CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE
CARTA
SAMARITANUS BONUS
sobre el cuidado de las personas
en las fases críticas y terminales de la vida
Introducción
I. Hacerse cargo del prójimo
II. La experiencia viviente del Cristo sufriente y el
anuncio de la esperanza
III. El “corazón que ve” del Samaritano: la vida humana es
un don sagrado e inviolable
IV. Los obstáculos culturales que oscurecen el valor
sagrado de toda vida humana
V. La enseñanza del Magisterio
1. La prohibición de la eutanasia y el suicidio asistido
2. La obligación moral de evitar el ensañamiento terapéutico
3. Los cuidados básicos: el deber de alimentación e hidratación
4. Los cuidados paliativos
5. El papel de la familia y los hospices
6. El acompañamiento y el cuidado en la edad prenatal y pediátrica
7. Terapias analgésicas y supresión de la conciencia
8. El estado vegetativo y el estado de mínima consciencia
9. La objeción de conciencia por parte de los agentes sanitarios y de las
instituciones sanitarias católicas
10. El acompañamiento pastoral y el apoyo de los sacramentos
11. El discernimiento pastoral hacia quien pide la eutanasia o el suicidio
asistido
12. La reforma del sistema educativo y la formación de los agentes
sanitarios
Conclusión
Introducción
El Buen Samaritano que deja su camino
para socorrer al hombre enfermo (cfr. Lc 10, 30-37) es la
imagen de Jesucristo que encuentra al hombre necesitado de salvación y cuida de
sus heridas y su dolor con «el aceite del consuelo y el vino de la esperanza».[1] Él
es el médico de las almas y de los cuerpos y «el testigo fiel» (Ap 3,
14) de la presencia salvífica de Dios en el mundo. Pero, ¿cómo concretar hoy
este mensaje? ¿Cómo traducirlo en una capacidad de acompañamiento de la persona
enferma en las fases terminales de la vida de manera que se le ayude respetando
y promoviendo siempre su inalienable dignidad humana, su llamada a la santidad
y, por tanto, el valor supremo de su misma existencia?
El extraordinario y progresivo
desarrollo de las tecnologías biomédicas ha acrecentado de manera exponencial
las capacidades clínicas de la medicina en el diagnóstico, en la terapia y en
el cuidado de los pacientes. La Iglesia mira con esperanza la investigación
científica y tecnológica, y ve en ellas una oportunidad favorable de servicio
al bien integral de la vida y de la dignidad de todo ser humano.[2] Sin
embargo, estos progresos de la tecnología médica, si bien preciosos, no son
determinantes por sí mismos para calificar el sentido propio y el valor de la
vida humana. De hecho, todo progreso en las destrezas de los agentes sanitarios
reclama una creciente y sabia capacidad de discernimiento moral[3] para
evitar el uso desproporcionado y deshumanizante de las tecnologías, sobre todo
en las fases críticas y terminales de la vida humana.
Por otro lado, la gestión organizativa y
la elevada articulación y complejidad de los sistemas sanitarios contemporáneos
pueden reducir la relación de confianza entre el médico y el paciente a una
relación meramente técnica y contractual, un riesgo que afecta, sobre todo, a
los países donde se están aprobando leyes que legitiman formas de suicidio
asistido y de eutanasia voluntaria de los enfermos más vulnerables. Estas
niegan los límites éticos y jurídicos de la autodeterminación del sujeto
enfermo, oscureciendo de manera preocupante el valor de la vida humana en la
enfermedad, el sentido del sufrimiento y el significado del tiempo que precede
a la muerte. El dolor y la muerte, de hecho, no pueden ser los criterios
últimos que midan la dignidad humana, que es propia de cada persona, por el
solo hecho de ser un “ser humano”.
Ante tales desafíos, capaces de poner en juego nuestro modo de pensar la medicina, el significado del cuidado de la persona enferma y la responsabilidad social frente a los más vulnerables, el presente documento intenta iluminar a los pastores y a los fieles en sus preocupaciones y en sus dudas acerca de la atención médica, espiritual y pastoral debida a los enfermos en las fases críticas y terminales de la vida. Todos son llamados a dar testimonio junto al enfermo y transformarse en “comunidad sanadora” para que el deseo de Jesús, que todos sean una sola carne, a partir de los más débiles y vulnerables, se lleve a cabo de manera concreta.[4] Se percibe en todas partes, de hecho, la necesidad de una aclaración moral y de una orientación práctica sobre cómo asistir a estas personas, ya que «es necesaria una unidad de doctrina y praxis»[5] respecto a un tema tan delicado, que afecta a los enfermos más débiles en las etapas más delicadas y decisivas de la vida de una persona.
Diversas Conferencias Episcopales en el
mundo han publicado documentos y cartas pastorales, con las que han buscado dar
una respuesta a los desafíos planteados por el suicidio asistido y la eutanasia
voluntaria – legitimadas por algunas legislaciones nacionales – con una específica
referencia a cuantos trabajan o se recuperan dentro de los hospitales, también
en los hospitales católicos. Pero la atención espiritual y las dudas
emergentes, en determinadas circunstancias y contextos particulares, acerca de
la celebración de los Sacramentos por aquellos que intentan poner fin a la
propia vida, reclaman hoy una intervención más clara y puntual de parte de la
Iglesia, con el fin de:
– reafirmar el mensaje del Evangelio y
sus expresiones como fundamentos doctrinales propuestos por el Magisterio,
invocando la misión de cuantos están en contacto con los enfermos en las fases
críticas y terminales (los familiares o los tutores legales, los capellanes de
hospital, los ministros extraordinarios de la Eucaristía y los agentes de
pastoral, los voluntarios de los hospitales y el personal sanitario), además de
los mismos enfermos;
– proporcionar pautas pastorales
precisas y concretas, de tal manera que a nivel local se puedan afrontar y
gestionar estas situaciones complejas para favorecer el encuentro personal del
paciente con el Amor misericordioso de Dios.
I. Hacerse cargo del prójimo
Es difícil reconocer el profundo valor
de la vida humana cuando, a pesar de todo esfuerzo asistencial, esta continúa
mostrándosenos en su debilidad y fragilidad. El sufrimiento, lejos de ser
eliminado del horizonte existencial de la persona, continúa generando una
inagotable pregunta por el sentido de la vida.[6] La solución a
esta dramática cuestión no podrá jamás ofrecerse solo a la luz del pensamiento
humano, porque en el sufrimiento está contenida la grandeza de un
misterio específico que solo la Revelación de Dios nos puede desvelar.[7] Especialmente,
a cada agente sanitario le ha sido confiada la misión de una fiel custodia de
la vida humana hasta su cumplimiento natural,[8] a través de un
proceso de asistencia que sea capaz de re-generar en cada paciente el sentido
profundo de su existencia, cuando viene marcada por el sufrimiento y la
enfermedad. Es por esto necesario partir de una atenta consideración del propio
significado del cuidado, para comprender el significado de la misión específica
confiada por Dios a cada persona, agente sanitario y de pastoral, así como al
mismo enfermo y a su familia.
La experiencia del cuidado médico parte
de aquella condición humana, marcada por la finitud y el límite, que es la
vulnerabilidad. En relación a la persona, esta se inscribe en la fragilidad de
nuestro ser juntos “cuerpo”, material y temporalmente finito, y “alma”, deseo
de infinito y destinada a la eternidad. Nuestro ser criaturas “finitas”, y
también destinadas a la eternidad, revela tanto nuestra dependencia de los
bienes materiales y de la ayuda reciproca de los hombres, como nuestra relación
originaria y profunda con Dios. Esta vulnerabilidad da fundamento a la
ética del cuidado, de manera particular en el ámbito de la medicina,
entendida como solicitud, premura, coparticipación y responsabilidad hacia las
mujeres y hombres que se nos han confiado porque están necesitados de atención
física y espiritual.
De manera específica, la relación de
cuidado revela un principio de justicia, en su doble dimensión de promoción de
la vida humana (suum cuique tribuere) y de no hacer daño a la persona (alterum
non laedere): es el mismo principio que Jesús transforma en la regla de oro
positiva «todo lo que deseáis que los demás hagan con vosotros, hacedlo
vosotros con ellos» (Mt 7, 12). Es la regla que, en la ética médica
tradicional, encuentra un eco en el aforismo primum non nocere.
El cuidado de la vida es, por tanto, la
primera responsabilidad que el médico experimenta en el encuentro con el
enfermo. Esta no puede reducirse a la capacidad de curar al enfermo, siendo su
horizonte antropológico y moral más amplio: también cuando la curación es
imposible o improbable, el acompañamiento médico y de enfermería (el cuidado de
las funciones esenciales del cuerpo), psicológico y espiritual, es un deber
ineludible, porque lo contrario constituiría un abandono inhumano del enfermo.
La medicina, de hecho, que se sirve de muchas ciencias, posee también una
importante dimensión de “arte terapéutica” que implica una relación estrecha
entre el paciente, los agentes sanitarios, familiares y miembros de las varias
comunidades de pertenencia del enfermo: arte terapéutica, actos
clínicos y cuidado están inseparablemente unidos en
la práctica médica, sobre todo en las fases críticas y terminales de la vida.
El Buen Samaritano, de hecho, «no sólo
se acerca, sino que se hace cargo del hombre medio muerto que encuentra al
borde del camino»[9]. Invierte en él no solo el dinero que tiene,
sino también aquel que no tiene y que espera ganar en Jericó, prometiendo que
pagará a su regreso. Así Cristo nos invita a fiarnos de su gracia invisible y
nos empuja a la generosidad basada en la caridad sobrenatural, identificándose
con cada enfermo: «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más
pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40). La afirmación de Jesús
es una verdad moral de alcance universal: «se trata de “hacerse cargo”
de toda la vida y de la vida de todos»,[10] para revelar el
Amor originario e incondicionado de Dios, fuente del sentido de toda vida.
Por este motivo, sobre todo en las
estructuras hospitalarias y asistenciales inspiradas en los valores cristianos,
es más necesario que nunca hacer un esfuerzo, también espiritual, para dejar
espacio a una relación construida a partir del reconocimiento de la fragilidad y
la vulnerabilidad de la persona enferma. De hecho, la
debilidad nos recuerda nuestra dependencia de Dios, y nos invita a responder
desde el respeto debido al prójimo. De aquí nace la responsabilidad moral
ligada a la conciencia de todo sujeto que se hace cargo del enfermo (médico,
enfermero, familiar, voluntario, pastor) de encontrarse frente a un bien
fundamental e inalienable – la persona humana – que impone no poder saltarse el
límite en el que se da el respeto de sí y del otro, es decir la acogida, la
tutela y la promoción de la vida humana hasta la llegada natural de la muerte.
