de los ochenta, en los que se difundió cierta aversión a los
contenidos permanentes y el antropocentrismo lo dominó todo. Así se produjo un
cansancio precisamente entre los mejores catequistas y, naturalmente, un
correspondiente cansancio también entre los receptores de la catequesis,
nuestros niños. Se expandía la consideración de que la fuerza del mensaje mismo
debía volver de nuevo a la luz. Los Obispos del Sínodo de 1985 dieron voz a
esta idea: el tiempo para un Catecismo del Concilio Vaticano II estaba maduro.
A decir verdad, era más fácil dar el encargo que cumplirlo. Para
realizar la idea, el Santo Padre, el 10 de julio de 1986, creó una comisión de
doce obispos y cardenales; pertenecían a ella los representantes de los más
importantes órganos de la Curia a los que afectaba, al igual que de los grandes
espacios culturales de la Iglesia católica. Cuando la comisión se reunió por
primera vez, en noviembre de 1986, se encontró ante una tarea muy difícil. Como
primera diligencia, tenía que intentar aclarar qué era exactamente lo que debía
realizar. Pues el encargo de los Padres sinodales, que el Papa había hecho
suyo, había quedado más bien impreciso en sus contornos: había que redactar «un
proyecto de un Catecismo para la Iglesia universal o bien un compendio de la
doctrina católica (fe y moral)», que «pudiera convertirse en punto de
referencia para los Catecismos que están siendo ya preparados o que deben
prepararse en cada una de las regiones». Los Padres habían dicho además que la
presentación de la doctrina debía ser «bíblica y litúrgica». Se tenía que «tratar
de la doctrina sana, adecuada para la vida actual de los cristianos».
2.
Género literario, destinatarios y método
Lo primero que se planteaba era la alternativa: ¿catecismo o compendio?
¿Es lo mismo, o se trata de posibilidades diversas? Por tanto, había que
aclarar la cuestión: ¿qué es un catecismo?; y ¿qué es un compendio?
Aunque parezca extraño, está ampliamente difundida la opinión de que al
catecismo le es esencial el esquema pregunta-respuesta; sin embargo, contra
esto existían graves reparos. De hecho, ni el Catecismo de Trento ni el
Catecismo Mayor de Lutero conocen este esquema. Así que, ante todo, había que
aclarar de una vez qué es lo que propiamente significaban ambos conceptos de
forma exacta. Una investigación histórica mostraba que sólo en el Concilio de
Trento y en tiempos posteriores se había llevado a cabo, lentamente, la
formación del concepto.
En el primer período de sesiones se había hablado de dos libros que
serían necesarios: una introducción breve, a modo de compendio, como acceso (methodus)
común de todas las clases cultas a la Sagrada Escritura; además, se necesitaba
un «Catecismo» para los faltos de instrucción. Ya en el segundo período de
sesiones, en los años 1547/1548, se empleó exclusivamente la palabra
«Catecismo». Permaneció la idea de los dos libros diferentes, para la que poco
a poco se formó la distinción entre Catechismus maior y minor. El
cardenal Del Monte cerró entonces la sesión con las palabras: «Primero hay que
escribir el libro; luego, se puede encontrar también el título».
Al parecer, el Catecismo de Trento fue de hecho todavía sin título a la
imprenta. En todo caso, los manuscritos no conocen ningún título, el cual, por
consiguiente, sólo en la Editorial fue fijado definitivamente. Para las
deliberaciones de nuestra comisión de los doce, la distinción entre Catecismo
Mayor y Pequeño Catecismo era la ayuda esencial. La palabra «compendio» habría
recordado demasiado las colecciones en un volumen que sólo están pensadas para
bibliotecas eruditas, pero no para lectores normales. Con el título «Catecismo»
salió el libro fuera del ámbito de la literatura especializada; no ofrece
ciencia especializada, sino predicación.
Con ello hemos tocado la verdadera
cuestión que se oculta tras la disputa sobre el título. ¿Para quién debía
escribirse este libro? ¿Quiénes debían ser los destinatarios? Con ello estaba
vinculada la cuestión ulterior: ¿qué método debía emplear?; ¿qué lengua debía
hablar?
Era claro desde el principio que no se podía tratar de un Catechismus
minor, ni de un manual que se ha de utilizar inmediatamente en la
catequesis parroquial o escolar. Para un libro común de enseñanza es demasiado
grande el desnivel de las culturas; aquí deben ser muy diversas las formas de
la mediación pedagógica. Por consiguiente, se imponía un «Catecismo Mayor».
