Apreciado
doctor Scalfari:
Es
con profunda cordialidad que al menos a grandes líneas quisiera tratar de
responder a la carta que, desde las páginas de La Repubblica, se ha querido dirigir a mi el
7 de julio con una serie de reflexiones personales, que luego ha enriquecido en
las páginas del mismo diario el 7 de agosto. Le agradezco, en primer lugar, por
la atención con la que leyó la encíclica Lumen Fidei. La cual en la intención
de mi amado predecesor, Benedicto XVI, que la concibió y escribió gran parte, y
la que con gratitud, heredé, se dirige no solo a confirmar en la fe en
Jesucristo a aquellos que en aquella ya se reconocen, sino también para
despertar un diálogo sincero y riguroso con los que, como Usted, se define
"un no creyente por muchos años, interesado y fascinado por la predicación
de Jesús de Nazaret".
Por lo
tanto, creo que es muy positivo, no solo para nosotros individualmente, sino
también para la sociedad en la que vivimos, detenernos para dialogar de algo
tan importante como es la fe, que se refiere a la predicación y a la figura de
Jesús. Creo que hay, en particular, dos circunstancias que hacen que este
diálogo sea hoy sea un deber y algo valioso.
Como
se sabe, uno de los principales objetivos del Concilio Vaticano II, querido por
el papa Juan XXIII y por el ministerio de los papas, es la sensibilidad y
contribución que cada uno desde entonces hasta ahora ha dado según el patrón establecido
por el Concilio. La primera de las circunstancias --como se recuerda en las
páginas iniciales de la Encíclica-- deriva del hecho que a lo largo de los
siglos de la modernidad , se produjo una paradoja: la fe cristiana, cuya
novedad e incidencia sobre la vida del hombre desde el principio han sido
expresados precisamente a través del símbolo de la luz, a menudo ha sido
calificada como la oscuridad de la superstición que se opone a la luz de la
razón. Así entre la Iglesia y la cultura de inspiración cristiana, por una
parte, y la cultura moderna de carácter iluminista, por la otra, se ha llegado
a la incomunicación. Ahora ha llegado el momento, y el Vaticano II ha
inaugurado justamente la estación, de un diálogo abierto y sin prejuicios que
vuelva a abrir las puertas para un serio y fructífero encuentro.
La
segunda circunstancia, para quien busca ser fiele al don de seguir a Jesús en
la luz de la fe, viene del hecho de que este diálogo no es un accesorio
secundario de la existencia del creyente: es en cambio una expresión íntima e
indispensable. Permítame citarle una afirmación en mi opinión muy importante de
la Encíclica: visto que la verdad testitimoniada por la fe es aquella del amor
–subraya-- «está claro que la fe no es intransigente, sino que crece en la
convivencia que respeta al otro. El creyente no es arrogante; por el contrario,
la verdad lo hace humilde, consciente de que, más que poseerla nosotros, es
ella la que nos abraza y nos posee. Lejos de ponernos rígidos, la seguridad de
la fe nos pone en camino, y hace posible el testimonio y el diálogo con todos»
( n. 34 ). Este es el espíritu que anima las palabras que le escribo.
La fe,
para mí, nace de un encuentro con Jesús. Un encuentro personal, que ha tocado
mi corazón y ha dado una dirección y un nuevo sentido a mi existencia. Pero al
mismo tiempo es un encuentro que fue posible gracias a la comunidad de fe en la
que viví y gracias a la cual encontré el acceso a la sabiduría de la Sagrada
Escritura, a la vida nueva que como agua brota de Jesús a través de los
sacramentos, de la fraternidad con todos y del servicio a los pobres, imagen
verdadera del Señor.
Sin la
Iglesia –créame--, no habría sido capaz de encontrar a Jesús , mismo siendo
consciente de que el inmenso don que es la fe se conserva en las frágiles odres
de barro de nuestra humanidad. Y es aquí precisamente, a partir de esta
experiencia personal de fe vivida en la Iglesia, que me siento cómodo al
escuchar sus preguntas y en buscar, junto con Usted, el camino a través del
cual podamos, quizás, comenzar a hacer una parte del camino juntos.
