La liebre en el lino
– Un Linar siempre
es peligroso para una liebre – dijo la Liebre Vieja–, y no asistiendo necesidad
alguna, yo no veo...
– El linar– dijo la
Liebre Joven, que era muy romántica– parece un lago celeste de tan tupido,
igual y parejo que está, y de tan cuajado de florecitas, que parecen haberse
abierto todas de un golpe esta mañana a un mandato de la brisa que las ondula. Me
voy.
– Pero, ¿por qué
razón?
– Por mi realísima
gana.
Las Liebres, como
todos los débiles, tienen el prurito de mostrarse enérgicas, y son caprichosas
y tercas, creyendo desplegar así una singular fuerza de carácter. No hay más
que verlas a escondidas una noche de luna cuando salen a triscar, los correteos
absurdos que dan, los brincos inverosímiles, las piruetas, aquel correr sin
orden, amontonarse aquí y desbandarse al momento, mordisquear una matita de
trébol y dejarla, aquel no hacer nada desplegando una actividad que marea. Pero
no obstante, cuando el peligro asoma, aquel puñado de histéricas se recobra
instantáneamente de su borrachera. Los remos de acero recuperan su elasticidad
prodigiosa y devoran campo casi sin tocarlo; la vista se aclara, el oído se a
fina, y todas las fuerzas vitales convergen como resortes para la huida
vertiginosa.
Pero en un linar no es lo mismo. Cuando la Liebre Joven sintió el ladrido de los dos perros se puso fría. Disparar fuerte una liebre por un linar es como pedirle a un caballo que dispare por un cañaveral, según son rígidos, duros y espesos los tallos. No le quedó más remedio que recurrir a los brincos altos, cosa cansadora para sus patas, mientras que los perros, que eran de más alzada, avanzaban abriendo dos surcos en el lago verde, más por jugar que por otra cosa, pues no esperaban alcanzarla. Y van y van, la Liebre joven ganando tierra a brincos desesperados, lo que la hacía muy visible – ¡no tener yo la escopeta ahora!– y mis dos perros ladrando alegremente. Y he aquí que Cayuso tuerce bruscamente para cortarle la salida del linar. Y la doña torciendo continuamente la cabeza para esquivar al perseguidor y alargando desesperada sus saltos de langosta. ¡Bravo, Cayuso, pero no la alcanzarás! ¡Ya va a salir! ¡Pumba, tomá, el alambre!
La Liebre Joven, por
mirar hacia atrás y hacia los lados, se topó con el alambre de púa y se degolló
en seco.
– ¡Cuatro ojos que
tuviéramos en vez de dos, con los peligros que hay en esta vida, todavía serían
pocos! – dijo la Liebre Vieja a sus hijas al terminar de contarles el suceso
que ella presenció horrorizada desde su cama, hecha un ovillo, en tensión
formidable todos sus músculos y sus nervios, para arrojarla si la descubrían,
como una flecha, en un salto desesperado...
– ¡Cuatro ojos no
bastarían! Pero ya que no tenemos más que dos, ¿por qué nos hemos de meter,
canejo, sin necesidad, adentro de un linar? Tratándose de la vida, hijas, todo
cuidado es poco.
¿Qué no hubiera
dicho la Liebre Vieja si se hubiese tratado de la Vida Eterna?
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