Se trata, en este sentido, de tener una mirada contemplativa,[11] que
sabe captar en la existencia propia y la de los otros un prodigio único e
irrepetible, recibido y acogido como un don. Es la mirada de quién no pretende
apoderarse de la realidad de la vida, sino acogerla así como es, con sus
fatigas y sufrimientos, buscando reconocer en la enfermedad un sentido del que
dejarse interpelar y “guiar”, con la confianza de quien se abandona al Señor de
la vida que se manifiesta en él.
Ciertamente, la medicina debe aceptar el
límite de la muerte como parte de la condición humana. Llega un momento en el
que ya no queda más que reconocer la imposibilidad de intervenir con
tratamientos específicos sobre una enfermedad, que aparece en poco tiempo como
mortal. Es un hecho dramático, que se debe comunicar al enfermo con gran
humanidad y también con confiada apertura a la perspectiva sobrenatural,
conscientes de la angustia que la muerte genera, sobre todo en una cultura que
la esconde. No se puede pensar en la vida física como algo que hay que
conservar a toda costa – algo que es imposible -, sino como algo por vivir
alcanzando la libre aceptación del sentido de la existencia corpórea: «sólo con
referencia a la persona humana en su “totalidad unificada”, es decir, “alma que
se expresa en el cuerpo informado por un espíritu inmortal”, se puede entender
el significado específicamente humano del cuerpo».[12]
Reconocer la imposibilidad de curar ante
la cercana eventualidad de la muerte, no significa, sin embargo, el final del obrar
médico y de enfermería. Ejercitar la responsabilidad hacia la persona enferma,
significa asegurarle el cuidado hasta el final: «curar si es posible, cuidar
siempre (to cure if possible, always to care)».[13] Esta
intención de cuidar siempre al enfermo ofrece el criterio para evaluar las
diversas acciones a llevar a cabo en la situación de enfermedad “incurable”;
incurable, de hecho, no es nunca sinónimo de “in-cuidable”. La
mirada contemplativa invita a ampliar la noción de cuidado. El objetivo de la asistencia
debe mirar a la integridad de la persona, garantizando con los medios adecuados
y necesarios el apoyo físico, psicológico, social, familiar y religioso. La fe
viva, mantenida en las almas de las personas que la rodean, puede contribuir a
la verdadera vida teologal de la persona enferma, aunque esto no sea
inmediatamente visible. El cuidado pastoral de todos, familiares, médicos,
enfermeros y capellanes, puede ayudar al enfermo a persistir en la gracia
santificante y a morir en la caridad, en el Amor de Dios. Frente a lo
inevitable de la enfermedad, sobre todo si es crónica y degenerativa, si falta
la fe, el miedo al sufrimiento y a la muerte, y el desánimo que se produce,
constituyen hoy en día las causas principales de la tentación de controlar y
gestionar la llegada de la muerte, aun anticipándola, con la petición de la
eutanasia o del suicidio asistido.
II. La experiencia viviente del
Cristo sufriente y el anuncio de la esperanza
Si la figura del Buen samaritano ilumina
de luz nueva la práctica del cuidado, la experiencia viviente del Cristo
sufriente, su agonía en la Cruz y su Resurrección, son los espacios en los que
se manifiesta la cercanía del Dios hecho hombre en las múltiples formas de la
angustia y del dolor, que pueden golpear a los enfermos y sus familiares,
durante las largas jornadas de la enfermedad y en el final de la vida.
No solo en las palabras del profeta
Isaías se anuncia la persona de Cristo como el hombre familiarizado con el
dolor y el padecimiento (cfr. Is 53), si releemos las páginas
de la pasión de Cristo encontramos también la experiencia de la incomprensión,
de la mofa, del abandono, del dolor físico y de la angustia. Son experiencias
que hoy golpean a muchos enfermos, con frecuencia considerados una carga para
la sociedad; a veces no son comprendidos en sus peticiones, a menudo viven
formas de abandono afectivo, de perdida de relaciones.
Todo enfermo tiene necesidad no solo de
ser escuchado, sino de comprender que el propio interlocutor “sabe” que
significa sentirse solo, abandonado, angustiado frente a la perspectiva de la
muerte, al dolor de la carne, al sufrimiento que surge cuando la mirada de la
sociedad mide su valor en términos de calidad de vida y lo hace sentir una
carga para los proyectos de otras personas. Por eso, volver la mirada a Cristo
significa saber que se puede recurrir a quien ha probado en su carne el dolor
de la flagelación y de los clavos, la burla de los flageladores, el abandono y
la traición de los amigos más queridos.
Frente al desafío de la enfermedad y en
presencia de dificultades emotivas y espirituales en aquel que vive la
experiencia del dolor, surge, de manera inexorable, la necesidad de saber decir
una palabra de confort, extraída de la compasión llena de esperanza de Jesús
sobre la Cruz. Una esperanza creíble, profesada por Cristo en la Cruz, capaz de
afrontar el momento de la prueba, el desafío de la muerte. En la Cruz de Cristo
– cantada por la liturgia el Viernes Santo: Ave crux, spes unica –
están concentrados y resumidos todos los males y sufrimientos del mundo. Todo
el mal físico, de los cuales la cruz, cual instrumento de muerte
infame e infamante, es el emblema; todo el mal psicológico,
expresado en la muerte de Jesús en la más sombría soledad, abandono y traición;
todo el mal moral, manifestado en la condena a muerte del Inocente;
todo el mal espiritual, destacado en la desolación que hace
percibir el silencio de Dios.
Cristo es quien ha sentido alrededor de
Él la afligida consternación de la Madre y de los discípulos, que “estaban” bajo
la Cruz: en este “estar”, aparentemente cargado de impotencia y
resignación, está toda la cercanía de los afectos que permite al Dios hecho
hombre vivir también aquellas horas que parecen sin sentido.
Después está la Cruz: de hecho un
instrumento de tortura y de ejecución reservado solo a los últimos, que parece
tan semejante, en su carga simbólica, a aquellas enfermedades que clavan a una
cama, que prefiguran solo la muerte y parecen eliminar el significado del
tiempo y de su paso. Sin embargo, aquellos que “están” alrededor del
enfermo no son solo testigos, sino que son signo viviente de aquellos afectos,
de aquellas relaciones, de aquella íntima disponibilidad al amor, que permiten
al que sufre reconocer sobre él una mirada humana capaz de volver a dar sentido
al tiempo de la enfermedad. Porque en la experiencia de sentirse amado, toda la
vida encuentra su justificación. Cristo ha estado siempre sostenido, en el
camino de su pasión, por el confiado abandono en el amor del Padre, que se
hacía evidente, en la hora de la Cruz, también a través del amor de la Madre.
Porque el Amor de Dios se revela siempre, en la historia de los hombres,
gracias al amor de quien no nos abandona, de quien “está”, a pesar
de todo, a nuestro lado.
Si reflexionamos sobre el final de la
vida de las personas, no podemos olvidar que en ellas se aloja con frecuencia
la preocupación por aquellos que dejan: por los hijos, el cónyuge, los padres,
los amigos. Un componente humano que nunca podemos descuidar y a los que se
debe ofrecer apoyo y ayuda.
Es la misma preocupación de Cristo, que
antes de morir piensa en la Madre que permanecerá sola, con un dolor que deberá
llevar en la historia. En la crónica austera del Evangelio de Juan, es a la
Madre a quien se dirige Cristo, para tranquilizarla, para confiarla al
discípulo amado de tal manera que se haga cargo de ella: “Madre, ahí tienes a
tu hijo” (cfr. Jn 19, 26-27). El tiempo del final de la vida
es un tiempo de relaciones, un tiempo en el que se deben derrotar la soledad y
el abandono (cfr. Mt 27, 46 y Mc 15, 34), en
vista de una entrega confiada de la propia vida a Dios (cfr. Lc 23,
46).
Desde esta perspectiva, mirar al
Crucificado significa ver una escena coral, en la que Cristo está en el centro
porque resume en su propia carne, y verdaderamente transfigura, las horas más
tenebrosas de la experiencia humana, aquellas en las que se asoma, silenciosa,
la posibilidad de la desesperación. La luz de la fe nos hace captar, en aquella
plástica y descarnada descripción que los Evangelios nos dan, la Presencia
trinitaria, porque Cristo confía en el Padre gracias al Espíritu Santo, que
apoya a la Madre y a los discípulos que “están” y, en este su “estar”
junto a la Cruz, participan, con su humana dedicación al Sufriente, al misterio
de la Redención.
Así, si bien marcada por un tránsito
doloroso, la muerte puede convertirse en ocasión de una esperanza más grande,
gracias a la fe, que nos hace partícipes de la obra redentora de Cristo. De
hecho, el dolor es existencialmente soportable solo donde existe la esperanza.
La esperanza que Cristo transmite al que sufre y al enfermo es la de su
presencia, de su real cercanía. La esperanza no es solo un esperar por un
futuro mejor, es una mirada sobre el presente, que lo llena de significado. En
la fe cristiana, el acontecimiento de la Resurrección no solo revela la vida
eterna, sino que pone de manifiesto que en la historia la
última palabra no es jamás la muerte, el dolor, la traición, el mal. Cristo
resurge en la historia y en el misterio de la Resurrección
existe la confirmación del amor del Padre que no abandona nunca.
Releer, ahora, la experiencia viviente
del Cristo sufriente significa entregar también a los hombres de hoy una
esperanza capaz de dar sentido al tiempo de la enfermedad y de la muerte. Esta
esperanza es el amor que resiste a la tentación de la desesperación.
Aunque son muy importantes y están
cargados de valor, los cuidados paliativos no bastan si no existe alguien que
“está” junto al enfermo y le da testimonio de su valor único e irrepetible.
