El servidor infiel
(Lc 16,1-13)
Nadie puede servir a dos
señores; y es que, en realidad,
no existen dos señores, sino un solo Señor. Porque, aunque hay
quien sirve a las riquezas, con todo, no se les reconoce ningún
derecho de dominio, sino que ellos se imponen a sí mismos el
yugo de la esclavitud; y eso no es un poder justo, sino una injusta
esclavitud.
Y así dijo: Haceos
acreedores de amigos con las riquezas injustas, y
eso con esta finalidad: para que, dando limosna
a los pobres, éstos nos procuren el favor de los ángeles y de los
otros santos. No es que se reprenda al mayordomo, pues con su
ejemplo aprendemos que nosotros no somos dueños, sino más bien
mayordomos de las riquezas de los otros. Y por eso, aunque pecó,
con todo, se le elogia porque trató de buscarse para el futuro
lo necesario por la indulgencia de su señor. Y con toda razón ha hablado de las
riquezas injustas, puesto que la avaricia tienta nuestro corazón con diversos atractivos de dinero, con el fin de que
deseemos servir a las riquezas.
Este es el motivo por el que
dice: Y si en lo ajeno no sois fieles,
¿quién os dará lo que es vuestro? Las
riquezas no son nuestras, puesto que ellas
están fuera de nuestra naturaleza y, ciertamente, ni
nacieron con nosotros, ni con nosotros perecerán,
y, por el contrario, Cristo sí es nuestro, porque Él es la vida;
aunque vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron (Jn 1,
11). Por eso nadie os dará lo que es vuestro, porque no habéis creído en ese
bien vuestro ni lo habéis recibido.
Y, consiguientemente, parece
que los judíos son acu sados de engaño y
de avaricia, y, por tanto, no habiendo sido fieles
en lo tocante a las riquezas, que en realidad no eran suyas —pues
los bienes de la tierra son otorgados por Dios nuestro Señor
a todos para el bien común— y de las que debieron, ciertamente,
hacer partícipes a los pobres, no merecieron recibir a ese Cristo a quien aceptó
Zaqueo con un deseo tan vehemente, que le llevó a repartir la mitad de
sus bienes (Lc 19, 8).
Por tanto, no queramos ser
esclavos de lo que no es nuestro, porque no
debemos tener más señores que Cristo; pues, no
hay más que un Dios Padre, de quien todo procede y en quien
existimos nosotros, y un solo Señor Jesús, por quien son todas
las cosas (1 Co 8, 6). Pero ¿qué? ¿Acaso
no es Señor el Padre y Dios el Hijo? No hay
duda de que el Padre es Señor, ya que por la palabra
del Señor fueron hechos los cielos (Sal 32, 6), y
el Hijo es también ese Dios, que está por encima de todas las cosas,
Dios bendito por los siglos (Rm 9, 5). ¿Cómo
se entiende, pues, eso de que nadie puede
servir a dos señores? Y es que, puesto
que sólo hay un Dios, tiene que haber también un único Señor;
y, por eso: Adorarás al Señor tu Dios y a Él solo servirás (Mt 4, 10). De
donde claramente se deduce que el Padre y el Hijo tienen
el mismo poder. Si, pues, no se le puede dividir, quiere decir
que está todo en el Padre e igualmente todo en el Hijo. Así,
al afirmar que en la divinidad se da la unidad y una identidad
de poder en la Trinidad, confesamos que existe un solo Dios
y un solo Señor. Y, por el contrario, los que sostienen que el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo poseen un poder distinto, dejándose
llevar del nefasto error de los gentiles, introducen en la Iglesia
muchos dioses y muchos señores.
SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.7, 244-248, BAC
Madrid 1966, pág. 472-74
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