El misterio de
Dios, creador y redentor, debe aparecer en toda su grandeza
I. PROBLEMAS
ACTUALES DE LA TEOLOGÍA. LA SEPARACIÓN ENTRE JESÚS Y CRISTO: 1. Construcción de
un «Jesús histórico» detrás del Jesús de los evangelios - 2. Incomprensión de
la doctrina cristiana de la redención - 3. Pérdida de la imagen de Dios: la
imagen deísta del mundo y sus consecuencias: a) Cambio radical en la idea de
culto y de liturgia - b) Transformación de la teología moral: dualismo entre
naturaleza e historia - II. CONSECUENCIAS PARA LA CATEQUESIS. PRIMACÍA DEL
CONTENIDO SOBRE EL MÉTODO: 1. El misterio de Dios y la fe en la creación - 2.
El Cristo de los evangelios como el verdadero Jesús - 3. Comunidades donde viva
la fe
La
situación de la fe y de la teología en Europa se caracteriza hoy, sobre todo,
por una desmoralización eclesial. La antítesis «Jesús sí, Iglesia no» parece
típica del pensamiento de una generación. No sirve de mucho el intento de
destacar los aspectos positivos de la Iglesia y su condición inseparable de
Jesús. Para entender la precariedad real de la fe en nuestro tiempo hay que
ahondar más. Porque detrás de esa difundida contraposición entre Jesús y la
Iglesia late un problema cristológico. La verdadera antítesis que hemos de
afrontar no se expresa con la fórmula «Jesús sí, Iglesia no»; habría que decir
«Jesús sí, Cristo no», o «Jesús sí, Hijo de Dios no». Asistimos a una verdadera
ola de adhesión a Jesús en las más diversas tonalidades: Jesús en el cine,
Jesús en la ópera rock, Jesús como bandera de opciones políticas... Todos estos
fenómenos expresan formas de entusiasmo o de pasión religiosa que se reclaman
de la figura misteriosa de Jesús y de su fuerza interna, pero desentendiéndose
de lo que la fe de la Iglesia y la fe de los evangelistas —que fundamenta la
primera— dicen sobre Jesús. Este aparece como uno de los «hombres decisivos»
que existieron en la humanidad, en expresión de Karl Jaspers. Lo que atrae de
él es lo humano; el reconocerlo como Hijo unigénito de Dios parece alejarlo de
nosotros, arrebatarlo hacia lo inaccesible e irreal y someterlo a la
administración del poder eclesiástico. La separación entre Jesús y Cristo es, a
la vez, separación entre Jesús e Iglesia: se deja a Cristo a cargo de la
Iglesia; parece ser obra suya. Al relegarlo, se espera rescatar a Jesús y, con
él, una nueva forma de libertad, de «redención».
I. Problemas
actuales de la teología. La separación entre Jesús y Cristo
Si
la verdadera crisis está en la cristología y no en la eclesiología, hay que
preguntar por qué ocurre esto. ¿Cuáles son las raíces de esta separación entre
Jesús y Cristo, tema ya abordado abiertamente en la primera Carta de Juan, que
denuncia a los que dicen que Jesús no es el Cristo (2, 22; 4, 3), equiparando
los títulos de «Cristo» e «Hijo de Dios» (2, 22.23; 4, 15; 5, 1). Juan tacha de
anticristos a los que niegan que Jesús es el Cristo; quizá sea este el origen y
sentido del nombre «Anticristo»: estar contra Jesús, el Cristo; negarle el
predicado de Cristo.
1.
