La oveja
perdida
la dracma encontrada
el hijo pródigo
La oveja
perdida
(Lc 15, 1-7)
¿Quién hay de vosotros —dijo— que, teniendo
cien ovejas y perdiere una de
ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va a buscar la perdida? Un poco más arriba has aprendido cómo es
necesario desterrar la negligencia, evitar la arrogancia, y también a adquirir la devoción y a no
entregarte a los quehaceres de este
mundo, ni anteponer los bienes caducos a los que
no tienen fin; pero, puesto que la fragilidad humana no puede conservarse en línea recta en medio de un mundo
tan corrompido, ese buen médico te
ha proporcionado los remedios, aun contra el error, y ese juez
misericordioso te ha ofrecido la esperanza del perdón. Y así, no sin razón, San
Lucas ha narrado por orden tres parábolas: la de la oveja perdida y hallada
después, la de la dracma que se había
extraviado y fue encontrada, y el hijo que había muerto y volvió a la vida; y todo esto para que,
aleccionados con este triple remedio, podamos curar nuestras heridas, pues una
cuerda triple no se rompe (Qo 4, 12).
¿Quién es este padre, ese pastor y esa mujer?
¿Acaso no representan a Dios
Padre, a Cristo y la Iglesia? Cristo te lleva sobre sus hombros, te busca la Iglesia y te recibe
el Padre. Uno porque
es Pastor, no cesa de llevarte; la otra, como madre, sin cesar te busca, y el
Padre te vuelve a vestir. El primero, por obra de su misericordia; la segunda cuidándote, y el tercero, reconciliándote
con El. A cada uno de ellos le cuadra perfectamente una de esas cualidades: el Redentor viene a salvar, la Iglesia asiste y el Padre
reconcilia. En todo actuar divino está presente la misma misericordia, aunque la gracia varíe según nuestros
méritos. El Pastor llama a la oveja cansada, es hallada la dracma que se
había perdido, y el hijo, por sus propios
pasos, vuelve al padre y vuelve a él
plenamente arrepentido del error que le acusa sin cesar. Y por eso, con toda justicia, se ha escrito: Tú
Señor, salvarás a los hombres
y a los animales (Sal 35, 7). Y
¿quiénes son estos animales? El
profeta dijo que la simiente de Israel era una simiente de hombres y la de Judá una simiente de animales (Jr 31,
27). Y por eso Israel es salvada como un hombre y Judá recogida como una
oveja. Por lo que a mí se refiere, prefiero
ser hijo antes que oveja, pues aunque ésta es solícitamente buscada por el
pastor, el hijo recibe el homenaje de su padre.
Regocijémonos, pues, ya que aquella oveja que había perecido en Adán, fue salvada en Cristo. Los hombros
de Cristo son los brazos de la Cruz.
En ella deposité mis pecados, y sobre la nobleza de este patíbulo he descansado. Esta oveja es una en cuanto al
género, pero no en cuanto a la especie; pues todos nosotros formamos un solo cuerpo (1 Co 10, 17), aunque somos muchos miembros, y por eso está escrito: Vosotros sois
el cuerpo de Cristo y miembros
de sus miembros (ibíd., 12, 27).
Pues el Hijo del hombre
vino a salvar lo que había perecido (Lc 19, 10), es decir, a
todos, puesto que lo mismo que en Adán todos murieron, así en Cristo
todos serán vivificados (1 Co 15, 22).
Se trata, pues, de un rico pastor de cuyo poder nosotros somos nada más
que una centésima parte. Él tiene innumerables rebaños de ángeles, arcángeles, dominaciones, potestades, tronos (Col
1, 16) y otros más a los que ha dejado en el monte. Los cuales, puesto que son racionales, no sin motivo, se
alegran de la redención de los
hombres. Además, el que cada uno considere que su conversión proporcionará una
gran alegría a los coros de los
ángeles, los cuales tienen unas veces el deber de ejercer su patrocinio y otras el de apartar del pecado,
es, ciertamente, de un gran provecho
para adelantar en el bien. Esfuérzate, pues, tú en ser una alegría para esos ángeles a los que llenas de gozo por
medio de tu conversión.
Lc 15,
8-10. La dracma encontrada
No sin razón, se alegra también aquella mujer que encontró la dracma. Y
esta dracma, que lleva impresa la figura del príncipe, no es algo que tenga
poco valor. Por eso, toda la riqueza de la Iglesia consiste en poseer la imagen del Rey. Nosotros somos sus
ovejas; oremos, pues, para que se digne colocarnos sobre el agua que vivifica (Sal 22, 2).