Pero ¿a quién va destinado propiamente? El concilio de Trento había dicho: ad
parochos, a los párrocos. Ellos eran entonces prácticamente los únicos
catequistas, en todo caso los portadores primeros de la catequesis. Entre tanto,
el servicio de la catequesis se ha ampliado considerablemente. Al mismo tiempo,
se ha hecho más grande el mundo católico, que había de ser el receptor de este
libro. De esta forma coincidimos en que en primer lugar había que destinarlo a
aquellos que mantienen junta toda la estructura de la catequesis: los obispos.
El catecismo debía servirles en primera línea a ellos y a sus colaboradores
responsables de la organización de la catequesis en las diversas iglesias
locales. Por un lado, a través de ellos debía convertirse en un libro de la
unidad interior en la fe y su predicación; por otro lado, a través de ellos
debía garantizarse la trasposición de lo común a las situaciones locales.
Pero esto no podía significar que el Catecismo quedara reservado de nuevo
solamente a unos «pocos selectos». Esto no habría correspondido a la renovada
comprensión de la Iglesia y de nuestra común responsabilidad en ella, tal como
nos había enseñado el Vaticano II. También los laicos son portadores
responsables de la fe en la Iglesia; no sólo reciben la fe, sino que también, a
través de su sentido de la fe, la transmiten y la continúan desarrollando.
Responden de su estabilidad y de su vitalidad. Precisamente en la crisis del
tiempo posconciliar el sentido de la fe de los laicos ha contribuido
esencialmente al discernimiento de espíritus. Por lo tanto, el libro debía
resultar básicamente legible también para los laicos interesados, y constituir
un instrumento de su mayoría de edad y de su propia responsabilidad respecto a
la fe. No sólo se les enseña desde arriba, sino que pueden decir también ellos
mismos: ésta es nuestra fe.
El resultado parece dar ya hoy la razón a esta reflexión. Muchos
creyentes quieren instruirse a sí mismos sobre la doctrina de la Iglesia. En
medio de la confusión que se ha originado a través del cambio de las hipótesis
teológicas y su a menudo altamente cuestionable difusión en los medios de
comunicación, quieren saber personalmente qué enseña la Iglesia y qué no. Me
parece que la acogida dispensada es casi una especie de plebiscito del pueblo
de Díos contra aquellas fuerzas que caracterizan al Catecismo como enemigo del
progreso, como acto de sometimiento a la disciplina por parte del centralismo
romano, o cosa semejante. Con frecuencia determinados círculos, con tales
consignas, no hacen otra cosa que defender su propio monopolio en la formación
teológica de la opinión en la Iglesia y el mundo, monopolio en el que no
quieren verse molestados por la propia competencia de los laicos. Por lo demás,
el catecismo debe servir también, como es natural, a la misión original de la
catequesis, a la evangelización: se ofrece también a los agnósticos, a los que
preguntan y buscan, como una ayuda para conocer lo que la Iglesia católica cree
e intenta vivir.
Un ejemplo de esta crítica montada en gran parte con piezas de
construcción prefabricada, medio oxidadas, se encuentra en la toma de posición
de H. Küng, ¿Un catecismo universal? en «Concilium» 29 (1993), fasc. 3,
pp. 157 ss. Una vez más se afirma que se trata de un «catecismo de la facción
romana», en el que todo «quedaba reservado a las decisiones de una comisión
compuesta por miembros de la curia» (158159). Un vistazo a los nombres de los
miembros de la comisión y de los colaboradores, como a los resultados de la consulta
a escala mundial, muestra quién emite aquí juicios partidistas. Si Küng nos
alecciona que la fe en el nacimiento virginal --que por esencia concierne al
cuerpo-- es «medieval», entonces se pregunta uno dónde permanece la objetividad
histórica. ¿Es que los Padres combatieron en balde contra el docetismo?
Hay que admitir, ciertamente, que en este ámbito no han faltado
preguntas que nos teníamos que plantear una y otra vez en la comisión: ¿no es
demasiado grande el proyecto de un Catecismo común para toda la Iglesia? ¿No se
trata de un acto inadmisible de reducir a la uniformidad? Siempre de nuevo
teníamos que oír la pregunta llena de reproches de si no se quería crear un
nuevo instrumento de censura del trabajo teológico.
