La iglesia, como
edificio del culto cristiano, es “signo litúrgico” de los cielos y tierra
nuevos. Para reflejar esto, la lectura tipológica de la Biblia y el lenguaje
“universal” de los símbolos −antropológicos y cosmológicos− han sido utilizados
en la construcción de las iglesias a lo largo de la historia.
Signo de la nueva
creación
Tras el concilio Vaticano II no
fueron pocos los que se preguntaron: ¿tiene sentido, tras la Pascua de Cristo,
seguir edificando iglesias, capillas y santuarios? ¿no es todo, espacio ganado
por Cristo, y por lo tanto, todo igualmente santo y apto para dar culto a Dios
en espíritu y verdad, como el mismo Jesucristo anunció a la Samaritana (Jn
4, 21-24)?
Realmente el acontecimiento de
la Pascua (muerte y resurrección de Jesús) es, en el pensamiento cristiano,
motivo de su dominio universal, como celebra la solemnidad de Jesucristo Rey
del Universo en el calendario católico. No obstante, la Iglesia, desde el
momento que materialmente ha podido (incluso, en algún caso, antes del Edicto
de Tolerancia del 314), ha construido lugares específicos y exclusivos para
celebrar la Liturgia. Y tras el Concilio Vaticano II ha publicado un Ritual
para la Dedicación de iglesias y altares (29-05-1977), ¿cómo se entiende
esto?
La clave nos la da san Pablo en
su carta a los Romanos (8, 18-30) cuando usa estas expresiones: «Porque la
creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios...»
(19), «sabemos que hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores
de parto...» (22) y «hemos sido salvados en esperanza...» (24).
Desde la Pascua todo es de Cristo, Él todo lo ha redimido. Pero como
experimenta el creyente en su propia debilidad personal, esta salvación, ya
cumplida en Cristo, se va manifestando en nosotros y en la creación entera
gradualmente, vivimos en tensión escatológica (esperando el momento final),
tanto personalmente como a nivel cósmico. Es el famoso “ya sí, pero todavía
no” del pensamiento paulino.
En esta “espera” el creyente
necesita “signos” que mantengan viva su esperanza y le ayuden a ir avanzando
hacia esa plena manifestación de la obra de Cristo. Es el sentido de los signos
litúrgico-sacramentales que proclaman el obrar de Dios y actualizan
su eficacia en favor nuestro[1] (significando
causant)[2]. La Iglesia
entiende que el edificio dedicado que llama iglesia es “signo litúrgico”
de ese cielo y tierra nuevos, ya reales en Cristo y que nosotros esperamos,
como recuerda el libro del Apocalipsis (cap. 21 y 22 1-5). Un “signo”
que se integra en el conjunto de la Liturgia y ayuda a percibir y cumplir, que
«en la liturgia terrena pregustamos y participamos en la liturgia celeste que
se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la que nos dirigimos como
peregrinos»[3].
La “sacralidad del edificio de
culto cristiano”, como las demás sacralidades del Nuevo Testamento, no han de
entenderse en sentido reductivo, como en el paganismo o el mismo Antiguo
Testamento, donde “sacro” (fanos) era lo dedicado y custodiado por los
dioses, frente a un mundo esencialmente peligroso y en ocasiones dominado por
el mal, lo “profano”, lo que está fuera de lo sagrado. Ahora lo “sacro”
es lo “sacramental”, lo “significativo”. Que “revela” la realidad oculta
del mundo y la va “llevando a pleno cumplimiento”, la va “realizando”.
Es cierto que cuando la Iglesia
celebra su Liturgia en un lugar lo llena de esta “significatividad”, pero no es
menos cierto que el “lugar” concebido y dedicado ritualmente para su uso
estable para la Liturgia se integra como elemento propio de la acción litúrgica
de la Iglesia, no es un mero sujeto paciente o un pasivo receptáculo. Esta
dimensión significativa del edificio de culto cristiano reclama estar presente
en su proyectación y construcción. No se trata de hacer un local donde “quepa”
y pueda desenvolverse la acción litúrgica de la Iglesia, se trata de que ese
lugar sea liturgia, sea “signo litúrgico”.
