El cardenal
Mauro Piacenza, hasta ayer Prefecto de la Congregación para el Clero, y
designado a partir de ahora penitenciario mayor de la Santa Sede lleva más de
20 años trabajando en la Santa Sede, en todo lo relacionado con la preparación
y formación de seminaristas y sacerdotes
En
la primera semana de septiembre de 2013, estuvo en España para hablar a los
Rectores de seminarios, y atendió a Alfa
y Omega en una entrevista realizada por José Antonio Méndez.
Recordó, entre otras cosas, que «para
ser fieles al proyecto del Señor, a veces es necesario reformar las estructuras
de la Iglesia»
El Papa se
ha referido, en varias ocasiones, a la necesidad de contar con sacerdotes
cercanos, «con olor a oveja». ¿Cómo puede un sacerdote conseguir esta cercanía
en el día a día con sus fieles?
La
cercanía del sacerdote con su pueblo depende, antes que nada, de la cercanía
que tenga el propio sacerdote con el Corazón de Jesús. Nosotros no formamos
parte de una compañía estructurada y organizada sólo externamente, sino que
vivimos en un misterio, que es la Iglesia. Y el misterio de la Iglesia es el
misterio de Jesús prolongado en el tiempo. Por eso, el sacerdote más cercano al
Corazón de Jesús será el más cercano a la gente.
Cuando
un cura, como san Juan en la Última Cena, apoya la cabeza sobre el pecho de
Jesús y escucha el pálpito del Señor, que es todo para la salvación de las
almas, como por una transfusión se convierte en un buen pastor, vicario de
Jesús, que es el único Buen Pastor. Cuanto más cerca quiera estar de sus
fieles, más cerca tiene que estar del Señor. Al mismo tiempo, tiene que estar
entre las personas, amparando a la gente y amparado por la gente. Los
sacerdotes no sólo tenemos que dar, sino que necesitamos recibir, más aún,
tenemos que estar abiertos a recibir del pueblo de Dios.
¿Y qué
necesita recibir un sacerdote para llevar a cabo su labor?
En
el contacto con las personas necesitamos recibir sus sufrimientos, sus
alegrías, sus satisfacciones, sus consuelos... Así sintonizamos pastoralmente
con ellos y podemos serles cercanos, pues nuestra labor será más realista y
nuestra predicación responderá de verdad a sus necesidades. Y lo haremos con el
lenguaje de Jesús, que responde personalmente a cada problema personal. Es como
un hilo que va del Corazón de Jesús al corazón de la gente, a través del
corazón del sacerdote. Cuanto más escucha el sacerdote a Dios y a las personas,
mejor podrá llevar a cabo su misión.
La
formación humana e intelectual de los sacerdotes fue abordada ampliamente por
el Vaticano II y por Juan Pablo II en la exhortación ‘Pastores dabo vobis’. En
este tiempo, ¿qué errores se han cometido en la formación de seminaristas?
Creo
que en la Iglesia se ha dado, en general, una cierta contaminación de la
secularización social, que también ha llegado a nuestros ámbitos formativos,
tanto en el plano intelectual de nuestras Universidades, como en el plano de la
dirección espiritual de nuestros Seminarios. Se ha dado un excesivo
acoplamiento al mundo, a la mundanidad.
El
discurso providencial que está realizando el Santo Padre Francisco es muy
cercano para todos porque es muy fiel al Corazón de Jesús; y es tan comprensible
no porque refleje el espíritu de un mundo secularizado, sino porque comprende y
responde a las necesidades de ese mundo secularizado.
Por
un intento bienintencionado (no es que los educadores hayan querido
equivocarse) de acercar al sacerdote lo más posible al mundo, a la gente, hemos
cometido el error de sumergir a los seminaristas, a los sacerdotes y a los
fieles en unas categorías mentales que son el legado de una sociedad
secularizada, no el reflejo de la fe cristiana. No hemos diferenciado bien el
espíritu de Dios del espíritu del mundo, y así, hemos acabado por mundanizar
nuestros ambientes en lugar de evangelizarlos.