Para el creyente, mirar al Crucificado significa confiar en la comprensión y en
el Amor de Dios: y es importante, en una época histórica en la que se exalta la
autonomía y se celebran los fastos del individuo, recordar que si bien es
verdad que cada uno vive el propio sufrimiento, el propio dolor y la propia
muerte, estas vivencias están siempre cargadas de la mirada y de la presencia
de los otros. Alrededor de la Cruz están también los funcionarios del Estado
romano, están los curiosos, están los distraídos, están los indiferentes y los
resentidos; están bajo la Cruz, pero no “están” con el Crucificado.
En las unidades de cuidados intensivos,
en las casas de cuidado para los enfermos crónicos, se puede estar presente
como funcionario o como personas que “están” con el enfermo.
La experiencia de la Cruz permite así
ofrecer al que sufre un interlocutor creíble a quien dirigir la palabra, el
pensamiento, a quien entregar la angustia y el miedo: a aquellos que se hacen
cargo del enfermo, la escena de la Cruz proporciona un elemento adicional para
comprender que también cuando parece que no hay nada más que hacer todavía
queda mucho por hacer, porque el “estar” es uno de los signos del amor,
y de la esperanza que lleva en sí. El anuncio de la vida después de la muerte
no es una ilusión o un consuelo sino una certeza que está en el centro del
amor, que no se acaba con la muerte.
III. El “corazón que ve” del
Samaritano: la vida humana es un don sagrado e inviolable
El hombre, en cualquier condición física
o psíquica que se encuentre, mantiene su dignidad originaria de haber sido
creado a imagen de Dios. Puede vivir y crecer en el esplendor divino porque
está llamado a ser a «imagen y gloria de Dios» (1 Cor 11,
7; 2 Cor 3, 18). Su dignidad está en esta
vocación. Dios se ha hecho Hombre para salvarnos, prometiéndonos la salvación y
destinándonos a la comunión con Él: aquí descansa el fundamento último de la
dignidad humana.[14]
Pertenece a la Iglesia el acompañar con
misericordia a los más débiles en su camino de dolor, para mantener en ellos la
vida teologal y orientarlos a la salvación de Dios.[15] Es la
Iglesia del Buen Samaritano,[16] que “considera el servicio a
los enfermos como parte integrante de su misión”.[17] Comprender
esta mediación salvífica de la Iglesia en una perspectiva de comunión y
solidaridad entre los hombres es una ayuda esencial para superar toda tendencia
reduccionista e individualista.[18]
Específicamente, el programa del Buen
Samaritano es “un corazón que ve”. Él «enseña que es necesario convertir la
mirada del corazón, porque muchas veces los que miran no ven. ¿Por qué? Porque
falta compasión. Sin compasión, el que mira no se involucra en lo que
observa y pasa de largo; en cambio, el que tiene un corazón compasivo se
conmueve y se involucra, se detiene y se ocupa de lo que sucede».[19] Este
corazón ve dónde hay necesidad de amor y obra en consecuencia.[20] Los
ojos perciben en la debilidad una llamada de Dios a obrar, reconociendo en la
vida humana el primer bien común de la sociedad.[21] La vida
humana es un bien altísimo y la sociedad está llamada a reconocerlo. La vida es
un don[22] sagrado e inviolable y todo hombre, creado por Dios,
tiene una vocación transcendente y una relación única con Aquel que da la vida,
porque «Dios invisible en su gran amor”[23] ofrece a cada
hombre un plan de salvación para que podamos decir: «La vida es siempre un
bien. Esta es una intuición o, más bien, un dato de experiencia, cuya razón
profunda el hombre está llamado a comprender».[24] Por eso la
Iglesia está siempre dispuesta a colaborar con todos los hombres de buena
voluntad, con creyentes de otras confesiones o religiones o no creyentes, que
respetan la dignidad de la vida humana, también en sus fases extremas del
sufrimiento y de la muerte, y rechazan todo acto contrario a ella.[25] Dios
Creador ofrece al hombre la vida y su dignidad como un don precioso a custodiar
y acrecentar y del cual, finalmente, rendirle cuentas a Él.
La Iglesia afirma el sentido positivo de
la vida humana como un valor ya perceptible por la recta razón, que la luz de
la fe confirma y realza en su inalienable dignidad.[26] No se
trata de un criterio subjetivo o arbitrario; se trata de un criterio fundado en
la inviolable dignidad natural – en cuanto que la vida es el primer bien porque
es condición del disfrute de todos los demás bienes – y en la vocación
trascendente de todo ser humano, llamado a compartir el Amor trinitario del
Dios viviente:[27] «el amor especialísimo que el Creador tiene
por cada ser humano le confiere una dignidad infinita».[28] El
valor inviolable de la vida es una verdad básica de la ley moral natural y un
fundamento esencial del ordenamiento jurídico. Así como no se puede aceptar que
otro hombre sea nuestro esclavo, aunque nos lo pidiese, igualmente no se puede
elegir directamente atentar contra la vida de un ser humano, aunque este lo
pida. Por lo tanto, suprimir un enfermo que pide la eutanasia no significa en
absoluto reconocer su autonomía y apreciarla, sino al contrario significa desconocer
el valor de su libertad, fuertemente condicionada por la enfermedad y el dolor,
y el valor de su vida, negándole cualquier otra posibilidad de relación humana,
de sentido de la existencia y de crecimiento en la vida teologal. Es más, se
decide al puesto de Dios el momento de la muerte. Por eso, «aborto, eutanasia y
el mismo suicidio deliberado degradan la civilización humana, deshonran
más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor
debido al Creador».[29]
IV. Los obstáculos culturales que
oscurecen el valor sagrado de toda vida humana
Hoy en día algunos factores limitan la
capacidad de captar el valor profundo e intrínseco de toda vida humana: el
primero se refiere a un uso equivoco del concepto de “muerte digna” en relación
con el de “calidad de vida”. Irrumpe aquí una perspectiva antropológica
utilitarista, que viene «vinculada preferentemente a las posibilidades
económicas, al “bienestar”, a la belleza y al deleite de la vida física,
olvidando otras dimensiones más profundas – relacionales, espirituales y
religiosas – de la existencia».[30] En virtud de este
principio, la vida viene considerada digna solo si tiene un nivel aceptable de
calidad, según el juicio del sujeto mismo o de un tercero, en orden a la
presencia-ausencia de determinadas funciones psíquicas o físicas, o con
frecuencia identificada también con la sola presencia de un malestar
psicológico. Según esta perspectiva, cuando la calidad de vida parece pobre, no
merece la pena prolongarla. No se reconoce que la vida humana tiene un valor
por sí misma.
Un segundo obstáculo que oscurece la
percepción de la sacralidad de la vida humana es una errónea comprensión de la
“compasión”.[31] Ante un sufrimiento calificado como
“insoportable”, se justifica el final de la vida del paciente en nombre de la
“compasión”. Para no sufrir es mejor morir: es la llamada eutanasia
“compasiva”. Sería compasivo ayudar al paciente a morir a través de la
eutanasia o el suicidio asistido. En realidad, la compasión humana no consiste
en provocar la muerte, sino en acoger al enfermo, en sostenerlo en medio de las
dificultades, en ofrecerle afecto, atención y medios para aliviar el
sufrimiento.
El tercer factor, que hace difícil
reconocer el valor de la propia vida y la de los otros dentro de las relaciones
intersubjetivas, es un individualismo creciente, que induce a ver a los otros
como límite y amenaza de la propia libertad. En la raíz de tal actitud está «un
neo-pelagianismo para el cual el individuo, radicalmente autónomo, pretende
salvarse a sí mismo, sin reconocer que depende, en lo más profundo de su ser,
de Dios y de los demás . Un cierto neo-gnosticismo, por su parte, presenta
una salvación meramente interior, encerrada en el subjetivismo»,[32] que
favorece la liberación de la persona de los límites de su cuerpo, sobre todo
cuando está débil y enferma.
El individualismo, en particular, está
en la raíz de la que se considerada como la enfermedad latente de nuestro
tiempo: la soledad,[33] tematizada en algunos contextos
legislativos incluso como “derecho a la soledad”, a partir de la autonomía de
la persona y del “principio del permiso-consentimiento”: un
permiso-consentimiento que, dadas determinadas condiciones de malestar o de
enfermedad, puede extenderse hasta la elección de seguir o no viviendo. Es el
mismo “derecho” que subyace a la eutanasia y al suicidio asistido. La idea de
fondo es que cuantos se encuentran en una condición de dependencia y no pueden
alcanzar la perfecta autonomía y reciprocidad son cuidados en virtud de
un favor. El concepto de bien se reduce así a ser el resultado de
un acuerdo social: cada uno recibe los cuidados y la asistencia que la
autonomía o la utilidad social o económica hacen posible o conveniente. Se
produce así un empobrecimiento de las relaciones interpersonales, que se
convierten en frágiles, privadas de la caridad sobrenatural, de aquella
solidaridad humana y de aquel apoyo social, tan necesarios, para afrontar los
momentos y las decisiones más difíciles de la existencia.
Este modo de pensar las relaciones
humanas y el significado del bien hacen mella en el sentido mismo de la vida,
haciéndola fácilmente manipulable, también a través de leyes que legalizan las
prácticas eutanásicas, procurando la muerte de los enfermos. Estas acciones
provocan una gran insensibilidad hacia el cuidado de las personas enfermas y
deforman las relaciones. En tales circunstancias, surgen a veces dilemas
infundados sobre la moralidad de las acciones que, en realidad, no son más que
actos debidos de simple cuidado de la persona, como hidratar y alimentar a un
enfermo en estado de inconsciencia sin perspectivas de curación.
En este sentido, el Papa Francisco ha
hablado de la «cultura del descarte».[34] Las victimas de tal
cultura son los seres humanos más frágiles, que corren el riesgo de ser
“descartados” por un engranaje que quiere ser eficaz a toda costa. Se trata de
un fenómeno cultural fuertemente anti-solidario, que Juan Pablo II calificó
como «cultura de la muerte» y que crea auténticas «estructuras de pecado».[35] Esto
puede inducir a cumplir acciones en sí mismas incorrectas por el único motivo
de “sentirse bien” al cumplirlas, generando confusión entre el bien y el mal, allí
donde toda vida personal posee un valor único e irrepetible, siempre prometedor
y abierto a la trascendencia. En esta cultura del descarte y de la muerte, la
eutanasia y el suicidio asistido aparecen como una solución errónea para
resolver los problemas relativos al paciente terminal.