A este respecto hay que decir en primer
lugar que, en una humanidad y una cristiandad que se fragmentan a pesar de toda
la uniformidad técnica, no necesitan defenderse elementos de unidad. Los
necesitamos de la forma más urgente. Cuando vemos que en no pocos países se
desbarata la capacidad para la vida en común, para el consenso moral y con ello
para el consenso civil, hay que preguntar: ¿por qué sucede eso? ¿Cómo podemos
aprender de nuevo a estar unos con otros? Sin embargo, sólo encontrando unos
fundamentos espirituales superaremos las divisiones y despertaremos la
capacidad de aceptarnos recíprocamente. También en la Iglesia se da una
tendencia separatista de facciones y grupos, que apenas pueden seguir
reconociéndose corno miembros de la misma comunidad. La desintegración de la unidad
eclesial y civil van de la mano.
Pero no es verdad que hoy ya no sea posible declarar en común lo común.
El Catecismo no quiere transmitir opiniones de grupos, sino la fe eclesial, que
no ha sido inventada por nosotros. Sólo tal unidad en lo básico y fundamental
hace también posible una pluralidad viviente. Ya se está mostrando cómo el
Catecismo provoca múltiples iniciativas y cómo da ambas cosas: una nueva
comunidad y una nueva encarnación en diferentes mundos.
En lo que vengo diciendo se ponen delante importantes decisiones en
cuanto al método del Catecismo como en cuanto a su aplicabilidad en la Iglesia.
Pues de lo dicho se sigue, en primer lugar, que el Catecismo no ha de exponer
la opinión privada de sus autores, sino que la comisión tenía que aplicarse a
transmitir la fe de la Iglesia lo más exacta y cuidadosamente posible, en lo
cual, claro está, la palabra «catecismo» incluye el cometido de la mediación:
lo que la Iglesia cree debe decirse de tal forma que esta fe se haga accesible
como presente, como palabra para nosotros.
Lograr reconciliar este doble cometido no era fácil. Nos hallábamos de
nuevo ante una alternativa, por cuya resolución nos esforzamos largo tiempo.
¿Se debe proceder más «inductivamente», partir del hombre en el mundo de hoy y
conducir hacia Dios, hacia Cristo, hacia la Iglesia y por tanto también
construir el texto más «argumentativamente», por así decir, en un permanente
diálogo sosegado con las preguntas de hoy, o se debe partir de la fe misma y
desarrollarla desde su propia lógica, poniendo el acento más en dar testimonio
que en argumentar?
La cuestión se vuelve en seguida totalmente práctica, si consideramos
cómo se quiere comenzar el libro, a partir de qué punto querríamos encontrar la
entrada. ¿No debe figurar al comienzo una descripción del contexto del mundo
moderno, para que luego puedan abrirse ahí las puertas hacia Dios? De lo
contrario no se origina demasiado fácilmente la sospecha de que nos movemos
fuera de la realidad concreta en un mero complejo de ideas? Ambos posibles
arranques se discutieron varias veces y se adoptaron y se retiraron una y otra
vez las decisiones.
Pero finalmente nos pusimos de acuerdo en que los análisis del presente
entrañan siempre algo arbitrario y dependen demasiado del punto de mira
escogido; en que, además, no se da la situación mundial común: el contexto de
un hombre que vive en Mozambique o Bangladesh (por poner unos ejemplos
casuales), es totalmente distinto que el de un hombre que habita en Suiza o en
los Estados Unidos. Además, vimos con qué rapidez cambian las situaciones
sociales y los estados de conciencia. Se ha de entablar el diálogo con las
respectivas mentalidades, pero esto pertenece precisamente a las tareas de las
iglesias locales, tareas en las que se exige una gran pluralidad.
Con todo, el Catecismo no procede simplemente de forma deductiva, porque
la historia de la fe es una realidad en nuestro mundo y ha generado su propia
experiencia. El Catecismo parte de ella, presta luego atención, por así decir,
al Señor y a su Iglesia y transmite la palabra así escuchada en su propia
lógica y en su fuerza interna. Sin embargo, no está sencillamente «por encima
del tiempo» y no quiere estarlo en absoluto. Únicamente evita vincularse
demasiado a situaciones del momento, pues quiere realizar el servicio de la
unificación no sólo sincrónicamente, en esta hora nuestra, sino también
diacrónicamente, más allá de unas generaciones, como lo han hecho los grandes
catecismos, particularmente los del siglo XVI.