O sea, que
se ha confundido el ser levadura en la masa, con convertir la levadura en masa
sin fermentar...
Esta
situación se ha producido por un desconocimiento de la sacramentalidad de la
Iglesia y del sacerdocio. Al no distinguir entre el espíritu de Dios y el
espíritu del mundo, hemos intentado adaptar el modo de vivir, de hablar y de
vestir del sacerdote, no al modo en que Dios quiere dirigirse al mundo, sino al
modo en que simplemente vive el mundo. Y esto el mundo no lo agradece, porque
la gente quiere de la Iglesia, aun cuando la desprecie, su profeticidad. Cuando
un sacerdote o cualquier católico no es profético, cuando la Iglesia no es
profética, su voz no es la de Dios y no tiene nada que hacer.
Los
escándalos sexuales han demostrado la necesidad de controlar, desde el
Seminario, el acceso al ministerio sacerdotal, como pidió Benedicto XVI. ¿De
qué forma debe hacerse ese control? Y... ¿se hace?
Sí,
se intenta hacer todo lo posible. La primero es, en el camino del
discernimiento y a través de la dirección espiritual, desintoxicar a los jóvenes
de la cultura pansexualista que se intenta imponer en la sociedad, y del
relativismo moral por el cual todos son derechos y alegatos que nos dejan
sometidos a la naturaleza: Si
quieres hacer esto, hazlo; si quieres hacer esto otro, hazlo; por qué vas a
controlarte; por qué vas a tener que decir No...
Esto
surge porque el ser humano, sea o no sacerdote, está lleno de pasiones, y estas
pasiones humanas, por sí mismas, son positivas, pero se convierten en negativas
si no son educadas ni reconducidas. Las pasiones humanas son buenas, pero deben
ser controladas y gobernadas por la razón, y por una razón iluminada por la fe.
Así,
cada cosa se pone en su sitio. La pulsión sexual de un joven llamado al
matrimonio es positiva, pero si se encamina a madurar hacia un amor completo,
respetuoso y total a la mujer que será su compañera y la madre de sus hijos.
También la pulsión sexual en un joven llamado al sacerdocio es positiva, sólo
que tiene que ser encauzada para otro fin: su virilidad debe ser puesta al
servicio de la evangelización.
La
virilidad, como la feminidad, es una fuerza que enriquece a la Iglesia cuando
se ponen al servicio de la familia o de la comunidad en la que uno ejerce su
paternidad espiritual. Y tiene que pasar por una vida de oración, de intimidad
con la Palabra de Dios, de sacramentos, y por el enamoramiento a una comunidad
a la que debo tratar como a mi esposa, con todo mi amor y energía. Un sacerdote
a medias, no puede vivir.
Es decir,
que, a riesgo de seguir teniendo pocos sacerdotes, no todos los que quieren
serlo pueden serlo...
¡Claro!
Hay que tener presente si la persona que llama a la puerta del Seminario siente
el entusiasmo emotivo de un momento, o si quiere hacer de su vida un camino. Es
labor del director espiritual y de los superiores del seminario, con la
colaboración del sujeto (que debe ser sincero y claro), comprobar que esa
persona tiene un equilibrio y una madurez afectiva.
Quien
entra en el Seminario puede arrastrar situaciones de gran desorientación, y un
sacerdote debe estar muy bien orientado, con una madurez afectiva y psicológica
según su propio sexo. El discernimiento afectivo y psicológico es una garantía,
pero debe ser completado con oración y medios sobrenaturales, teniendo siempre
en cuenta a la persona. No se trata de crear piezas de un mecanismo, sino de
ayudar al Señor a plasmarse en cada muchacho.
Ahora, la
Iglesia se encuentra en un proceso de reforma. ¿Cómo cree que debe ser la nueva
estructura del Gobierno pastoral de la Iglesia?
