La parábola del rico epulón
y el pobre
Lázaro
(Lc 16, 19-31)
De nuevo nos encontramos en esta
historia dos figuras contrastantes: el rico, que lleva una vida disipada llena
de placeres, y el pobre, que ni siquiera puede tomar las migajas que los
comensales tiran de la mesa, siguiendo la costumbre de la época de limpiarse
las manos con trozos de pan y luego arrojarlos al suelo. En parte, los Padres
han aplicado a esta parábola el esquema de los dos hermanos, refiriéndolo a la
relación entre Israel (el rico) y la Iglesia (el pobre Lázaro), pero con ello
han perdido la tipología completamente diversa que aquí se plantea. Esto se ve
ya en el distinto desenlace. Mientras los textos precedentes sobre los dos
hermanos quedan abiertos, terminan con una pregunta y una invitación, aquí se
describe el destino irrevocable tanto de uno como del otro protagonista.
Como trasfondo que
nos permite entender este relato hay que considerar la serie de Salmos en los
que se eleva a Dios la queja del pobre que vive en la fe en Dios y obedece a
sus preceptos, pero sólo conoce desgracias, mientras los cínicos que desprecian
a Dios van de éxito en éxito y disfrutan de toda la felicidad en la tierra.
Lázaro forma parte de aquellos pobres cuya voz escuchamos, por ejemplo, en el
Salmo 44: «Nos haces el escarnio de nuestros vecinos, irrisión y burla de los
que nos rodean… Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como ovejas de
matanza» (vv. 14.23; cf. Rm 8, 36). La antigua sabiduría de Israel se fundaba
sobre el presupuesto de que Dios premia a los justos y castiga a los pecadores,
de que, por tanto, al pecado le corresponde la infelicidad y a la justicia la
felicidad. Esta sabiduría había entrado en crisis al menos desde el exilio. No
era sólo el hecho de que Israel como pueblo sufriera más en conjunto que los
pueblos de su alrededor, sino que lo expulsaron al exilio y lo oprimieron;
también en el ámbito privado se mostraba cada vez más claro que el cinismo es
ventajoso y que, en este mundo, el justo está destinado a sufrir. En los Salmos
y en la literatura sapiencial tardía vemos la búsqueda afanosa para resolver
esta contradicción, un nuevo intento de convertirse en «sabio», de entender
correctamente la vida, de encontrar y comprender de un modo nuevo a Dios, que
parece injusto o incluso del todo ausente.
Uno de los textos más
penetrantes de esta búsqueda, el Salmo 73, puede considerarse en este sentido
como el trasfondo espiritual de nuestra parábola. Allí vemos como cincelada la
figura del rico que lleva una vida regalada, ante el cual el orante —Lázaro— se
lamenta: «Envidiaba a los perversos, viendo prosperar a los malvados. Para
ellos no hay sinsabores, están sanos y orondos; no pasan las fatigas humanas ni
sufren como los demás. Por eso su collar es el orgullo… De las carnes les
rezuma la maldad… su boca se atreve con el cielo… Por eso mi pueblo se vuelve a
ellos y se bebe sus palabras. Ellos dicen: “¿Es que Dios lo va a saber, se va a
enterar el Altísimo?”» (Sal 73, 3-11).
El justo que sufre, y
que ve todo esto, corre el peligro de extraviarse en su fe. ¿Es que realmente
Dios no ve? ¿No oye? ¿No le preocupa el destino de los hombres? «¿Para qué he
purificado yo mi corazón… ? ¿Para qué aguanto yo todo el día y me corrijo cada
mañana…? Mi corazón se agriaba.» (Sal 73, 13s.21). El cambio llega de repente,
cuando el justo que sufre mira a Dios en el santuario y, mirándolo, ensancha su
horizonte. Ahora ve que la aparente inteligencia de los cínicos ricos y
exitosos, puesta a la luz, es estupidez: este tipo de sabiduría significa ser
«necio e ignorante», ser «como un animal» (cf. Sal73, 22). Se quedan en la
perspectiva del animal y pierden la perspectiva del hombre que va más allá de
lo material: hacia Dios y la vida eterna.
En este punto podemos recurrir a otro
Salmo, en el que uno que es perseguido dice al final: «De tu despensa les
llenarás el vientre, se saciarán sus hijos… Pero yo con mi apelación vengo a tu
presencia, y al despertar me saciaré de tu semblante» (Sal 17, 14s). Aquí se
contraponen dos tipos de saciedad: el hartarse de bienes materiales y el
llenarse «de tu semblante», la saciedad del corazón mediante el encuentro con
el amor infinito. «Al despertar» hace referencia en definitiva al despertar a
una vida nueva, eterna; pero también se refiere a un «despertar» más profundo
ya en este mundo: despertar a la verdad, que ya ahora da al hombre una nueva
forma de saciedad.
El Salmo 73 habla de
este despertar en la oración. En efecto, ahora el orante ve que la felicidad
del cínico, tan envidiada, es sólo «como un sueño al despertar»; ve que el
Señor, al despertar, «desprecia sus sombras» (cf. Sal 73, 20). Y entonces el
orante reconoce la verdadera felicidad: «Pero yo siempre estaré contigo, tú
agarras mi mano derecha… ¿No te tengo a ti en el cielo?; y contigo, ¿qué me
importa la tierra?… Para mí lo bueno es estar junto a Dios.» (Sal 73,
23.25.28). No se trata de una vaga esperanza en el más allá, sino del despertar
a la percepción de la auténtica grandeza del ser humano, de la que forma parte
también naturalmente la llamada a la vida eterna.