Perdóneme
si no sigo paso a paso los argumentos propuestos por usted en el editorial del
7 de julio. A mí me parece más fructífero --o por lo menos es más agradable
para mí-- ir de una determinada manera al corazón de sus consideraciones. No
entro ni siquiera en el modo de exposición seguida por la Encíclica, en la que
Usted advierte la falta de una sección dedicada específicamente a la
experiencia histórica de Jesús de Nazaret.
Observo
únicamente, para empezar, que un análisis de este tipo no es secundario. Se
trata de hecho, siguiendo después la lógica que guía el desarrollo de la
encíclica, de centrar la atención sobre el significado de lo que Jesús dijo e
hizo, y así, en última instancia, de lo que Jesús fue y es para nosotros. Las
cartas de Pablo y el evangelio de Juan, a los que se hace especial referencia
en la Encíclica, se construyen, de hecho, en el sólido fundamento del
ministerio mesiánico de Jesús de Nazaret, que llegan a su auge resolutivo en la
pascua de muerte y resurrección. Así es que, es necesario confrontarse con
Jesús, diría yo, en la realidad y la rudeza de su historia, así como se nos
relata sobre todo en el Evangelio más antiguo, el de Marcos.
Observamos
entonces que el «escándalo» que la palabra y la práctica de Jesús causan
alrededor de él, derivan de su extraordinaria «autoridad»: una palabra, esta,
atestiguada desde el Evangelio de Marcos, pero que no es fácil reportar bien en
italiano. La palabra griega es «exousia», que literalmente se refiere a lo que
«viene del ser», de lo que es. No se trata de algo externo o forzado, sino de
algo que emana de su interior y que se impone por sí mismo. Jesús realmente
golpea, confunde, innova --como él mismo dice-- a partir de su relación con
Dios, llamado familiarmente Abbà,
lo que le da a esta «autoridad» para que él la emplee a favor de los hombres.
Así,
Jesús predica «como quien tiene autoridad», cura, llama a sus discípulos a
seguirle, perdona... cosas todas que en el Antiguo Testamento, son de Dios y
solo de Dios. La pregunta que más retorna en el Evangelio de Marcos es: «¿Quién
es este que ...?» , y que tiene que ver con la identidad de Jesús, nace de la
constatación de una autoridad diferente a la del mundo, una autoridad que no
tiene la intención de ejercer el poder sobre los demás, sino para servir , para
darles la libertad y la plenitud de la vida. Y esto al punto de jugarse la
propia vida, hasta experimentar la incomprensión, la traición, el rechazo;
hasta ser condenado a muerte, hasta caer en el estado de abandono sobre la
cruz.
Pero
Jesús se mantuvo fiel a Dios hasta el final. Y es precisamente entonces --como
exclama el centurión romano al pie de la cruz, en el Evangelio de Marcos--,
cuando Jesús se muestra, paradójicamente, ¡como el Hijo de Dios! Hijo de un
Dios que es amor y que quiere, con todo su ser, que el hombre, cada hombre, se
descubra y viva también él como su verdadero hijo. Esto, para la fe cristiana,
está certificado por el hecho de que Jesús ha resucitado: no para demostrar el
triunfo sobre aquellos que lo han rechazado, sino para dar fe de que el amor de
Dios es más fuerte que la muerte, que el perdón de Dios es más fuerte que todo
pecado , y que vale la pena emplear la propia vida, hasta el final, para dar
testimonio de este gran regalo.
La fe
cristiana cree que esto: que Jesús es el Hijo de Dios que vino a dar su vida
para abrir a todos el camino del amor. Por lo tanto tiene razón, querido doctor
Scalfari , cuando ve en la encarnación del Hijo de Dios la piedra angular de la
fe cristiana. Tertuliano escribía: «caro cardo salutis», la carne (de Cristo)
es la base de la salvación. Porque la encarnación, es decir, el hecho de que el
Hijo de Dios haya venido en nuestra carne y haya compartido alegrías y
tristezas, triunfos y derrotas de nuestra existencia, hasta el grito de la
cruz, experimentando todo en el amor y en la fidelidad al Abbà, testimonia el
increíble amor que Dios tiene respecto a cada hombre, el valor inestimable que
le reconoce. Cada uno de nosotros, por lo tanto, está llamado a hacer suya la
mirada y la elección del amor de Jesús, para entrar en su manera de ser, de
pensar y de actuar. Esta es la fe, con todas las expresiones que se describen
puntualmente en la Encíclica.