Hay
que recordar que cualquier reforma está siempre vinculada a un momento
histórico, y la Iglesia necesita siempre armonizar la fidelidad al depósito de
la fe y al proyecto de Dios, con la situación actual. Por eso, para ser fieles
al proyecto de Dios, a veces es necesario reformar la estructura de la Iglesia,
pero con la inteligencia de un reformador eclesiástico, no de un reformador
cualquiera, que sabe distinguir entre las cuestiones inmutables que surgen del
mandato de nuestro Señor Jesucristo, y las estructuras temporales y caducas.
Por
ejemplo, al hablar de la Curia romana, existe un mandato de Jesús al instituir
el primado de Pedro: le dio las llaves del cielo y le pidió que confirmara a
sus hermanos, que cuidara de la Iglesia. Por tanto, tiene que haber una
herramienta que ayude a Pedro en esa labor, que es el Colegio episcopal: todos
los obispos, que son los sucesores de los apóstoles.
Esto,
claro, hay que hacerlo operativo para no caer en un espiritualismo
desencarnado, y de aquí nace la Curia: la Secretaría de Estado, las
Congregaciones, Consejos Pontificios... Y esto sí debe poder ser reformado para
responder mejor a las exigencias del tiempo, y ayudar mejor al sucesor de Pedro
a llevar el timón de la Iglesia, no oponiéndole resistencia, sino en su misma
dirección.
Pero
la mayoría de las reformas están, sobre todo, vinculadas a los hombres: si le
das el timón de una estructura de evangelización a un santo Toribio de
Mogroviejo, todo irá adelante; si se lo das a un burócrata, irá peor. Muchas
estructuras funcionan al ritmo del entusiasmo, de la cuadratura mental y del
equilibrio de una persona.
Hoy,
para vivir una vida más apostólica, hemos de conseguir que las estructuras
temporales propicien una mayor colegialidad y corresponsabilidad jerárquicas,
pues la responsabilidad última es la del Papa y nosotros estamos para ayudarle.
Quien vive la colegialidad, en la Curia o en la parroquia, sabe que de ella
nace la unidad, pero que es jerárquica. En la parroquia debe haber una gestión
colegial, pero el párroco está al frente; si no, caemos en un democraticismo
que no responde al diseño de Cristo para la Iglesia.
El Papa ha
pedido a los cardenales que renuncien a la ‘psicología de príncipes’. Si la
Iglesia, también en sus estructuras pastorales, necesita más santos que
burócratas, ¿cómo compatibiliza un cardenal de la Curia la pastoralidad con la
labor administrativa? Dicho de otro modo: ¿cuál es su relación con el Señor?
¿Cómo vive su sacerdocio como cardenal al servicio de Pedro?
¡Ésa
es la pregunta más bonita que me ha hecho! Para mí, lo primero es ser siempre
pastor de la Iglesia en cualquier cosa que se haga, aunque seas el ecónomo
diocesano −con todo mi respeto para los ecónomos−. Es la actitud interior de
ser totalmente de Cristo, de entender que estamos en una barca en la que cada
uno, con su remo, concurre al destino de todos.
Nunca
me he sentido un burócrata, aunque trabajo en la Curia desde 1990, porque en mi
corazón siento palpitar al Señor. En mi trabajo, intento tratar a cada uno, a
cada sacerdote o laico, de forma personal, como lo hace el Señor. Cuando recibo
a los obispos en visita ad
limina, paso siempre antes a la capilla y le digo a Jesús, y sobre
todo a la Madre (porque ella es mi mejor amiga y porque creo que una madre es
la persona que más se esmera en sus hijos): Hazme
sentir el problema de este obispo; que yo lo sienta y lo vea como lo siente y
lo ve este hijo tuyo; inspírame las palabras que Jesús quiere decirle en este
momento.
Tengo
muchos defectos −no estoy haciendo aquí mi proceso de canonización−, pero
considero la Curia mi grey, e intento amar cada vez más a cada uno y a cada
tarea. Al amar, todo se transforma, y la burocracia se convierte en un medio
necesario para llevar adelante las cosas de Dios, que sirve, si está bien
utilizada, para no caer en el error ante ciertas personas y situaciones. Para
mí, como sacerdote, amar es el secreto.
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