Con esto nos hemos
alejado de la parábola sólo en apariencia. En realidad, con este relato el
Señor nos quiere introducir en ese proceso del «despertar» que los Salmos
describen. No se trata de una condena mezquina de la riqueza y de los ricos
nacida de la envidia. En los Salmos que hemos considerado brevemente está
superada la envidia; más aún, para el orante es obvio que la envidia por este
tipo de riqueza es necia, porque él ha conocido el verdadero bien. Tras la
crucifixión de Jesús, nos encontramos a dos hombres acaudalados —Nicodemo y
José de Arimatea— que han encontrado al Señor y se están «despertando». El
Señor nos quiere hacer pasar de un ingenio necio a la verdadera sabiduría,
enseñarnos a reconocer el bien verdadero. Así, aunque no aparezca en el texto,
a partir de los Salmos podemos decir que el rico de vida licenciosa era ya en
este mundo un hombre de corazón fatuo, que con su despilfarro sólo quería
ahogar el vacío en el que se encontraba: en el más allá aparece sólo la verdad
que ya existía en este mundo. Naturalmente, esta parábola, al despertarnos, es
al mismo tiempo una exhortación al amor que ahora debemos dar a nuestros
hermanos pobres y a la responsabilidad que debemos tener respecto a ellos,
tanto a gran escala, en la sociedad mundial, como en el ámbito más reducido de
nuestra vida diaria.
En la descripción del
más allá que sigue después en la parábola, Jesús se atiene a las ideas
corrientes en el judaísmo de su tiempo. En este sentido no se puede forzar esta
parte del texto: Jesús toma representaciones ya existentes sin por ello
incorporarlas formalmente a su doctrina sobre el más allá. No obstante, aprueba
claramente lo esencial de las imágenes usadas. Por eso no carece de importancia
que Jesús recurra aquí a las ideas sobre el estado intermedio entre muerte y
resurrección, que ya se habían generalizado en la fe judía. El rico se
encuentra en el Hades como un lugar provisional, no en la «Gehenna» (el
infierno), que es el nombre del estado final (Jeremías, p. 152). Jesús no
conoce una «resurrección en la muerte», pero, como se ha dicho, esto no es lo
que el Señor nos quiere enseñar con esta parábola. Se trata más bien, como
Jeremías ha explicado de modo convincente, de la petición de signos, que
aparece en un segundo punto de la parábola.
El hombre rico dice a
Abraham desde el Hades lo que muchos hombres, entonces como ahora, dicen o les
gustaría decir a Dios: si quieres que te creamos y que nuestras vidas se rijan
por la palabra de revelación de la Biblia, entonces debes ser más claro.
Mándanos a alguien desde el más allá que nos pueda decir que eso es realmente
así. El problema de la petición de pruebas, la exigencia de una mayor evidencia
de la revelación, aparece a lo largo de todo el Evangelio. La respuesta de
Abraham, así como, al margen de la parábola, la que da Jesús a la petición de
pruebas por parte de sus contemporáneos, es clara: quien no crea en la palabra
de la Escritura tampoco creerá a uno que venga del más allá. Las verdades
supremas no pueden someterse a la misma evidencia empírica que, por definición,
es propia sólo de las cosas materiales.
Abraham no puede
enviar a Lázaro a la casa paterna del rico epulón. Pero hay algo que nos llama
la atención. Pensemos en la resurrección de Lázaro de Betania que nos narra el
Evangelio de Juan. ¿Qué ocurre? «Muchos judíos… creyeron en él», nos dice el
evangelista. Van a los fariseos y les cuentan lo ocurrido, tras lo cual se
reúne el Sanedrín para deliberar. Allí se ve la cuestión desde el punto de
vista político: se podía producir un movimiento popular que alertaría a los romanos
y provocar una situación peligrosa. Entonces se decide matar a Jesús: el
milagro no conduce a la fe, sino al endurecimiento (cf. Jn 11, 45-53).
Pero nuestros
pensamientos van más allá. ¿Acaso no reconocemos tras la figura de Lázaro, que
yace cubierto de llagas a la puerta del rico, el misterio de Jesús, que
«padeció fuera de la ciudad» (Hb 13, 12) y, desnudo y clavado en la cruz, su
cuerpo cubierto de sangre y heridas, fue expuesto a la burla y al desprecio de
la multitud?: «Pero yo soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente,
desprecio del pueblo» (Sal 22, 7).
Este Lázaro auténtico
ha resucitado, ha venido para decírnoslo. Así pues, si en la historia de Lázaro
vemos la respuesta de Jesús a la petición de signos por parte de sus
contemporáneos, estamos de acuerdo con la respuesta central que Jesús da a esta
exigencia. En Mateo se dice: «Esta generación perversa y adúltera exige una
señal; pues no se le dará más signo que el del profeta Jonás. Tres días y tres
noches estuvo Jonás en el vientre del cetáceo, pues tres días y tres noches
estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra» (Mt 12, 39s). En Lucas
leemos: «Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se
le dará más signo que el signo de Jonás. Como Jonás fue un signo para los
habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación» (Lc
11, 29s).
No necesitamos
analizar aquí las diferencias entre estas dos versiones. Una cosa está clara:
la señal de Dios para los hombres es el Hijo del hombre, Jesús mismo. Y lo es
de manera profunda en su misterio pascual, en el misterio de muerte y
resurrección. Él mismo es el «signo de Jonás». Él, el crucificado y resucitado,
es el verdadero Lázaro: creer en Él y seguirlo, es el gran signo de Dios, es la
invitación de la parábola, que es más que una parábola. Ella habla de la
realidad, de la realidad decisiva de la historia por excelencia.
Benedicto XVI, Jesús de
Nazaret (I)
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