Juan Pablo II
Homilía en el
Parque del Danubio
Viena el día 11 de
septiembre de 1983
1- La conversión
“Me levantaré e iré a
mi padre” (Lc 15,18). En esta profunda parábola de Cristo se contiene de hecho
todo el eterno problema del hombre: el drama de la libertad, el drama de la
libertad mal utilizada.
El hombre ha recibido de su Creador
el don de la libertad. Con su libertad puede organizar y configurar esta
tierra, realizar las maravillosas obras del espíritu humano de las cuales está
lleno este país y todo el mundo.
Pero la libertad tiene un precio.
Todos los que son libres deberían preguntarse: ¿hemos conservado nuestra
dignidad en la libertad? Libertad no significa capricho. El hombre no puede
hacer todo lo que puede o le agrada. No hay libertad sin lazos. El hombre es
responsable de sí mismo, de los hombres y del mundo. Es responsable ante Dios.
Una sociedad que convierte en bagatela la responsabilidad, la ley y la
conciencia hace tambalear los fundamentos de la vida humana. El hombre sin
responsabilidad se precipitará en los placeres de esta vida y, como el hijo
pródigo, caerá en dependencias, perdiendo su patria y su libertad. Abusará con
egoísmo desconsiderado de los otros hombres o se aferrará insaciablemente a
bienes materiales. Donde no se reconocen el ligamen con los valores últimos,
fracasan el matrimonio y la familia, se minusvalora la vida del otro, sobre
todo de los que aún no han nacido, de los ancianos y de los enfermos. De la
adoración a Dios se pasa a adorar el dinero, el prestigio o el poder.
¿No es también toda la historia de la
humanidad una historia de la libertad mal usada? ¿No siguen muchos también hoy
el camino del hijo pródigo? Se encuentran ante una vida rota, amores
traicionados, miseria culpable, llenos de miedo y de dudas. “Han pecado y han
perdido la gloria de Dios” (Rom 3,23). Se preguntan: ¿Dónde he caído? ¿Dónde
hay una salida?
2- La misericordia de Dios
En la parábola de Cristo, el hijo
pródigo es el hombre que ha utilizado mal su libertad -es decir, ha pecado-:
las consecuencias que pesan sobre las conciencias del individuo así como las
que van en perjuicio de la vida de las diferentes comunidades humanas y en su
entorno, en perjuicio, incluso, de los pueblos y de la entera humanidad (cfr. G
et S 13). El pecado significa una depreciación del hombre: contradice su
auténtica dignidad y deja, además, heridas en la vida social. Ambas oscurecen
la visión del bien y arrebatan a la vida humana la luz de la esperanza.
Con todo, la parábola de Cristo no
permite que nos quedemos en la triste situación del hombre caído en pecado con
toda la postración que ello comporta. Las palabras “me levantaré e iré a mi
padre” nos permiten percibir en el corazón del hijo pródigo el ansia del bien y
la luz de la esperanza infalible. En esas palabras se le abre la perspectiva de
la esperanza. Tal perspectiva se presenta siempre ante nosotros, dado que todo
hombre y la entera humanidad pueden levantarse conjuntamente e ir al Padre.
Esta es la verdad que está en el núcleo de la Buena Nueva.
Las palabras “Me levantaré e iré a mi
padre” revelan la conversión interior. Pues el hijo pródigo continúa: “Le diré:
Padre, he pecado contra el cielo y contra ti” (Lc 15,18). En el centro de la
Buena Nueva aparece la verdad sobre la metanoia, la conversión: la
conversión es posible; y la conversión es necesaria.
¿Y por qué esto es así? Porque aquí
se revela lo que hay en lo más profundo del alma de cada hombre y que, a pesar
del pecado, incluso mediante el pecado, continúa vivo y en acción: Esa hambre
insaciable de verdad y de amor que testimonia cómo el espíritu del hombre
tiende hacia Dios por encima de todo lo creado. Este es el punto de partida de
la conversión por parte del hombre.
3- Confesión y Santa Misa
A él corresponde el punto de partida
por parte de Dios. En la parábola se presenta ese punto de partida con una
sencillez impresionante y, al mismo tiempo, con una gran fuerza de convicción.
El padre espera. Espera la vuelta del
hijo pródigo como si estuviera ya seguro de que tendría que volver. El padre
sale a las calles por donde podría regresar el hijo. Quiere salir a su
encuentro.
En esa misericordia se revela el amor
con que Dios ha amado al hombre desde el principio en su Hijo eterno (cfr. Ef
1,4-5). El amor que, oculto desde toda la eternidad en el corazón del Padre, se
ha manifestado en nuestros días a través de Jesucristo. La cruz y la
resurrección constituyen el punto culminante de esa revelación.
En el signo de la cruz continúa
siempre presente el punto de partida divino en cada una de las conversiones que
acontezcan en la historia del hombre y de la humanidad. Pues en la cruz ha
descendido a la humanidad de una vez para siempre el amor del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo; un amor que nunca se agota. Convertirse significa entrar en
contacto con ese amor y acogerlo en el propio corazón; significa construir
sobre la base de ese amor nuestra conducta futura.
Es esto precisamente lo que ocurrió
en la vida del hijo pródigo cuando decidió: “Me levantaré e iré a mi padre”.
Pero al propio tiempo tuvo conciencia clara de que, al volver al padre, debía
reconocer su falta: “Padre he pecado” (Lc 15,18). Convertirse es reconciliarse.
Y la reconciliación se realiza únicamente cuando se reconocen los propios
pecados. Reconocer los propios pecados significa dar testimonio de la verdad de
que Dios es Padre; un padre que perdona. A quien testimonia esta verdad al
reconocer su pecado lo vuelve a acoger el Padre como hijo suyo. El hijo pródigo
es consciente de que sólo el amor paternal de Dios puede perdonarle los pecados.
En esta parábola la perspectiva de la esperanza está estrechamente unida al
camino de la conversión. Meditad todo aquello que forma parte de este camino:
examinar la conciencia -el arrepentimiento acompañado del firme propósito de
cambiar-, la confesión y la penitencia. Renovad en vosotros la valoración de
este sacramento, denominado también “sacramento de la reconciliación”. Se halla
estrechamente unido al sacramento de la Eucaristía, sacramento del amor: la
confesión nos libera del mal; la Eucaristía nos otorga el don de la comunión
con el bien supremo.
Tomad en serio la invitación que os
dirige la Iglesia con carácter obligatorio a participar todos los domingos en
la Santa Misa. Aquí debéis encontrar continuamente, en medio de la comunidad,
al Padre y recibir el don de su amor, la santa comunión, el pan de nuestra
esperanza. Configurad todo el domingo con esa fuente de energía como un día
consagrado al Señor. Pues a Él pertenece nuestra vida; a Él se debe nuestra
adoración. Así podrá permanecer viva en la existencia cotidiana vuestra unión
con Dios y convertirse todas vuestras acciones en testimonio cristiano,
Todo esto significan también las
palabras: “Me levantaré e iré a mi padre”. Un programa de nuestra esperanza,
más profundo y simple que el cual no puede imaginarse otro (cfr. “Dives in
Misericordia” 5 y 6).
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