La contribución del Concilio, leído a la luz del Magisterio posconciliar, que lo ha actualizado, sobre todo a la luz del Catecismo de la Iglesia Católica y de las intervenciones pontificias, conserva toda su fuerza dinámica y nos indica como “ser Iglesia en el tiempo de la modernidad”
Lectio Magistralis del Emmo. Sr. Card. Mauro Piacenza, Prefecto de la Congregación para el Clero, el 9 de noviembre de 2012, durante la Inauguración del Año Académico, en el Institutum Marcianum, de Venecia
Excelentísimo Patriarca,
magnífico Decano,
ilustrísimos Profesores,
distinguidos señores y señoras,
queridos estudiantes:
magnífico Decano,
ilustrísimos Profesores,
distinguidos señores y señoras,
queridos estudiantes:
El tema de la relación entre Iglesia y modernidad es uno de los más debatidos y, probablemente, de los más irresueltos de nuestra época. Parece que esté continuamente polarizado entre la tentación, siempre posible, de una “dilución” del credo eclesial en la modernidad, por un lado, y la contraposición, que a veces llega hasta el rechazo, por otro. Ambas "polarizaciones" pueden encontrar justificaciones y puntales, pero últimamente son “no-respuestas” a la importante cuestión.
Desde el punto de vista metodológico, considero necesario subrayar tres premisas. La primera es universal y concierne a cada proceso investigativo que quiera ser realmente tal: en una investigación científica, nunca es posible llegar a un conocimiento auténtico eliminando uno de los factores implicados. Este sencillísimo axioma gnoseológico, sugiere que es ilegítimo, también en la relación entre Iglesia y modernidad, pretender resolver los problemas, “eliminando” uno de los factores en juego: la modernidad existe y la Iglesia no puede eliminarla, ni puede hacer ver que no existe, buscando nostálgicamente un pasado, en el cual el diálogo con la cultura parecía más sencillo y provechoso. Simétricamente —este me parece un elemento esencial, quizá poco subrayado— la Iglesia está ahí, existe, está viva y la modernidad no puede eliminar ese “factor” de la realidad, sin contradecirse a sí misma y su declarada empírica pretensión gnoseológica.
La segunda premisa es de tipo semántico: ¿qué entiendo, en esta intervención, por “modernidad”? Está claro que el término es amplísimo y esta no es la sede para definirlo o comprenderlo en toda su complejidad. Declaro solamente que, obviamente, no me refiero únicamente a la “modernidad histórica”, que se cierra con la época contemporánea y a la que se fecha diferentemente según los sistemas de referencia, ni a la “modernidad filosófica” en sentido estricto, que requeriría que se la integrara al menos con la “posmodernidad” y todas las consecuencias del llamado “pensamiento líquido”, que genera nuestra “sociedad líquida”. Utilizaré el término “modernidad” en sentido analógico, entendiendo con esto, en la presente intervención, la parábola filosófico-antropológica, o más específicamente gnoseológico-antropológica, que va de Descartes al relativismo, pasando a través de las grandes ideologías, que se desmoronaron en el siglo pasado, y el contemporáneo “tecno-cientismo virtual”.
La tercera y última premisa se refiere a la preparación de la presente intervención, durante la cual he podido, una vez más, constatar que los documentos conciliares se deben leer necesariamente en sinopsis con las intervenciones Magisteriales del beato Juan Pablo II (pondré un ejemplo con la Fides et ratio) y de Benedicto XVI. En efecto, al menos desde el punto de vista del lenguaje que se adopta en los textos del Concilio, es posible afirmar que, en no pocos casos, resulta no plenamente adecuado a las presentes necesidades de diálogo con la cultura y, por tanto, precisamente para ser fieles al Concilio, es necesario leerlo en plena continuidad tanto con toda la Tradición eclesial anterior como con el Magisterio sucesivo, en el cual ocupa un particularísimo lugar el Catecismo de la Iglesia Católica, el Catecismo del Concilio.
