DISCURSO
DEL PAPA
JUAN PABLO II
A LOS PRELADOS AUDITORES,
DEFENSORES DEL VÍNCULO
Y ABOGADOS DE LA
ROTA ROMANA,
CON OCASIÓN DE LA APERTURA
JUAN PABLO II
A LOS PRELADOS AUDITORES,
DEFENSORES DEL VÍNCULO
Y ABOGADOS DE LA
ROTA ROMANA,
CON OCASIÓN DE LA APERTURA
DEL AÑO
JUDICIAL
Lunes 28 de enero de 2002
Lunes 28 de enero de 2002
1. Doy
vivamente las gracias al monseñor decano, que, interpretando bien vuestros
sentimientos y vuestras preocupaciones, con breves observaciones y datos
concretos ha destacado vuestro trabajo diario y las graves y complejas
cuestiones, objeto de vuestros juicios.
La
solemne inauguración del año judicial me brinda la grata ocasión de un cordial
encuentro con cuantos trabajan en el Tribunal de la Rota romana -prelados
auditores, promotores de justicia, defensores del vínculo, oficiales y
abogados-, para manifestarles mi gratitud, mi estima y mi aliento. La
administración de la justicia en el seno de la comunidad cristiana es un
servicio valioso, porque constituye la premisa indispensable para una caridad
auténtica.
Como ha
subrayado el monseñor decano, vuestra actividad judicial atañe sobre
todo a las causas de nulidad del matrimonio. En esta
materia, junto con los demás tribunales eclesiásticos y con una función
especialísima entre ellos, que subrayé en la Pastor bonus
(cf. art. 126), constituís una manifestación institucional específica
de la solicitud de la Iglesia al juzgar, conforme a la verdad y a la justicia,
la delicada cuestión concerniente a la existencia, o no, de un matrimonio. Esta
tarea de los tribunales en la Iglesia se sitúa, como contribución
imprescindible, en el marco de toda la pastoral matrimonial y familiar.
Precisamente la perspectiva de la pastoralidad exige un esfuerzo
constante de profundización de la verdad sobre el matrimonio y la familia,
también como condición necesaria para la administración de la justicia en este
campo.
2. Las
propiedades esenciales del matrimonio -la unidad y la indisolubilidad (cf. Código
de derecho canónico, c. 1056; Código de cánones de las Iglesias
orientales, c. 776, 3)- ofrecen la oportunidad para una provechosa
reflexión sobre el matrimonio mismo. Por eso hoy, continuando el tema de mi
discurso del año 2000 acerca de la indisolubilidad (cf. AAS 92 [2000]
350-355), deseo considerar la indisolubilidad como bien para los esposos,
para los hijos, para la Iglesia y para la humanidad entera.
Es
importante la presentación positiva de la unión indisoluble, para redescubrir
su bien y su belleza. Ante todo, es preciso superar la visión de la
indisolubilidad como un límite a la libertad de los contrayentes, y por tanto
como un peso, que a veces puede resultar insoportable. En esta concepción, la
indisolubilidad se ve como ley extrínseca al matrimonio, como
"imposición" de una norma contra las "legítimas"
expectativas de una ulterior realización de la persona. A esto se añade la
idea, bastante difundida, según la cual el matrimonio indisoluble sería propio
de los creyentes, por lo cual ellos no pueden pretender "imponerlo" a
la sociedad civil en su conjunto.
3. Para
dar una respuesta válida y exhaustiva a este problema es necesario partir de
la palabra de Dios. Pienso concretamente en el pasaje del evangelio de san
Mateo que recoge el diálogo de Jesús con algunos fariseos, y después con sus
discípulos, acerca del divorcio (cf. Mt 19, 3-12). Jesús supera
radicalmente las discusiones de entonces sobre los motivos que podían autorizar
el divorcio, afirmando: "Moisés, teniendo en cuenta la dureza de
vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no
fue así" (Mt 19, 8).