Siempre
en el editorial del 7 de julio, Usted me pregunta también cómo entender la
originalidad de la fe cristiana, ya que esta se basa precisamente en la
encarnación del Hijo de Dios, en comparación con otras creencias que giran en
trono a la absoluta trascendencia de Dios. La originalidad, diría yo, radica en
el hecho de que la fe nos hace partícipes, en Jesús, en la relación que Él
tiene con Dios, que es Abbà
y, de este modo, en la la relación que Él tiene con todos los demás hombres,
incluidos los enemigos, en signo del amor.
En
otras palabras, la filiación de Jesús, como ella se presenta a la fe cristiana,
no se reveló para marcar una separación insuperable entre Jesús y todos los
demás: sino para decirnos que , en Él, todos estamos llamados a ser hijos del
único Padre y hermanos entre nosotros. La singularidad de Jesús es para la
comunicación, y no para la exclusión. Por cierto, de aquello se deduce también
--y no es poca cosa--, aquella distinción entre la esfera religiosa y la esfera
política, que está consagrado en el «dar a Dios lo que es de Dios y al César lo
que es del César», afirmada claramente por Jesús y en la que, con gran trabajo,
se ha construido la historia de Occidente.
La
Iglesia, por lo tanto, está llamada a diseminar la levadura y la sal del
Evangelio, y por lo tanto, el amor y la misericordia de Dios que llega a todos
los hombres, apuntando a la meta ultraterrena y definitiva de nuestro destino,
mientras que a la sociedad civil y política le toca la difícil tarea de
articular y encarnar en la justicia y en la solidaridad, en el derecho y en la
paz, una vida cada vez más humana. Para los que viven la fe cristiana, eso no
significa escapar del mundo o de la investigación de cualquier hegemonía , pero
al servicio de la humanidad, a todo el hombre y a todos los hombres, a partir
de la periferia de la historia y suscitando el sentido de la esperanza que
impulsa a hacer el bien a pesar de todo y mirando siempre más allá.
Usted
me pregunta también, al término de su primer artículo, qué debemos decirle a
nuestros hermanos judíos sobre la promesa hecha a ellos por Dios: ¿acaso quedó
en el vacío? Es esta –créame-- una pregunta que nos desafía radicalmente, como
cristianos, ya que con la ayuda de Dios, especialmente a partir del Concilio
Vaticano II, hemos descubierto que el pueblo judío sigue siendo para nosotros,
la raíz santa de la que germinó Jesús. También yo, en la amistad que he
cultivado a lo largo de todos estos años con nuestros hermanos judíos, en
Argentina, muchas veces me cuestioné ante Dios en la oración, sobre todo cuando
la mente se iba al recuerdo de la terrible experiencia de la Shoah. Lo que puedo
decirle, con el apóstol Pablo, es que nunca ha fallado la fidelidad de Dios a
su alianza con Israel y que, a través de las pruebas terribles de estos siglos,
los judíos han conservado su fe en Dios. Y por esto, con ellos nunca seremos lo
suficientemente agradecidos como Iglesia, sino también como humanidad.
Ellos
justamente perseverando en la fe en el Dios de la alianza los invitan a todos,
también a nosotros cristianos, al estar siempre a la espera, como los
peregrinos, del regreso del Señor y que por lo tanto, siempre debemos estar
abiertos a Él y nunca cerrarnos ante lo que ya hemos alcanzado.
Llego
así a las tres preguntas que me pone en el artículo del 7 de agosto. Me parece
que, en los dos primeros, lo que le su corazón quiere es entender la actitud de
la Iglesia hacia los que no comparten la fe de Jesús.