Para conseguir esto, a lo largo
de los siglos, los constructores de iglesias han aprovechado tanto la lectura
tipológica de la Biblia[4] como el lenguaje “universal” de los símbolos (tanto
antropológicos como cosmológicos)[5]. De todo ello
trataré de ofrecer una apretada síntesis en estas líneas.
El interés por el
conjunto del edificio
En los últimos años vengo
observando el predominio de una tendencia en la edificación de iglesias que
concibe el edificio en su conjunto como un “contenedor” para la comunidad que
va a celebrar luego allí su Liturgia. El edificio mira a crear un espacio
funcional para este fin, una funcionalidad predominantemente escenográfica. A
lo sumo se insiste en que favorezca la participación visual y auditiva del
grupo reunido en la acción que allí tendrá lugar. Crear ese espacio es cosa del
arquitecto. Él garantiza tal funcionalidad y se ocupa de las cuestiones de “imagen”
del edificio de cara a su entorno urbano. Luego la comunidad eclesial
intervendrá más directamente a la hora de “amueblar” el espacio y
caracterizarlo mediante los llamados “polos celebrativos”: altar, sede, ambón,
fuente bautismal, capilla para la Reserva, capilla penitencial, y espacios para
los servidores del altar, la asamblea y el coro o, si hay, los músicos.
Pero este modo de plantear las
cosas no satisface las necesidades litúrgicas de la Iglesia. El edificio corre
el riesgo de carecer de “alma”, de ofrecer un signo contradictorio con los de
la Liturgia cristiana, de estar yuxtapuesto y no coordinado con la vida
litúrgica de la Comunidad. Los ritos por medio de los cuales es “dedicado” son
ajenos a la inspiración del mismo y su mensaje puede llegar a ser un “ruido” en
la oración de la comunidad.
No le corresponde al Sacerdote
o a la Comunidad dictar el trabajo técnico al Arquitecto y su equipo, pero sí
han de compartir con ellos el significado de la iglesia para que éste esté
presente en todo el proceso de la proyectación y construcción del edificio. El
conjunto es muy importante. Los polos celebrativos son periodos de una
narración, pero el edificio es el que ofrece la sistaxis al conjunto. De aquí
también el problema de la “adecuación” al uso del culto cristiano de edificios
construidos para otro fin[6] o, aunque en menor medida, de los edificios antiguos de culto
cristiano, nacidos para otras formas históricas de la Liturgia católica[7].
Especialmente interesante para
entender la idea cristiana del edificio para la Liturgia en su conjunto es el
examen del Ritual de la Dedicación de iglesias y de altares, que ya
hemos mencionado anteriormente[8]. Su origen está en
las primeras ritualizaciones de la dedicación de los altares cristianos, en
Oriente desde el s. V. Nos referimos al momento en el cual además de la
Eucaristía inaugural se comienzan a realizar ritos específicos de dedicación.
Pero ya en la leyenda sobre el origen de “Sta María la Mayor”, sobre el
Esquilino romano, hay una interpretación cristiana de ritos de dedicación del
terreno, que aun hoy subsisten en el Rito de la colocación de la Primera Piedra
de una futura iglesia, y todo esto en la segunda mitad del siglo V.
Donde se piensa colocar el
altar de la futura iglesia se clava una Cruz hastial, alta, visible. Con este
rito se evocan los textos paulinos sobre la victoria de Cristo y del amor
cristiano (Ef 3, 17-19; y Rm 4, 37-39). Luego se trazan sobre el
suelo los límites (muros perimetrales) del futuro edificio, esto puede hacerse
con cal o, más propiamente, mediante una pequeña zanja[9]. Durante el rito, a los pies de la cruz se colocará la “primera
piedra” (recordando a Cristo piedra angular del edificio de la Iglesia del que
nosotros somos llamados a ser piedras vivas: Ef 2,20; 1Pe 2) y la
señal perimetral vendrá asperjada con agua bendita indicando el “dominio” de
Cristo sobre ese terreno, “signo visible” de su reinado universal. Los
antiguos, con un cordel, trazaban desde la Cruz un primer círculo y, en torno a
él, un primer cuadrilátero, que por repetición y división generarían, poco a
poco, toda la planimetría del futuro edificio, cuyos límites venían asperjados
el día de la colocación de la “primera piedra” como aun hoy se hace.
