jueves, 23 de noviembre de 2017

La Dominus Iesus y las religiones - Card. Angelo Amato S.D.B.

La «Dominus Iesus» y las Religiones
Card. Angelo Amato S.D.B.
  
Artículo aparecido originalmente
en la edición italiana de “L’Osservatore Romano” 
en el año 2008.
  
Introducción del año Académico 2007-2008 
del Instituto Teológico de Asís
cuyo título fue “La Dominus Iesus y las Religiones”.
Pronunciada el 23 de Noviembre del 2007 por el entonces
Monseñor Angelo Amato S.D.B.
Arzobispo Secretario de la 
Congregación para la Doctrina de la Fe
hoy Cardenal y Prefecto de la Congregación 
para las Causas de los Santos


  
Introducción

En 1990 el Siervo de Dios Juan Pablo II, en su Encíclica misionera «Redemptoris missio», afirmaba que la misión de Cristo redentor confiada a la Iglesia estaba bastante lejos de su realización y que, más bien, se encontraba todavía en sus inicios.
     
Asimismo, recordando las palabras de San Pablo —«Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Corintios 9, 16)— había destacado que, en sus numerosos viajes hasta los extremos confines de la tierra, el contacto directo con los pueblos que ignoran a Cristo lo habían siempre convencido de la urgencia de la misión, que pertenece a la identidad profunda de la Iglesia, fundada dinámicamente en la misma misión trinitaria. Finalmente, considerando que la fe se fortalece donándola, consideraba la misión como el primer servicio que la Iglesia podía ofrecer a cada hombre y a la humanidad toda, desde el momento en que el anuncio de la redención obrada por Cristo mediante la cruz había dado de nuevo al hombre la dignidad y el verdadero sentido de su existencia en el mundo.
     
      
La «missio ad gentes»
     
Sin embargo, el Pontífice no podía ocultar «una tendencia negativa», a saber, que la misión específica «ad gentes» parecía en fase de disminución: «Dificultades internas y externas han debilitado el impulso misionero de la Iglesia hacia los no cristianos, lo cual es un hecho que debe preocupar a todos los creyentes en Cristo» («Redemptoris missio», 2).
     
Para hacer frente a esta preocupación, él proponía de nuevo en los primeros capítulos de la encíclica tres sólidos pilares doctrinales: 

1. el anuncio de Jesucristo como único salvador de toda la humanidad, y de su Iglesia como signo e instrumento de salvación; 

2. el cumplimiento y la realización del Reino de Dios en Cristo resucitado; 

3. la presencia del Espíritu de Jesucristo como protagonista de la misión.


Después de haber indicado los horizontes inmensos de la «missio ad gentes» señalaba asimismo las «vías» concretas para realizarla. Ante todo el testimonio, luego el primer anuncio de Cristo Salvador, la conversión y el bautismo. Las otras vías: la formación de las Iglesias locales y de las comunidades eclesiales de base; la inculturación del Evangelio; el diálogo con los hermanos de otras religiones; la promoción del desarrollo y, finalmente, el testimonio de la caridad, fuente y criterio de la misión.
     
Como se puede ver, entre las vías de la misión está también el diálogo interreligioso, que no constituye una vía primaria, desde el momento que las vías principales son el testimonio, el anuncio, la conversión y el bautismo. Además, el Papa no pone el diálogo fuera de la «missio ad gentes». Ya que la salvación viene de Cristo, él reafirma que «el diálogo no dispensa de la evangelización». Es necesario poner de acuerdo el anuncio de Cristo y el diálogo interreligioso en el ámbito de la «missio ad gentes». No se les debe confundir, instrumentalizar, ni considerarlos «equivalentes, como si fueran intercambiables»(«Redemptoris missio», 55).
     
Nos podemos preguntar, entonces, qué recepción tuvo tal Encíclica por parte de la comunidad eclesial en general y, en modo particular, por parte de los teólogos. Se puede decir que la Encíclica fue acogida con admiración, pero que inmediatamente fue calificada como «Encíclica misionera»: el acento se puso en la pastoral y en la espiritualidad misionera. Por su parte los teólogos mantuvieron más bien una actitud de desatención, por dos motivos: aquellos que —sobre todo en el área asiática y norteamericana— ya habían elaborado una propia teología pluralista de las religiones no podían compartir la posición del Papa. Los otros, sobre todo los teólogos europeos, no habían sido sensibilizados todavía sobre las diversas teorías de la teología de las religiones. Para ellos la Encíclica parecía poco innovadora, ya que no hacía sino reafirmar la muy conocida afirmación de fe sobre la universalidad salvífica de Cristo y de su Iglesia. Asimismo, la reflexión sobre el diálogo interreligioso, en occidente, estaba todavía en sus inicios.
     
En todo caso la Encíclica tuvo el mérito de inaugurar un decenio caracterizado justamente por la pregunta teológica sobre el significado y el valor salvífico de las otras religiones, a partir de la revelación cristiana. En tal período se delinearon con suficiente aproximación las diversas propuestas de la teología de las religiones, una nueva disciplina, que antes era relegada al ámbito específico de la misionología, y que ahora, en cambio, forma parte de los «loci» de la metodología teológica.
      

La Declaración «Dominus Iesus» (2000)
     
Después de 10 años mantiene toda su actualidad la afirmación de la Comisión Teológica Internacional, que afirmaba, en su documento “El Cristianismo y las religiones” (1997): «La teología de las religiones no presenta todavía un estatuto epistemológico bien definido» («La Civiltà Cattolica», 148 (1997), I, p. 4). En todo caso su finalidad es la interpretación de las religiones a la luz de la Palabra de Dios y de la perspectiva del misterio salvífico de Cristo y de la Iglesia.
     