Según
la enseñanza de Jesús, es Dios quien ha unido en el vínculo conyugal al hombre
y a la mujer. Ciertamente, esta unión tiene lugar a través del libre
consentimiento de ambos, pero este consentimiento humano se da a un designio
que es divino. En otras palabras, es la dimensión natural de la unión y,
más concretamente, la naturaleza del hombre modelada por Dios mismo, la que
proporciona la clave indispensable de lectura de las propiedades esenciales del
matrimonio. Su ulterior fortalecimiento en el matrimonio cristiano a través del
sacramento (cf. Código de derecho canónico, c. 1056) se apoya en un
fundamento de derecho natural, sin el cual sería incomprensible la misma
obra salvífica y la elevación que Cristo realizó una vez para siempre con
respecto a la realidad conyugal.
4. A
este designio divino natural se han conformado innumerables hombres y mujeres
de todos los tiempos y lugares, también antes de la venida del Salvador, y se
conforman después de su venida muchos otros, incluso sin saberlo. Su libertad
se abre al don de Dios, tanto en el momento de casarse como durante toda su
vida conyugal. Sin embargo, existe siempre la posibilidad de rebelarse contra
ese designio de amor: se manifiesta entonces la "dureza de
corazón" (cf. Mt 19, 8) por la que Moisés permitió el repudio, pero
que Cristo venció definitivamente. A esas situaciones es necesario responder con
la humilde valentía de la fe, de una fe que sostiene y corrobora a la razón
misma, para permitirle dialogar con todos, buscando el verdadero bien de la
persona humana y de la sociedad. Considerar la indisolubilidad no como una
norma jurídica natural, sino como un simple ideal, desvirtúa el sentido de la
inequívoca declaración de Jesucristo, que rechazó absolutamente el divorcio,
porque "al principio no fue así" (Mt 19, 8).
El
matrimonio "es" indisoluble: esta propiedad expresa
una dimensión de su mismo ser objetivo; no es un mero hecho subjetivo. En
consecuencia, el bien de la indisolubilidad es el bien del matrimonio mismo;
y la incomprensión de su índole indisoluble constituye la incomprensión del
matrimonio en su esencia. De aquí se desprende que el "peso" de la
indisolubilidad y los límites que implica para la libertad humana no son, por
decirlo así, más que el reverso de la medalla con respecto al bien y a las potencialidades
ínsitas en la institución familiar como tal. Desde esta perspectiva, no tiene
sentido hablar de "imposición" por parte de la ley humana, puesto que
esta debe reflejar y tutelar la ley natural y divina, que es siempre verdad
liberadora (cf. Jn 8, 32).
Actuar
con comprensión claridad y fortaleza.
5. Esta
verdad sobre la indisolubilidad del matrimonio, como todo el mensaje cristiano,
está destinada a los hombres y a las mujeres de todos los tiempos y lugares.
Para que eso se realice, es necesario que esta verdad sea testimoniada por la
Iglesia y, en particular, por cada familia como "iglesia doméstica",
en la que el esposo y la esposa se reconocen mutuamente unidos para siempre,
con un vínculo que exige un amor siempre renovado, generoso y dispuesto al
sacrificio.
No hay
que rendirse ante la mentalidad divorcista: lo impide la
confianza en los dones naturales y sobrenaturales de Dios al hombre. La
actividad pastoral debe sostener y promover la indisolubilidad. Los aspectos
doctrinales se han de transmitir, clarificar y defender, pero más importantes
aún son las acciones coherentes. Cuando un matrimonio atraviesa dificultades,
los pastores y los demás fieles, además de tener comprensión, deben recordarles
con claridad y fortaleza que el amor conyugal es el camino para resolver
positivamente la crisis. Precisamente porque Dios los ha unido mediante un
vínculo indisoluble, el esposo y la esposa, empleando todos sus recursos
humanos con buena voluntad, pero sobre todo confiando en la ayuda de la gracia
divina, pueden y deben salir renovados y fortalecidos de los momentos de
extravío.
6. Cuando
se considera la función del derecho en las crisis matrimoniales, con demasiada
frecuencia se piensa casi exclusivamente en los procesos que sancionan la
nulidad matrimonial o la disolución del vínculo. Esta mentalidad se extiende a
veces también al derecho canónico, que aparece así como el camino para
encontrar soluciones de conciencia a los problemas matrimoniales de los fieles.
Esto tiene parte de verdad, pero esas posibles soluciones se deben examinar de
modo que la indisolubilidad del vínculo, cuando resulte contraído válidamente,
se siga salvaguardando.