Tras este sencillo rito
perviven elementos de fenomenología religiosa casi universal que la Biblia y
luego los cristianos han tomado para dar a conocer su fe. Como una gran montaña
en un llano o meseta, como un árbol majestuoso en medio de un secarral o
en el centro de un claro del bosque, como un totem o un obelisco, esa
Cruz, el futuro altar (en alto) con su Cruz, son un centro o síntesis del
universo. Ellos, y el espacio que desde ellos se genera, tienen capacidad
de significar el cielo y la tierra enteros, y así ocurre. Todos los demás
“puntos” del edificio o del entero cosmos se refieren a tal centro (porque se
pueden conectar con él).
En el capítulo primero del
Génesis encontramos una antiquísima cosmovisión oriental[10] que, a grandes rasgos, pervivió en otras muchas culturas durante
siglos. El mundo es un gran cubo, está lleno de agua (los mares), pero
en su centro emerge lo seco (continente/es). Sobre este cubo Dios colgó una
semiesfera que, como un techo, cubría la tierra de las aguas “de arriba”,
cuando se “abren los cielos”, llueve. De este techo penden las luminarias
del cielo, que rotan acompasadamente, unas iluminan el día, otras la noche.
El edificio generado a partir de un primer cuadrilátero y una primera
circunferencia está simbolizando este universo, es un microcosmos, pero
es que está, en toda su estructura, empapado de los esquemas básicos del
universo. Pervive aun hoy la idea de que los muros y suelo de la iglesia
representan la tierra y su historia, las partes altas y las techumbres el
cielo, las ventanas abiertas a la luz del “más allá”, que ilumina e interpreta
nuestro más acá. Y lo mismo se puede decir, a grandes rasgos (aunque no tan
uniformemente), sobre las formas cúbicas, como expresión del más acá, y las
esféricas, como significación del más allá.
Cuando el día de la dedicación
de la iglesia se entregan las llaves del edificio al Obispo (pueden ser
también los planos) se reevoca el rito de la aspersión del perímetro cumplido
al colocar la “primera piedra”, nuevamente se significa la “toma de posesión”
del cosmos-edificio por Cristo vencedor del pecado y de la muerte, nuevo Adán
(Cfr Gn 1, 28). Muy expresivo era ver al Obispo golpear las puertas de
la nueva iglesia con su báculo al canto del salmo 23 (24)[11] en el Pontifical anterior al Concilio.
Luego los ritos se suceden: se
hace resonar la palabra de Dios (que es “creadora”), siguen la aspersión
de altar y edificio, luego las unciones con Crisma del altar y los
muros (en 12 lugares, recordando a los 12 apóstoles, aunque se puede abreviar a
seis; la referencia a la Jerusalén celestial es evidente, Vid. Ap
21,14), a continuación se quema incienso sobre el altar y se inciensa el
edificio entero y finalmente se reviste el altar (en el Rito Hispano-Mozárabe
también se revisten los muros del presbiterio) y se iluminan altar y
muros (los muros donde han sido crismados, gesto que se repite cada año en el
aniversario de la dedicación). Todo esto habla de la identificación Iglesia,
Cuerpo de Cristo, con la iglesia edificio, pero también habla de las
consecuencias cósmicas de la redención operada por Jesucristo. El altar y los
muros del edificio son “bautizados” (agua, crisma,
vestido-blanco/manteles, iluminación/entrega-luz, son ritos paralelos entre
Bautismo y Dedicación; el del incienso no está en el Bautismo, pero sí en las
Exequias, recordando que el cuerpo del bautizado es templo del Espíritu Santo).
La Dedicación culmina con la celebración solemne de la Eucaristía y la Reserva
del Sacramento al final de la misma[12].