Tras estas tres premisas, afrontaré el tema de la contribución del Concilio ecuménico Vaticano II a la relación entre Iglesia y modernidad, en tres pasos: 1. La modernidad como cuestión gnoseológica; 2. Las consecuencias antropológicas de una gnoseología irresuelta; y por último, 3. Las posibles perspectivas en orden a la nueva evangelización.
Afirmaba el beato Juan XXIII, en el célebre discurso Gaudet Mater Ecclesia, en la solemne apertura del Concilio ecuménico Vaticano II: “[...] Es necesario que esta doctrina cierta e inmutable, a la que se debe prestar un asentimiento fiel, sea profundizada y expuesta como lo exigen nuestros tiempos. Pues una cosa es el depósito mismo de la fe, es decir, las verdades que contiene nuestra venerada doctrina, y otra la manera como se expresa, pero siempre con el mismo sentido y significado”[1].
En los mismos propósitos programáticos del beato Pontífice para el Concilio, es posible reconocer, por un lado, la voluntad de un intento inicial de diálogo con la modernidad, por otro, ciertamente, la declaración de fidelidad a la identidad eclesial y a cuanto, en ella, no es susceptible de un cambio humano, porque tiene estatuto divino y pertenece a la ininterrumpida Traditio Ecclesiae.
Es cierto que podríamos plantearnos, a ese respecto, la exigente pregunta: “¿Es suficiente cambiar o adaptar el lenguaje, para pensar que hacemos más comprensible una realidad como la de la Revelación?”. O, simétricamente: “¿Es realmente posible cambiar el lenguaje, sin cambiar también, en el fondo, algo del contenido esencial del dato revelado?”.
Parece que, en ese contexto, la cuestión del lenguaje requiere todavía una especial profundización de parte tanto de la teología como de la filosofía. El horizonte en el cual comprender la cuestión, y de alguna manera contenerla, siempre es el de la Encarnación del Logos, es decir, de la Razón increada que se hizo carne para entrar en “diálogo” con la razón creada. Un diálogo que está definitivamente marcado por un tiempo, un espacio, un ámbito cultural, ya presente y autorizado por el Nuevo Testamento, y del cual no es posible, en ningún caso, prescindir.
El Concilio mismo indica la necesidad del “diálogo” con la modernidad, cuando en su primera Constitución afirma: “El sacrosanto Concilio se propone acrecentar cada vez más la vida cristiana entre los fieles; adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio”[2].
Casi subrayando, como se indica en la mencionada declaración de propósitos del beato Juan XXIII, que de la adaptación a las “exigencias de nuestro tiempo”, quedan excluidas las instituciones que no están sujetas a cambio.
1. La modernidad como cuestión gnoseológica
No se encuentra una definición precisa de “modernidad”, ni de “mundo moderno”, en ningún texto del Concilio ecuménico Vaticano II. Sabemos que el término “modernidad” describe habitualmente los distintos tipos de Ilustración que surgieron en Occidente, desde finales del siglo XVIII en adelante. Estos movimientos indicaban, como horizonte del conocimiento, la racionalidad instrumental y científica aplicada en principio a todas las esferas de la vida, con la utópica esperanza de emancipar a la humanidad, liberándola definitivamente de ignorancia, sufrimiento y opresión.
Un elemento distintivo de la modernidad, que, en cierto sentido, puede representar la clave hermenéutica, es la cuestión gnoseológica. Por primera vez en la historia, el hombre “moderno” ha creído que ya no era capaz de conocer la realidad y progresivamente ha hecho retroceder —perdonadme el deliberado oxímoron— su capacidad de conocimiento de lo real, hasta ese umbral existencialmente insostenible que hoy llamamos relativismo.
Efectivamente, el movimiento ilustrado determinó primero una hipertrofia de la razón, como consecuencia de la cual el hombre y su capacidad de conocimiento, de “contemplatores”, “conocedores” y “cantores” de la realidad se transformaron en “limitada medida” de lo real. Un uso de razón que pretenda limitar el conocimiento humano solamente a datos empíricos (algunos dirían “científicos”) es mortificador para la inteligencia humana y no permite al conocimiento relacionarse con la realidad, según la totalidad de sus factores.
