HOMILÍA DE
SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
Domingo 23 de septiembre de 2007
Domingo 23 de septiembre de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
De buen
grado he vuelto a vosotros para presidir esta solemne celebración eucarística,
respondiendo así a vuestra reiterada invitación. He vuelto con alegría para
encontrarme con vuestra comunidad diocesana, que durante varios años fue, de
modo singular, también mía y sigue siendo siempre muy querida.
Os
saludo a todos con afecto. En primer lugar, saludo al señor cardenal Francis
Arinze, que me ha sucedido como cardenal titular de esta diócesis. Saludo a
vuestro pastor, el querido mons. Vincenzo Apicella, a quien agradezco las
hermosas palabras de bienvenida con las que ha querido acogerme en vuestro
nombre. Saludo a los demás obispos, a los sacerdotes, a los religiosos, a las
religiosas, a los agentes pastorales, a los jóvenes y a todos los que están activamente
comprometidos en las parroquias, en los movimientos, en las asociaciones y en
las diversas actividades diocesanas. Saludo, asimismo, al comisario de la
prefectura de Velletri, a los alcaldes de los ayuntamientos de la diócesis de
Velletri-Segni, y a las demás autoridades civiles y militares que nos honran
con su presencia.
Saludo
a los que han venido de otras partes y, en particular, de Alemania, de Baviera,
para unirse a nosotros en este día de fiesta. Mi tierra natal está unida a la
vuestra por vínculos de amistad: testigo de esta amistad es la columna de
bronce que me regalaron en Marktl am Inn, en septiembre del año pasado, con
ocasión del viaje apostólico a Alemania. Recientemente, como ya se ha dicho,
cien ayuntamientos de Baviera, me regalaron una columna casi gemela de esa, que
será colocada aquí, en Velletri, como un signo más de mi afecto y de mi
benevolencia. Será el signo de mi presencia espiritual entre vosotros. Al
respecto, deseo dar las gracias a los que me la regalaron, al escultor y a los
alcaldes, que veo aquí presentes con muchos amigos. Muchas gracias a todos.
Queridos
hermanos y hermanas, sé que os habéis preparado para mi visita con un intenso
camino espiritual, adoptando como lema un versículo muy significativo de la
primera carta de san Juan: "Nosotros hemos conocido el amor que Dios
nos tiene, y hemos creído en él" (1 Jn 4, 16). Deus caritas est,
Dios es amor: con estas palabras comienza mi primera encíclica, que atañe
al centro de nuestra fe: la imagen cristiana de Dios y la consiguiente
imagen del hombre y de su camino.
Me
alegra que, como guía del itinerario espiritual y pastoral de la diócesis,
hayáis escogido precisamente esta expresión: "Nosotros hemos
conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él". Hemos creído
en el amor: esta es la esencia del cristianismo. Por tanto, nuestra
asamblea litúrgica de hoy no puede por menos de centrarse en esta verdad
esencial, en el amor de Dios, capaz de dar a la existencia humana una
orientación y un valor absolutamente nuevos.
El amor
es la esencia del cristianismo; hace que el creyente y la comunidad cristiana
sean fermento de esperanza y de paz en todas partes, prestando atención en
especial a las necesidades de los pobres y los desamparados. Esta es nuestra
misión común: ser fermento de esperanza y de paz porque creemos en el
amor. El amor hace vivir a la Iglesia, y puesto que es eterno, la hace vivir
siempre, hasta el final de los tiempos.
En los
domingos pasados, san Lucas, el evangelista que más se preocupa de mostrar el
amor que Jesús siente por los pobres, nos ha ofrecido varios puntos de
reflexión sobre los peligros de un apego excesivo al dinero, a los bienes materiales
y a todo lo que impide vivir en plenitud nuestra vocación y amar a Dios y a los
hermanos.
También
hoy, con una parábola que suscita en nosotros cierta sorpresa porque en ella se
habla de un administrador injusto, al que se alaba (cf. Lc 16, 1-13),
analizando a fondo, el Señor nos da una enseñanza seria y muy saludable. Como
siempre, el Señor toma como punto de partida sucesos de la crónica
diaria: habla de un administrador que está a punto de ser despedido por
gestión fraudulenta de los negocios de su amo y, para asegurarse su futuro, con
astucia trata de negociar con los deudores. Ciertamente es injusto, pero
astuto: el evangelio no nos lo presenta como modelo a seguir en su
injusticia, sino como ejemplo a imitar por su astucia previsora. En efecto, la
breve parábola concluye con estas palabras: "El amo felicitó al
administrador injusto por la astucia con que había procedido" (Lc
16, 8).
Pero,
¿qué es lo que quiere decirnos Jesús con esta parábola, con esta conclusión
sorprendente? Inmediatamente después de esta parábola del administrador injusto
el evangelista nos presenta una serie de dichos y advertencias sobre la
relación que debemos tener con el dinero y con los bienes de esta tierra. Son
pequeñas frases que invitan a una opción que supone una decisión radical, una
tensión interior constante.