Construcción de un «Jesús histórico» detrás del Jesús de los evangelios
Indaguemos
las causas de esta actitud hoy. Son numerosas, obviamente. La primera, poco
aparente pero eficaz en extremo, reside en la construcción de un «Jesús
histórico» detrás del Jesús de los evangelios, un Jesús decantado de las
fuentes y contra las fuentes, con arreglo a los criterios de la imagen moderna
del mundo y de la forma de historiografía inspirada en la Ilustración. Está,
además, el postulado de que en la historia sólo puede ocurrir lo que siempre es
posible, el postulado de que el engranaje causal nunca se interrumpe y lo que
choca contra estas leyes conocidas es ahistórico. Así, el Jesús de los
evangelios no puede ser el Jesús real; es preciso encontrar otro y excluir de
él todo lo que sólo es inteligible desde Dios. El principio constructivo sobre
el que emerge este Jesús excluye por tanto lo divino de él, siguiendo el
espíritu de la Ilustración: este Jesús histórico no puede ser Cristo ni Hijo.
Al hombre de hoy que en su lectura de la Biblia se guía por este tipo de
exégesis, no le dice nada el Jesús de los evangelios, sino el de la
Ilustración, un Jesús «ilustrado». La Iglesia queda así descartada; sólo puede
ser una organización humana que intenta utilizar con más o menos habilidad la
filantropía de este Jesús. Desaparecen también los sacramentos: ¿cómo puede
haber una presencia real de este «Jesús histórico» en la eucaristía? Lo que
resta son signos de la comunidad, rituales que la conjuntan y estimulan para la
acción en el mundo.
2.
Incomprensión de la doctrina cristiana de la redención
Ha
quedado claro que detrás de este despojo de Jesús que es el «Jesús histórico»
hay una opción ideológica que se puede resumir en la expresión «imagen moderna
del mundo». Tendremos que volver sobre este punto; pero debemos considerar
ahora una segunda raíz de la separación entre Jesús y Cristo. Si hemos hablado
de una determinada visión del mundo, tenemos que abordar ahora una forma de
experiencia existencial o, quizá más correctamente, de déficit en esa
experiencia. Digámoslo sencillamente: el hombre de hoy no entiende ya la
doctrina cristiana de la redención. No encuentra nada parecido en su propia
experiencia vital. No puede imaginar nada detrás de términos como expiación,
representación y satisfacción. Lo designado con la palabra Cristo (mesías), no
aparece en su vida y resulta una fórmula vacía. La confesión de Jesús como
Cristo cae por tierra. A partir de ahí se explica también el enorme éxito de
las interpretaciones psicológicas del evangelio, que ahora pasa a ser el
anticipo simbólico de la curación psíquica. El amplio consenso que encontró la
explicación política del cristianismo, que recoge la teología de la liberación
—hoy fracasada prácticamente— descansa en las mismas razones. La redención es
sustituida por la liberación en el sentido moderno de la palabra, que se puede
entender con acento en la vertiente psicológico-individual o
político-colectiva, y tiende a combinarse con el mito del progreso. Este Jesús
no nos ha redimido, pero puede servir de símbolo que guíe nuestra redención o liberación.
Si no hay ya un don de redención que dispensar o administrar, la Iglesia en el
sentido tradicional es una quimera, incluso un escándalo; no es sujeto de
ninguna potestad; su pretendida potestad es, en este supuesto, mera presunción.
Tendría que convertirse en un espacio de «libertad» en sentido psicológico y
político. Tendría que ser el ámbito de nuestros sueños de vida liberada; no
puede remitir a nada ultramundano, sino que ha de acreditarse siempre en una
experiencia propia como instancia redentora dentro de este mundo. Todo lo
irredento de mi propia existencia, todo el descontento conmigo mismo y con los
demás, recae sobre ella.
3.