3.
El autor del Catecismo y su autoridad
En este punto se presenta la pregunta sobre la estructura adecuada del
libro. Pero antes debemos considerar otras dos cuestiones, la relativa al
carácter obligatorio de la obra y la relativa a la autoría.
Comencemos por la última. ¿Cómo debía nacer concretamente el libro?;
¿quién debía escribirlo? Entre los muchos problemas difíciles que se nos
planteaban, éste era quizás el más difícil. La cosa era clara: éste tenía que
ser realmente un libro «católico», y precisamente ya por el modo de la
redacción. Pero también tenía que llegar a ser un libro legible y hasta cierto
punto uniforme. La decisión fundamental se fijó rápidamente: el Catecismo no
debía ser escrito por eruditos, sino por pastores, a partir de su experiencia
de la Iglesia y del mundo, como libro de predicación. Correspondiendo a las
tres partes que se preveían en un principio, se buscó y encontró un equipo de
redacción compuesto por tres pares de Obispos: de la parte relativa a la
confesión de fe debían ser responsables los obispos Estepa (España) y
Maggiolini (Italia); de la parte de los sacramentos, Medina (Chile) y Karlic
(Argentina); de la parte moral, Honoré (Francia) y Konstant (Inglaterra).
Cuando se fijó que debía figurar una cuarta parte independiente sobre la
oración, buscamos un representante de la teología oriental. Como no se logró
contar con un obispo como autor, nos decidimos por J. Corbon, quien escribió el
bello texto sobre la oración con que se concluye el Catecismo en el sitiado
Beirut, en situaciones a menudo dramáticas, no rara vez en el sótano durante
los bombardeos. Al arzobispo Levada, de los Estados Unidos, se le encargó que
emprendiera los preparativos para un glosario.
Francamente, al comienzo me pareció aventurada la idea de que un equipo
de autores tan ampliamente disperso por el mundo, los cuales, por añadidura,
estaban muy ocupados dada su condición de obispos, pudiera llegar a realizar
conjuntamente un libro. En primer lugar, no estaba ni siquiera claro en qué
lengua debía redactarse la obra. El primer preproyecto que remitimos en 1987 a
cuarenta consultores de todo el mundo estaba compuesto en latín. Pero resultó
que un latín traducido de las lenguas modernas y a menudo deficiente, era una
fuente de equívocos y con frecuencia, más que presentar las intenciones de los
autores, las desfiguraba. En la reflexión común resultó que el francés era la
lengua de trabajo en la que todos los autores podían expresarse pasablemente.
No obstante, el texto propiamente oficial debía ser latino y así estar fuera de
las lenguas nacionales actuales. Debía aparecer sólo después de los textos más
importantes en las lenguas nacionales, y poder tomar ya en consideración lo que
en la primera fase de recepción se manifestara en críticas fundadas, las cuales
no pueden modificar la textura de la obra en su totalidad. Sobre la base de
este texto final, cuya elaboración ha comenzado entre tanto, se revisarán luego
los diferentes textos escritos en las lenguas nacionales.
Volvamos una vez más al tema de la redacción del Catecismo.
Evidentemente, el trabajo sólo podía comenzar después de que la comisión de los
doce nombrada por el Papa acertara con algunas decisiones de principio. A
intervalos regulares, el texto debía ser presentado siempre de nuevo a la
comisión, para que ésta lo examinara y lo aprobara; ésta tuvo que discutir y que
decidir todos los grandes problemas que se planteaban en el curso de la
redacción.
Esta colaboración entre la comisión y el comité de redacción dio
muestras de ser extraordinariamente fructífera, pero también se comprobó que
todavía faltaba un miembro intermedio: las piezas textuales individuales era
estilísticamente y en cuanto a las ideas demasiado diferentes entre sí; se hizo
necesaria una mano que ensamblara las distintas partes de este tapiz. Buscamos
un secretario de redacción, que debía acompañar a los textos ya en su génesis y
armonizarlos entre sí sin modificar su sustancia. A tal objeto conseguimos al
entonces profesor en la universidad de Friburgo (Suiza) y actualmente obispo
auxiliar de Viena, Christoph Schönborn,
quien ha llevado a cabo con bravura el empeño, a menudo difícil, de mediar
entre modos de pensar y formas estilísticas. Con todo, sigue siendo para mí una
especie de milagro que en un proceso de redacción tan complicado se haya
originado un libro legible, en lo esencial interiormente homogéneo y, a lo que
creo, bello. Que entre espíritus tan diferentes como los que estaban
representados en el comité de redacción y en la comisión siempre se alcanzara
la unanimidad era para mí y para todos los participantes una formidable
experiencia, en la que a menudo expresamente creímos percibir la mano superior
que nos guiaba.