En
verdad, la vida es siempre una opción: entre honradez e injusticia, entre
fidelidad e infidelidad, entre egoísmo y altruismo, entre bien y mal. Es
incisiva y perentoria la conclusión del pasaje evangélico: "Ningún
siervo puede servir a dos amos: porque, o bien aborrecerá a uno y amará
al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo". En
definitiva —dice Jesús— hay que decidirse: "No podéis servir a Dios
y al dinero" (Lc 16, 13). La palabra que usa para decir dinero
—"mammona"— es de origen fenicio y evoca seguridad económica y éxito
en los negocios. Podríamos decir que la riqueza se presenta como el ídolo al
que se sacrifica todo con tal de lograr el éxito material; así, este éxito
económico se convierte en el verdadero dios de una persona.
Por
consiguiente, es necesaria una decisión fundamental para elegir entre Dios y
"mammona"; es preciso elegir entre la lógica del lucro como criterio
último de nuestra actividad y la lógica del compartir y de la solidaridad.
Cuando prevalece la lógica del lucro, aumenta la desproporción entre pobres y
ricos, así como una explotación dañina del planeta. Por el contrario, cuando
prevalece la lógica del compartir y de la solidaridad, se puede corregir la
ruta y orientarla hacia un desarrollo equitativo, para el bien común de todos.
En el
fondo, se trata de la decisión entre el egoísmo y el amor, entre la justicia y
la injusticia; en definitiva, entre Dios y Satanás. Si amar a Cristo y a los
hermanos no se considera algo accesorio y superficial, sino más bien la
finalidad verdadera y última de toda nuestra vida, es necesario saber hacer
opciones fundamentales, estar dispuestos a renuncias radicales, si es preciso
hasta el martirio. Hoy, como ayer, la vida del cristiano exige valentía para ir
contra corriente, para amar como Jesús, que llegó incluso al sacrificio de sí
mismo en la cruz.
Así
pues, parafraseando una reflexión de san Agustín, podríamos decir que por medio
de las riquezas terrenas debemos conseguir las verdaderas y eternas. En efecto,
si existen personas dispuestas a todo tipo de injusticias con tal de obtener un
bienestar material siempre aleatorio, ¡cuánto más nosotros, los cristianos,
deberíamos preocuparnos de proveer a nuestra felicidad eterna con los bienes de
esta tierra! (cf. Discursos 359, 10).
Ahora
bien, la única manera de hacer que fructifiquen para la eternidad nuestras
cualidades y capacidades personales, así como las riquezas que poseemos, es
compartirlas con nuestros hermanos, siendo de este modo buenos administradores
de lo que Dios nos encomienda. Dice Jesús: "El que es fiel en lo
poco, lo es también en lo mucho; y el que es injusto en lo poco, también lo es
en lo mucho" (Lc 16, 10).
De esa
opción fundamental, que es preciso realizar cada día, también habla hoy el
profeta Amós en la primera lectura. Con palabras fuertes critica un estilo de
vida típico de quienes se dejan absorber por una búsqueda egoísta del lucro de
todas las maneras posibles y que se traduce en afán de ganancias, en desprecio
a los pobres y en explotación de su situación en beneficio propio (cf. Am
4, 5).
El
cristiano debe rechazar con energía todo esto, abriendo el corazón, por el
contrario, a sentimientos de auténtica generosidad. Una generosidad que, como
exhorta el apóstol san Pablo en la segunda lectura, se
manifiesta en un amor sincero a todos y en la oración.
En
realidad, orar por los demás es un gran gesto de caridad. El Apóstol invita, en
primer lugar, a orar por los que tienen cargos de responsabilidad en la
comunidad civil, porque —explica— de sus decisiones, si se encaminan a realizar
el bien, derivan consecuencias positivas, asegurando la paz y "una vida
tranquila y apacible, con toda piedad y dignidad" para todos (1 Tm
2, 2). Por consiguiente, no debe faltar nunca nuestra oración, que es nuestra
aportación espiritual a la edificación de una comunidad eclesial fiel a Cristo
y a la construcción de una sociedad más justa y solidaria.
Queridos
hermanos y hermanas, oremos, en particular, para que vuestra comunidad
diocesana, que está sufriendo una serie de cambios, a causa del traslado de
muchas familias jóvenes procedentes de Roma, al desarrollo del sector
"terciario" y al establecimiento de muchos inmigrantes en los centros
históricos, lleve a cabo una acción pastoral cada vez más orgánica y
compartida, siguiendo las indicaciones que vuestro obispo va dando con elevada
sensibilidad pastoral.
A este
respecto, ha sido muy oportuna su carta pastoral de diciembre del año pasado con
la invitación a ponerse a la escucha atenta y perseverante de la palabra de
Dios, de las enseñanzas del concilio Vaticano II y del Magisterio de la
Iglesia.
Pongamos
en manos de la Virgen de las Gracias, cuya imagen se conserva y venera en esta
hermosa catedral, todos vuestros propósitos y proyectos pastorales. Que la
protección maternal de María acompañe el camino de todos los presentes y de
quienes no han podido participar en esta celebración eucarística. Que la Virgen
santísima vele de modo especial sobre los enfermos, sobre los ancianos, sobre
los niños, sobre aquellos que se sienten solos y abandonados, y sobre quienes
tienen necesidades particulares.
Que
María nos libre de la codicia de las riquezas, y haga que, elevando al cielo
manos libres y puras, demos gloria a Dios con toda nuestra vida (cf. Colecta).
Amén.
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