CANONIZACIÓN DE JUAN MACÍAS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
SAN PABLO VI
28 de septiembre de 1975
Venerables Hermanos y
amados hijos,
La Iglesia se siente
hoy inundada de júbilo. Es el gozo de la madre, que asiste a la exaltación de
uno de sus hijos. Y precisamente porque es un hijo pequeño, que no brilló
durante su vida con los fulgores de la ciencia, del poder, de la notoriedad
humana, de todo eso que hace a uno grande a los ojos del mundo, la Madre
Iglesia experimenta un regocijo particular. En esta mañana la Iglesia siente
resonar de nuevo en sus oídos las palabras insinuantes y maravillosamente
asombradoras del Maestro, que proclaman, de manera inequívoca, su preferencia
por los sectores más pobres y humildes: ¡Bienaventurados los pobres de
espíritu! A la escucha perenne y atenta de su Divino Fundador y en fidelidad
indefectible a su mensaje, la Iglesia fija hoy sus ojos en una figura singular,
concreción sublime de ideales evangélicos : ¡Juan Macías! Un humilde pastor
hasta los treinta y siete años de Ribera del Fresno, en España; emigrante sin
recursos a tierras del Perú; por veintidós años sencillo hermano portero del
convento dominico de La Magdalena en Lima. Este es el nuevo Santo, a quien la
Iglesia rinde en este día su tributo de exaltación suprema, tras haberlo
declarado Beato el veintidós de octubre de mil ochocientos treinta y siete.
En su glorificación,
como en la de otras figuras humildes cual el Santo Cura de Ars, San Francisco
de Asís, San Martín de Porres, y otras tantas que podríamos citar, se hace
visible el amor sin reservas ni distinciones de la Iglesia, que valora y
ensalza por igual los méritos ocultos de grandes y pequeños, de pobres o de
facultosos, sintiendo particular complacencia acaso al elevar a los más pobres,
reflejo más vivo de la presencia y predilecciones de Cristo. Por falta de
tiempo, no haremos la exaltación que merecería la humilde y gran figura de Juan
Macías que, con la ayuda del Señor y en el pleno ejercicio de nuestro
ministerio magisterial, hemos inscrito en el catálogo de los Santos. Solamente
aludiremos a las razones que embargan nuestro ánimo durante este acto solemne.
Canonizando a San Juan Macías nos parece interpretar la intención del Señor, el
cual, siendo rico, se hizo pobre para que nosotros fuésemos ricos por su
pobreza (Cfr. 2 Cor. 8, 9), existiendo en la forma de Dios, se anonadó a
sí mismo, tomando la forma de siervo (Cfr. Phil. 2, 6-7), fue enviado por
el Padre «a evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos» (Luc. 4, 18),
proclamó bienaventurados a los pobres de espíritu (Matth. 5, 3), puso la
pobreza como condición indispensable para alcanzar la perfección (Cfr. Marc.
10, 17-31; Luc. 18, 18-27) y dio gracias al Padre porque se había
complacido en revelar los misterios del Reino a los pequeñuelos (Cfr. Matth.
11, 26).
Estas son las enseñanzas lineares dejadas por el Señor, y que el Magisterio de la Iglesia nos propone hoy, ilustrándolas con un ejemplo concreto de la historia eclesial. Juan Macías, que fue pobre y vivió para los pobres, es un testimonio admirable y elocuente de pobreza evangélica: el joven huérfano, que con su escasa soldada de pastor ayuda a los pobres «sus hermanos», mientras les comunica su fe; el emigrante que, guiado por su protector San Juan Evangelista, no va en búsqueda de riquezas, como otros tantos, sino para que se cumpla en él la voluntad de Dios; el mozo de posadas y el mayoral de pastores, que prodiga secretamente su caridad en favor de los necesitados, a la vez que les enseña a orar; el religioso que hace de sus votos una forma eminente de amor a Dios y al prójimo; que «no quiere para sí más que a Dios»; que combina desde su portería una intensísima vida de oración y penitencia con la asistencia directa y la distribución de alimentos a verdaderas muchedumbres de pobres; que se priva de buena parte de su propio alimento para darlo al hambriento, en quien su fe descubre la presencia palpitante de Jesucristo; en una palabra, la vida toda de este «padre de los pobres, de los huérfanos y necesitados», (no es una demostración palpable de la fecundidad de la pobreza evangélica, vivida en plenitud?