La comisión de los doce, el día 14 de febrero de 1992 --día de los
santos Cirilo y Metodio--, aprobó el texto por unanimidad, lo que ciertamente no
era nada evidente. Añadamos que al proyecto revisado del texto, proyecto que se
envió en noviembre de 1989, respondieron más de mil obispos, cuyas más de
24.000 enmiendas fueron tenidas en cuenta, y así se podrá ver que este libro
presenta un acontecimiento de la «colegialidad» de los obispos y que en él nos
habla la voz de la Iglesia universal en toda su plenitud «como la voz de muchas
aguas».
Con ello retornamos a la cuestión que ya hemos apuntado páginas atrás:
la relativa a la autoridad del Catecismo. Para hallar la respuesta, examinemos
en primer lugar, todavía algo más de cerca, la estructura jurídica del libro.
Podríamos decir: de forma semejante al nuevo Código, también el Catecismo es de
hecho una obra colegial; jurídicamente considerado es de derecho pontificio, es
decir, ha sido entregado a la cristiandad por el Santo Padre en virtud de la
potestad magisterial que le es propia. En este sentido, me parece que el nuevo
Catecismo, visto desde su estructura jurídica, depara un buen ejemplo de un funcionamiento
combinado del primado y la colegialidad, tal como corresponde al espíritu y a
la letra del Concilio.
El Papa no habla por encima de los obispos. Más bien invita a sus
hermanos en el ministerio episcopal a hacer resonar juntos la sinfonía de la fe.
Él reúne el todo con su autoridad y lo cubre con ella. Esta autoridad no es
algo impuesto desde fuera, sino que lleva el testimonio común a su validez
concreta, pública.
Ello no quiere decir que el Catecismo sería una especie de nuevo
superdogma, como querían imputarle sus adversarios, para poder hacerlo
sospechoso de que constituye un peligro para la libertad de la teología. Qué
significación posee el Catecismo de hecho para la enseñanza común en la
Iglesia, se puede deducir de la Constitución apostólica Fidei Depositum
con que el Papa, el 11 de octubre de 1992 --exactamente treinta años después de
la apertura del Vaticano II--, lo ha promulgado: «Lo reconozco (al Catecismo)
como un instrumento válido y autorizado al servicio de la comunión eclesial y como
norma segura para la enseñanza de la fe» (núm. 4). Las enseñanzas particulares
que el Catecismo expone no reciben ninguna otra autoridad que la que ya poseen.
Es importante el Catecismo como totalidad: transmite lo que es enseñanza de la
Iglesia; quien lo rechaza en su totalidad, se separa indudablemente de la fe y
de la doctrina de la Iglesia.
4. Estructura y contenido
a)
La estructura
También en la cuestión relativa a la estructura y al contenido de la
obra partimos de nuevo de la historia de su génesis. Después de que la comisión
se había decidido sobre los destinatarios y el método, tenía que aclararse como
debía ser estructurado el libro. Hubo diversas ideas. Unos eran de la opinión
de que el Catecismo debía ser desarrollado en una concepción cristocéntrica,
otros pensaban que la visión cristocéntrica debía ser rebasada en una visión
teocéntrica. Finalmente se ofreció la idea del reino de Dios como ideaguía
unificadora.
En un debate nada fácil llegamos a comprender que el Catecismo no debía
presentar la fe como sistema y a partir de una idea de sistema. Por lo demás,
la mejor estructura de la catequesis debe ser hallada en las respectivas
circunstancias concretas y no se ha de establecer para toda la Iglesia a través
del Catecismo común. Teníamos que hacer algo mucho más sencillo: preparar los
elementos esenciales que cabe considerar como condiciones para la admisión al
bautismo, a la comunión de vida de los cristianos.