Entre los varios modelos propuestos —sustancialmente tres: exclusivista, inclusivista y pluralista— es teológicamente plausible el llamado modelo inclusivista, inspirado en los textos del Vaticano II (cf. «Lumen Gentium»,  16-17; «Ad gentes», 3, 7, 8, 11, 15; «Nostra aetate», 2; «Gaudium et spes»,  22). Dicho modelo propone un horizonte cristocéntrico-trinitario, con Jesús como mediador de la salvación para toda la humanidad (cf. Hechos de los Apóstoles 4, 12; 1 Timoteo 2, 4-6). Esta interpretación es contestada por el modelo pluralista, que considera un mito la unicidad cristiana y propone una teología pluralista de las religiones, negando la universalidad salvífica de la redención cristiana. Dicho modelo se basa sustancialmente en dos presupuestos ideológicos: la aceptación del relativismo absoluto, como única posibilidad para expresar la verdad completa, y la admisión del pluralismo religioso, como único modelo para describir el misterio inefable de Dios.
     
En continuidad con el Concilio Ecuménico Vaticano II y con la Encíclica «Redemptoris missio» de Juan Pablo II, la Declaración «Dominus Iesus» (en adelante DI) de la Congregación para la Doctrina de la Fe, publicada durante el Gran Jubileo del año 2000, fue una respuesta competente del Magisterio de la Iglesia a la teología cristiana del pluralismo religioso que, haciendo suyo el pensamiento débil de la postmodernidad, ponía en riesgo la verdad de fe central del Cristianismo.

La Declaración parte de los datos bíblicos para reafirmar que la misión evangelizadora de la Iglesia nace del mandado explícito de Jesús y se realiza en la historia a través de la proclamación del misterio de Dios Trinidad, del misterio de la encarnación salvífica del Hijo de Dios y del misterio de la Iglesia sacramento universal de salvación. De hecho estos son los contenidos fundamentales de la profesión de fe cristiana del Credo niceno-constantinopolitano, que aún hoy rezamos en la liturgia de los domingos y solemnidades.
     
La Declaración concuerda con lo afirmado por Juan Pablo II, según el cual esta misión universal, al final del segundo milenio cristiano, a pesar de la fidelidad al Evangelio y a la perseverancia en el anuncio, está lejos de su cumplimiento (cf. DI, 2). Es un dato de hecho que la humanidad vive en una pluralidad de religiones y es también un hecho que la Iglesia Católica, aun valorando lo que hay de bueno y santo en las otras religiones («Nostra aetate», 2), no puede dejar de lado su misión evangelizadora, de la que forma parte también el diálogo interreligioso (DI, 2).
     
En la práctica y en la profundización teórica del diálogo «el perenne anuncio misionero de la Iglesia es puesto hoy en peligro por teorías de tipo relativista, que tratan de justificar el pluralismo religioso, no sólo de facto sino también de iure (o de principio)» (DI, 4). Es precisamente a estas teorías a las que se dirige en primer lugar la Declaración para refutar sus premisas y rechazar sus conclusiones.
     
Entre los presupuestos de naturaleza filosófica y teológica que subyacen a estos planteamientos pluralistas se puede mencionar: la convicción de la inaferrabilidad de la verdad divina, ni siquiera por parte de la revelación cristiana; el comportamiento relativista, en virtud del cual lo que es verdad para algunos no lo es para todos; la contraposición entre mentalidad lógica occidental y mentalidad simbólica oriental; el considerar a la razón como la única fuente del conocimiento y por lo tanto la dificultad de aceptar la presencia de eventos definitivos y escatológicos en la historia; el vaciamiento metafísico del misterio de la encarnación; el eclecticismo teológico, la interpretación de la Sagrada Escritura fuera de la tradición y del magisterio de la Iglesia (DI, 4).

Es importante precisar que la Declaración fue expresamente aprobada por el Sumo Pontífice con una fórmula de especial autoridad: «El Sumo Pontífice Juan Pablo II (...) con ciencia cierta y con su autoridad apostólica [certa scientia et apostolica Sua auctoritate], ha ratificado y confirmado esta Declaración (...) y ha ordenado su publicación» (DI, 23). Por lo tanto, el Documento tiene un valor magisterial universal. No se trata de una simple nota orientativa. Es un texto que propone verdades de fe divina y católica y verdades doctrinales que deben mantenerse con firmeza. Por lo mismo la aceptación que se les pide a los fieles es definitiva e irrevocable (ver el comentario del Arzobispo Tarcisio Bertone en «L'Osservatore Romano» del 6 de setiembre de 2000, p. 9).
     
Es más, en el Ángelus del domingo 1 de octubre de 2000, el Santo Padre confirmó explícitamente su total aprobación de la Declaración: «En la cumbre del Año jubilar, con la Declaración “Dominus Iesus” —Jesús es el Señor—, que aprobé de forma especial, quise invitar a todos los cristianos a renovar su adhesión a él con la alegría de la fe, testimoniando unánimemente que él es, también hoy y mañana, “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6). Nuestra confesión de Cristo como Hijo único, mediante el cual nosotros mismos vemos el rostro del Padre (cf. Jn 14, 8), no es arrogancia que desprecie las demás religiones, sino reconocimiento gozoso porque Cristo se nos ha manifestado sin ningún mérito de nuestra parte. Y él, al mismo tiempo, nos ha comprometido a seguir dando lo que hemos recibido y también a comunicar a los demás lo que se nos ha dado, porque la verdad dada y el amor que es Dios pertenecen a todos los hombres.
     
«Con el apóstol san Pedro confesamos que “en ningún otro nombre hay salvación” (Hch 4, 12). La Declaración “Dominus Iesus”, siguiendo las huellas del Vaticano II, muestra que con ello no se niega la salvación a los no cristianos, sino que se señala que su fuente última es Cristo, en quien están unidos Dios y el hombre. Dios da la luz a todos de manera adecuada a su situación interior y ambiental, concediéndoles su gracia salvífica a través de caminos que sólo él conoce (cf. «Dominus Iesus», VI, 20-21). El documento aclara los elementos cristianos esenciales, que no obstaculizan el diálogo, sino que muestran sus bases, porque un diálogo sin fundamentos estaría destinado a degenerar en palabrería sin contenido» (Juan Pablo II, Ángelus del 1 de octubre de 2000).
      