Cuando decimos que
Juan Macías fue pobre, no nos referimos ciertamente a una pobreza -que nunca
podría ser querida ni bendecida por Dios- equivalente a culpable miseria o
inoperante inercia para la consecución del justo bienestar, sino a esa pobreza,
llena de dignidad, que ha de buscar el humilde pan terreno, como fruto de la
propia actividad. ¡Con cuánta exactitud y eficiencia se dedicó a su deber,
antes y después de ser religioso! Sus dueños y superiores dan claro testimonio
de ello. Fueron siempre sus manos las que supieron ganar el propio pan, el pan
para su hermana, el pan para la multiplicada caridad. Ese pan, fruto de un
esfuerzo socialmente creador y ejemplar, que personaliza, redime y configura a
Cristo, mientras deja en lo íntimo del alma la filial confianza de que el
Padre, que alimenta a las aves del cielo y viste a los lirios del campo, no
dejará de dar lo necesario a sus hijos: «buscad primero el reino de Dios y su
justicia y todo lo demás se os dará por añadidura» (Cfr. Matth. 6, 25-34).
Por otra parte, la ardua tarea de Juan Macías no distraía su ánimo del Pan
celestial.
El, que desde su niñez
había sido introducido en el mundo íntimo de la presencia de Dios, fue en medio
de su actividad un alma contemplativa. El campo, el agua, las estrellas, los
pájaros, le hablaban de Dios y le hacían sentir su cercanía: «Oh Señor, qué
mercedes y regalos me hizo Dios en aquellos campos», mientras guardaba el
rebaño. Así exclama ya anciano. Y recordando su vida de convento, aquel jardín
a donde con frecuencia se retiraba a orar de noche, dirá: «Muchas veces, orando
a deshoras de la noche, llegaban los pajarillos a cantar y yo apostaba con
ellos a quién más alababa a Dios». ¡Frases de encantadora poesía, que dejan
entrever las largas horas dedicadas a la oración, a la devoción a la Eucaristía
y al rezo del rosario! Pero esta vida interior nunca representó para Juan
Macías una evasión frente a los problemas de sus hermanos; antes bien,
partiendo de su vida religiosa, llegaba a la vida social. Su contacto con Dios
no sólo no le hacía retraerse de los hombres, sino que le llevaba a ellos, a
sus necesidades, con renovado empeño y fuerza para remediarlos y conducirlos a
una vida cada vez más digna, más elevada, más humana y más cristiana.
El no hacía con ello
sino seguir las enseñanzas y deseos de la Iglesia, la cual, con su preferencia
por los pobres y su amor por la pobreza evangélica, jamás quiso dejarlos en su
estado, sino ayudarles y levantarles a formas crecientemente superiores de
vida, más conformes con su dignidad de hombres y de hijos de Dios. A través de
estos trazos parciales, aparece ante nuestros ojos la figura maravillosa y
atractiva de nuestro Santo. Una figura actual. Un ejemplo preclaro para
nosotros, para nuestra sociedad. Evidentemente, la cuestión económica se
plantea hoy con características bien diversas de las que tenía en tiempos de
San Juan Macías. Los nuevos sistemas productivos, la acelerada
industrialización, la creciente tecnificación y las conquistas en campo nuclear
o electrónico, por más que hayan hecho surgir no indiferentes problemas para el
hombre, han determinado ciertamente un superior nivel económico y asistencial
en vastas áreas del mundo, por desgracia todavía demasiado limitadas. Por otra
parte, la sensibilidad social se ha incrementado, dando paso con frecuencia a
un tipo de humanismo radical, disociado de toda referencia al trascendente.
En este contexto se
nos ofrece en todo su valor actual el mensaje de Fray Juan Macías. El no miró
la humildad de su tarea, sino que la cumplió con entrega total y de manera
ejemplar. Se dio siempre a los demás y, en el darse a todos, encontró a Cristo.
Su trabajo fue una exigencia de su condición de hombre y de cristiano, un
ejercicio de fecunda pobreza, un medio de proveer noblemente a su sustento y al
de los pobres. Sin pretender nunca hacer de sus experiencias una elaborada
sociología, ni convertirse en un experto economista, hizo cuanto estuvo a su
alcance por atenuar necesidades y flagrantes desigualdades. Al pedir a los
ricos para sus pobres, les enseñaba a pensar en los demás; al dar al pobre, lo
exhortaba a no odiar. Así iba uniendo a todos en la caridad, trabajando en
favor de un humanismo pleno. Y todo esto, porque amaba a los hombres, porque en
ellos veía la imagen de Dios. ¡Cuánto desearíamos recordar esto a cuantos hoy
trabajan entre pobres y marginados! No hay que alejarse del Evangelio, ni hay
que romper la ley de la caridad para buscar por caminos de violencia una mayor
justicia. Hay en el Evangelio virtualidad suficiente para hacer brotar fuerzas
renovadoras que, trasformando desde dentro a los hombres, los muevan a cambiar
en todo lo que sea necesario las estructuras, para hacerlas más justas, más
humanas.