V. La enseñanza del Magisterio
1. La prohibición de la eutanasia y el suicidio
asistido
La Iglesia, en la misión de transmitir a
los fieles la gracia del Redentor y la ley santa de Dios, que ya puede
percibirse en los dictados de la ley moral natural, siente el deber de
intervenir para excluir una vez más toda ambigüedad en relación con el
Magisterio sobre la eutanasia y el suicidio asistido, también en aquellos
contextos donde las leyes nacionales han legitimado tales prácticas.
Especialmente, la difusión de los
protocolos médicos aplicables a las situaciones de final de la vida, como
el Do Not Resuscitate Order o el Physician Orders for
Life Sustaining Treatament – con todas sus variantes según las
legislaciones y contextos nacionales, inicialmente pensados como instrumentos
para evitar el ensañamiento terapéutico en las fases terminales de la vida – ,
despierta hoy graves problemas en relación con el deber de tutelar la vida del
paciente en las fases más críticas de la enfermedad. Si por una parte los
médicos se sienten cada vez más vinculados a la autodeterminación expresada por
el paciente en estas declaraciones, que lleva a veces a privarles de la
libertad y del deber de obrar tutelando la vida allí donde podrían hacerlo, por
otra parte, en algunos contextos sanitarios, preocupa el abuso denunciado
ampliamente del empleo de tales protocolos con una perspectiva eutanásica,
cuando ni el paciente, ni mucho menos la familia, es consultado en la decisión
final. Esto sucede sobre todo en los países donde la legislación sobre el final
de la vida deja hoy amplios márgenes de ambigüedad en relación con la
aplicación del deber de cuidado, al introducirse en ellos la práctica
de la eutanasia.
Por estas razones, la Iglesia considera
que debe reafirmar como enseñanza definitiva que la eutanasia es un crimen
contra la vida humana porque, con tal acto, el hombre elige causar
directamente la muerte de un ser humano inocente. La definición de eutanasia no
procede de la ponderación de los bienes o los valores en
juego, sino de un objeto moral suficientemente especificado,
es decir la elección de «una acción o una omisión que por su naturaleza, o en
la intención, causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor».[36] «La
eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos
usados».[37] La valoración moral de la eutanasia, y de las
consecuencias que se derivan, no depende, por tanto, de un balance de principios,
que, según las circunstancias y los sufrimientos del paciente, podrían, según
algunos, justificar la supresión de la persona enferma. El valor de la vida, la
autonomía, la capacidad de decisión y la calidad de vida no están en el mismo
plano.
La eutanasia, por lo tanto, es un acto
intrínsecamente malo, en toda ocasión y circunstancia. En el pasado la Iglesia
ya ha afirmado de manera definitiva «que la eutanasia es una grave violación
de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable
de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la
Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y
enseñada por el Magisterio ordinario y universal. Semejante práctica conlleva,
según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio».[38] Toda
cooperación formal o material inmediata a tal
acto es un pecado grave contra la vida humana: «Ninguna autoridad puede
legítimamente imponerlo ni permitirlo. Se trata, en efecto, de una violación de
la ley divina, de una ofensa a la dignidad de la persona humana, de un crimen
contra la vida, de un atentado contra la humanidad».[39] Por lo
tanto, la eutanasia es un acto homicida que ningún fin puede legitimar y que no
tolera ninguna forma de complicidad o colaboración, activa o pasiva. Aquellos
que aprueban leyes sobre la eutanasia y el suicidio asistido se hacen, por lo
tanto, cómplices del grave pecado que otros llevarán a cabo. Ellos son también
culpables de escándalo porque tales leyes contribuyen a deformar la conciencia,
también la de los fieles. [40]
La vida tiene la misma dignidad y el
mismo valor para todos y cada uno: el respeto de la vida del otro es el mismo
que se debe a la propia existencia. Una persona que elije con plena libertad quitarse
la vida rompe su relación con Dios y con los otros y se niega a sí mismo como
sujeto moral. El suicidio asistido aumenta la gravedad, porque
hace partícipe a otro de la propia desesperación, induciéndolo a no dirigir la
voluntad hacia el misterio de Dios, a través de la virtud moral de la
esperanza, y como consecuencia a no reconocer el verdadero valor de la vida y a
romper la alianza que constituye la familia humana. Ayudar al suicida es una
colaboración indebida a un acto ilícito, que contradice la relación teologal
con Dios y la relación moral que une a los hombres para que compartan el don de
la vida y sean coparticipes del sentido de la propia existencia.
También cuando la petición de eutanasia
nace de una angustia y de una desesperación,[41] y «aunque en
casos de ese género la responsabilidad personal pueda estar disminuida o
incluso no existir, sin embargo el error de juicio de la conciencia – aunque
fuera incluso de buena fe – no modifica la naturaleza del acto homicida, que en
sí sigue siendo siempre inadmisible».[42] Dígase lo mismo para
el suicidio asistido. Tales prácticas no son nunca una ayuda auténtica al
enfermo, sino una ayuda a morir.
Se trata, por tanto, de una elección
siempre incorrecta: «El personal médico y los otros agentes sanitarios – fieles
a la tarea de “estar siempre al servicio de la vida y de asistirla hasta el
final – no pueden prestarse a ninguna práctica eutanásica ni siquiera a
petición del interesado, y mucho menos de sus familiares. No existe, en efecto,
un derecho a disponer arbitrariamente de la propia vida, por lo que ningún
agente sanitario puede erigirse en tutor ejecutivo de un derecho inexistente».[43]
Es por esto que la eutanasia y
el suicidio asistido son siempre un fracaso de quienes los teorizan,
de quienes los deciden y de quienes los practican.[44]
Son gravemente injustas, por tanto, las
leyes que legalizan la eutanasia o aquellas que justifican el suicidio y la
ayuda al mismo, por el falso derecho de elegir una muerte definida
inapropiadamente digna solo porque ha sido elegida.[45] Tales
leyes golpean el fundamento del orden jurídico: el derecho a la vida, que
sostiene todo otro derecho, incluido el ejercicio de la libertad humana. La
existencia de estas leyes hiere profundamente las relaciones humanas, la
justicia y amenazan la confianza mutua entre los hombres. Los ordenamientos
jurídicos que han legitimado el suicidio asistido y la eutanasia muestran,
además, una evidente degeneración de este fenómeno social. El Papa Francisco
recuerda que «el contexto sociocultural actual está erosionando progresivamente
la conciencia de lo que hace que la vida humana sea preciosa. De hecho, la vida
se valora cada vez más por su eficiencia y utilidad, hasta el punto de
considerar como “vidas descartadas” o “vidas indignas” las que no se ajustan a
este criterio. En esta situación de pérdida de los valores auténticos, se
resquebrajan también los deberes inderogables de solidaridad y fraternidad
humana y cristiana. En realidad, una sociedad se merece la calificación de “civil”
si desarrolla los anticuerpos contra la cultura del descarte; si reconoce el
valor intangible de la vida humana; si la solidaridad se practica activamente y
se salvaguarda como fundamento de la convivencia».[46] En
algunos países del mundo, decenas de miles de personas ya han muerto por
eutanasia, muchas de ellas porque se quejaban de sufrimientos psicológicos o
depresión. Son frecuentes los abusos denunciados por los mismos médicos sobre
la supresión de la vida de personas que jamás habrían deseado para sí la
aplicación de la eutanasia. De hecho, la petición de la muerte en muchos casos
es un síntoma mismo de la enfermedad, agravado por el aislamiento y por el
desánimo. La Iglesia ve en esta dificultad una ocasión para la purificación
espiritual, que profundiza la esperanza, haciendo que se convierta en
verdaderamente teologal, focalizada en Dios, y solo en Dios.
Más bien, en lugar de complacerse en una
falsa condescendencia, el cristiano debe ofrecer al enfermo la ayuda
indispensable para salir de su desesperación. El mandamiento «no matarás» (Ex 20,
13; Dt 5, 17), de hecho, es un sí a la vida, de la
cual Dios se hace garante: «se transforma en la llamada a un amor solícito que
tutela e impulsa la vida del prójimo».[47] El cristiano, por
tanto, sabe que la vida terrena no es el valor supremo. La felicidad última
está en el cielo. Así, el cristiano no pretenderá que la vida física continúe
cuando la muerte está cerca. El cristiano ayudará al moribundo a liberarse de
la desesperación y a poner su esperanza en Dios.
Desde la perspectiva clínica, los
factores que más determinan la petición de eutanasia y suicidio asistido son:
el dolor no gestionado y la falta de esperanza, humana y teologal, inducida
también por una atención, humana, psicológica y espiritual a menudo inadecuada
por parte de quien se hace cargo del enfermo.[48]
Es lo que la experiencia confirma: «las
súplicas de los enfermos muy graves que alguna vez invocan la muerte no deben
ser entendidas como expresión de una verdadera voluntad de eutanasia; estas en
efecto son casi siempre peticiones angustiadas de asistencia y de afecto.
Además de los cuidados médicos, lo que necesita el enfermo es el amor, el calor
humano y sobrenatural, con el que pueden y deben rodearlo todos aquellos que
están cercanos, padres e hijos, médicos y enfermeros».[49] El
enfermo que se siente rodeado de una presencia amorosa, humana y cristiana,
supera toda forma de depresión y no cae en la angustia de quien, en cambio, se
siente solo y abandonado a su destino de sufrimiento y de muerte.
El hombre, en efecto, no vive el dolor
solamente como un hecho biológico, que se gestiona para hacerlo soportable,
sino como el misterio de la vulnerabilidad humana en relación con el final de
la vida física, un acontecimiento difícil de aceptar, dado que la unidad de
alma y cuerpo es esencial para el hombre.
Por eso, solo re-significando el
acontecimiento mismo de la muerte – mediante la apertura en ella de un
horizonte de vida eterna, que anuncia el destino trascendente de toda persona –
el “final de la vida” se puede afrontar de una manera acorde a la dignidad
humana y adecuada a aquella fatiga y sufrimiento que inevitablemente produce la
sensación inminente del final. De hecho, «el sufrimiento es algo todavía
más amplio que la enfermedad, más complejo y a la vez aún más
profundamente enraizado en la humanidad misma».[50] Y este
sufrimiento, con ayuda de la gracia, puede ser animado desde dentro con la
caridad divina, como en el caso del sufrimiento de Cristo en la Cruz.