La adhesión a la realidad se pierde casi completamente cuando, de la Ilustración se pasa al idealismo. Si el hombre ya no conoce la realidad por lo que es, sino que trata de medirla (Racionalismo) o solamente de pensar en ella (Idealismo), se auto-confina en una objetiva imposibilidad de relacionarse con otro-distinto-de-sí-mismo y esta actitud tiene consecuencias antropológicas evidentes, como veremos.
Por si esto no bastase, la crisis del positivismo del siglo XIX, determinada por los dos conflictos mundiales del siglo pasado, ha llevado a una especie de “capitulación de la razón”, haciendo pasar al hombre del mito infundado del superhombre a la situación actual, asimismo infundada, del relativismo más radical.
No hay que sorprenderse si a una idea incorrecta de razón de tipo racionalista, que se ha estrellado contra la imposibilidad objetiva, de parte del hombre, de controlarse a sí mismo y controlar el cosmos, ha seguido una desconfianza, igualmente incorrecta e injustificada en la capacidad real de cada uno de conocerse a sí mismo, al mundo y a Dios.
El Santo Padre Benedicto XVI en varias ocasiones ha llamado la atención de la Iglesia y de todos los hombres de buena voluntad sobre la necesidad de superar el relativismo que caracteriza nuestra época y que, inevitablemente, toca también nuestras personas y nuestros ambientes cristianos.
A un hombre incapaz de conocer la realidad, ¿qué le queda?
El estrecho y asfixiante horizonte de sus propias emociones, de su instinto, vehiculado por la corporeidad; de aquí el fuerte hedonismo, narcisismo, pansexualismo, en el cual se pierden los hombres de nuestro tiempo y del cual es necesario, con todos los medios, ayudarles a librarse.
Incluso el materialismo, indicado como horizonte existencial en algunos movimientos ideológicos del siglo pasado, entró en crisis y cedió, por un lado, a la satisfacción de los deseos y las pasiones, por el otro, se compensó con varias huidas “espiritualistas” o new age que nada tienen que ver con la espiritualidad humana y, menos aún, con la fe cristiana.
El Concilio, en la Constitución pastoral Gaudium et Spes, capta la urgencia de la situación y vuelve a situar en el centro del debate al hombre, con sus necesidades constitutivas y su relación ineludible con la realidad.
Se lee en el n. 10: «En realidad, los desequilibrios que sufre el mundo moderno están relacionados con aquel otro desequilibrio más fundamental que tiene sus raíces en el corazón del hombre. Pues en el mismo hombre luchan entre sí muchos elementos. Mientras, por una parte, como criatura, experimenta que es un ser limitado, por otra se siente ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior».
Es la constatación que la gnoseología humana no puede reducirse a un subjetivismo que sólo hace referencia a sí mismo, sino que requiere reconocer lo objetivo, tanto en nosotros como fuera de nosotros, comparando luego todo con esa indisponible universal condición. Aunque ciertamente de modo indirecto, el Concilio intenta responder a la que podríamos definir “la emergencia gnoseológica” de la modernidad, y lo hace recalcando, de modo claro, dialógico y propositivo las preguntas constitutivas del yo, frente a las cuales no se admite ninguna reducción, so pena de la renuncia a la vida misma.
Sigue diciendo la Gaudium et Spes: «Ante la actual evolución del mundo, cada vez son más numerosos los que plantean o advierten con una agudeza nueva las cuestiones totalmente fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos, continúan subsistiendo? ¿Para qué aquellas victorias logradas a un precio tan caro? ¿Qué puede el hombre aportar a la sociedad, qué puede esperar de ella? ¿Qué seguirá después de esta vida terrena?».
A estos interrogantes, que atraviesan como una lama el corazón de cada uno y, al mismo tiempo, atraviesan por su objetividad todo el impasse de la modernidad, la Gaudium et Spes responde con una llana confesión de fe: «La Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, da siempre al hombre luz y fuerzas por su Espíritu, para que pueda responder a su máxima vocación; y que no ha sido dado a los hombres bajo el cielo ningún otro nombre en el que haya que salvarse. Igualmente, cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro». (n. 10).
