La parábola de
los dos hermanos
(el hijo pródigo y
el hijo que se
quedó en casa)
y del padre bueno
(Lc 15, 11-32)
Esta parábola de Jesús, quizás la más
bella, se conoce también como la «parábola del hijo pródigo». En ella, la
figura del hijo pródigo está tan admirablemente descrita, y su desenlace —en lo
bueno y en lo malo— nos toca de tal manera el corazón que aparece sin duda como
el verdadero centro de la narración. Pero la parábola tiene en realidad tres
protagonistas. Joachim Jeremías y otros autores han propuesto llamarla mejor la
«parábola del padre bueno», ya que él sería el auténtico centro del texto.
Pierre Grelot, en cambio, destaca
como elemento esencial la figura del segundo hijo y opina —a mi modo de ver con
razón— que lo más acertado sería llamarla «parábola de los dos hermanos». Esto
se desprende ante todo de la situación que ha dado lugar a la parábola y que
Lucas presenta del siguiente modo (15, ls): «Se acercaban a Jesús los
publícanos y pecadores a escucharle. Y los fariseos y los letrados murmuraban
entre ellos: “Ése acoge a los pecadores y come con ellos”». Aquí encontramos
dos grupos, dos «hermanos»: los publícanos y los pecadores; los fariseos y los
letrados. Jesús les responde con tres parábolas: la de la oveja descarriada y
las noventa y nueve que se quedan en casa; después la de la dracma perdida; y,
finalmente, comienza de nuevo y dice: «Un hombre tenía dos hijos» (15, 11). Así
pues, se trata de los dos.
El Señor retoma así una tradición que
viene de muy atrás: la temática de los dos hermanos recorre todo el Antiguo
Testamento, comenzando por Caín y Abel, pasando por Ismael e Isaac, hasta
llegar a Esaú y Jacob, y se refleja otra vez, de modo diferente, en el
comportamiento de los once hijos de Jacob con José. En los casos de elección
domina una sorprendente dialéctica entre los dos hermanos, que en el Antiguo
Testamento queda como una cuestión abierta. Jesús retoma esta temática en un
nuevo momento de la actuación histórica de Dios y le da una nueva orientación.
En el Evangelio de Mateo aparece un texto sobre dos hermanos similar al de
nuestra parábola: uno asegura querer cumplir la voluntad del padre, pero no lo
hace; el segundo se niega a la petición del padre, pero luego se arrepiente y
cumple su voluntad (cf. Mt 21,28-32). También aquí se trata de la relación
entre pecadores y fariseos; también aquí el texto se convierte en una llamada a
dar un nuevo sí al Dios que nos llama.
Pero tratemos ahora de seguir la
parábola paso a paso. Aparece ante todo la figura del hijo pródigo, pero ya
inmediatamente, desde el principio, vemos también la magnanimidad del padre.
Accede al deseo del hijo menor de recibir su parte de la herencia y reparte la
heredad. Da libertad. Puede imaginarse lo que el hijo menor hará, pero le deja
seguir su camino.
El hijo se marcha «a un país lejano».
Los Padres han visto aquí sobre todo el alejamiento interior del mundo del
padre —del mundo de Dios—, la ruptura interna de la relación, la magnitud de la
separación de lo que es propio y de lo que es auténtico. El hijo derrocha su
herencia. Sólo quiere disfrutar. Quiere aprovechar la vida al máximo, tener lo
que considera una «vida en plenitud». No desea someterse ya a ningún precepto,
a ninguna autoridad: busca la libertad radical; quiere vivir sólo para sí
mismo, sin ninguna exigencia. Disfruta de la vida; se siente totalmente
autónomo.
¿Acaso nos es difícil ver precisamente
en eso el espíritu de la rebelión moderna contra Dios y contra la Ley de Dios?
¿El abandono de todo lo que hasta ahora era el fundamento básico, así como la
búsqueda de una libertad sin límites? La palabra griega usada en la parábola
para designar la herencia derrochada significa en el lenguaje de los filósofos
griegos «sustancia», naturaleza. El hijo perdido desperdicia su «naturaleza»,
se desperdicia a sí mismo.
Al final ha gastado todo. El que era
totalmente libre ahora se convierte realmente en siervo, en un cuidador de
cerdos que sería feliz si pudiera llenar su estómago con lo que ellos comían.