Cada musulmán sabe lo que pertenece esencialmente a su religión: la fe
en un solo Dios, en sus profetas, en el Corán; la ley del ayuno y la
peregrinación a la Meca. ¿Qué es lo que distingue propiamente a un cristiano?
El antiguo catecumenado cristiano agrupó los elementos fundamentales a partir
de la Escritura: son la fe, los sacramentos, los mandamientos, el Padre
Nuestro. Correspondientemente, se tenía la traditio y la redditio symboli,
la entrega de la confesión de fe y más adelante su devolución por medio del
candidato al bautismo; el aprendizaje del Padre Nuestro; la instrucción moral y
la catequesis mistagógica, es decir, la introducción en la vida sacramental.
Todo esto suena quizá a algo exterior, pero conduce a la profundidad de
lo esencial: para ser cristiano, hay que aprender a creer; hay que aprender la
manera cristiana de vivir, por así decir, el estilo cristiano de vida; hay que
poder orar como cristiano y finalmente hay que familiarizarse con los
misterios, con el culto de la Iglesia. Todas estas cuatro partes forman un
íntimo conjunto: la introducción en la fe no es mediación de una teoría, como
si la fe fuera una especie de filosofía, «platonismo para el pueblo», como se
ha dicho despectivamente; la confesión de fe es sólo el despliegue de la
fórmula bautismal. La introducción en la fe es así ella misma «mistagogia», introducción
en el bautismo, en el proceso de conversión, en el que no somos sólo nosotros
los que obramos, sino que dejamos a Dios obrar en nosotros. Así, la explicación
de la confesión está íntimamente vinculada con la catequesis litúrgica, con el
acceso a la comunidad cultual. Pero llegar a ser «capaz para la liturgia»
quiere decir también aprender a orar, y aprender a orar quiere decir aprender a
vivir, incluye la cuestión moral.
Así, en el curso de nuestras conversaciones, la división en cuatro
partes del Catecismo de Trento --confesión de fe, sacramentos, mandamientos,
oración-- mostró ser, hoy como antes, la vía más adecuada para un Catechismus
maior; esta división posibilita también al usuario del libro, a la mayor
brevedad, orientarse rápidamente y encontrar las materias particulares que
busca. Para sorpresa nuestra resultó que en esta aparente yuxtaposición de
piezas hay que reconocer absolutamente algo así como un «sistema». Se presenta
sucesivamente lo que la Iglesia cree, lo que celebra, lo que vive, cómo ora.
Se hizo la propuesta de que con estos títulos se engarzaran las partes
singulares entre sí y de esta forma se pusiera de relieve la unidad interna del
libro. Pero al final rechazarnos esta idea evidente por dos motivos: de ahí se
originaría una especie de eclesiocentrismo, que es completamente ajeno al
Catecismo. Semejante eclesiocentrismo --y éste es el segundo reparo-- conduce
fácilmente a una especie de relativismo y subjetivismo de la fe: se presenta
sólo la conciencia eclesial, pero permanece abierta la pregunta acerca de si
esta conciencia alcanza la realidad. Muchos libros de religión no se atreven ya
de hecho a decir: «Cristo ha resucitado»; sólo dicen: «La comunidad experimentó
a Cristo como resucitado». La pregunta por la verdad de esta experiencia
permanece abierta. Con tal eclesiocentrismo demasiado extendido se ha sucumbido
en el fondo al esquema mental del idealismo alemán: todo se mueve sólo en el
interior de la conciencia; en este caso, de la conciencia de la Iglesia (la
Iglesia cree, celebra, etc.). Por el contrario, el Catecismo quería y quiere
decir con toda franqueza: «Cristo ha resucitado». Confiesa la fe como realidad,
no meramente como contenido de conciencia de los cristianos.
b)
Estructura de la primera parte
Tras haberse determinado la estructura del Catecismo a grandes trazos,
quedaban todavía en pie cuestiones importantes sobre la forma concreta, que
concernían sobre todo a las partes primera y tercera. En lo que sigue querría
limitarme a las decisiones fundamentales relativas a estas dos partes.
La parte primera tiene que explicar la confesión de fe. ¿Qué confesión?