Hasta la verdadera afirmación relevante a nivel gnoseológico: «Afirma además la Iglesia que, en todos los cambios, subsisten muchas cosas que no cambian». Y también: «que tienen su fundamento último en Cristo, que es él mismo ayer, hoy y por los siglos».
No solo existe la realidad y se puede conocer, sino que detrás de lo que cambia, existen “realidades que no cambian”. Esta es la primera contribución fundamental del Concilio al diálogo con la modernidad: que plantea, aunque sea de forma inicial, la cuestión gnoseológica que, a lo largo de los años, lo vemos, se ha hecho cada vez más urgente y dramáticamente relevante.
El hombre contemporáneo, insertado en un mecanismo tecnológico y fascinado por el poder que ha logrado manipular la realidad, incluso biológica, la misma realidad de la vida, se considera autosuficiente, aunque en la aporética condición de experimentar el sentido del límite y plantearse las preguntas fundamentales, inscritas en su corazón.
El sentido pleno de las afirmaciones conciliares, lo encontramos en la Fides et ratio del beato Juan Pablo II. Esta describe el proceso natural que la razón humana recorre, el hecho que se prefija metas, y superarlas, pero al mismo tiempo, se sorprende limitada e inadecuada, experimentando la inadecuación, y experimentando de este modo que el Infinito existe.
«El hombre, por su naturaleza, busca la verdad. Esta búsqueda no está destinada sólo a la conquista de verdades parciales, fácticas o científicas; no busca sólo el verdadero bien para cada una de sus decisiones. Su búsqueda tiende hacia una verdad ulterior que pueda explicar el sentido de la vida; por eso es una búsqueda que no puede encontrar solución si no es en el absoluto». (Juan Pablo II, Carta enc. Fides et Ratio, 14 de septiembre de 1998, 33).
Está claro que la cuestión gnoseológica ya nos ha llevado, y no podía ser de otra forma, al corazón de la cuestión antropológica. La capacidad de conocer la realidad, en efecto, es determinante para que el hombre pueda definirse a sí mismo. Quizá con una punta de optimismo fundado pero excesivo, se expresa así la Gaudium et Spes: «A la luz de Cristo, Imagen del Dios invisible, Primogénito de toda criatura, el Concilio pretende hablar a todos para iluminar el misterio del hombre y para cooperar en el descubrimiento de la solución de los principales problemas de nuestro tiempo» (GS, 10).
2. Las consecuencias antropológicas de una gnoseología irresuelta
La Gaudium et Spes, aunque con un análisis cultural y social, que hoy, en parte, está objetivamente “pasado de moda”, indica la cuestión gnoseológica como raíz de los cambios antropológicos y culturales.
En efecto, en el n. 7 se afirma: «El cambio de mentalidad y de estructuras somete frecuentemente a discusión los bienes recibidos, sobre todo entre los jóvenes, que más de una vez se vuelven impacientes, más aún, rebeldes por la angustia, y, conscientes de su propia importancia en la vida social, desean participar cuanto antes en ella. De ahí que, muchas veces, padres y educadores encuentren dificultades cada vez mayores en el cumplimiento de sus tareas.
Las instituciones, las leyes, los modos de pensar y de sentir, transmitidos por nuestros mayores, no parecen adaptarse siempre y bien al estado actual de las cosas; de ahí la grave perturbación en el modo de actuar y en las normas mismas de conducta.
Finalmente, las nuevas condiciones afectan también a la misma vida religiosa. Por una parte, el espíritu crítico más agudizado la purifica de una concepción mágica del mundo y de las supersticiones que aún permanecen, y exige, cada vez más, una adhesión más personal y activa a la fe; esto hace que muchos alcancen un sentido más vívido de Dios. Por otra parte, muchedumbres cada vez más numerosas se alejan prácticamente de la religión. Negar a Dios o la religión, o bien prescindir de ellos, no constituye ya, como en épocas anteriores, algo insólito e individual; hoy en día aparecen muchas veces casi como exigencias del progreso científico y de cierto humanismo nuevo».
En esta última afirmación, según la cual prescindir de Dios aparece «como exigencias del progreso científico y de cierto humanismo nuevo», encontramos el núcleo de la cuestión que nos interesa: la modernidad, con el gran límite gnoseológico que la caracteriza, ¿es compatible con el Acontecimiento cristiano?