Junto a esta figura que venimos
glosando del edificio como “microcosmos”, signo del universo redimido, no se
puede olvidar otra imagen que está presente en la tradición bíblica y en los
griegos y que aparece también a la hora de concebir la iglesia. Se trata del
templo conforme al modelo del cuerpo humano. Imagen conectada con la
anterior, pues los griegos entenderán al ser humano como microcosmos; y
en la tradición bíblica Dios deja su impronta en un mundo que crea con su
“palabra” y crea al hombre y a la mujer a “su imagen y semejanza” (Gn
1). Cristo, a su vez, restaurador del hombre y de la creación entera, es
“imagen de Dios invisible” (Col 1,15), en verdad, quien le ha visto a Él
“ha visto al Padre”(Jn 14,9) y la Iglesia es su “cuerpo” (Rm
12,27). Esta imagen permite modelar conforme al cuerpo de Cristo las iglesias,
desde la planta basilical a la de cruz latina y, luego, permite integrar los
cánones griegos de proporción, para hacer edificios “a la medida del hombre”.
Las figuras bíblicas,
antiguo y nuevo testamento
Finalmente voy a señalar una
serie de pasajes e imágenes bíblicas, algunas ya han ido apareciendo en mi
exposición, que han servido para entender y modelar el edificio de culto
cristiano haciendo de él verdaderamente la imagen del proceso, culminado en
Cristo, de la redención del mundo y su reconducción, más allá del pecado, al
proyecto primordial de Dios. Lo que hace del edificio que llamamos iglesia un
reflejo espacial de lo que es la liturgia como memorial y una parte integrante
de su forma sacramental, hecha de signos eficaces. Seremos muy concisos y no
exhaustivos, pero intentaremos no dejar fuera ningún elemento o paso
importante.
1. El lugar de la celebración
es un nuevo “paraíso” (Gn 2,8-25).
Se mira en aquel Paraíso y en el que lo perfecciona, el anunciado en el
Apocalipsis (Ap 22,1-5). Esta imagen recoge la idea del cosmos como
lugar para el encuentro íntimo entre el ser humano y Dios.
2. La iglesia como la Iglesia,
“arca” de Noé (Gn 6, 9-12.
7 y 8). Esta imagen cuadra bastante con las plantas basilicales hasta en las
formas y se refuerza visiblemente cuando las cubiertas adoptan forma de quilla
invertida, tipología curiosa en algunas regiones. Este referente, que refuerza
el nexo entre edificio y comunidad, sirve también para destacar el lugar de
celebración como “tierra de salvación”, lugar de refugio o asilo, cosa muy
destacada en la edad media.
3. La “mesa” junto a la encina
de Mambré, el santuario de cada iglesia (Gn 18, 1-15). Allí acampó Abrahán, junto a ese árbol
sagrado. Allí Dios se le aparece bajo la forma de “tres peregrinos” (tres
ángeles). Abrahán les prepara la “mesa” y les da de comer (serán luego tenidas
estas escenas como figura de la Trinidad y de la Eucaristía). Pero serán ellos
quienes anuncien a Abrahán la Bendición, la causa de su alegría. Una mesa, tres
divinos comensales, cada uno a un lado de la mesa, de frente a Abrahán, de
frente a nosotros, a la Iglesia, Dios nos abre el cielo y nos da “pan de
ángeles”, se da Él mismo. Esta escena ayuda a polarizar el espacio hacia Dios.
Resalta la atracción focal hacia el santuario y ha impreso por siglos un
dinamismo escatológico a la Liturgia y a las iglesias cristianas.
4. El sueño de Jacob, el altar
como “piedra de Jacob”, escala al Cielo, la iglesia lugar sagrado (Gn 28,10-22). El
pecado de Adán y Eva expulsó del Paraíso al género humano. Pero Jacob, cansado,
toma una piedra como almohada y se queda dormido y sueña que el “cielo se
abre”, y sobre aquel lugar se despliega una “escala” que une Cielo y tierra,
los ángeles suben y bajan. Las oraciones llegan al Cielo, las Bendiciones
riegan la tierra. Un lugar sagrado y estremecedor, donde se siente la presencia
de Dios que alcanzará en Cristo, prefigurado en la piedra y significado en
nuestros altares, su culmen (Jn 1,51). La iglesia y singularmente el
altar aparece desde esta imagen como “casa de oración”, lugar de reconciliación
con Dios. Donde brota siempre el manantial de la gracia y desde donde el Cielo
toca la tierra y nosotros atravesamos los umbrales del más allá.