El hombre que entiende la libertad como puro arbitrio, el simple hacer lo que
quiere e ir donde se le antoja, vive en la mentira, pues por su propia
naturaleza forma parte de una reciprocidad, su libertad es una libertad que
debe compartir con los otros; su misma esencia lleva consigo disciplina y
normas; identificarse íntimamente con ellas, eso sería libertad. Así, una falsa
autonomía conduce a la esclavitud: la historia, entretanto, nos lo ha
demostrado de sobra. Para los judíos, el cerdo es un animal impuro; ser
cuidador de cerdos es, por tanto, la expresión de la máxima alienación y el
mayor empobrecimiento del hombre. El que era totalmente libre se convierte en
un esclavo miserable.
Al llegar a este punto se produce la
«vuelta atrás». El hijo pródigo se da cuenta de que está perdido. Comprende que
en su casa era un hombre libre y que los esclavos de su padre son más libres
que él, que había creído ser absolutamente libre. «Entonces recapacitó», dice
el Evangelio (15, 17), y esta expresión, como ocurrió con la del país lejano,
repropone la reflexión filosófica de los Padres: viviendo lejos de casa, de sus
orígenes, dicen, este hombre se había alejado también de sí mismo, vivía
alejado de la verdad de su existencia. Su retorno, su «conversión», consiste en
que reconoce todo esto, que se ve a sí mismo alienado; se da cuenta de que se
ha ido realmente «a un país lejano» y que ahora vuelve hacia sí mismo. Pero en
sí mismo encuentra la indicación del camino hacia el padre, hacia la verdadera
libertad de «hijo». Las palabras que prepara para cuando llegue a casa nos
permiten apreciar la dimensión de la peregrinación interior que ahora emprende.
Son la expresión de una existencia en camino que ahora —a través de todos los
desiertos— vuelve «a casa», a sí mismo y al padre. Camina hacia la verdad de su
existencia y, por tanto, «a casa». Con esta interpretación «existencial» del
regreso a casa, los Padres nos explican al mismo tiempo lo que es la
«conversión», el sufrimiento y la purificación interna que implica, y podemos
decir tranquilamente que, con ello, han entendido correctamente la esencia de
la parábola y nos ayudan a reconocer su actualidad.
El padre ve al hijo «cuando todavía
estaba lejos», sale a su encuentro. Escucha su confesión y reconoce en ella el
camino interior que ha recorrido, ve que ha encontrado el camino hacia la
verdadera libertad. Así, ni siquiera le deja terminar, lo abraza y lo besa, y
manda preparar un gran banquete. Reina la alegría porque el hijo «que estaba
muerto» cuando se marchó de la casa paterna con su fortuna, ahora ha vuelto a
la vida, ha revivido; «estaba perdido y lo hemos encontrado» (15, 32).
Los Padres han puesto todo su amor en
la interpretación de esta escena. El hijo perdido se convierte para ellos en la
imagen del hombre, el «Adán» que todos somos, ese Adán al que Dios le sale al
encuentro y le recibe de nuevo en su casa. En la parábola, el padre encarga a
los criados que traigan enseguida «el mejor traje». Para los Padres, ese «mejor
traje» es una alusión al vestido de la gracia, que tenía originalmente el
hombre y que después perdió con el pecado. Ahora, este «mejor traje» se le da
de nuevo, es el vestido del hijo. En la fiesta que se prepara, ellos ven una
imagen de la fiesta de la fe, la Eucaristía festiva, en la que se anticipa el
banquete eterno. En el texto griego se dice literalmente que el hermano mayor,
al regresar a casa, oye «sinfonías y coros»: para los Padres es una imagen de
la sinfonía de la fe, que hace del ser cristiano una alegría y una fiesta.
Pero lo esencial del texto no está
ciertamente en estos detalles; lo esencial es, sin duda, la figura del padre.