La idea de progreso que surge de la modernidad, idea que lleva dentro un eco remoto de la necesidad de infinito propia del corazón humano, ¿puede abrir a la relación con el Misterio, o corre el riesgo de refugiarse en una utópica auto-afirmación del hombre? Y también ¿sin Dios, qué tipo de “humanismo nuevo” nos podemos esperar?
Se ve claramente que, de estas cuestiones centrales, comparadas con la situación actual, desde el punto de vista antropológico, prevalece una forma de auto-justificación; es como si todo el comportamiento humano estuviese determinado por el momento histórico; como si la moral y el corazón del hombre debiesen obedecer a un mecanicismo determinista, que tiene, como única dramática consecuencia, la eliminación de la libertad personal y la voluntad de adherirse al bien. Esta situación, como indica el mismo Documento en el n. 8, determina una división en el seno del hombre. División que el anuncio evangélico, el encuentro con Cristo, la gracia sacramental y la vida eclesial están llamados a ayudar a superar.
«En la persona misma surge muy frecuentemente el desequilibrio entre la inteligencia práctica moderna y una forma de pensamiento teórico que no es capaz de dominar la suma de sus conocimientos ni de ordenarlos adecuadamente en síntesis. Surge igualmente el desequilibrio entre el afán de la eficacia práctica y las exigencias de la conciencia moral y muchas veces entre las condiciones de la vida colectiva y las exigencias de un pensamiento individual e incluso de la misma contemplación. Finalmente, surge el desequilibrio entre la especialización de la actividad humana y la visión universal de las cosas».
Esta visión universal de la realidad, que incluye la conciencia de la existencia de la realidad y la posibilidad de conocerla, es precisamente la contribución más eficaz que da el Concilio a la relación entre fe cristiana y modernidad; y es asimismo el mayor servicio que la Iglesia puede ofrecer al mundo en la época moderna.
Podríamos decir, de manera muy sintética, pero probablemente eficaz, que ser Iglesia en la época moderna significa devolver al hombre la capacidad de conocer la realidad, de entrar en relación con esa realidad que las derivas gnoseológicas de los últimos tres siglos voluntariamente han convertido en evanescente, porque en cualquier caso la realidad es el lugar en el cual el Logos Eterno se ha manifestado definitivamente. Censurar la realidad significa, por consiguiente, censurar el lugar en el cual Dios se ha hecho “historia”, y tratar de impedir al hombre el encuentro con el Misterio.
Como se puede deducir de estas valoraciones, no estamos sólo frente a la discusión dialéctica entre diferentes y legítimos métodos de conocimiento, los cuales, por otro lado, en la epistemología cristiana se han admitido siempre, e incluso se han incentivado, porque sólo un método adecuado al objeto es capaz de auténtico fruto referencial.
La verdadera cuestión es que un hombre, privado de la capacidad de captar la realidad, según la totalidad de sus factores, confinado en un método de conocimiento de tipo científico-positivo, considerado el único capaz de llegar a alguna certeza que se pueda compartir, es un “hombre amputado”, no correspondiente ni siquiera a lo que él mismo siente profundamente que es.
Es evidente que estos pasajes del Concilio se pueden y se deben leer en inmediata y eficaz sinopsis, tanto con la Fides et ratio del Papa Juan Pablo II, como, de modo todavía más evidente, con los continuos llamamientos del Santo Padre Benedicto XVI a «ampliar los confines de la racionalidad».
Del Discurso de Ratisbona en adelante, el Magisterio pontificio va, con claridad, en esta dirección, indicando, en negativo, el vínculo objetivo entre crisis gnoseológica y crisis antropológica, y en positivo, el camino de la recuperación de una correcta gnoseología, como camino para una correcta antropología, que abra de par en par a la relación con la realidad, en la cual el Misterio se manifiesta.
En el Motu Proprio Porta Fidei, leemos al respecto: «En efecto, la fe está sometida más que en el pasado a una serie de interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy, reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad» (n. 12).