Pérdida de la imagen de Dios: la imagen deísta del mundo y sus consecuencias
Todo
esto —la reducción del mundo a lo empíricamente demostrable y la reducción de
nuestra existencia a lo vivenciable— descansa en un tercer hecho decisivo: la
pérdida de la imagen de Dios, que desde la época de la Ilustración avanza sin
cesar. El deísmo se ha impuesto prácticamente en la conciencia general. No es
posible ya concebir a un Dios que se preocupa de los individuos y actúa en el
mundo. Dios pudo haber originado el estallido inicial del universo, si es que
lo hubo, pero no le queda nada más que hacer en un mundo ilustrado. Parece casi
ridículo imaginar que nuestras acciones buenas o malas le interesen; tan
pequeños somos ante la grandeza del universo. Parece mitológico atribuirle unas
acciones en el mundo. Puede haber fenómenos sin aclarar, pero se buscan otras
causas. La superstición parece más fundamentada que la fe; los dioses —es
decir, los poderes inexplicados en el curso de nuestra vida, y con los que hay
que acabar— son más creíbles que Dios. Pero si Dios nada tiene que ver con
nosotros, prescribe también la idea de pecado. Que un acto humano pueda ofender
a Dios es ya para muchos una idea inimaginable. No queda margen para la
redención en el sentido clásico de la fe cristiana, porque apenas se le ocurre
a nadie buscar la causa de los males del mundo y de la propia existencia en el
pecado. Por eso tampoco puede haber un Hijo de Dios que venga al mundo a
redimirnos del pecado y que muera en la cruz por esta causa.
a)
Cambio radical en la idea de culto y de liturgia
Así
se explica el cambio radical producido en la idea de culto y de liturgia, y que
tras larga gestación se está imponiendo: su primer sujeto no es Dios ni Cristo,
sino el «nosotros» de los celebrantes. Y tampoco puede tener como sentido
primario la adoración, para la que no hay razón alguna en un esquema deísta. Ni
cabe pensar en la expiación, en el sacrificio, en el perdón de los pecados. Lo
que importa es que los celebrantes de la comunidad se corroboren entre sí y
salgan del aislamiento en que sume al individuo la existencia moderna. Se trata
de expresar las vivencias de la liberación, la alegría, la reconciliación,
denunciar lo negativo y animar a la acción. Por eso, la comunidad tiene que
hacer su propia liturgia y no recibirla de tradiciones ininteligibles; ella se
representa y se celebra a sí misma. Pero no hay que olvidar un movimiento
inverso que se va perfilando en la generación joven. La banalidad y el
racionalismo pueril de una liturgia autofabricada con su teatralidad artificial
van siendo desenmascarados en su inopia; su vaciedad es evidente. El poder del
misterio ha desaparecido, y las formas de acreditación con las que se quiere
compensar esta pérdida no pueden satisfacer a la larga ni siquiera a los
funcionarios, cuánto menos a los que han de sentirse interpelados por tales
acciones. Aumenta así la búsqueda de una verdadera redención en el presente.
Esa búsqueda lleva a direcciones opuestas. Los grandes festivales de rock son
desahogos de la existencia, antiliturgias salvajes donde la persona sale fuera
de sí y puede olvidar la opacidad y rutina de lo cotidiano. La droga se sitúa
también en esta dirección. Por otra parte, lo mágico y lo esotérico atraen cada
vez más como lugar donde el misterio embarga al ser humano. Cabe afirmar que
allí donde la liturgia es iluminada por el misterio, vuelven a nacer nuevos
lugares de fe.
b)
Transformación de la teología moral: dualismo entre naturaleza e historia
Antes
de pasar a las conclusiones de cara a la catequesis conviene meditar otra
consecuencia importante de la imagen deísta del mundo que hoy se está
difundiendo entre los cristianos de modo más o menos consciente. Esa idea de
Dios y de la relación del hombre con él influye especialmente en la teología
moral. Esta ya no puede ser una verdadera teología, sino que se convertirá en ética,
porque Dios no interviene en el mundo ni en el camino del hombre. Lo que la fe
llama preceptos divinos, aparece como un código cultural de comportamientos
históricos del hombre. Cabe señalar dependencias, nexos con otras culturas,
desarrollos y contradicciones. Todo esto parece mostrar suficientemente que se
trata de meras reglas de juego de la existencia que fueron formuladas en las
distintas sociedades. Esas reglas dependen de la valoración que se haga de la
conducta humana y de los fines de una cultura; cuanto mejor logren estructurar
una sociedad, asegurar su supervivencia y garantizar su altura cultural, la
valoración será más positiva.