He dicho que somos
ovejas; pidamos, por tanto, el pasto; y, ya que somos hijos, corramos hacia el Padre.
Lc 15,
11-32. El hijo pródigo
No temamos haber despilfarrado el patrimonio de la dignidad espiritual en placeres terrenales. Porque
el Padre vuelve a dar al hijo el tesoro que antes poseía, el tesoro de
la fe, que nunca disminuye; pues, aunque lo
hubiese dado todo, el que no perdió lo que dio, lo tiene todo. Y no
temas que no te vaya a recibir, porque Dios
no se alegra de la perdición de los vivos (Sb 1, 13). En verdad,
saldrá corriendo a tu encuentro y se
arrojará a tu cuello —pues el Señor es quien levanta los corazones (Sal
145, 8)—, te dará un beso, que es la señal de la ternura y del amor, y mandará que te pongan el
vestido, el anillo y las sandalias.
Tú todavía temes por la afrenta que le has causado, pero Él te devuelve tu dignidad perdida; tú tienes miedo al castigo, y El, sin embargo, te besa; tú
temes, en fin, el reproche, pero Él te
agasaja con un banquete. Y ahora, examinemos ya la parábola misma.
Un hombre tenía dos hijos, y dijo el menor de ellos
a su padre: dame la parte
de herencia que me corresponde. Observa cómo el patrimonio divino se da a todos aquellos que lo piden, y no creas que
el padre comete una falta porque se lo haya dado al más joven. En el reino de Dios no existe la minoría de edad, ni crece
la fe a medida que pasan los años. El que lo pide es que se ha juzgado a sí mismo ya capaz ¡Ojalá no se hubiese apartado de
su padre y así no hubiera conocido los inconvenientes de su edad! Pero después de que se marchó lejos —realmente malgasta su
patrimonio el que se aleja de la Iglesia— después de dejar —dice— la casa paterna, se marchó lejos a una región muy distante.
Y ¿dónde más apartado que alejarse de sí mismo, que estar lejos, no de un
lugar, sino de las buenas costumbres, y estar distante, no de las tierras paternas, sino
de los buenos deseos,
y encontrarse como dominado por la apetencia malsana de los placeres carnales de este mundo; distante,
por tanto, a causa de su conducta? Y
es que, en verdad, el que se separa de Cristo
está desterrado de la patria y se hace ciudadano del mundo. Pero “nosotros no somos extranjeros ni
peregrinos, sino que somos
conciudadanos de los santos y de la casa de Dios (Ef 3, 19); pues los que estábamos lejos, nos hemos hecho hermanos en la sangre de Cristo (ibíd., 13). Y no
tratemos mal a los que vienen de una región lejana, porque nosotros
también estuvimos, como lo enseña Isaías: Una
luz ha brillado para los que
habitaban en el país de las sombras de la muerte (Is 9, 2). El país lejano es el de las sombras de la muerte; sin embargo, nosotros que tenemos al Señor Jesús, como espíritu
ante nuestra vista, vivimos a la
sombra de Cristo. Y por eso dice la Iglesia: Yo he deseado estar y sentarme a su sombra (Cant 2, 3). Y entonces, dice, viviendo lujuriosamente, malgastó todos los adornos de su naturaleza. Y por eso tú, que recibiste
la imagen de Dios, que eres semejante
a Él, guárdate de destruir esta imagen y
esa semejanza por una fealdad irracional. Eres una obra de Dios, por tanto, no digas a un trozo de palo: Tú
eres mi padre (Jr 2, 27), para que no te hagas semejante a la
madera, porque está escrito: Los que
fabrican (ídolos) se hacen semejantes a ellos (Sal 113, 8).
Aconteció que el hambre empezó a hacerse sentir por
aquella región: no un hambre de
alimentos, sino la de las buenas obras y la de las virtudes. ¿Qué ayuno más miserable puede existir? Porque el que se
aparta de la palabra de Dios, siente una fuerte hambre, ya que no sólo de
pan vive el hombre, sino de toda palabra de Dios (Lc 4, 4). El que se aparta de la fuente, se muere de sed; el que se distancia del tesoro,
padece necesidad; él
que se aleja de la sabiduría, se hace necio, y el que abandona la virtud se destruye a sí mismo. Con razón, pues,
el que dejó los tesoros de la sabiduría y
ciencia de Dios (Col 2, 3) y se olvidó de
mirar a la grandeza de los bienes celestiales, comenzó a pasar necesidad. Y,
como consecuencia de esa penuria, le sobrevino el comenzar a sentir hambre, porque el placer al que
continuamente se está alimentando,
nunca dice basta. El que no sabe saciarse con el alimento que no se
corrompe, siempre estará hambriento.