Por eso, la actitud de quien atiende a
una persona afectada por una enfermedad crónica o en la fase terminal de la
vida, debe ser aquella de “saber estar”, velar con quien sufre la
angustia del morir, “consolar”, o sea de ser-con en la soledad, de ser
co-presencia que abre a la esperanza.[51] Mediante la fe y la
caridad expresadas en la intimidad del alma la persona que cuida es capaz de
sufrir el dolor del otro y de abrirse a una relación personal con el débil que
amplía los horizontes de la vida más allá del acontecimiento de la muerte,
transformándose así en una presencia llena de esperanza.
«Llorad con los que lloran» (Rm 12,
15), porque es feliz quien tiene compasión hasta llorar con los otros
(cfr. Mt 5, 4). En esta relación, en la que se da la
posibilidad de amar, el sufrimiento se llena de significado en el com-partir de
una condición humana y con la solidaridad en el camino hacia Dios, que expresa
aquella alianza radical entre los hombres[52] que les hace
entrever una luz también más allá de la muerte. Ella nos hace ver el acto
médico desde dentro de una alianza terapéuticaentre el médico y el
enfermo, unidos por el reconocimiento del valor trascendente de la vida y del
sentido místico del sufrimiento. Esta alianza es la luz para comprender el buen
obrar médico, superando la visión individualista y utilitarista hoy
predominante.
2. La obligación moral de evitar el ensañamiento
terapéutico
El Magisterio de la Iglesia recuerda
que, cuando se acerca el término de la existencia terrena, la dignidad de la
persona humana se concreta como derecho a morir en la mayor serenidad posible y
con la dignidad humana y cristiana que le son debidas.[53] Tutelar
la dignidad del morir significa tanto excluir la anticipación de la muerte como
el retrasarla con el llamado “ensañamiento terapéutico”.[54] La
medicina actual dispone, de hecho, de medios capaces de retrasar
artificialmente la muerte, sin que el paciente reciba en tales casos un
beneficio real. Ante la inminencia de una muerte inevitable, por lo tanto, es
lícito en ciencia y en conciencia tomar la decisión de renunciar a los
tratamientos que procurarían solamente una prolongación precaria y penosa de la
vida, sin interrumpir todavía los cuidados normales debidos al enfermo en casos
similares.[55] Esto significa que no es lícito suspender los
cuidados que sean eficaces para sostener las funciones fisiológicas esenciales,
mientras que el organismo sea capaz de beneficiarse (ayudas a la hidratación, a
la nutrición, a la termorregulación y otras ayudas adecuadas y proporcionadas a
la respiración, y otras más, en la medida en que sean necesarias para mantener
la homeostasis corpórea y reducir el sufrimiento orgánico y sistémico). La
suspensión de toda obstinación irrazonable en la administración de los
tratamientos no debe ser una retirada terapéutica. Tal aclaración
se hace hoy indispensable a la luz de los numerosos casos judiciales que en los
últimos años han llevado a la retirada de los cuidados – y a la muerte
anticipada – a pacientes en condiciones críticas, pero no terminales, a los
cuales se ha decidido suspender los cuidados de soporte vital, porque no había
perspectivas de una mejora en su calidad de vida.
En el caso específico del ensañamiento
terapéutico, viene reafirmado que la renuncia a medios extraordinarios y/o
desproporcionados «no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien
la aceptación de la condición humana ante la muerte»[56] o la
elección ponderada de evitar la puesta en marcha de un dispositivo médico
desproporcionado a los resultados que se podrían esperar. La renuncia a tales
tratamientos, que procurarían solamente una prolongación precaria y penosa de
la vida, puede también manifestar el respeto a la voluntad del paciente,
expresada en las llamadas voluntades anticipadas de tratamiento, excluyendo
sin embargo todo acto de naturaleza eutanásica o suicida.[57]
La proporcionalidad, de hecho, se
refiere a la totalidad del bien del enfermo. Nunca se puede aplicar el falso
discernimiento moral de la elección entre valores (por
ejemplo, vida versus calidad de vida); esto podría inducir a
excluir de la consideración la salvaguarda de la integridad personal y del
bien-vida y el verdadero objeto moral del acto realizado.[58] En
efecto, todo acto médico debe tener en el objeto y en las intenciones de quien
obra el acompañamiento de la vida y nunca la consecución de la muerte[59].
En todo caso, el médico no es nunca un mero ejecutor de la voluntad del
paciente o de su representante legal, conservando el derecho y el deber de
sustraerse a la voluntad discordante con el bien moral visto desde la propia
conciencia.[60]
3. Los cuidados básicos: el deber de
alimentación e hidratación
Principio fundamental e ineludible del
acompañamiento del enfermo en condiciones críticas y/o terminales es la continuidad
de la asistencia en sus funciones fisiológicas esenciales. En
particular, un cuidado básico debido a todo hombre es el de administrar los
alimentos y los líquidos necesarios para el mantenimiento de la homeostasis del
cuerpo, en la medida en que y hasta cuando esta administración demuestre
alcanzar su finalidad propia, que consiste en el procurar la hidratación y la
nutrición del paciente.[61]
Cuando la administración de sustancias
nutrientes y líquidos fisiológicos no resulte de algún beneficio al paciente,
porque su organismo no está en grado de absorberlo o metabolizarlo, la
administración viene suspendida. De este modo, no se anticipa ilícitamente la
muerte por privación de las ayudas a la hidratación y a la nutrición,
esenciales para las funciones vitales, sino que se respeta la evolución natural
de la enfermedad crítica o terminal. En caso contrario, la privación de estas
ayudas se convierte en una acción injusta y puede ser fuente de gran
sufrimiento para quien lo padece. Alimentación e hidratación no constituyen un
tratamiento médico en sentido propio, porque no combaten las causas de un
proceso patológico activo en el cuerpo del paciente, sino que representan el
cuidado debido a la persona del paciente, una atención clínica y humana
primaria e ineludible. La obligatoriedad de este cuidado del enfermo a través
de una apropiada hidratación y nutrición puede exigir en algunos casos el uso de
una vía de administración artificial,[62] con la condición que
esta no resulte dañina para el enfermo o provoque sufrimientos inaceptables
para el paciente.[63]
4. Los cuidados paliativos
De la continuidad de la
asistencia forma parte el constante deber de comprender las
necesidades del enfermo: necesidad de asistencia, de alivio del dolor,
necesidades emotivas, afectivas y espirituales. Como se ha demostrado por la
más amplia experiencia clínica, la medicina paliativa constituye un instrumento
precioso e irrenunciable para acompañar al paciente en las fases más dolorosas,
penosas, crónicas y terminales de la enfermedad. Los así llamados cuidados
paliativos son la expresión más auténtica de la acción humana y
cristiana del cuidado, el símbolo tangible del compasivo “estar” junto al que
sufre. Estos tienen como objetivo «aliviar los sufrimientos en la fase final de
la enfermedad y de asegurar al mismo paciente un adecuado acompañamiento
humano”[64] digno, mejorándole – en la medida de lo posible –
la calidad de vida y el completo bienestar. La experiencia enseña que la
aplicación de los cuidados paliativos disminuye drásticamente el número de
personas que piden la eutanasia. Por este motivo, parece útil un compromiso
decidido, según las posibilidades económicas, para llevar estos cuidados a
quienes tengan necesidad, para aplicarlos no solo en las fases terminales de la
vida, sino como perspectiva integral de cuidado en relación a
cualquier patología crónica y/o degenerativa, que pueda tener un pronóstico complejo,
doloroso e infausto para el paciente y para su familia.[65]
La asistencia espiritual al enfermo, y a
sus familiares, forma parte de los cuidados paliativos. Esta infunde confianza
y esperanza en Dios al moribundo y a los familiares, ayudándoles a aceptar la
muerte del pariente. Es una contribución esencial que compete a los agentes de
pastoral y a toda la comunidad cristiana, con el ejemplo del Buen Samaritano,
para que al rechazo le siga la aceptación, y sobre la angustia prevalezca la
esperanza,[66] sobre todo cuando el sufrimiento se prolonga por
la degeneración de la patología, al aproximarse el final. En esta fase, la
prescripción de una terapia analgésica eficaz permite al paciente afrontar la
enfermedad y la muerte sin miedo a un dolor insoportable. Este remedio estará
asociado, necesariamente, a un apoyo fraternal que pueda vencer la sensación de
soledad del paciente causada, con frecuencia, por no sentirse suficientemente
acompañado y comprendido en su difícil situación.
La técnica no da una respuesta radical
al sufrimiento y no se puede pensar que esta pueda llegar a eliminarlo de la
vida de los hombres.[67] Una pretensión semejante genera una
falsa esperanza, causando una desesperación todavía mayor en el que sufre. La
ciencia médica es capaz de conocer cada vez mejor el dolor físico y debe poner
en práctica los mejores recursos técnicos para tratarlo; pero el horizonte
vital de una enfermedad terminal genera un sufrimiento profundo en el enfermo,
que requiere una atención no meramente técnica. Spe salvi facti sumus, en
la esperanza, teologal, dirigida hacia Dios, hemos sido salvados, dice San
Pablo (Rm 8, 24).
“El vino de la esperanza” es la
contribución específica de la fe cristiana en el cuidado del enfermo y hace
referencia al modo como Dios vence el mal en el mundo. En el sufrimiento el
hombre debe poder experimentar una solidaridad y un amor que asume el
sufrimiento ofreciendo un sentido a la vida, que se extiende más allá de la
muerte. Todo esto posee una gran relevancia social: «Una sociedad que no logra
aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a
que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado, también interiormente, es una
sociedad cruel e inhumana».[68]
Debe, sin embargo, precisarse que la
definición de los cuidados paliativos ha asumido en años recientes una
connotación que puede resultar equívoca. En algunos países del mundo, las
legislaciones nacionales que regulan los cuidados paliativos (Palliative
Care Act) así como las leyes sobre el “final de la vida” (End-of-Life
Law), prevén, junto a los cuidados paliativos, la llamada Asistencia
Médica a la Muerte (MAiD), que puede incluir la posibilidad de
pedir la eutanasia y el suicidio asistido. Estas previsiones legislativas
constituyen un motivo de confusión cultural grave, porque hacen creer que la
asistencia médica a la muerte voluntaria sea parte integrante de los cuidados
paliativos y que, por lo tanto, sea moralmente lícito pedir la eutanasia o el
suicidio asistido.