5. El lugar de la celebración
tiene una puerta de agua, el “paso del Mar Rojo” (Ex 14 y 15). Moisés
conduce al pueblo de Israel de Egipto a la Tierra de promisión. Decisivo será
el “paso del Mar Rojo” donde es sepultado el poder de Faraón y se salvan los
hijos de la promesa, como se anunció en la noche del exterminio (Ex
12,29) y se recuerda en la antigua Pascua, figura del paso bautismal de los
cristianos, siguiendo a Jesús de la muerte a la vida. La puerta de la Iglesia
es el Bautismo. Los bautisterios (o baptisterios) nos lo recuerdan. Y, en todo
caso, las entradas de las iglesias están siempre sigiladas por el recuerdo del
Bautismo y el agua bendita. La iglesia es lugar de paso, en el Bautismo, en la
Penitencia, en cada Eucaristía y singularmente al celebrar las Exequias de los
cristianos. Junto a los bautisterios, los “atrios” o los cuadripórticos de las
basílicas, recordaban este carácter pascual.
6. El lugar de la celebración
prefigurado en el “arca”, el “santuario” y el “templo de Jerusalén” (Ex 25. 26 .27 y
36.37.38; 2Sam 7 y 1Cr 17 profecía de Natán; 1Re 6 y 2Cr
3-7.29 reinado de Ezequías purificación del templo; Ez 8-12 anuncio del
exilio y 40-47 restauración y nuevo templo; Es 3-6 vuelta del exilio y
reconstrucción del templo; 2 Mac 5 profanación del templo, 10
purificación y dedicación). Ni el arca ni el templo son simples objetos
mágicos. Son signos de la presencia salvadora del Dios de la alianza e imágenes
del mundo donde Él quiere encontrarse con el ser humano en fidelidad y amor
para salvarlo. Cristo será finalmente el templo definitivo y su Iglesia esposa
está invitada a configurarse con él. Cobran peculiar importancia los textos
evangélicos de la “purificación del templo” (Lc 19,41-48 y 20, 1-7 y
paralelos) y las imágenes escatológicas del apocalipsis sobre la Jerusalén
celestial (Ap 21, 9-27). Las figuras del antiguo testamento se cumplen
en Jesús y se realizan en su Iglesia tendiendo continuamente a culminar según
la profecía del Apocalipsis. Esa ciudad celestial del Apocalipsis donde se
describe el culto eterno del que es reflejo y participación el de la tierra. En
la iglesia se pregusta y se educa para la vida eterna.
7. El lugar de la celebración
hace presentes los lugares de la Pascua de Cristo, el cenáculo, el calvario, el
sepulcro (Mc 14-16 y
paralelos). La celebración de la Pascua es síntesis de toda la Historia de
Salvación. Su actualización anual en el Triduo Pascual ha marcado
singularmente, con la Liturgia de esos días, el “lugar de la celebración”. El presbiterio,
en torno al altar, es el cenáculo de la Eucaristía y de las apariciones
del Resucitado. El altar es el Monte Calvario, con la cruz, patíbulo y
estandarte de victoria. El ambón es el sepulcro vacío, cumplimiento de
las escrituras y lugar desde donde comienza la proclamación del Evangelio. La sede
presidencial, que ocupada, muestra la presencia de Cristo cabeza y pastor,
que por medio de sus ministros sigue pastoreando a su pueblo desde Pentecostés;
vacía, aguarda al que ha de venir como Juez. Hacia ella dirige su clamor la
Iglesia, alentada por el Espíritu, “ven, Señor Jesús”(Ap 22, 20).
Conclusión y
continuación
Toca terminar. Cada imagen de
las que hemos considerado merecería un largo estudio. Pero me conformo con
suscitar el interés por considerar el edificio iglesia como un “cosmos”
unitario y articulado. Reclamando la atención sobre su carácter de “signo
litúrgico”, parte integrante de la totalidad de la acción litúrgica de la
Iglesia. Invitando con ello a buscar, al proyectar y construir iglesias, a un
funcionalismo no meramente escénico, sino simbólico, que bebe del conjunto de
la Historia de Salvación, de la Liturgia, singularmente de la actualización del
Misterio Pascual, y del Ritual de la Dedicación de iglesias y altares[13], así como de otro libro, que no he mencionado hasta ahora, el Bendicional[14], (donde se recogen celebraciones que afectan a muy diversos espacios
y objetos litúrgicos, que son imprescindibles para descubrir el sentido
litúrgico y la integración en el todo de cada uno de ellos, presentes en toda
iglesia). Espero que estas apretadas reflexiones puedan ser de utilidad a
cuantos trabajan en la construcción o restauración de iglesias.