En
primer lugar, me pregunta si el Dios de los cristianos perdona a los que no
creen y no buscan la fe. Teniendo en cuenta que --y es la clave-- la
misericordia de Dios no tiene límites si nos dirigimos a Él con un corazón
sincero y contrito, la cuestión para quienes no creen en Dios es la de obedecer
a su propia conciencia. El pecado, aún para los que no tienen fe, existe cuando
se va contra la conciencia. Escuchar y obedecerla significa de hecho, decidir
ante lo que se percibe como bueno o como malo. Y en esta decisión se juega la
bondad o la maldad de nuestras acciones.
En
segundo lugar, Ud. me pregunta si el pensamiento según el cual no existe ningún
absoluto, y por lo tanto ninguna verdad absoluta, sino solo una serie de
verdades relativas y subjetivas, se trate de un error o de un pecado. Para
empezar, yo no hablaría, ni siquiera para quien cree, de una verdad «absoluta»,
en el sentido de que absoluto es aquello que está desatado, es decir, que sin
ningún tipo de relación. Ahora, la verdad, según la fe cristiana, es el amor de
Dios hacia nosotros en Cristo Jesús. Por lo tanto, ¡la verdad es una relación!
A tal punto que cada uno de nosotros la toma, la verdad, y la expresa a partir
de sí mismo: de su historia y cultura, de la situación en la que vive, etc.
Esto no quiere decir que la verdad es subjetiva y variable, ni mucho menos.
Pero sí significa que se nos da siempre y únicamente como un camino y una vida.
¿No lo dijo acaso el mismo Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida»? En
otras palabras, la verdad es en definitiva todo un uno con el amor, requiere la
humildad y la apertura para ser encontrada, acogida y expresada. Por lo tanto,
hay que entender bien las condiciones y, quizás, para salir de los confines de
una contraposición... absoluta, replantear en profundidad el tema. Creo que
esto es hoy una necesidad imperiosa para entablar aquel diálogo pacífico y
constructivo que deseaba desde el comienzo de esta mi opinión.
En la
última pregunta me interroga si, con la desaparición del hombre sobre la
tierra, desaparecerá también el pensamiento capaz de pensar en Dios. Es verdad,
la grandeza del hombre está en ser capaz de pensar en Dios. Y por lo tanto, en
el poder vivir una relación consciente y responsable con Él.
Pero
la relación es entre dos realidades. Dios --este es mi pensamiento y esta es mi
experiencia, ¡y cuántos, ayer y hoy lo comparten!--, no es una idea, aunque sea
un alto fruto del resultado del pensamiento del hombre. Dios es una realidad
con la «R» mayúscula. Jesús lo revela --y tiene una relación viva con Él--,
como un Padre de infinita bondad y misericordia. Dios no depende, por lo tanto,
de nuestra forma de pensar. Y de otro lado, mismo cuanto terminará la vida del
hombre sobre la tierra – y para la fe cristiana de todos modos, este mundo así
como lo conocemos está destinado a tener un fin-- el hombre no acabará de
existir, y en una manera que nosotros no sabemos, tampoco el universo que fue
creado con él. La Escritura habla de «cielos nuevos y tierra nueva» y afirma
que, al final, en el dónde y en el cuándo, que está más allá de nosotros, pero
hacia el cual, en la fe tendemos con deseo y espera, Dios será «todo en todos».
Estimado
doctor Scalfari, concluyo así mis reflexiones, suscitadas por lo que ha querido
decirme y preguntarme. Acójalas como una respuesta tentativa y provisional,
pero sincera y confiada, con la invitación que le hice de andar una parte del
camino juntos. La Iglesia, créame, a pesar de todos los retrasos,
infidelidades, errores y pecados que haya cometido y todavía pueda cometer en
los que la componen, no tiene otro sentido ni propósito que no sea vivir y dar
testimonio de Jesús: Él que fue enviado por el Abbà «para anunciar a los pobres la Buena
Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los
ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del
Señor» (Lc. 4, 18-19).
Con
fraternal cercanía,
Francesco
Traducido del original italiano por José
Antonio Varela V.
Publicado por Zenit
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