Además, en estos mismos contextos legislativos,
las intervenciones paliativas para reducir el sufrimiento de los pacientes
graves o moribundos pueden consistir en la administración de fármacos dirigidos
a anticipar la muerte o en la suspensión/interrupción de la hidratación y la
alimentación, incluso cuando hay un pronóstico de semanas o meses. Sin embargo,
estas prácticas equivalen a una acción u omisión directa para procurar
la muerte y son por tanto ilícitas. La difusión progresiva de estas leyes,
también a través de los protocolos de las sociedades científicas nacionales e
internacionales, además de inducir a un número creciente de personas
vulnerables a elegir la eutanasia o el suicidio, constituye una
irresponsabilidad social frente a tantas personas, que solo tendrían necesidad
de ser mejor atendidas y consoladas.
5. El papel de la familia y los hospices
En el cuidado del enfermo terminal es
central el papel de la familia.[69] En ella la persona se apoya
en relaciones fuertes, viene apreciada por sí misma y no solo por su productividad
o por el placer que pueda generar. En el cuidado es esencial que el enfermo no
se sienta una carga, sino que tenga la cercanía y el aprecio de sus seres
queridos. En esta misión, la familia necesita la ayuda y los medios adecuados.
Es necesario, por tanto, que los Estados reconozcan la función social primaria
y fundamental de la familia y su papel insustituible, también en este ámbito,
destinando los recursos y las estructuras necesarias para ayudarla. Además, el
acompañamiento humano y espiritual de la familia es un deber en las estructuras
sanitarias de inspiración cristiana; nunca debe descuidarse, porque
constituye una única unidad de cuidado con el enfermo.
Junto a la familia, la creación de
los hospices, centros y estructuras donde
acoger los enfermos terminales, para asegurar el cuidado hasta el último
momento, es algo bueno y de gran ayuda. Después de todo, «la respuesta
cristiana al misterio del sufrimiento y de la muerte no es una explicación sino
una Presencia»[70] que se hace cargo del dolor, lo acompaña y
lo abre a una esperanza confiada. Estas estructuras se ponen como ejemplo de
humanidad en la sociedad, santuarios del dolor vivido con plenitud de sentido.
Por esto deben estar equipadas con personal especializado y medios materiales
específicos de cuidado, siempre abiertos a la familia: «A este respecto, pienso
en lo bien que funcionan los hospices para los cuidados
paliativos, en los que los enfermos terminales son acompañados con un apoyo
médico, psicológico y espiritual cualificado, para que puedan vivir con
dignidad, confortados por la cercanía de sus seres queridos, la fase final de
su vida terrenal. Espero que estos centros continúen siendo lugares donde se
practique con compromiso la “terapia de la dignidad”, alimentando así el amor y
el respeto por la vida».[71] En estas situaciones, así como en
cualquier estructura sanitaria católica, es necesaria la presencia de agentes
sanitarios y pastorales preparados no solo bajo el perfil clínico, sino también
practicantes de una verdadera vida teologal de fe y esperanza, dirigida hacia
Dios, porque esta constituye la forma más elevada de humanización del morir.[72]
6. El acompañamiento y el cuidado en la edad prenatal
y pediátrica
En relación al acompañamiento de los
neonatos y de los niños afectados de enfermedades crónicas degenerativas
incompatibles con la vida, o en las fases terminales de la vida misma, es
necesario reafirmar cuanto sigue, siendo conscientes de la necesidad de
desarrollar una estrategia operativa capaz de garantizar calidad y bienestar al
niño y a su familia.
Desde la concepción, los niños afectados
por malformaciones o patologías de cualquier tipo son pequeños
pacientes que la medicina hoy es capaz de asistir y acompañar de
manera respetuosa con la vida. Su vida es sagrada, única, irrepetible e
inviolable, exactamente como aquella de toda persona adulta.
En el caso de las llamadas patologías
prenatales “incompatibles con la vida” – es decir que seguramente lo llevaran a
la muerte dentro de un breve espacio de tiempo – y en ausencia de tratamientos
fetales o neonatales capaces de mejorar las condiciones de salud de estos
niños, de ninguna manera son abandonados en el plano asistencial, sino que son
acompañados, como cualquier otro paciente, hasta la consecución de la muerte
natural; el comfort care perinatal favorece, en este sentido, un proceso
asistencial integrado, que, junto al apoyo de los médicos y de los
agentes de pastoral sostiene la presencia constante de la familia. El niño es
un paciente especial y requiere por parte del acompañante una preparación
específica ya sea en términos de conocimiento como de presencia. El
acompañamiento empático de un niño en fase terminal, que está entre los más
delicados, tiene el objetivo de añadir vida a los años del niño y no años a su
vida.
Especialmente, los Hospices Perinatales proporcionan
un apoyo esencial a las familias que acogen el nacimiento de un hijo en
condiciones de fragilidad. En tales casos, el acompañamiento médico competente
y el apoyo de otras familias-testigos, que han pasado por la misma experiencia
de dolor y de pérdida, constituyen un recurso esencial, junto al necesario
acompañamiento espiritual de estas familias. Es un deber pastoral de los
agentes sanitarios de inspiración cristiana trabajar para favorecer la máxima
difusión de los mismos en el mundo.
Todo esto se revela especialmente
importante en el caso de aquellos niños que, en el estado actual del conocimiento
científico, están destinados a morir inmediatamente después del parto o en un
corto periodo de tiempo. Cuidar a estos niños ayuda a los padres a elaborar el
luto y a concebirlo no solo como una pérdida, sino como una etapa de un camino
de amor recorrido junto al hijo.
Desafortunadamente, la cultura hoy
dominante no promueve esta perspectiva: a nivel social, el uso a veces obsesivo
del diagnóstico prenatal y el afirmarse de una cultura hostil a la discapacidad
inducen, con frecuencia, a la elección del aborto, llegando a configurarlo como
una práctica de “prevención”. Este consiste en la eliminación deliberada de una
vida humana inocente y como tal nunca es lícito. Por lo tanto, el uso del
diagnóstico prenatal con una finalidad selectiva es contrario a la dignidad de
la persona y gravemente ilícito porque es expresión de una mentalidad
eugenésica. En otros casos, después del nacimiento, la misma cultura lleva a
suspender, o no iniciar, los cuidados al niño apenas nacido, por la presencia o
incluso solo por la posibilidad que desarrolle en el futuro una discapacidad.
También esta perspectiva, de matriz utilitarista, no puede ser aprobada. Un
procedimiento semejante, además de inhumano, es gravemente ilícito desde el
punto de vista moral.
Un principio fundamental de la
asistencia pediátrica es que el niño en la fase final de la vida tiene el
derecho al respeto y al cuidado de su persona, evitando tanto el ensañamiento
terapéutico y la obstinación irrazonable como toda anticipación intencional de
su muerte. En la perspectiva cristiana, el cuidado pastoral de un niño enfermo
terminal reclama la participación a la vida divina en el Bautismo y la
Confirmación.
En la fase terminal del recorrido de una
enfermedad incurable, incluso si se suspenden las terapias farmacológicas o de
otra naturaleza destinadas a luchar contra la patología que sufre el niño,
porque no son apropiadas a su deteriorada condición clínica y son consideradas
por los médicos como fútiles o excesivamente gravosas para él, en cuanto causa
de un mayor sufrimiento, no deben reducirse los cuidados integrales del pequeño
enfermo, en sus diversas dimensiones fisiológica, psicológica,
afectivo-relacional y espiritual. Cuidar no significa solo poner en práctica
una terapia o curar; así como interrumpir una terapia, cuando esta ya no
beneficia al niño incurable, no implica suspender los cuidados eficaces para
sostener las funciones fisiológicas esenciales para la vida del pequeño
paciente, mientras su organismo sea capaz de beneficiarse (ayuda a la hidratación,
a la nutrición, a la termorregulación y todavía otras, en la medida en que
estas se requieran para sostener la homeostasis corporal y reducir el
sufrimiento orgánico y sistémico). La abstención de toda obstinación
terapéutica, en la administración de los tratamientos juzgados
ineficaces, no debe ser una retirada terapéutica en los
cuidados, sino que debe mantener abierto el camino de acompañamiento a la
muerte. Se debe considerar, también, que las intervenciones rutinarias, como la
ayuda a la respiración, se administren de manera indolora y proporcionada,
personalizando sobre el paciente el tipo de ayuda adecuada, para evitar que la
justa preocupación por la vida contraste con la imposición injusta de un dolor
evitable.
En este contexto, la evaluación y la
gestión del dolor físico del neonato y del niño son esenciales para respetarlo
y acompañarlo en las fases más estresantes de la enfermedad. Los cuidados
personalizados y delicados, que hoy en día se llevan a cabo en la asistencia
clínica pediátrica, acompañados por la presencia de los padres, hacen posible
una gestión integrada y más eficaz de cualquier intervención asistencial.
El mantenimiento del vínculo afectivo
entre los padres y el hijo es parte integrante del proceso de cuidado. La
relación de cuidado y de acompañamiento padre-niño viene favorecida con todos
los instrumentos necesarios y constituye la parte fundamental del cuidado,
también para las enfermedades incurables y las situaciones de evolución
terminal. Además del contacto afectivo, no se debe olvidar el momento
espiritual. La oración de las personas cercanas, por la intención del niño
enfermo, tiene un valor sobrenatural que sobrepasa y profundiza la relación
afectiva.
El concepto ético/jurídico del “mejor
interés del niño” – hoy utilizado para efectuar la evaluación costes-beneficios
de los cuidados que se lleven a cabo – de ninguna manera puede constituir el
fundamento para decidir abreviar su vida con el objetivo de evitarle
sufrimientos, con acciones u omisiones que por su naturaleza o en la intención
se puedan configurar como eutanásicas. Como se ha dicho, la suspensión de
terapias desproporcionadas no puede conducir a la supresión de aquellos
cuidados básicos necesarios para acompañarlo a una muerte digna, incluidas
aquellas para aliviar el dolor, y tampoco a la suspensión de aquella atención
espiritual que se ofrece a quienes pronto se encontrarán con Dios.