Juan Macías supo en su
vida honrar la pobreza con una doble ejemplaridad: con la búsqueda confiada del
pan cotidiano para los pobres, y con la búsqueda constante del Pan de los
pobres, Cristo, que a todos conforta y conduce hacia la meta
trascendente. ¡Estupendo mensaje para nosotros, para nuestro mundo
materializado, tarado con frecuencia por un consumismo desenfrenado y por
egoísmo sociales! ¡Ejemplo elocuente de esa «unidad interior», que el cristiano
debe realizar en su tarea terrena, imbuyéndola de fe y caridad! (Cfr. Mater
et Magistra, 51).
Amadísimos hijos, No
quisiéramos terminar nuestras palabras sin mencionar algunas características
que concurren en la vida de San Juan Macías. La primera es su origen español;
hijo de una Nación, cuya historia encuentra sus expresiones más altas y
decisivas -que marcan el carácter de su pueblo- en las figuras de sus Santos,
como Santo Domingo de Guzmán, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier,
Santa Teresa de Ávila, San Juan de la Cruz. Nombres estos que, con sólo
recordarlos, constituyen por sí mismos un auténtico homenaje que se tributa a
España. Un homenaje que nos sentimos contento de poder subrayar por parte
Nuestra, como dirigido a una Nación por Nos tan amada, y que la Iglesia entera,
tan bien representada en el cuadro solemne de esta plaza de San Pedro por los
millares de peregrinos venidos de todo el mundo, desea rendir con Nos a esa
tierra de Santos.
Experimentando en ello
un gozo de comunión eclesial, un latido más de espiritualidad entre los muchos
del Año Santo, una manifestación de fraterna e intensa alegría. Aunque esta
alegría podría ser más plena, si estos días no hubiesen sido ensombrecidos por
los acontecimientos por todos conocidos. El nuevo Santo continúa la tradición
recibida como por una especie de herencia familiar. Una herencia que crece y se
desarrolla en el hogar, en la vida familiar, en el ambiente social y en la
sensibilidad religiosa del pueblo. Esta canonización ¿no es, pues, un
acontecimiento que glorifica una tan alta y noble tradición, preanunciando al
mismo tiempo un nuevo renacer de fervor y de santidad en los hijos de esa amada
Nación? Nos así lo esperamos. La secunda característica es que San Juan Macías
se hizo peruano y en Perú se santificó. Mientras muchas personas llegaban a
América en busca de riquezas materiales, el nuevo Santo supo encontrar allí una
riqueza espiritual de la que se alimentaron ya los primeros Santos de aquel
Continente. Una riqueza integrada por elementos milenarios del pueblo antiguo,
los indios, y del nuevo, los colonizadores, a quienes va el mérito de la
evangelización de aquel Continente, y que nuestro Santo incrementó
decididamente con su vida.
Desde entonces ¡que
vitalidad religiosa a pesar de sus lagunas e imperfecciones! ¡Qué corrientes de
vida espiritual han marcado la historia de todas aquellas naciones! A todos sus
hijos los exhortamos a ser dignos del ejemplo de santidad dejado por San Juan
Macías. Por último, San Juan Macías fue religioso dominico, de esa gran familia
que tantos Santos ha dado a la Iglesia y cuya labor al servicio de la Verdad ha
sido tan unánimemente reconocida. A ellos dirigimos en este solemne día un
saludo especial, exhortándoles a seguir sus grandes tradiciones de santidad, a
ejemplo de San Juan Macías, de San Martín de Porres y de Santa Rosa de Lima,
síntesis de la santidad dominica en las nobles tierras latinoamericanas. Un
ejemplo y exhortación que extendemos a todos los miembros de las otras familias
religiosas, para que también ellos sientan una nueva incitación hacia cumbres
más altas de cercanía divina, de esmero espiritual, de clima en el que se
escucha la voz de Cristo. Y ojalá que el nuevo modelo de santidad que hoy
proponemos suscite abundantes fuerzas jóvenes, que se consagren sin reserva a
los ideales siempre válidos, siempre atractivos, del Evangelio de Jesucristo.
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