Más aún, la actitud de la Iglesia es favorable a convalidar, si es posible, los matrimonios nulos (cf. Código de derecho canónico, c. 1676; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 1362). Es verdad que la declaración de nulidad matrimonial, según la verdad adquirida a través del proceso legítimo, devuelve la paz a las conciencias, pero esa declaración -y lo mismo vale para la disolución del matrimonio rato y no consumado y para el privilegio de la fe- debe presentarse y actuarse en un ámbito eclesial profundamente a favor del matrimonio indisoluble y de la familia fundada en él. Los esposos mismos deben ser los primeros en comprender que sólo en la búsqueda leal de la verdad se encuentra su verdadero bien, sin excluir a priori la posible convalidación de una unión que, aun sin ser todavía matrimonial, contiene elementos de bien, para ellos y para los hijos, que se han de valorar atentamente en conciencia antes de tomar una decisión diferente.
Más aún, la actitud de la Iglesia es favorable a convalidar, si es posible, los matrimonios nulos (cf. Código de derecho canónico, c. 1676; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 1362). Es verdad que la declaración de nulidad matrimonial, según la verdad adquirida a través del proceso legítimo, devuelve la paz a las conciencias, pero esa declaración -y lo mismo vale para la disolución del matrimonio rato y no consumado y para el privilegio de la fe- debe presentarse y actuarse en un ámbito eclesial profundamente a favor del matrimonio indisoluble y de la familia fundada en él. Los esposos mismos deben ser los primeros en comprender que sólo en la búsqueda leal de la verdad se encuentra su verdadero bien, sin excluir a priori la posible convalidación de una unión que, aun sin ser todavía matrimonial, contiene elementos de bien, para ellos y para los hijos, que se han de valorar atentamente en conciencia antes de tomar una decisión diferente.
7. La
actividad judicial de la Iglesia, que en su especificidad es también actividad
verdaderamente pastoral, se inspira en el principio de la indisolubilidad del
matrimonio y tiende a garantizar su efectividad en el pueblo de Dios. En
efecto, sin los procesos y las sentencias de los tribunales eclesiásticos,
la cuestión sobre la existencia, o no, de un matrimonio indisoluble de los
fieles se relegaría únicamente a la conciencia de los mismos, con el
peligro evidente de subjetivismo, especialmente cuando en la sociedad civil hay
una profunda crisis de la institución del matrimonio.
Toda
sentencia justa de validez o nulidad del matrimonio es una aportación a la
cultura de la indisolubilidad, tanto en la Iglesia como en
el mundo. Se trata de una contribución muy importante y necesaria. En efecto,
se sitúa en un plano inmediatamente práctico, dando certeza no sólo a cada una
de las personas implicadas, sino también a todos los matrimonios y a las
familias.
En
consecuencia, la injusticia de una declaración de nulidad, opuesta a la verdad
de los principios normativos y de los hechos, reviste particular gravedad, dado
que su relación oficial con la Iglesia favorece la difusión de actitudes en las
que la indisolubilidad se sostiene con palabras pero se ofusca en la vida.
A
veces, en estos años, se ha obstaculizado el tradicional "favor
matrimonii", en nombre de un "favor libertatis" o
"favor personae". En esta dialéctica es obvio que el tema de
fondo es el de la indisolubilidad, pero la antítesis es más radical aún
porque concierne a la verdad misma sobre el matrimonio, relativizada más o
menos abiertamente. Contra la verdad de un vínculo conyugal no es correcto
invocar la libertad de los contrayentes que, al asumirlo libremente, se han
comprometido a respetar las exigencias objetivas de la realidad matrimonial, la
cual no puede ser alterada por la libertad humana. Por tanto, la actividad
judicial debe inspirarse en un "favor indissolubilitatis", el
cual, obviamente, no entraña prejuicio contra las justas declaraciones de
nulidad, sino la convicción operativa sobre el bien que está en juego en los
procesos, así como el optimismo siempre renovado que proviene de la índole
natural del matrimonio y del apoyo del Señor a los esposos.