7. Terapias analgésicas y supresión de la conciencia
Algunos cuidados especializados
requieren, por parte de los agentes sanitarios, una atención y competencias
específicas para llevar a cabo la mejor práctica médica, desde el punto de
vista ético, siempre conscientes de acercarse a las personas en su situación
concreta de dolor.
Para disminuir los dolores del enfermo,
la terapia analgésica utiliza fármacos que pueden causar la supresión de la
conciencia (sedación). Un profundo sentido religioso puede permitir al paciente
vivir el dolor como un ofrecimiento especial a Dios, en la óptica de la
Redención;[73] sin embargo, la Iglesia afirma la licitud de la
sedación como parte de los cuidados que se ofrecen al paciente, de tal manera
que el final de la vida acontezca con la máxima paz posible y en las mejores
condiciones interiores. Esto es verdad también en el caso de tratamientos que
anticipan el momento de la muerte (sedación paliativa profunda en fase
terminal),[74] siempre, en la medida de lo posible, con el
consentimiento informado del paciente. Desde el punto de vista pastoral, es
bueno cuidar la preparación espiritual del enfermo para que llegue
conscientemente tanto a la muerte como al encuentro con Dios.[75] El
uso de los analgésicos es, por tanto, una parte de los cuidados del paciente,
pero cualquier administración que cause directa e intencionalmente la muerte es
una práctica eutanásica y es inaceptable.[76] La sedación debe
por tanto excluir, como su objetivo directo, la intención de matar, incluso si
con ella es posible un condicionamiento a la muerte en todo caso inevitable.[77]
Se necesita aquí una aclaración en
relación al contexto pediátrico: en el caso del niño incapaz de entender, como
por ejemplo un neonato, no se debe cometer el error de suponer que el niño
podrá soportar el dolor y aceptarlo, cuando existen sistemas para aliviarlo.
Por eso, es un deber médico trabajar para reducir al máximo posible el
sufrimiento del niño, de tal manera que pueda alcanzar la muerte natural en paz
y pudiendo percibir lo mejor posible la presencia amorosa de los médicos y,
sobre todo, de la familia.
8. El estado vegetativo y el estado de mínima
consciencia
Otras situaciones relevantes son la del
enfermo con falta persistente de consciencia, el llamado “estado vegetativo”, y
la del enfermo en estado “de mínima consciencia”. Es siempre engañoso pensar
que el estado vegetativo, y el estado de mínima consciencia, en sujetos que
respiran autónomamente, sean un signo de que el enfermo haya cesado de ser
persona humana con toda la dignidad que le es propia.[78] Al
contrario, en estos estados de máxima debilidad, debe ser reconocido en su
valor y asistido con los cuidados adecuados. El hecho que el enfermo pueda
permanecer por años en esta dolorosa situación sin una esperanza clara de
recuperación implica, sin ninguna duda, un sufrimiento para aquellos que lo
cuidan.
Puede ser útil recordar lo que nunca se
puede perder de vista en relación con semejante situación dolorosa. Es decir,
el paciente en estos estados tiene derecho a la alimentación y a la
hidratación; alimentación e hidratación por vías artificiales son, en línea de
principio, medidas ordinarias; en algunos casos, tales medidas pueden llegar a
ser desproporcionadas, o porque su administración no es eficaz, o porque los
medios para administrarlas crean una carga excesiva y provocan efectos
negativos que sobrepasan los beneficios.
En la óptica de estos principios, el
compromiso del agente sanitario no puede limitarse al paciente sino que debe
extenderse también a la familia o a quien es responsable del cuidado del
paciente, para quienes se debe prever también un oportuno acompañamiento
pastoral. Por lo tanto, es necesario prever una ayuda adecuada a los familiares
para llevar el peso prolongado de la asistencia al enfermo en estos estados,
asegurándoles aquella cercanía que los ayude a no desanimarse y, sobre todo, a
no ver como única solución la interrupción de los cuidados. Hay que estar
adecuadamente preparados, y también es necesario que los miembros de la familia
sean ayudados debidamente.
9. La objeción de conciencia por parte de los agentes
sanitarios y de las instituciones sanitarias católicas.
Ante las leyes que legitiman – bajo
cualquier forma de asistencia médica – la eutanasia o el suicidio asistido, se
debe negar siempre cualquier cooperación formal o material inmediata. Estas
situaciones constituyen un ámbito específico para el testimonio cristiano, en
las cuales «es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,
29). No existe el derecho al suicidio ni a la eutanasia: el derecho existe para
tutelar la vida y la coexistencia entre los hombres, no para causar la muerte.
Por tanto, nunca le es lícito a nadie colaborar con semejantes acciones
inmorales o dar a entender que se pueda ser cómplice con palabras, obras u
omisiones. El único verdadero derecho es aquel del enfermo a ser acompañado y
cuidado con humanidad. Solo así se custodia su dignidad hasta la llegada de la
muerte natural. «Ningún agente sanitario, por tanto, puede erigirse en tutor
ejecutivo de un derecho inexistente, aun cuando la eutanasia fuese solicitada
con plena conciencia por el sujeto interesado».[79]
A este respecto, los principios
generales referidos a la cooperación al mal, es decir a acciones ilícitas, son
reafirmados: «Los cristianos, como todos los hombres de buena voluntad, están
llamados, por un grave deber de conciencia, a no prestar su colaboración formal
a aquellas prácticas que, aun permitidas por la legislación civil, se oponen a
la Ley de Dios. En efecto, desde el punto de vista moral, nunca es lícito
cooperar formalmente con el mal. Esta cooperación se produce cuando la acción
realizada, o por su misma naturaleza o por la configuración que asume en un
contexto concreto, se califica como colaboración directa en un acto contra la
vida humana inocente o como participación en la intención moral del agente
principal. Esta cooperación nunca puede justificarse invocando el respeto a la
libertad de los demás, ni apoyarse en el hecho de que la ley civil la prevea y
exija. En efecto, los actos que cada cual realiza personalmente tienen una
responsabilidad moral, a la que nadie puede nunca substraerse y sobre la que todos
y cada uno serán juzgados por Dios mismo (cfr. Rm 2, 6; 14,
12)».[80]
Es necesario que los Estados reconozcan
la objeción de conciencia en ámbito médico y sanitario, en el respeto a los
principios de la ley moral natural, y especialmente donde el servicio a la vida
interpela cotidianamente la conciencia humana.[81]Donde esta no esté
reconocida, se puede llegar a la situación de deber desobedecer a la ley, para
no añadir injusticia a la injusticia, condicionando la conciencia de las
personas. Los agentes sanitarios no deben vacilar en pedirla como derecho
propio y como contribución específica al bien común.
Igualmente, las instituciones sanitarias
deben superar las fuertes presiones económicas que a veces les inducen a
aceptar la práctica de la eutanasia. Y donde la dificultad para encontrar los
medios necesarios hiciese gravoso el trabajo de las instituciones públicas,
toda la sociedad está llamada a un aumento de responsabilidad de tal manera que
los enfermos incurables no sean abandonados a su suerte o a los únicos recursos
de sus familiares. Todo esto requiere una toma de posición clara y unitaria por
parte de las Conferencias Episcopales, las Iglesias locales, así como de las
comunidades y de las instituciones católicas para tutelar el propio derecho a la
objeción de conciencia en los contextos legislativos que prevén la eutanasia y
el suicidio.
Las instituciones sanitarias católicas
constituyen un signo concreto del modo con el que la comunidad eclesial, tras
el ejemplo del Buen Samaritano, se hace cargo de los enfermos. El mandamiento
de Jesús, “cuidad a los enfermos” (Lc 10, 9), encuentra su concreta
actuación no solo imponiendo sobre ellos las manos, sino también recogiéndolos
de la calle, asistiéndolos en sus propias casas y creando estructuras especiales
de acogida y de hospitalidad. Fiel al mandamiento del Señor, la Iglesia ha
creado, a lo largo de los siglos varias estructuras de acogida, donde la
atención médica encuentra una específica declinación en la dimensión del
servicio integral a la persona enferma.
Las instituciones sanitarias “católicas”
están llamadas a ser fieles testigos de la irrenunciable atención ética por el
respeto a los valores fundamentales y a aquellos cristianos constitutivos de su
identidad, mediante la abstención de comportamientos de evidente ilicitud moral
y la declarada y formal obediencia a las enseñanzas del Magisterio eclesial.
Cualquier otra acción, que no corresponda a la finalidad y a los valores a los
cuales las instituciones católicas se inspiran, no es éticamente aceptable y,
por tanto, perjudica la atribución de la calificación de “católica”, a la misma
institución sanitaria.
En este sentido, no es éticamente
admisible una colaboración institucional con otras estructuras hospitalarias
hacia las que orientar y dirigir a las personas que piden la eutanasia.
Semejantes elecciones no pueden ser moralmente admitidas ni apoyadas en su
realización concreta, aunque sean legalmente posibles. De hecho, las leyes que
aprueban la eutanasia «no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino
que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de
oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia. Desde los
orígenes de la Iglesia, la predicación apostólica ha inculcado a los cristianos
el deber de obedecer a las autoridades públicas legítimamente constituidas
(cfr. Rm 13, 1-7, 1 P 2, 13-14), pero al
mismo tiempo ha enseñado firmemente que “hay que obedecer a Dios antes que a
los hombres” (Hch 5, 29)».[82]
El derecho a la objeción de conciencia
no debe hacernos olvidar que los cristianos no rechazan estas leyes en virtud
de una concepción religiosa privada, sino de un derecho fundamental e
inviolable de toda persona, esencial para el bien común de toda la sociedad. Se
trata, de hecho, de leyes contrarias al derecho natural en cuanto que minan los
fundamentos mismos de la dignidad humana y de una convivencia basada en la
justicia.
10. El acompañamiento pastoral y el apoyo de los
sacramentos
El momento de la muerte es un paso
decisivo del hombre en su encuentro con Dios Salvador. La Iglesia está llamada
a acompañar espiritualmente a los fieles en esta situación, ofreciéndoles los
“recursos sanadores” de la oración y los sacramentos. Ayudar al cristiano a
vivirlo en un contexto de acompañamiento espiritual es un acto supremo de
caridad. Simplemente porque «ningún creyente debería morir en la soledad y en
el abandono»,[83] es necesario crear en torno al enfermo una
sólida plataforma de relaciones humanas y humanizadoras que lo acompañen y lo
abran a la esperanza.