La doctrina cristológica: Jesucristo salvador único y universal
     
Ahora analizaremos de manera sintética el contenido de los seis capítulos de la Declaración. En los primeros tres, de contenido cristológico, son esencialmente tres las afirmaciones doctrinales que la «Dominus Iesus» quiere remarcar en contraposición a las interpretaciones erróneas y ambiguas del evento central de la revelación cristiana, es decir sobre el significado y el valor universal del misterio de la encarnación del Verbo.


Plenitud y carácter definitivo de la revelación de Jesucristo

Antes que nada encontramos la afirmación de la plenitud y el carácter definitivo de la revelación cristiana en contraposición a la hipótesis del carácter limitado, incompleto e imperfecto de la revelación de Jesucristo, considerada complementaria a la presente en otras religiones, ya que la plena y completa verdad de Dios no podría ser monopolio de ninguna religión histórica.

Esta posición es considerada contraria a la fe de la Iglesia. Jesús, en cuanto Verbo del Padre, es «el camino, la verdad y la vida » (Juan 14, 6). Y es sólo Él quién nos revela la plenitud del misterio de Dios: «A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha revelado» (Juan 1, 18).

Así pues, la persona divina del Verbo encarnado sería la fuente de la plena, completa y universal revelación cristiana: «La verdad sobre Dios no es abolida o reducida porque sea dicha en lenguaje humano. Ella, en cambio, sigue siendo única, plena y completa porque quien habla y actúa es el Hijo de Dios encarnado» (n. 6). Por lo tanto la revelación cristiana lleva a su realización cualquier otra manifestación salvífica de Dios a la humanidad.

En este contexto se aclara, entre otras cosas, el valor de los textos sagrados de otras religiones, que no pueden ser considerados «inspirados» en sentido estricto ya que la Iglesia reserva dicha calificación a los libros canónicos del Antiguo y del Nuevo Testamento, en cuanto inspirados por el Espíritu Santo (n. 8). Sin embargo, la Iglesia reconoce y aprecia la riqueza espiritual de los pueblos, aunque contengan insuficiencias, lagunas y errores. Por lo tanto, «los libros sagrados de otras religiones, que de hecho alimentan y guían la existencia de sus seguidores, reciben del misterio de Cristo aquellos elementos de bondad y gracia que están en ellos presentes» (n. 8).

Al respecto se podría observar también que las obras clásicas de la teología y de la espiritualidad cristiana, aun cuando contienen extraordinarias luces de verdad y de sabiduría humana y divina, no son por eso llamadas inspiradas. La Declaración implícitamente invita a los cristianos a redescubrir, ante el desafío del conocimiento de los libros sagrados de otras religiones, la incomparable riqueza de la literatura cristiana oriental y occidental y sus múltiples y maravillosas concreciones litúrgicas y espirituales.


Unidad de la economía salvífica del Verbo encarnado y del Espíritu Santo
     
En segundo lugar, la Declaración busca contrastar algunas tesis que, queriendo fundar teológicamente el pluralismo religioso, relativizan y disminuyen la originalidad del misterio de Cristo.
     
Por ejemplo, en contraposición a los que consideran a Jesús de Nazaret como una de las muchas encarnaciones histórico-salvíficas del Verbo eterno, se reafirma la unidad personal existente entre el Verbo eterno y Jesús de Nazaret. Es contrario a la fe cristiana introducir cualquier tipo de separación entre el Verbo y Jesucristo: Jesús es el Verbo encarnado, una sola persona e inseparable, hecho hombre para la salvación de todos (n. 10).
     
También están los que proponen una doble economía de la salvación, la del Verbo eterno que sería distinta a la del Verbo encarnado: «La primera tendría una plusvalía de universalidad respecto a la segunda, limitada solamente a los cristianos, aunque si bien en ella la presencia de Dios sería más plena» (n. 9). La Declaración rechaza esta definición y reafirma la fe de la Iglesia en una única economía de la salvación querida por Dios Uno y Trino, «cuya fuente y centro es el misterio de la encarnación del Verbo, mediador de la gracia divina en el plan de la creación y de la redención» (n. 11). Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, es el único mediador y redentor de toda la humanidad y si se encuentran elementos de salvación y gracia fuera del cristianismo, estos tienen su fuente y su centro en el misterio de la encarnación del Verbo.
     
También se considera contraria a la fe católica la hipótesis de una economía del Espíritu Santo distinta e independiente de la del Verbo encarnado y con un carácter más universal. La encarnación del Verbo es un evento de salvación trinitario: «el misterio de Jesús, Verbo encarnado, constituye el lugar de la presencia del Espíritu Santo y la razón de su efusión a la humanidad, no sólo en los tiempos mesiánicos, sino también antes de su venida en la historia» (n. 12). Existe pues una única economía divina trinitaria que abarca a la humanidad entera, por lo que «los hombres no pueden entrar en comunión con Dios si no es por medio de Cristo y bajo la acción del Espíritu» (n. 12).


Unicidad y universalidad en el misterio salvífico de Jesucristo
     
Recogiendo los numerosos datos bíblicos y magisteriales, se declara que «la voluntad salvífica universal de Dios Uno y Trino es ofrecida y cumplida una vez para siempre en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios» (n. 14). En este sentido se puede y se debe decir que Jesucristo tiene, para el género humano y su historia, un significado y un valor singular y único, sólo de él propio, exclusivo, universal y absoluto. El Verbo de Dios encarnado es el fin de la historia humana, “punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización”, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones: es precisamente esta singularidad única de Cristo la que le confiere un significado absoluto y universal (DI, 15).
      

La doctrina eclesiológica: la Iglesia único sacramento de salvación
     
En relación a las afirmaciones cristológicas, la Declaración dedica otros tres capítulos a la enunciación de la doctrina eclesiológica, resaltando algunos aspectos esenciales del misterio de la Iglesia.
     