La tradición catequética de Occidente ha empleado para ello, desde hace mucho
tiempo y con gran naturalidad, la confesión bautismal de la Iglesia de Roma, que
en cuanto «confesión apostólica de fe» se ha convertido también en una oración
fundamental de la cristiandad occidental. Pero se oponía un reparo: el
Apostolicum es un símbolo latino, mientras que el Catecismo pertenece a la
Iglesia católica entera, la de Occidente y la de Oriente. Así que era muy
natural atenerse al símbolo llamado nicenoconstantinopolitano, como ha hecho,
por ejemplo, el Catecismo alemán para adultos.
Pero el conocimiento de la peculiaridad de cada tipo de símbolos nos
hizo desistir de esta idea. Pues en el niceno se trata de una confesión
conciliar; por tanto, de un Credo de obispos, que luego se convirtió también en
el Credo de la comunidad congregada para la Eucaristía. Por consiguiente,
presupone ya la catequesis y la desarrolla ulteriormente.
La catequesis como tal siempre se ha atenido a los símbolos bautismales,
por ser, según su esencia, introducción al bautismo o ejercitación en la
existencia del bautizado. Los símbolos bautismales son ciertamente, en
oposición a la gran confesión conciliar, diferentes según los lugares. Por lo
tanto se debe escoger una confesión eclesial local. Sin embargo, estas
confesiones están también, en su estructura esencial, tan cerca unas de otras
que la decisión a favor del símbolo romano --el Apostolicum-- no
significa una opción unilateral a favor de la tradición occidental, sino que
abre por entero la puerta a la tradición común de fe de toda la Iglesia.
Este carácter universal del símbolo aparece luego con toda evidencia si
se repara en su estructura esencial, puesta particularmente de manifiesto por
Henri de Lubac de forma penetrante. La división en doce artículos,
correspondiente al número de los doce apóstoles, es ciertamente antigua; sin
embargo, está subordinada a la estructura ternaria originaria, que procede de
la fórmula trinitaria del bautismo: «Yo te bautizo en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo». El símbolo bautismal es esencialmente una confesión
del Dios viviente, del Dios uno en tres personas. Ésta es la división primordial,
que al mismo tiempo descubre la esencia simple de la fe, la cual es siempre y
en todas partes la misma: creemos en el Dios viviente, que como Padre, Hijo y
Espíritu Santo es un Dios único. Él se nos ha donado en la encarnación del Hijo
y permanece continuamente cerca de nosotros mediante el envío del Espíritu
Santo. Ser cristiano quiere decir creer en este Dios viviente y manifiesto.
Todo lo demás es desarrollo. De esta forma el Catecismo muestra ya, a partir de
su estructura, la jerarquía de verdades de que ha hablado el Vaticano II.
c)
Cuestiones fundamentales de la tercera parte
Añadamos todavía brevemente unas indicaciones relativas a la tercera
parte, que trata de la moral. Era la más discutida y planteó, por muchos
motivos, la tarea más difícil para la confección del Catecismo. Desde la
tradición era muy natural escoger el esquema de los diez mandamientos. Contra
semejante estructura de la catequesis moral, se objeta hoy que este orden
veterotestamentario resulta anticuado para el cristiano; no puede mostrar el
camino de la existencia cristiana.
Semejantes afirmaciones en modo alguno pueden apoyarse en el Nuevo
Testamento. El decálogo sirve de base al sermón del monte, y el apóstol Pablo,
por ejemplo en Rm 13, 810, lo presupone como forma fundamental de la
instrucción moral. Siempre de nuevo se identifica a los diez mandamientos,
falsamente también, con la «Ley», de la que hemos sido liberados por medio de
Cristo --como nos enseña Pablo--. Pero la «Ley» de que habla Pablo es la Torá,
la Torá en su integridad, que Cristo ha llevado a la cruz y ha
«cancelado» en la cruz; la instrucción moral del decálogo mantiene su plena
validez en el nuevo contexto vital de la gracia.
Desde el Nuevo Testamento aparecen los diez mandamientos como palabra
viviente, que crece en la historia del pueblo de Dios, se abre en ella
continuamente en su verdadera profundidad y finalmente alcanza su plena razón
de ser en la palabra y en la persona de Jesucristo. Pero lo mismo que nosotros
comprendemos de forma nueva el misterio de Cristo en cada período de la
historia y hallamos en él auténtica novedad, así también la explicación y la
comprensión de los mandamientos nunca ha llegado a su término. A partir de tal
comprensión históricosalvífica y cristológica de los mandamientos pudimos tomar
el partido de la tradición catequética, que ha encontrado en ellos siempre de
nuevo la orientación para la conciencia cristiana.