Si
nos abandonamos a tales ideas y consideramos al ser humano como el único sujeto
que actúa en la sociedad, otras carencias de la imagen moderna del mundo
influirán también más o menos profundamente. A la luz de la fe en la creación,
el mundo aparecía como plasmación del pensamiento de Dios. Lleva un mensaje
divino en sí y encierra unas normas válidas para nuestra conducta. Pero si Dios
se limita a dar el impulso inicial y luego se repliega, las cosas no son ya
expresión del pensamiento y el querer divinos, sino meros productos de la
evolución, regidos por las leyes de la supervivencia y de la lucha por la propia
conservación. La evolución puede enseñarnos unas reglas de juego para la
autoafirmación de una especie; pero esto es algo muy diferente de la norma
moral en la línea de la antigua noción de «ley moral natural». La evolución, el
nuevo demiurgo, no conoce la categoría de lo moral. Es evidente que tales ideas
no son compartidas por la teología, pero tampoco ésta reflexiona
suficientemente en el alcance de las mismas. En especial, ha quedado como
secuela de todo esto una inseguridad sobre la acción de Dios en la historia y
sobre la relación entre Dios y el mundo que ha de repercutir por fuerza
negativamente, en la teología moral. El esquema de un Dios que se retira de su
mundo queda patente, por ejemplo, cuando se intenta limitar a Dios al llamado
plano trascendental y se afirma que él no da normas «categoriales». Dios se
convierte así en un marco orientativo general sin contenidos; el sentido de la
moralidad hay que determinarlo entonces a un nivel intramundano. Al
desvanecerse la idea de creación, apenas cabe pensar en unas esencias
permanentes dentro del universo; la naturaleza, por una parte, se limita a lo
puramente empírico y, por otra, se resuelve en historia, y la historia no
permite las formas permanentes en el reino moral. Esto pone de manifiesto un
profundo dualismo entre naturaleza e historia, entre naturaleza y existencia
humana, que sólo cabe superar con una renovación de la fe en la creación. No
nos confundamos: el que considera la creación, a la luz de la fe, como un
pensamiento de Dios que toma forma y por eso encuentra en la «naturaleza» una
norma ética, no puede negar en modo alguno la importancia de la historicidad
del ser humano. Hay que reconocer también que se abusó de la «ley moral
natural», la cual no es accesible simplemente en unas normas detalladas.
Tampoco se reconoció siempre lo bastante que la esencia del hombre va unida a
la historicidad y aparece siempre en unas estructuras históricas. En este
sentido es necesario un diálogo serio con los nuevos conocimientos; hay que
repensar la compaginación de la «esencia» (naturaleza) con la historicidad. El
enorme caudal de conocimientos empíricos que hemos adquirido mediante las
ciencias naturales y las ciencias humanas son de gran importancia para el
problema moral; esto no podrá negarlo el que rechace una ética puramente formal
y considere el ser mismo como fuente de norma moral. Pero, a la inversa, el
desarrollo histórico de lo humano no debe hacer olvidar lo permanente, porque
entonces habría que negar finalmente al hombre mismo y disolverlo en una serie
de situaciones donde desaparece lo típicamente humano, lo verdaderamente ético.
La teología moral afronta así grandes tareas que sólo puede llevar a cabo
adecuadamente si sigue siendo teología, es decir, si Dios, el Dios trino
revelado en Cristo, es su fundamento y su centro.
II. Consecuencias
para la catequesis. Primacía del contenido sobre el método
¿Qué
se sigue de todo esto para la catequesis? Aclaro de entrada que sólo puedo
hablar de contenidos, no de métodos, para los que no soy competente. Pero quizá
sea útil señalar la primacía del contenido sobre el método, primacía que en los
últimos decenios se ha perdido un tanto de vista: el contenido determina el
método, y no a la inversa. De lo expuesto hasta ahora se sigue también que no
es correcto presuponer el consenso acerca de Jesucristo, como si hubiera
unanimidad al respecto y quedara por lograr únicamente que también la Iglesia
«caiga simpática». Tampoco procede pasar de largo ante las grandes preguntas de
la fe, dada la sordera de muchas personas de hoy para las cosas divinas, y
refugiarse en la antropología, o querer justificar la existencia de la Iglesia
por su utilidad social; por importante que sea la obra social, ésta se extingue
si desaparece el núcleo de la Iglesia, que es el misterio. De estas
consideraciones se desprenden dos puntos básicos en la catequesis de hoy:
1.