En correspondencia con la unicidad y la universalidad del misterio salvífico de Cristo, se afirma la existencia de una única Iglesia: «debe ser firmemente creída como verdad de fe católica la unicidad de la Iglesia por él fundada. Así como hay un solo Cristo, uno solo es su cuerpo, una sola es su Esposa: una sola Iglesia católica y apostólica» (n. 16).
     
En lo que se refiere a la relación entre Iglesia y Reino de Dios, se resalta que la Iglesia es el reino de Cristo ya presente «en germen y en principio» en la historia, aunque su definitiva realización llegará con el fin y el cumplimiento de la historia (n. 18).
     
En correspondencia con la universalidad salvífica del misterio de Cristo, es motivada la necesidad de la Iglesia para la salvación de la humanidad. En el designio de Dios, la Iglesia, en cuanto «sacramento universal de salvación» («Lumen gentium», 48) y en cuanto íntimamente unida a Cristo su cabeza, tiene una imprescindible relación con la salvación de todo hombre.
     
Sobre las concretas modalidades de actuación de este influjo salvífico, la Declaración afirma: «Acerca del modo en el cual la gracia salvífica de Dios, que es donada siempre por medio de Cristo en el Espíritu y tiene una misteriosa relación con la Iglesia, llega a los individuos no cristianos, el Concilio Vaticano II se limitó a afirmar que Dios la dona “por caminos que Él sabe”» (DI, 21). Esta afirmación será profundizada más adelante.
     
No se puede, por lo tanto, considerar a la Iglesia como un camino de salvación junto a otros, constituidos por otras religiones, las cuales serían complementarias o equivalentes a ella. No se puede reducir la función única y peculiar de la Iglesia, como instrumento de salvación para la humanidad entera: «Si bien es cierto que los no cristianos pueden recibir la gracia divina, también es cierto que objetivamente se hallan en una situación gravemente deficitaria si se compara con la de aquellos que, en la Iglesia, tienen la plenitud de los medios salvíficos» (DI, 22).
     
      
La identidad reafirmada
     
Como se puede observar, la Declaración no dice cosas nuevas. Todo es, en efecto, tomado del Magisterio conciliar y post conciliar de la Iglesia. Reafirma, sin embargo, con un lenguaje claro y preciso, algunos elementos doctrinales centrales de la identidad católica, con frecuencia olvidados o negados por tesis ambiguas o erróneas. La investigación teológica no es detenida, más aún es invitada varias veces a proseguir en su reflexión.
     
En el capítulo sobre la unicidad y la universalidad del misterio salvífico de Cristo, por ejemplo, la teología es «invitada a explorar si es posible, y en qué medida, que también figuras y elementos positivos de otras religiones puedan entrar en el plan divino de la salvación» (n. 14).
     
Además, debe ser estudiada en toda su profundidad la afirmación conciliar («Lumen gentium», 62) sobre la única mediación del Redentor, que no excluye, sino que suscita en las criaturas una propia cooperación: «Se debe profundizar el contenido de esta mediación participada, siempre bajo la norma del principio de la única mediación de Cristo» (DI, 14).
     
Debe ser ilustrado en modo adecuado el misterioso don de la gracia donada también a los no cristianos: «El Concilio Vaticano II se limitó a afirmar que Dios la dona “por caminos que Él sabe”. La Teología está tratando de profundizar este argumento» (DI, 21).
     
Finalmente, la Declaración desde su introducción precisó que el diálogo interreligioso, así como el diálogo ecuménico, debían continuar su camino, desde el momento que «en la práctica y profundización teórica del diálogo entre la fe cristiana y las otras tradiciones religiosas surgen cuestiones nuevas, las cuales se trata de afrontar recorriendo nuevas pistas de búsqueda, adelantando propuestas y sugiriendo comportamientos, que necesitan un cuidadoso discernimiento» (DI, 3). La Declaración ha buscado cerrar solamente aquellos caminos que llevan a calles sin salida. De tal modo el diálogo interreligioso se libera del peligro de una religiosidad universal indiferenciada, con un mínimo común denominador, y lo hace volver al camino de la verdad, en el respeto de la propia identidad así como de aquella de los otros: «De hecho, la Iglesia, guiada por la caridad y el respeto de la libertad, debe empeñarse primariamente en anunciar a todos los hombres la verdad definitivamente revelada por el Señor, y a proclamar la necesidad de la conversión a Jesucristo y la adhesión a la Iglesia a través del bautismo y los otros sacramentos, para participar plenamente de la comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo» (DI, 22).


Gracia de Cristo y no cristianos: «Viis sibi notis» Ad gentes», 7); «Modo Deo cognito» («Gaudium et spes», 22)
     
Teniendo como premisa este cuadro de referencia doctrinal, nos dirigimos ahora a dos asuntos. El primero se refiere al significado y al valor de aquellos caminos, conocidos solo por Dios, mediante los cuales la gracia se infunde en los corazones de los no cristianos. El segundo se refiere a algunas reflexiones epistemológicas sobre el diálogo interreligioso.
     
Por muy paradójico que pueda parecer, la afirmación de la Iglesia, como sacramento universal de salvación, está en armonía con otra afirmación bíblica sobre la voluntad salvífica universal de Dios (cf. 1 Timoteo 2, 4-6). Juan Pablo II declara que «Es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación» (Juan Pablo II, «Redemptoris missio», 9).
     
Nos podemos preguntar: ¿Existe de hecho esta posibilidad de salvación para todos en relación a Cristo y a la Iglesia?, y si existe, ¿cómo se realiza esta eventual comunicación?
     
Sobre la posibilidad de la salvación, la DI, citando el magisterio conciliar y pontificio, sostiene su existencia de hecho. También para cuantos no son miembros de la Iglesia, «la salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella» (DI, 20, cita tanto «Redemptoris missio», 10, como «Ad gentes», 2).
     