¿Resulta comprensible? ¿Puede y debe actuar así un padre? Pierre Grelot ha
hecho notar que Jesús se expresa aquí tomando como punto de referencia el
Antiguo Testamento: la imagen original de esta visión de Dios Padre se
encuentra en Oseas (cf. 11, 1-9). Allí se habla de la elección de Israel y de
su traición: «Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí; sacrificaban a los
Baales, e incensaban a los ídolos» (11,2). Dios ve también cómo este pueblo es
destruido, cómo la espada hace estragos en sus ciudades (cf. 11, 6). Y entonces
el profeta describe bien lo que sucede en nuestra parábola: «¿Cómo te trataré,
Efraín? ¿Acaso puedo abandonarte, Israel?… Se me revuelve el corazón, se me
conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir
a Efraín; que soy Dios y no hombre, santo en medio de ti.» (11, 8ss). Puesto
que Dios es Dios, el Santo, actúa como ningún hombre podría actuar. Dios tiene
un corazón, y ese corazón se revuelve, por así decirlo, contra sí mismo: aquí
encontramos de nuevo, tanto en el profeta como en el Evangelio, la palabra
sobre la «compasión» expresada con la imagen del seno materno. El corazón de
Dios transforma la ira y cambia el castigo por el perdón.
Para el cristiano surge aquí la
pregunta: ¿dónde está aquí el puesto de Jesucristo? En la parábola sólo aparece
el Padre. ¿Falta quizás la cristología en esta parábola? Agustín ha intentado
introducir la cristología, descubriéndola donde se dice que el padre abrazó al
hijo (cf. 15, 20). «El brazo del Padre es el Hijo», dice. Y habría podido
remitirse a Ireneo, que describió al Hijo y al Espíritu como las dos manos del
Padre. «El brazo del Padre es el Hijo»: cuando pone su brazo sobre nuestro
hombro, como «su yugo suave», no se trata de un peso que nos carga, sino del
gesto de aceptación lleno de amor. El «yugo» de este brazo no es un peso que
debamos soportar, sino el regalo del amor que nos sostiene y nos convierte en
hijos. Se trata de una explicación muy sugestiva, pero es más bien una
«alegoría» que va claramente más allá del texto.
Grelot ha encontrado una
interpretación más conforme al texto y que va más a fondo. Hace notar que, con
esta parábola, con la actitud del padre de la parábola, como con las
anteriores, Jesús justifica su bondad para con los pecadores, su acogida de los
pecadores. Con su actitud, Jesús «se convierte en revelación viviente de quien
El llamaba su Padre». La consideración del contexto histórico de la parábola,
pues, delinea de por sí una «cristología implícita». «Su pasión y su
resurrección han acentuado aún más este aspecto: ¿cómo ha mostrado Dios su amor
misericordioso por los pecadores? Haciendo morir a Cristo por nosotros “cuando
todavía éramos pecadores” (Rm 5,8). Jesús no puede entrar en el marco narrativo
de su parábola porque vive identificándose con el Padre celestial, recalcando
la actitud del Padre en la suya. Cristo resucitado está hoy, en este punto, en
la misma situación que Jesús de Nazaret durante el tiempo de su ministerio en
la tierra» (pp. 228s). De hecho, Jesús justifica en esta parábola su
comportamiento remitiéndolo al del Padre, identificándolo con Él. Así,
precisamente a través de la figura del Padre, Cristo aparece en el centro de
esta parábola como la realización concreta del obrar paterno.
Y he aquí que aparece el hermano
mayor. Regresa a casa tras el trabajo en el campo, oye la fiesta en la casa, se
entera del motivo y se enoja. Simplemente, no considera justo que a ese
haragán, que ha malgastado con prostitutas toda su fortuna —el patrimonio del
padre—, se le obsequie con una fiesta espléndida sin pasar antes por una
prueba, sin un tiempo de penitencia. Esto se contrapone a su idea de la
justicia: una vida de trabajo como la suya parece insignificante frente al
sucio pasado del otro. La amargura lo invade: «En tantos años como te sirvo,
sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para
tener un banquete con mis amigos» (15,29). El padre trata también de
complacerle y le habla con benevolencia. El hermano mayor no sabe de los
avatares y andaduras más recónditos del otro, del camino que le llevó tan
lejos, de su caída y de su reencuentro consigo mismo. Sólo ve la injusticia. Y
ahí se demuestra que él, en silencio, también había soñado con una libertad sin
límites, que había un rescoldo interior de amargura en su obediencia, y que no
conoce la gracia que supone estar en casa, la auténtica libertad que tiene como
hijo. «Hijo, tú estás siempre conmigo —le dice el padre—, y todo lo mío es
tuyo» (15, 31). Con eso le explica la grandeza de ser hijo. Son las mismas
palabras con las que Jesús describe su relación con el Padre en la oración
sacerdotal: «Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío» (Jn 17, 10).