3. Las posibles perspectivas en orden a la Nueva Evangelización
Acabamos de concluir, también con Vuestro Patriarca, el Sínodo sobre la Nueva Evangelización y se ha planteado, con claridad, que esta de ningún modo puede prescindir de la autoconciencia eclesial: sólo una Iglesia “evangelizada” será capaz de ser “evangelizadora”.
En este sentido, es necesario recordar que la Iglesia debe anunciar a Jesucristo al mundo, con un método, que no puede, en ningún caso, ser historicista, puesto que el historicismo, implícitamente, niega la validez perenne de la verdad, presentándola como condicionada a las contingencias históricas; desde este punto de vista, es grave la deriva a la que se expone, por un lado, mucha teología contemporánea, que tiende a presentarse como reflexión histórica, tendente al historicismo, renunciando a una precisa objetividad referencial; y, por otro, la pretensión veritativa del dato revelado. Creo que, en esta dirección, los primeros dos volúmenes de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI sobre Jesús de Nazaret son un poderoso antídoto al historicismo y hay que acogerlos, sobre todo, por su fruto metodológico.
Otro gran límite que hay que evitar, en la Nueva Evangelización y en la reflexión teológica y eclesial, es el cientismo: es decir, pretender que las afirmaciones y los contenidos de la Revelación pueden hablar al hombre moderno sólo si superan la criba del método científico-positivo.
«Esta corriente filosófica —leemos en la Fides et ratio— no admite como válidas otras formas de conocimiento que no sean las propias de las ciencias positivas, relegando al ámbito de la mera imaginación tanto el conocimiento religioso y teológico, como el saber ético y estético. En el pasado, esta misma idea se expresaba en el positivismo y en el neopositivismo, que consideraban sin sentido las afirmaciones de carácter metafísico. La crítica epistemológica ha desacreditado esta postura, que, no obstante, vuelve a surgir bajo la nueva forma del cientificismo. En esta perspectiva, los valores quedan relegados a meros productos de la emotividad y la noción de ser es marginada para dar lugar a lo puro y simplemente fáctico» (n. 88).
En este contexto, la Iglesia está llamada a tomar conciencia nuevamente de su altísima misión y de la tarea que Dios le ha encomendado.
Al llevar la salvación a los hombres, Jesucristo es Dios mismo que entró en la historia y, por esa razón, la salvación no es otra cosa respecto a su Persona concreta. «No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4, 12). Entre los varios aspectos de la Revelación Divina, que derivan directamente del Misterio de la Encarnación, es decir del hecho que Dios se hizo hombre, asumiendo totalmente, excepto el pecado, nuestra concreta naturaleza humana, está el hecho que Jesucristo vino para educar nuestro sentido religioso.
En la época de la modernidad, consciente de la crisis gnoseológica en la cual desde hace siglos estamos inmersos y de la crisis antropológica que de ello deriva, la Iglesia está llamada a la obra de la Nueva Evangelización, imitando a su Señor y actuando, como Él, a favor de la educación del sentido religioso del hombre.
A menudo, sobre todo en el tiempo inmediatamente postconciliar, interpretando, de manera por lo menos unilateral, lo que dijo el Concilio, se habló de un primado del hombre y de los valores humanos y de una presunta precedencia de la promoción humana sobre la evangelización.
Las consecuencias de este equívoco están ante los ojos de todos, tanto en orden a la confusión sobre la identidad respectiva de los ministros Ordenados, los consagrados y los fieles laicos, como sobre la deriva que ha sufrido la formación en los tres ámbitos mencionados.
No es casualidad que en el Motu Proprio Porta Fidei el Santo Padre afirme: «Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado» (n. 2).
La experiencia de dos mil años de Tradición eclesial y un primer balance, teorético y pragmático, de estos primeros cincuenta años desde el Concilio, indican, con lúcida claridad, como el único modo auténtico para interpretar la justa promoción humana es el de ayudar al hombre a eludir cualquier concepción que reduzca la realidad, sosteniéndolo a recuperar su propia estatura ontológicamente abierta al Ser infinito, porque pertenece al Ser.
Podríamos decir que, en la raíz de la Nueva Evangelización, está la acción eclesial de promoción humana, una promoción capaz de devolver el hombre al hombre y, por eso, Dios al hombre y el hombre a Dios.