Se trata de un verdadero y propio don de Dios Trinidad, que proviene de Cristo, es fruto de su sacrificio y es comunicado por el Espíritu de Cristo resucitado, según el designio del Padre. Es una gracia que, mediante la Iglesia, expande sobre toda la humanidad los frutos del sacrificio redentor de Cristo. Es, además, una gracia que obra una verdadera y propia iluminación de los no cristianos en relación a su situación interior y ambiental (cf. DI, 20). Esto significa que esta gracia trinitaria infunde en su mente y en su corazón un misterioso discernimiento de la verdad y de la bondad, misterioso pero real y recto, por el cual ellos pueden seguir la verdad y obrar el bien. Y tal discernimiento se refiere tanto a su vida personal como a su existencia de relación y comunión con los otros.
     
El sacrificio eucarístico es el ofrecimiento cotidiano que la Iglesia hace al Padre para que la verdad del Evangelio ilumine a todas las gentes. No solo mediante la «missio ad gentes», sino también mediante la oración, la Iglesia intercede ante el Padre para que la redención de su Hijo alcance y convierta los corazones y las mentes de todos los seres humanos.
     
Confirmada la posibilidad de la existencia de tal gracia, se puede profundizar las modalidades de comunicación y de recepción de esta misteriosa gracia trinitaria, que el Espíritu de Cristo resucitado infunde en la historia sobre toda la humanidad, y que es tomada del sacrificio redentor de Cristo, actualizado en el sacrificio eucarístico de la Iglesia.
     
A tal fin, la DI dice que «el Concilio Vaticano II se limitó a afirmar que Dios la dona “por caminos que Él sabe”» (DI, 21). Y cita explícitamente el decreto «Ad gentes» 7, que ubica la afirmación en un contexto claramente eclesiológico: «Pues aunque el Señor puede conducir por caminos que Él sabe (“viis sibi notis”) a los hombres, que ignoran el Evangelio inculpablemente, a la fe, sin la cual es imposible agradarle, la Iglesia tiene el deber, a la par que el derecho sagrado de evangelizar, y, por tanto, la actividad misional conserva íntegra, hoy como siempre, su eficacia y su necesidad» («Ad gentes», 7).
     
En realidad, podemos agregar que, al menos en otro pasaje conciliar se afirma un enunciado análogo al de «Ad gentes», 7. La constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, en un contexto cristológico, en el cual se habla de la gracia de Cristo, que obra invisiblemente no solo en los cristianos sino también en los corazones de todos los hombres de buena voluntad, declara: «Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida (“modo Deo cognito”), se asocien a este misterio pascual» («Gaudium et spes», 22).
     
Cierto [que] la teología no osaría indagar en la mente de Dios. Puede, sin embargo, tratar de aprehender lo que los padres conciliares querían decir con las dos expresiones: «viis sibi notis» («Ad gentes», 7) y «modo Deo cognito» («Gaudium et spes», 22).
     
A partir del estudio de las «Acta Synodalia» se descubre que el Concilio ha hecho no pocas afirmaciones, tanto explícitas como implícitas, sobre los caminos de salvación para los no cristianos, todos, sin embargo, relativos a un único plan de salvación querido y actuado por Dios en el misterio de Cristo.

El Concilio explícitamente afirma que los caminos de salvación para los no cristianos son al menos los siguientes:
     
1. La pertenencia a la Iglesia («Dignitatis humanae», 1; «Ad gentes», 7);
     
2. La ordenación de la humanidad entera a la Iglesia («Lumen Gentium», 13d);
     
3. La obediencia a la recta conciencia («Dignitatis humanae», 3; «Lumen gentium», 16);

4. Hacer el bien y evitar el mal («Gaudium et spes», 16. 17).

Pero el Concilio hace referencia también en modo explícito a otros caminos de salvación para los no cristianos, cuando habla de «viis sibi notis» y «modo Deo cognito». A partir de la historia de la redacción de estos textos se deduce, que para los padres conciliares estos caminos desconocidos a nosotros, pero conocidos a Dios, son los dos siguientes: la adhesión a la verdad y la coherencia entre fe y vida (cf. F. Fernandez, In ways known to God. A theological investigation on the ways of Salvation spoken of in Vatican II, Vendrame Institute Publications, Shillong, 1996).
     
La Declaración sobre la libertad religiosa, en el contexto de la defensa de la libertad humana, pero no de indiferencia del hombre en relación a lo verdadero y a lo falso, tras haber reafirmado la subsistencia de la verdadera religión en la Iglesia Católica, y tras haber destacado que todos los hombres están obligados a buscar la verdad, dice: «Confiesa asimismo el santo Concilio que estos deberes afectan y ligan la conciencia de los hombres, y que la verdad no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en las almas» («Dignitatis humanae», 1).
     
Adherir a la verdad es un camino de salvación, porque el hombre que busca formar una recta conciencia, se deja guiar cada vez más por las leyes objetivas de la conducta moral(cf. «Gaudium et spes», 16). Esto se hace cada vez más claro, si se considera que Dios hace al hombre capaz de participar en su ley divina de modo que pueda ser cada vez más consciente de las verdades inmutables. Adhiriendo a la verdad, el hombre manifiesta su total obediencia a la ley divina (cf. «Dignitatis humanae», 3).

Otra afirmación implícita sobre los caminos de salvación puede ser tomada del rechazo conciliar de la dicotomía entre la fe profesada y la vida cotidiana. El grave peligro para el fiel cristiano es este «divorcio» (discidium illud inter fidem quam profitentur et vitam quotidianam multorum), que pone en peligro su salvación. A partir de este punto continúa el llamado ante aquel «cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación» («Gaudium et spes», 43).
     
Esta afirmación debe ser puesta en relación con lo dicho por el Concilio sobre la relación de la Iglesia con los no cristianos: «Pues los que inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras de su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna» («Lumen gentium», 16). Si para el cristiano la dicotomía entre fe y vida puede ser causa de la perdida de la salvación, para el no cristiano la búsqueda de la armonía de una vida recta puede conducir a la salvación. En ambos está presente la gracia divina, ineficaz en el primero, salvíficamente eficaz en el segundo.