La parábola se interrumpe aquí; nada
nos dice de la reacción del hermano mayor. Tampoco podría hacerlo, pues en este
punto la parábola pasa directamente a la situación real que tiene ante sus
ojos: con estas palabras del padre, Jesús habla al corazón de los fariseos y de
los letrados que murmuraban y se indignaban de su bondad con los pecadores (cf.
15, 2). Ahora se ve totalmente claro que Jesús identifica su bondad hacia los
pecadores con la bondad del padre de la parábola, y que todas las palabras que
se ponen en boca del padre las dice El mismo a las personas piadosas. La
parábola no narra algo remoto, sino lo que ocurre aquí y ahora a través de El.
Trata de conquistar el corazón de sus adversarios. Les pide entrar y participar
en el júbilo de este momento de vuelta a casa y de reconciliación. Estas palabras
permanecen en el Evangelio como una invitación implorante. Pablo recoge esta
invitación cuando escribe: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis
con Dios» (2 Co5, 20).
Así, la parábola se sitúa, por un
lado, de un modo muy realista en el punto histórico en que Jesús la relata;
pero al mismo tiempo va más allá de ese momento histórico, pues la invitación
suplicante de Dios continúa. Pero, ¿a quién se dirige ahora? Los Padres, muy en
general, han vinculado el tema de los dos hermanos con la relación entre judíos
y paganos. No les ha resultado muy difícil ver en el hijo disoluto, alejado de
Dios y de sí mismo, un reflejo del mundo del paganismo, al que Jesús abre las
puertas a la comunión de Dios en la gracia y para el que celebra ahora la fiesta
de su amor. Así, tampoco resulta difícil reconocer en el hermano que se había
quedado en casa al pueblo de Israel, que con razón podría decir: «En tantos
años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya». Precisamente en la
fidelidad a la Torá se manifiesta la fidelidad de Israel y también su imagen de
Dios.
Esta aplicación a los judíos no es
injustificada si se la considera tal como la encontramos en el texto: como una
delicada tentativa de Dios de persuadir a Israel, tentativa que está totalmente
en las manos de Dios. Tengamos en cuenta que, ciertamente, el padre de la
parábola no sólo no pone en duda la fidelidad del hijo mayor, sino que confirma
expresamente su posición como hijo suyo: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y
todo lo mío es tuyo». Sería más bien una interpretación errónea si se quisiera
transformar esto en una condena de los judíos, algo de lo no se habla para nada
en el texto.
Si bien es lícito considerar la
aplicación de la parábola de los dos hermanos a Israel y los paganos como una
dimensión implícita en el texto, quedan todavía otras dimensiones. Las palabras
de Jesús sobre el hermano mayor no aluden sólo a Israel (también los pecadores
que se acercaban a Él eran judíos), sino al peligro específico de los piadosos,
de los que estaban limpios, «en regle» con Dios como lo expresa Grelot (p.
229). Grelot subraya así la breve frase: «Sin desobedecer nunca una orden
tuya». Para ellos, Dios es sobre todo Ley; se ven en relación jurídica con Dios
y, bajo este aspecto, a la par con Él. Pero Dios es algo más: han de
convertirse del Dios-Ley al Dios más grande, al Dios del amor. Entonces no
abandonarán su obediencia, pero ésta brotará de fuentes más profundas y será,
por ello, mayor, más sincera y pura, pero sobre todo también más humilde.
Añadamos ahora otro punto de vista
que ya hemos mencionado antes: en la amargura frente a la bondad de Dios se
aprecia una amargura interior por la obediencia prestada que muestra los
límites de esa sumisión: en su interior, también les habría gustado escapar
hacia la gran libertad. Se aprecia una envidia solapada de lo que el otro se ha
podido permitir. No han recorrido el camino que ha purificado al hermano menor
y le ha hecho comprender lo que significa realmente la libertad, lo que
significa ser hijo. Ven su libertad como una servidumbre y no están maduros
para ser verdaderamente hijos. También ellos necesitan todavía un camino;
pueden encontrarlo sencillamente si le dan la razón a Dios, si aceptan la
fiesta de Dios como si fuera también la suya. Así, en la parábola, el Padre nos
habla a través de Cristo a los que nos hemos quedado en casa, para que también
nosotros nos convirtamos verdaderamente y estemos contentos de nuestra fe.
Benedicto
XVI,
Jesús de Nazaret (1)
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