El misterio de Dios y la fe en la creación
Todo
depende, al final, de la cuestión de Dios. La fe es fe en Dios, o no es tal fe.
Esa fe se puede reducir en definitiva a la simple confesión de Dios, el Dios
vivo, origen de todo. Por eso, la cuestión de Dios debe ser central en
catequesis. El misterio de Dios, creador y redentor, debe aparecer en toda su
grandeza. Esto obliga a reducir el mito de la idea moderna del mundo a sus
verdaderos límites. Nada que sea ciencia rigurosa contradice a la fe, pero sí
muchas cosas que pretenden pasar por ciencia. La fe en la creación sigue siendo
hoy, precisamente hoy, racional; ha de ser la ventana abierta a la grandeza de
Dios. Esta creación no está tan determinada que sólo cuente en ella lo
mecánico, sin dejar margen al poder del amor. Porque existe realmente el amor y
porque es un poder, Dios tiene poder en el mundo. O más bien a la inversa:
porque Dios es el todopoderoso, el amor es poder: el poder por el que
apostamos.
2.
El Cristo de los evangelios como el verdadero Jesús
La
figura de Cristo debe presentarse en toda su altura y profundidad. No podemos
conformarnos con un Jesús a la moda; por Jesucristo conocemos a Dios y por Dios
conocemos a Cristo, y sólo así nos conocemos a nosotros mismos y encontramos
respuesta a la pregunta por el sentido del ser humano y por la clave para la
felicidad definitiva y permanente. Agustín no dudó en desarrollar toda la
cuestión del cristianismo a partir de la sed de felicidad. Si perseguimos esta
sed hasta el fondo, sin detenernos en la satisfacción superficial, llegamos a
Dios, a Cristo. Si en la cuestión de Dios no hay que temer la confrontación con
los mitos modernos, para conocer a Cristo también hay que desenmascarar muchos
mitos seudoexegéticos y reconocer de nuevo al Cristo de los evangelios, al
Cristo de los testigos, como el verdadero Jesús, que es realmente histórico
frente a la figura artificial que nos ofrecen a menudo bajo la etiqueta del
Jesús histórico. Tampoco necesitamos aquí negar nada que sea verdadera ciencia;
al contrario, la exégesis moderna nos ofrece un tesoro de nuevos conocimientos
siempre que sea exégesis y no ideología encubierta. Sólo en el contexto de la
fe en Dios, el Dios trino, Padre, Hijo y Espíritu santo, sólo en el contexto de
la fe en el Hijo humanado, encuentran su lugar justo las grandes preguntas
morales de nuestro tiempo, que apremian precisamente a los jóvenes. En este
contexto queda patente que la redención es más que la lucha por las utopías
políticas y más que la simple psicoterapia. Porque la responsabilidad que los
desafíos éticos de nuestra vida nos imponen no podemos soportarla si no es
sostenida por el amor misericordioso de Dios que nos sale al encuentro en la
cruz.
3.
Comunidades donde viva la fe
Para
que tales principios resulten comprensibles y no suenen a frases extrañas
llegadas de un mundo desconocido, es imprescindible un ámbito de experiencia de
la fe al estilo del antiguo catecumenado cristiano. La familia y la comunidad
parroquial preparaban antes este ámbito de experiencias. La familia apenas
realiza ya este servicio, y las comunidades parroquiales tampoco suelen estar
suficientemente preparadas para la nueva tarea resultante del frecuente fallo
de la familia como soporte de la tradición creyente. La eficacia de la nueva
evangelización depende de que se logre crear comunidades donde viva la fe, y su
palabra pueda ser palabra de vida.
Joseph Ratzinger
Tomado de “Un canto nuevo para el Señor”
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