Reflexiones epistemológicas sobre el diálogo interreligioso
     
La categoría del «diálogo» tuvo durante el Concilio Ecuménico Vaticano II (1962-65) un impulso extraordinario, sobre todo con la Encíclica de Pablo VI, «Ecclesiam suam», del 6 de agosto de 1964 (cf. Acta Apostolicae Sedis, 56 [1964] pp. 609-659), con la declaración conciliar «Nostra aetate», sobre la relación de la Iglesia con las religiones no-cristianas, del 28 de noviembre de 1965 (cf. Acta Apostolicae Sedis, 58 [1966] pp. 740-744; Acta Synodalia Sacrosanti Concilii Oecumenici Vaticani II, IV, V pp. 616-620) y con la declaración conciliar «Dignitatis humanae», del 7 de diciembre de 1965, sobre la libertad religiosa (Acta Apostolicae Sedis, 58 [1966] pp. 929-941; Acta Synodalia Sacrosanti Concilii Oecumenici Vaticani II, IV, V pp. 663-673).
     
Para no convertir el diálogo en una suerte de absoluto que sustituya a la verdad, puede resultar conveniente proponer algunas consideraciones epistemológicas, tanto sobre el diálogo ecuménico como sobre el diálogo interreligioso. Esto nos ayudará a asumir actitudes que estén en sintonía con la propia identidad y con la realidad de las cosas.


Epistemología del diálogo ecuménico
     
Se puede constatar en el campo ecuménico un doble diálogo: el de la caridad y el de la verdad. El «diálogo de la caridad» tuvo su inicio con el Vaticano II, con la invitación hecha a los no católicos a participar como observadores en las asambleas conciliares. En lo que respecta, por ejemplo, a las relaciones entre la Iglesia Católica y las iglesias ortodoxas, podemos recordar la importante publicación del «Tomos Agapis» de 1971, que recoge la documentación intercambiada entre 1958 y 1970 entre la Santa Sede y el Fanar (Tomos Agapis, Vatican-Phanar (1958-1970), Roma-Estabul, 1971). Son 284 documentos que testimonian la voluntad de unidad y de comunión en el misterio de Cristo por parte de católicos y ortodoxos.

Este diálogo de la caridad consiste en el conocimiento, la comunicación, el respeto, la amistad, la apertura recíproca, la superación de los prejuicios comunes de orden cultural, psicológico, histórico. Es un diálogo que reconforta y anima, por las edificantes manifestaciones de reconciliación y de estima recíproca.
     
Diversamente a este diálogo de la caridad, el «diálogo de la verdad» procede más lentamente y con no pocas dificultades. Tal diálogo, en efecto, no puede ser genérico, sino bilateral: uno es el diálogo con las antiguas iglesias orientales, otro aquel con las iglesias ortodoxas y otro a su vez el diálogo con las comunidades de la reforma. El diálogo de la verdad requiere de un conocimiento profundo del otro, de su historia, de su teología y de su liturgia. Y no faltan con frecuencia las contingencias que obstaculizan en gran medida el camino de la unidad.
     
Afortunadamente, en septiembre del 2006, casi diez años después, se retomó el diálogo de la comisión mixta católico-ortodoxa, que estudió el tema «Las consecuencias eclesiológicas y canónicas de la naturaleza sacramental de la Iglesia: comunión eclesial, conciliaridad y autoridad en la Iglesia», llegando incluso a la publicación de un documento (Rávena 8-14 octubre del 2006).

No faltan, sin embargo, noticias poco reconfortantes (se habla hoy en día de un «invierno» ecuménico; véanse las reflexiones contenidas en el número monográfico «Los lazos del ecumenismo» de la revista «Creer hoy», 27, 2007, n. 160). Las últimas decisiones de algunas comunidades anglicanas de tomar posiciones éticas inaceptables («ordenación» de mujeres, ordenación de «obispos» homosexuales, bendiciones de convivencias homosexuales), criticadas al interior mismo de dichas comunidades, hacen más arduo para los católicos el diálogo ecuménico, que tiene como finalidad la unidad de todos los cristianos en una única Iglesia de Cristo y concretamente «la comunión en la doctrina de los Apóstoles, en los Sacramentos y en el orden jerárquico» (Juan Pablo II, «Ecclesia de Eucharistia», 35).
     
El diálogo ecuménico de la verdad no puede ser conducido con superficialidad, sino con cuidado y atención. Véase en relación al diálogo luterano-católico la «Declaración conjunta sobre la doctrina de la Justificación» de 1999, que ofrece un extraordinario ejemplo de precisión lingüística y de contenidos.

Sin embargo, para superar las tensiones doctrinales, convendría tal vez que el diálogo ecuménico se ejercitase más bien en el diálogo de la acción, por ejemplo, en el esfuerzo compartido por una cristianización de Europa, mediante una obra de defensa y promoción de los principios cristianos, para así superar el secularismo laicista y toda forma de fundamentalismo religioso.


Epistemología del diálogo interreligioso
     
En los últimos tiempos, también la teología católica está desarrollando un diálogo interreligioso, cuya epistemología está todavía en su fase inicial. A diferencia del diálogo ecuménico, que posee una compartida y sólida plataforma en la fe trinitaria y cristológica, constituida por el Bautismo, la Sagrada Escritura y el Credo, el diálogo interreligioso, se basa simplemente en la pertenencia de los creyentes a la raza humana y en la apertura de toda persona a la dimensión ascética y espiritual (para estas consideraciones, cf. El documento «Diálogo y Anuncio. Reflexiones y orientaciones sobre el diálogo interreligioso y el anuncio del Evangelio de Jesucristo», publicado en 1991 por el Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso conjuntamente con la Congregación para la Evangelización de los Pueblos).
     
También en esto se puede distinguir el «diálogo de la caridad» del de «la verdad». El primero, concretamente, se puede realizar en una doble modalidad: mediante la vida y la acción.
     