8. La
Iglesia y todo cristiano deben ser luz del mundo: "Brille así
vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y
glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5, 16). Estas
palabras de Jesús se pueden aplicar hoy de forma singular al matrimonio
indisoluble. Podría parecer que el divorcio está tan arraigado en ciertos
ambientes sociales, que casi no vale la pena seguir combatiéndolo mediante la
difusión de una mentalidad, una costumbre social y una legislación civil
favorable a la indisolubilidad. Y, sin embargo, ¡vale la pena! En
realidad, este bien se sitúa precisamente en la base de toda la sociedad, como
condición necesaria de la existencia de la familia. Por tanto, su ausencia
tiene consecuencias devastadoras, que se propagan en el cuerpo social como una
plaga -según el término que usó el concilio Vaticano II para describir el
divorcio (cf. Gaudium et spes, 47)-, e influyen negativamente en las
nuevas generaciones, ante las cuales se ofusca la belleza del verdadero
matrimonio.
9. El
testimonio esencial sobre el valor de la indisolubilidad se da mediante la vida
matrimonial de los esposos, en la fidelidad a su vínculo a través de las
alegrías y las pruebas de la vida. Pero el valor de la indisolubilidad no
puede considerarse objeto de una mera opción privada: atañe a uno de
los fundamentos de la sociedad entera. Por tanto, así como es preciso impulsar
las numerosas iniciativas que los cristianos promueven, junto con otras
personas de buena voluntad, por el bien de las familias (por ejemplo, las
celebraciones de los aniversarios de boda), del mismo modo hay que evitar el
peligro del permisivismo en cuestiones de fondo concernientes a la esencia del
matrimonio y de la familia (cf. Carta a las familias, 17).
Entre
esas iniciativas no pueden faltar las que se orientan al reconocimiento público
del matrimonio indisoluble en los ordenamientos jurídicos civiles (cf. ib.).
La oposición decidida a todas las medidas legales y administrativas que
introduzcan el divorcio o equiparen las uniones de hecho, incluso las
homosexuales, al matrimonio ha de ir acompañada por una actitud de proponer medidas
jurídicas que tiendan a mejorar el reconocimiento social del matrimonio
verdadero en el ámbito de los ordenamientos que, lamentablemente, admiten
el divorcio.
Por
otra parte, los agentes del derecho en campo civil deben evitar
implicarse personalmente en lo que conlleve una cooperación al divorcio.
Para los jueces esto puede resultar difícil, ya que los ordenamientos no
reconocen una objeción de conciencia para eximirlos de sentenciar. Así pues,
por motivos graves y proporcionados pueden actuar según los principios
tradicionales de la cooperación material al mal. Pero también ellos deben
encontrar medios eficaces para favorecer las uniones matrimoniales, sobre todo
mediante una labor de conciliación sabiamente realizada.
Los abogados, como profesionales libres, deben declinar siempre el uso de su profesión para una finalidad contraria a la justicia, como es el divorcio; sólo pueden colaborar en una acción en este sentido cuando, en la intención del cliente, no se oriente a la ruptura del matrimonio, sino a otros efectos legítimos que sólo pueden obtenerse mediante esta vía judicial en un determinado ordenamiento (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2383). De este modo, con su obra de ayuda y pacificación de las personas que atraviesan crisis matrimoniales, los abogados sirven verdaderamente a los derechos de las mismas, y evitan convertirse en meros técnicos al servicio de cualquier interés.
Los abogados, como profesionales libres, deben declinar siempre el uso de su profesión para una finalidad contraria a la justicia, como es el divorcio; sólo pueden colaborar en una acción en este sentido cuando, en la intención del cliente, no se oriente a la ruptura del matrimonio, sino a otros efectos legítimos que sólo pueden obtenerse mediante esta vía judicial en un determinado ordenamiento (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2383). De este modo, con su obra de ayuda y pacificación de las personas que atraviesan crisis matrimoniales, los abogados sirven verdaderamente a los derechos de las mismas, y evitan convertirse en meros técnicos al servicio de cualquier interés.
10. A
la intercesión de María, Reina de la familia y Espejo de justicia, encomiendo
el crecimiento de la conciencia de todos sobre el bien de la indisolubilidad
del matrimonio. A ella le encomiendo, además, el compromiso de la Iglesia y de
sus hijos, así como el de muchas otras personas de buena voluntad, en esta
causa tan decisiva para el futuro de la humanidad.
Con
estos deseos, invocando la asistencia divina sobre vuestra actividad, queridos
prelados auditores, oficiales y abogados de la Rota romana, a todos imparto con
afecto mi bendición.
No hay comentarios:
Publicar un comentario