Asumir con conciencia los desafíos de la modernidad y, por consiguiente, ser Iglesia en el tiempo de la modernidad, no puede significar, en ningún caso, seguir las “modas” culturales, morales o sociales frente a las cuales nos encontramos como Iglesia.
La identidad de la Iglesia no la definen, de modo historicista, las circunstancias, sino que Cristo su Cabeza la definió de una vez para siempre, y el Espíritu, que dinámicamente la guía en la historia, la renueva, hace que sea joven y actual. En cada tiempo, frente a cada adversidad y negación, la Iglesia ha sabido surcar incluso las tempestades más violentas, manteniendo la fe en la propia identidad y dejando que fuese Pedro quien empuñara con firmeza el timón de la Nave de Cristo, colaborando con Pedro y “remando” en la dirección que Pedro indicaba.
El diálogo necesario con las culturas encontradas y, por tanto, el diálogo necesario con la modernidad, no puede resolverse asumiendo modelos culturales ante todo ajenos al hombre, a su estructura antropológica y, por eso, ajenos a Cristo y, necesariamente, ajenos a la Iglesia.
Está claro que aquí no se trata de obstinarse en proponer modelos culturales pasados, que quizá dan mayor seguridad pero son prácticamente indescifrables para el hombre contemporáneo, sino más bien de tener la capacidad de estar realmente frente al hombre, ayudándolo a redescubrir sus propias exigencias fundamentales y constitutivas, y restituyéndolo a las evidencias fundamentales, ontológicamente relevantes, que constituyen el presupuesto y la experiencia elemental de toda humana existencia.
En toda circunstancia, incluso la aparentemente más dramática y privada de esperanza, cultural o moralmente hablando, la posibilidad concreta de una educación del hombre y de su sentido religioso siempre la da el hombre concreto que tenemos delante, su corazón hecho por Dios y para Dios, y la capacidad que como Iglesia tenemos de captar sus necesidades y responder a ellas con la palabra del Evangelio, tan humana y tan divina, que Jesús nos dejó y que es su misma proximidad a cada hombre.
Este camino la Iglesia lo hace siendo ella misma hasta el fondo, leemos también en la Lumen Pentium, en el n. 17: «Mediante la predicación del Evangelio, la Iglesia atrae a los oyentes a la fe y a la confesión de fe, los prepara para el bautismo, los libra de la esclavitud del error y los incorpora a Cristo para que lleguen hasta la plenitud en él por el amor. Realiza su tarea para que todo lo bueno que hay sembrado en el corazón y en la inteligencia de estos hombres, o en los ritos particulares, o en las culturas de estos pueblos, no sólo no se pierda, sino que mejore, se desarrolle y llegue a su perfección para gloria de Dios, para confusión del demonio y para felicidad del hombre. Todos los discípulos de Cristo han recibido el encargo de extender la fe según sus posibilidades».
Esto es lo que deseo para mí mismo y para cada uno de vosotros, sobre todo en este Año de la Fe, que seamos auténticos discípulos, capaces de diseminar la fe, educando el sentido religioso humano, como hizo Jesucristo, y contribuyendo al gran camino de la Nueva Evangelización.
La contribución del Concilio, leído a la luz del Magisterio posconciliar, que lo ha actualizado, sobre todo a la luz del Catecismo de la Iglesia Católica y de las intervenciones pontificias, conserva toda su fuerza dinámica y nos indica como “ser Iglesia en el tiempo de la modernidad”.
Que nos ayude la santísima Virgen María, Icono perfecto de la Iglesia en todo tiempo, a ser fieles al mandato de Cristo en el Espíritu del “haced lo que él os diga” (Jn 2, 5).
Emmo. Sr. Card. Mauro Piacenza, Prefecto de la Congregación para el Clero
Notas
[1] Juan XXIII, Solemne apertura del Concilio ecuménico Vaticano II, Discurso, 11 de octubre de 1962.
[2] Concilio ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática Sacrosanctum Concilium sobre la liturgia sagrada, 4 de diciembre de 1963, n. 1.
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