El «diálogo de la vida», a su vez, se tiene cuando las personas se esfuerzan por vivir con el espíritu abierto y listo para hacerse cercano al prójimo, compartiendo las alegrías y las penas, los problemas y las preocupaciones. En concreto, el diálogo de la vida significa apertura recíproca y respeto por el otro como persona humana, sujeto libre de decisiones propias.
     
El «diálogo de la acción» se tiene cuando los cristianos y los demás creyentes colaboran para el desarrollo integral y la liberación del prójimo. En concreto, el diálogo de la acción se desarrolla en la cooperación con los demás creyentes por la paz entre las naciones, la justicia, la defensa del ambiente y la promoción de los valores de la ley natural, común a toda la humanidad. Véase al respecto el «Decálogo de Asís por la paz», enviado en el 2002 por Juan Pablo II a todos los jefes de estado y de gobierno.
     
Este diálogo de la caridad —que puede ser considerado también como el «espíritu» del diálogo— tiene concreciones ejemplares en la vida humana y cristiana, y de ello da testimonio ampliamente la comunidad eclesial en todo el mundo y de muchas formas. Es lamentable, sin embargo, que no pocas veces falta una debida reciprocidad.

Además del diálogo de la caridad, está también el «diálogo interreligioso de la verdad», que, a su vez, se puede articular en dos momentos: en el diálogo teológico y en el diálogo espiritual.
     
El «diálogo del intercambio teológico» se tiene cuando los especialistas buscan profundizar en la comprensión de las respectivas doctrinas poniendo de relieve los eventuales valores presentes en ellas. Se trata de un diálogo doctrinal que reconforta y valora las diferentes creencias religiosas. También aquí se trata no de un diálogo genérico sino bilateral. Es, además, un diálogo que requiere alta competencia y un perfecto conocimiento de la propia identidad y de la del otro. Este diálogo se hace aún más difícil por el hecho que las grandes religiones o las llamadas religiones tradicionales poseen en su propio discurso articulaciones distintas y diferencias notables: son distintos, por ejemplo, el budismo hinayana del mahayana o del tantrayana; y lo mismo con el hinduismo, en el que se pueden distinguir las tres «grandes religiones hinduistas»: el visnuismo, el shivaismo y el shaktismo. El diálogo doctrinal, pues, debe tener en cuenta esta variedad y la especificidad de cada uno de sus interlocutores.
     
Una segunda actuación del diálogo interreligioso de la verdad se da en el «diálogo de la experiencia religiosa o de la espiritualidad», que se realiza cuando las personas, radicadas en sus tradiciones religiosas, comparten sus riquezas espirituales, por ejemplo en el campo de la oración y de la contemplación, de la fe y de los modos de buscar a Dios o de buscar el Absoluto. Nos situamos así en el corazón de toda expresión y experiencia religiosa, que como tal es de difícil acceso para aquellos que se acercan a ella con un interés puramente científico o intelectual.
     
Este doble diálogo de la verdad, doctrinal y espiritual, requiere competencia y sabiduría evaluativa. No puede ser llevado a cabo de manera genérica, sino teniendo en cuenta al interlocutor específico; tampoco puede ser hecho sólo desde una perspectiva fenomenológica. Los gestos de culto comunes a la humanidad —tal como los describe la antropología cultural— no necesariamente tienen el mismo significado religioso y espiritual.
     
El Cardenal Francis Arinze, por muchos años a la cabeza del Pontificio Consejo para el diálogo interreligioso, hace algunas puntualizaciones al respecto: «Palabras como Dios, Persona divina, alma, cielo, salvación, redención, perfección, gracia, mérito, caridad, pecado e infierno, no necesariamente significan lo mismo para cristianos, musulmanes, budistas, hinduistas o para los fieles de las religiones africanas tradicionales. Si se usan estas palabras en los encuentros interreligiosos, es necesario aclarar su significado» (Francis Arinze, Meeting other believers, Vendrame Institute Publications, Shillong, 1998, p. 24).
     
El mismo purpurado, seguidamente, invita a los teólogos cristianos a no ocultar la propia identidad: «Los cristianos que, comprometidos en las relaciones interreligiosas, intentan esconder su identidad cristiana, o al menos disminuirla un poco, parecen decir, aunque sin palabras, que Cristo es un obstáculo o una dificultad para el diálogo, y que ellos más bien han encontrado una fórmula mejor para el contacto con los demás que consiste en poner momentáneamente aparte el hecho de ser enviados por Cristo […]. Si somos católicos, no deberíamos tratar de disimularlo en nuestro encuentro con los demás. No promovemos un auténtico diálogo suprimiendo nuestra identidad religiosa. Si un interlocutor pierde su identidad religiosa, deja de ser uno con el cual dialogar. Si el otro esconde su identidad, se presenta el riesgo de malentendidos, sospechas, errores de identidad, o de creer que se está de acuerdo cuando en realidad no se lo está» (Ibid, p. 23).
     
Más concretamente: «Un católico que se encuentra con un musulmán no debería disminuir la importancia de la propia fe en la Santísima Trinidad (tres personas y un solo Dios), en Jesucristo como Hijo de Dios y Dios, en el Hijo de Dios que se hace hombre y que muere en la Cruz por la salvación de toda la humanidad, en Santa María Virgen, como Madre de Dios. Los musulmanes no aceptan estas doctrinas. Pero un interlocutor musulmán sincero no debería irritarse si los católicos creen en ellas. Por otra parte, un musulmán en diálogo no debería dudar en afirmar que los musulmanes consideran el Corán como la última revelación de Dios y Mahoma como el más grande y el último de los profetas. Los budistas no hablan de Dios o del alma, pero los cristianos serían inauténticos si no lo hicieran. La sinceridad en relación a la propia religión es parte del diálogo» (Ibid, p. 24).
     
Ser fieles al propio documento de identidad religioso es el mejor pasaporte para entrar en el territorio religioso del otro y dialogar en verdad y en libertad.