Mons. Juan Miguel
Ferrer, subsecretario de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina
de los Sacramentos
Publicado originariamente en Revista del Colegio de
Aparejadores y Arquitectos Técnicos de Madrid
Notas
[1] Cfr. Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum
Concilium (=SC) n. 7 (tercer párrafo), edición oficial de la
Conferencia Episcopal Española (BAC minor), Madrid 1993, p. 191.
[2] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica nueva edición
conforme al texto latino oficial de 1997 (=CEC) nn. 1127 y 1128.
[3] Concilio Vaticano II, SC n. 8; explicado en CEC nn. 1130
y 1137-1139.
[4] Ofrecemos un “clásico” para moverse en este campo: X.
Leon-Dufour, Dictionnaire du Nouveau Testament, París 1996 (3ª ed.
aumentada).
[5] En este campo remitimos a: AA.VV., Dictionnaire des sujets
mythologiques, bibliques, hagiographiques et historiques dans l’art,
Brepols 1994.
[6] Este fue históricamente el gran reto en el s. IV. La elección
(ya hecha antes por los judíos para sus sinagogas) del modelo basilical no fue
sin descartar otros modelos de edificios que, o por inadecuaciones espaciales o
por inadecuaciones de significado, fueron descartados en aquel momento (templos
paganos, termas, teatros...). Solo siglos más tarde, superadas las reticencias
por olvido del antiguo significado o por grandes obras de adaptación, algunos
de esos tipos de edificios fueron transformados en iglesias (Panteón de Roma,
Termas de Diocleciano y hasta el mismo Coliseo, por un tiempo).
[7] El problema sería irresoluble si la “renovación” litúrgica del
Vaticano II se entiende desde una hermenéutica de “ruptura”. Implicaría
abandonar o reconstruir los edificios, como se hizo en algunos casos en los
años “70”, en abierto choque con la conservación del patrimonio. Pero el papa
Benedicto XVI ya nos ha dicho que la justa lectura de las reformas ha de verse
en clave de “continuidad” y “homogeneidad”. Así la adaptación a las
“exigencias” de la renovación litúrgica será plenamente compatible con el
respeto por la historia y el patrimonio; implicando, eso sí, que el “estilo”
litúrgico en los antiguos edificios ha de considerar fundamentalmente la
integración de las líneas básicas de la renovación litúrgica, sin alejarse
mucho, por otra parte, de las formas litúrgicas para las que el edificio fue
construido.
[8] Edición española (3ª), Coeditores litúrgicos 1996.
[9] Recuérdese y véanse los paralelos con lo que, según la leyenda,
hizo Rómulo para fundar Roma, trazar con su arado el pomerio de la
futura Ciudad.
[10] Aquí no interesa en primer plano el rigor científico o la
verificabilidad de tales teorías, sino su interpretación de la realidad y su
pervivencia para significar tal realidad.
[11] Sal 23 1. Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe
y todos sus habitantes... 9. ¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las
puertas eternales: va entrar el Rey de la gloria. ¿Quién es ese Rey de la
gloria? El Señor, Dios del universo...
[12] No hemos hecho referencia al rito de sepultar reliquias de
mártires (hoy se pueden colocar también de otros tipos de santos) bajo o junto
al altar, se trata de algo muy recomendable, pero no obligatorio. La cercanía
respecto al altar es cercanía respecto a Cristo, Rey de los mártires. Los
santos representan la consumación de la Iglesia en su configurarse conforme al
modelo que es Cristo. Tales reliquias estimulan, son levadura, de la
transformación de la Comunidad y del cosmos que se opera por medio de la
iglesia edificio y lo que en ella actualizan las celebraciones litúrgicas, el
Misterio Pascual de Jesucristo.
[13] Vid. nota n. 8.
[14] Edición española, Coeditores litúrgicos 1986.
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