Así, pues, se fue y se puso a servir a uno de los
ciudadanos de allí. No hay duda de que el que
es esclavo está, de alguna manera, atado. Es fácil ver en este ciudadano la figura del príncipe de este mundo.
Poco después es enviado a una granja, que él había comprado, alejándose, por esta causa,
del reino (Lc 14, 18ss); y comienza
a guardar cerdos; estos animales son precisamente aquellos en los que pide entrar el
demonio y a los que precipita en el
mar (Mt 8, 32), porque viven entre inmundicia y fetidez.
Y continúa: Deseaba llenar su vientre de las bellotas. Realmente, los lujuriosos no se preocupan más que
de llenar su vientre, ya que éste es su dios (Flp 3, 19). Y ¿qué
alimento más a propósito para tales
hombres, que ése, que, como la bellota,
es vano por dentro y suave por fuera, que no tiene por finalidad propia la de alimentar y que de tal
manera grava el cuerpo, que resulta más perjudicial que útil?
Hay algunos que quieren ver representados en los puercos las diversas
clases de demonios, y en las bellotas, la falsa virtud de los hombres vanos y la vanagloria de sus
palabras, las cuales no les sirven
de provecho alguno, ya que, por medio de una falsa filosofía, quieren llamar la atención
sobre una aparatosidad
externa, anteponiendo esto a otra cosa más útil: Pero estos engaños no pueden ser duraderos.
Y
por eso nadie se las daba; porque estaba en una región donde no tenía a nadie, ya que dicha región no
tenía dominio sobre los que allí
estaban. En verdad, “todas las naciones son como nada” (Is 40, 17), y sólo Dios es quien vivifica a los muertos
y llama a las cosas que no son como si fueran (Rm 4, 17).
Y entrado dentro de sí, dijo: ¡Cuántos
mercenarios de mi padre tienen pan en abundancia! Con toda razón se
puede decir que vuelve en sí el que se
había salido de sí mismo; pues, en
realidad, el que vuelve al Señor, vuelve en sí, y el que se aparta de Cristo, se aleja de sí mismo. Y
¿quiénes son los mercenarios sino
aquellos que sirven por la recompensa, esos que proceden de Israel y que
buscan, no lo que es bueno, sino lo que ven que puede tener algún provecho para
ellos, y están guiados, no por la
fuerza de la virtud, sino por su visión utilitarista? Pero el hijo que lleva en el corazón el sello del Espíritu Santo
(2 Co 1, 22) no busca la ganancia mezquina de un salario terreno, puesto que está en posesión del derecho a
la herencia También son mercenarios
los que son enviados a la viña. Y Pedro, Juan y Santiago, a quienes se les dijo: Venid, os haré pescadores de hombres (Mt 4, 19) también son mercenarios, pero buenos. Estos no gozan de una abundancia de bellotas, pero
sí de pan, Pues una vez llenaron doce
cestos con los trozos que sobraron. ¡Oh,
Señor Jesús, quítanos las bellotas y danos pan! —porque, en la casa del Padre, Tú eres el mayordomo— y
¡dígnate hacernos también a nosotros
mercenarios, aunque seamos de los de última
hora!, ya que te complaces en dar igual salario que a los demás, a los que llamas a la undécima hora, salario
que, a pesar de ser igual por lo que
a la vida se refiere, se diferencia en lo tocante a la gloria, puesto
que no a todos se les pondrá la corona de justicia, sino sólo a aquel
que pueda decir: he librado un buen combate (Tm 4, 17s).
Por
lo cual no me ha parecido bien dejar de decir eso, puesto que sé que hay
algunos que sostienen que es bueno esperar a la muerte para recibir el bautismo
o la penitencia. Pero ¿acaso saber tú si en la noche próxima se te va a pedir o
no el alma? (Lc 12, 20). Y además, ¿piensas, quizás, que después de no haber
hecho nada se te va a dar todo? Aunque tú supongas que tanto la gracia como el
salario es para todos igual, con todo, otra cosa distinta es el precio de la
victoria, a ese precio al que tendió Pablo y, ciertamente, no en vano, pues él,
después de conseguir el salario, luchaba por adquirir el premio (Flp 3, 14) y
esto porque sabía que, aunque la paga, en cuestión de gracia, es igual para
todos, la palma, sin embargo, es propia de muy pocos.
SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas
(I), L.7, 207-221, BAC Madrid 1966, pág. 455-62
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