Una última consideración tiene que ver con la finalidad del diálogo interreligioso, que no es la de la comunión de toda la humanidad en una religión que incluya sincréticamente elementos de las distintas religiones. La finalidad del diálogo interreligioso es ante todo la promoción común de la paz, de la comprensión y de la colaboración entre los pueblos. El diálogo, además, no puede y no debe excluir la conversión de los individuos a la verdad y a la fe cristiana, en el respeto de la libertad y de la dignidad de cada persona.

Paradójicamente, sin embargo, en una cierta teología católica de las religiones —y también en una cierta praxis «pastoral»— el diálogo interreligioso, a diferencia del ecuménico, parece haber alcanzado su punto de llegada en la convicción de que las diversas religiones constituyen simplemente caminos diversos para la misma salvación.
      

Testimonio y «missio ad gentes»
     
El diálogo no puede sustituir el anuncio de Cristo, sino que lo debe iluminar mediante los tres talentos espirituales propios de la fe cristiana: la verdad de la revelación, la libertad de la conciencia humana, la caridad de todo testigo cristiano.

Profundicemos ulteriormente este aspecto. No se puede callar que no pocos hoy consideren que la «missio ad gentes» es una falta de respeto con las demás religiones. Por lo tanto se considera como ya no practicable el mandamiento misionero de Cristo (cf. Mateo 28, 19). Sería suficiente el diálogo y la cooperación humana, sin ninguna invitación a la conversión y a la fe en Cristo mediante el bautismo.
     
Hoy el cristiano debería limitarse al simple testimonio personal y comunitario o solamente al diálogo, sin pretender anunciar a Cristo y su Evangelio. Estas afirmaciones están bastante difundidas por una interpretación insuficiente de la libertad, por la que se considera algo ilegítimo el proponer a los demás aquello que se considera verdadero y correcto para uno mismo.

En realidad la libertad no puede ser separada de la verdad. El hecho de que existan diversas propuestas religiosas no significa que «de iure» todas son igualmente verdaderas. La búsqueda de la verdad, y sobre todo de la verdad religiosa, constituye un elemento que cualifica a la persona humana, desde el momento en que la verdad ilumina y guía el sentido de la propia vida dándole autenticidad y valor. Ciertamente la verdad de la revelación cristiana acogida con fe no puede y no debe ser impuesta por la fuerza, sino en la libertad y en el total respeto de la conciencia del otro. Sin embargo no se puede, por un prejuicio, impedir al cristiano de testimoniar su fe, de motivarla y de proponerla con caridad y libertad al próximo.
     
Sobre esta base antropológica, por lo tanto, la «missio ad gentes» responde no sólo a una recta epistemología del diálogo interreligioso, sino también a una correcta comprensión de la libertad y del respeto de los demás. La evangelización es una oportunidad para que el no cristiano conozca y se abra libremente a la verdad de Cristo y de su Evangelio.

Ha sido esta la actitud de la Iglesia desde el día de Pentecostés, cuando anunció el Evangelio a los hombres de todo pueblo y nación en la caridad, en la libertad y en la verdad, invitándolos a la conversión y al bautismo.

El compartir la propia fe corresponde también al deseo de todo hombre de participar a los demás los propios bienes y riquezas morales y espirituales. Rodeado por tantos hombres y mujeres que no conocen a Cristo, el cristiano se sentirá en el deber de ofrecerles la verdad de la propia fe con una actitud de total gratuidad. Su anuncio de conversión a Cristo no es otro que el que Jesús mismo dirige continuamente a todos, cristianos y no cristianos: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Marcos 1, 15).
     
El impulso de toda actividad misionera deriva del deseo de hacer a los demás partícipes del amor de Dios Trinidad. Francisco de Asís fue el testigo que unía su fidelidad a la «sequela Christi» a la íntima convicción en la «missio ad gentes», participando en la cruzada (1217-1221) llamada por Inocencio III. Contrariamente a lo que se puede pensar hoy, Francisco consideraba la cruzada «con los ojos del fiel de su tiempo, y del pauper, del inerme, de aquel que, a diferencia de los caballeros, llevaba una cruz que no era al mismo tiempo la empuñadura de una espada, sino solo el simple, pobre, áspero instrumento de la Pasión» (Franco Cardini, Francesco d'Assisi, Mondadori, Milano, 1989, p. 187).
     
Asimismo, él tenía una segunda motivación, y era la de un testimonio cristiano hasta el martirio: «Francisco veía en la cruzada ante todo la ocasión del martirio: y en el martirio la forma más alta y pura del testimonio cristiano» (Ibid, p. 188).
     
En junio del 1219 Francisco se embarca hacia el Oriente y llega a Damietta, donde encuentra pacíficamente al sultán de Egipto Melek-el-Kamel. De regreso a su patria, así resume su experiencia misionera en un capítulo de la «Regla no bulada» (1221): «Dice el Señor: “Os mando como ovejas en medio a lobos. Sed prudentes como la serpiente y sencillos como la paloma” (Mt 10, 16). Por lo tanto todos aquellos hermanos que por divina inspiración quieran ir entre los sarracenos y otros infieles, vayan con el permiso de su ministro y siervo (...). Los hermanos que vayan entre los infieles pueden comportarse espiritualmente en medio de ellos en dos modos. Un modo es que no provoquen litigios ni disputas, sino que estén sujetos a toda criatura humana por amor de Dios (1 Pe 2, 13) y confiesen ser cristianos. El otro modo es que, cuando vean que es del agrado del Señor, anuncien la palabra de Dios para que ellos crean en Dios omnipotente, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, creador de todas las cosas, y en el Hijo, redentor y salvador, y se bauticen y se hagan cristianos, porque, a menos que uno renazca del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios (cf. Jn 3, 5)» (Regla no bulada, Capítulo XVI, 42-43 en «Fonti Francescane», [nueva edición por Ernesto Caroli], Editrici Francescane, Padova, 2004, pp. 75-76).

En estas palabras de Francisco hay toda una teología de la misión, válida todavía hoy. El testimonio de los bautizados se radica aún en nuestros días en una clara identidad personal, acompañada por una actitud de respeto, de caridad y de libertad en el anuncio de la verdad cristiana.





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