Para exponer esta comprensión apropiada y dinámica de los mandamientos,
tuvimos que colocarlos claramente en el contexto cristiano en que los leen el
Nuevo Testamento y la gran tradición: el sermón del monte, los dones del
Espíritu Santo y la doctrina sobre las virtudes tuvieron que encuadrar la
presentación de los mandamientos y, por así decir, dar la entonación correcta.
Más aún: la cuestión acerca de dónde debía encontrar su lugar la doctrina del pecado
y la justificación, de la ley y el evangelio, la decidimos, después de
múltiples discusiones, en el sentido de que tenía su lugar adecuado
precisamente en esta tercera parte del Catecismo. Pues así resulta del todo
patente que la moral cristiana se halla en el ámbito de la gracia, que nos
precede, y que nos alcanza y sobrepasa como perdón siempre de nuevo.
Esta cohesión interior debe tenerse continuamente presente en la lectura
de cada uno de los fragmentos de la parte moral. Sólo así puede entenderse
correctamente.
En la teología moral se libra hoy una lucha dramática en torno a la
clarificación de sus propios fundamentos; la cuestión relativa a la relación
entre revelación y razón y la referente a la relación entre razón y ser
(naturaleza) se debaten con ardor.
No era cometido del Catecismo intervenir en puntos litigiosos de
teología. Él podía presuponer las grandes decisiones fundamentales de la fe.
Nos adecuamos al ser en cuanto que nos conformamos con Cristo, y nos
conformamos con Cristo en la medida en que nos volvemos personas que aman junto
con Él. El seguimiento de Cristo y la comprensión de todos los deberes
particulares desde el mandamiento del amor van emparejados; ambos, por otra
parte, son inseparables de la correspondencia a la oculta y sin embargo
perceptible palabra de la creación. Lo mismo que creación y redención, mensaje
del ser y mensaje de la revelación corren parejos, también corren parejos razón
y fe, ser y razón.
En la medida en que el Catecismo recurre a la categoría «naturaleza»,
dicha categoría se ha de comprender en este sentido. El Catecismo no conoce
ningún naturalismo, tal como lo expresó por ejemplo Ulpiano (+ 228 d.C.) con su
conocida proposición: «Es natural lo que enseña la naturaleza a todos los seres
vivos». Para el Catecismo, la razón pertenece a la naturaleza humana; le es
«natural» al hombre lo que es conforme a su razón, y es conforme a su razón lo
que le abre a Dios. De esta suerte, el mero mecanismo fisiológico no puede
definir la «naturaleza» y ser norma de lo moral, sino el conocimiento, mediado
por la razón, que tiene de sí el ser humano, a quien pertenecen como unidad
indisoluble el cuerpo y el alma.
A la inversa, el Catecismo no conoce ciertamente ninguna razón que se
baste a sí misma, «autónoma», menos aún una razón para la que la barrera entre
la razón y el ser, la razón y el Logos de Dios sea impenetrable, de forma que
el hombre pudiera y debiera determinar sólo por su propia cuenta lo que ha de
valer como moral.
El Catecismo, junto con la tradición, sabe del debilitamiento de la
razón embotada por el pecado; pero también sabe de su capacidad no perdida para
percibir al Creador y la creación. Esta capacidad es renovada por el encuentro
con Cristo, quien como Logos de Dios no deroga la razón, antes la conduce de
nuevo a sí misma. En este sentido, el Catecismo está marcado precisamente
también en su parte moral por el optimismo de los redimidos.
Querría concluir con una pequeña historia. A un obispo entrado en años,
muy respetado por su saber, se le mostró una de las últimas redacciones del
Catecismo antes de la publicación, para que emitiera un juicio sobre el mismo.
Él devolvió el manuscrito con una expresión de alegría. «Sí --dijo--, ésta es
la fe de mi madre». Le hacía feliz que la fe que había aprendido de niño y que
había sido su apoyo a lo largo de la vida hablara aquí con su riqueza y su
belleza, pero también con su sencillez y su identidad indestructible. Es la fe
de mi madre: la fe de nuestra madre, la Iglesia. A esta fe nos invita el
Catecismo.
Cfr. Ciudad Nueva, Madrid 1994, pp. 9-39
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