La parábola del Buen Samaritano indica
cual debe ser la relación con el prójimo que sufre, que actitudes hay que
evitar – indiferencia, apatía, prejuicio, miedo a mancharse las manos,
encerrarse en sus propias preocupaciones – y cuales hay que poner en práctica –
atención, escucha, comprensión, compasión, discreción.
La invitación a la imitación, «Ve y haz
también tú lo mismo» (Lc 10, 37), es una llamada a no subestimar
todo el potencial humano de presencia, de disponibilidad, de acogida, de
discernimiento, de implicación, que la proximidad hacia quien está en una
situación de necesidad exige y que es esencial en el cuidado integral de la
persona enferma.
La calidad del amor y del cuidado de las
personas en las situaciones críticas y terminales de la vida contribuye a
alejar de ellas el terrible y extremo deseo de poner fin a la propia vida. Solo
un contexto de calor humano y de fraternidad evangélica es capaz de abrir un
horizonte positivo y de sostener al enfermo en la esperanza y en un confiado
abandono.
Este acompañamiento forma parte de la
ruta definida por los cuidados paliativos y debe incluir al paciente y a su
familia.
La familia, desde siempre, ha tenido un
papel importante en el cuidado, cuya presencia, apoyo, afecto, constituyen para
el enfermo un factor terapéutico esencial. Ella, de hecho, recuerda el Papa
Francisco, «ha sido siempre el “hospital” más cercano. Aún hoy, en muchas
partes del mundo, el hospital es un privilegio para pocos, y a menudo está
distante. Son la mamá, el papá, los hermanos, las hermanas, las abuelas quienes
garantizan las atenciones y ayudan a sanar».[84]
El hacerse cargo del otro o el hacerse
cargo de los sufrimientos de otros es una tarea que implica no solo a algunos,
sino que abraza la responsabilidad de todos, de toda la comunidad cristiana.
San Pablo afirma que, cuando un miembro sufre, todo el cuerpo está sufriendo
(cfr. 1 Cor 12, 26) y todo entero se inclina sobre
el miembro enfermo para darle alivio. Cada uno, por su parte, está llamado a
ser “siervo del consuelo” frente a las situaciones humanas de desolación y
desánimo.
El acompañamiento pastoral reclama el
ejercicio de las virtudes humanas y cristianas de la empatía (en-pathos),
de la compasión (cum-passio), del hacerse cargo del
sufrimiento del enfermo compartiéndolo, y del consuelo (cum-solacium),
del entrar en la soledad del otro para hacerle sentirse amado, acogido,
acompañado, apoyado.
El ministerio de la escucha y del
consuelo que el sacerdote está llamado a ofrecer, haciéndose signo de la
solicitud compasiva de Cristo y de la Iglesia, puede y debe tener un papel
decisivo. En esta importante misión es extremadamente importante testimoniar y
conjugar aquella verdad y caridad con las que la mirada del Buen Pastor no deja
de acompañar a todos sus hijos. Dada la importancia de la figura del sacerdote
en el acompañamiento humano, pastoral y espiritual de los enfermos en las fases
terminales de la vida, es necesario que en su camino de formación esté prevista
una preparación actualizada y orientada en este sentido. También es importante
que sean formados en este acompañamiento cristiano los médicos y los agentes
sanitarios, porque pueden darse circunstancias específicas que hacen muy
difícil una adecuada presencia de los sacerdotes a la cabecera del enfermo
terminal.
Ser hombres y mujeres expertos en
humanidad significa favorecer, a través de las actitudes con las que se cuida
del prójimo que sufre, el encuentro con el Señor de la vida, el único capaz de
verter, de manera eficaz, sobre las heridas humanas el aceite del consuelo y el
vino de la esperanza.
Todo hombre tiene el derecho natural de
ser atendido en esta hora suprema según las expresiones de la religión que
profesa.
El momento sacramental es siempre el
culmen de toda la tarea pastoral de cuidado que lo precede y fuente de todo lo
que sigue.
La Iglesia llama sacramentos «de
curación»[85] a la Penitencia y a la Unción de los enfermos,
que culminan en la Eucaristía como “viático” para la vida eterna.[86] Mediante
la cercanía de la Iglesia, el enfermo vive la cercanía de Cristo que lo
acompaña en el camino hacia la casa del Padre (cfr. Jn 14, 6)
y lo ayuda a no caer en la desesperación,[87] sosteniéndolo en
la esperanza, sobre todo cuando el camino se hace más penoso.[88]
11. El discernimiento pastoral hacia quien pide la
eutanasia o el suicidio asistido
Un caso del todo especial en el que hoy
es necesario reafirmar la enseñanza de la Iglesia es el acompañamiento pastoral
de quien ha pedido expresamente la eutanasia o el suicidio asistido. Respecto
al sacramento de la Reconciliación, el confesor debe asegurarse que haya
contrición, la cual es necesaria para la validez de la absolución,
y que consiste en el «dolor del alma y detestación del pecado cometido, con
propósito de no pecar en adelante».[89] En nuestro caso nos
encontramos ante una persona que, más allá de sus disposiciones subjetivas, ha
realizado la elección de un acto gravemente inmoral y persevera en él
libremente. Se trata de una manifiesta no-disposición para la recepción de los
sacramentos de la Penitencia,[90] con la absolución, y de la
Unción,[91] así como del Viático.[92] Podrá
recibir tales sacramentos en el momento en el que su disposición a cumplir los
pasos concretos permita al ministro concluir que el penitente ha modificado su
decisión. Esto implica también que una persona que se haya registrado en una
asociación para recibir la eutanasia o el suicidio asistido debe mostrar el
propósito de anular tal inscripción, antes de recibir los sacramentos. Se
recuerda que la necesidad de posponer la absolución no implica un juicio sobre
la imputabilidad de la culpa, porque la responsabilidad personal podría estar
disminuida o incluso no existir.[93] En el caso en el que el
paciente estuviese desprovisto de conciencia, el sacerdote podría administrar
los sacramentos sub condicione si se puede presumir el
arrepentimiento a partir de cualquier signo dado con anterioridad por la
persona enferma.
Esta posición de la Iglesia no es un
signo de falta de acogida al enfermo. De hecho, debe ser el ofrecimiento de una
ayuda y de una escucha siempre posible, siempre concedida, junto a una
explicación profunda del contenido del sacramento, con el fin de dar a la
persona, hasta el último momento, los instrumentos para poder escogerlo y
desearlo. La Iglesia está atenta a escrutar los signos de conversión
suficientes, para que los fieles puedan pedir razonablemente la recepción de
los sacramentos. Se recuerda que posponer la absolución es también un acto
medicinal de la Iglesia, dirigido, no a condenar al pecador, sino a persuadirlo
y acompañarlo hacia la conversión.
También en el caso en el que una persona
no se encuentre en las disposiciones objetivas para recibir los sacramentos, es
necesaria una cercanía que invite siempre a la conversión. Sobre todo si la
eutanasia, pedida o aceptada, no se lleva a cabo en un breve periodo de tiempo.
Se tendrá entonces la posibilidad de un acompañamiento para hacer renacer la
esperanza y modificar la elección errónea, y que el enfermo se abra al acceso a
los sacramentos.
Sin embargo, no es admisible por parte
de aquellos que asisten espiritualmente a estos enfermos ningún gesto exterior
que pueda ser interpretado como una aprobación de la acción eutanásica, como
por ejemplo el estar presentes en el instante de su realización. Esta presencia
solo puede interpretarse como complicidad. Este principio se refiere de manera
particular, pero no solo, a los capellanes de las estructuras sanitarias donde
puede practicarse la eutanasia, que no deben dar escándalo mostrándose de algún
modo cómplices de la supresión de una vida humana.
12. La reforma del sistema educativo y la formación
de los agentes sanitarios
En el contexto social y cultural actual,
tan denso en desafíos en relación con la tutela de la vida humana en las fases
más críticas de la existencia, el papel de la educación es ineludible. La
familia, la escuela, las demás instituciones educativas y las comunidades
parroquiales deben trabajar con perseverancia para despertar y madurar aquella
sensibilidad hacia el prójimo y su sufrimiento, de la que se ha convertido en
símbolo la figura evangélica del Samaritano.[94]
A las capellanías hospitalarias se les
pide ampliar la formación espiritual y moral de los agentes sanitarios,
incluidos médicos y personal de enfermería, así como de los grupos de
voluntariado hospitalario, para que sepan dar la atención humana y espiritual
necesaria en las fases terminales de la vida. El cuidado psicológico y
espiritual del paciente durante toda la evolución de la enfermedad debe ser una
prioridad para los agentes pastorales y sanitarios, teniendo cuidado de poner
en el centro al paciente y a su familia.
Los cuidados paliativos deben difundirse
en el mundo y es obligatorio preparar, para tal fin, los cursos universitarios
para la formación especializada de los agentes sanitarios. También es
prioritaria la difusión de una correcta y meticulosa información sobre la
eficacia de los auténticos cuidados paliativos para un acompañamiento digno de
la persona hasta la muerte natural. Las instituciones sanitarias de inspiración
cristiana deben preparar protocolos para sus agentes sanitarios que incluyan
una apropiada asistencia psicológica, moral y espiritual como componente
esencial de los cuidados paliativos.
La asistencia humana y espiritual debe
volver a entrar en los recorridos formativos académicos de todos los agentes
sanitarios y en las prácticas hospitalarias.
Además de todo esto, las estructuras
sanitarias y asistenciales deben preparar modelos de asistencia psicológica
y espiritual para los agentes sanitarios que tienen a su cargo los pacientes en
las fases terminales de la vida humana. Hacerse cargo de quienes
cuidan es esencial para evitar que sobre los agentes y los médicos
recaiga todo el peso (burn out) del sufrimiento y de la muerte de los
pacientes incurables. Estos tienen necesidad de apoyo y de momentos de
discusión y de escucha adecuados para poder procesar no solo valores y
emociones, sino también el sentido de la angustia, del sufrimiento y de la
muerte en el ámbito de su servicio a la vida. Tienen que poder percibir el
sentido profundo de la esperanza y la conciencia que su misión es una verdadera
vocación a apoyar y acompañar el misterio de la vida y de la gracia en las
fases dolorosas y terminales de la existencia.[95]
Conclusión
El misterio de la Redención del hombre
está enraizado de una manera sorprendente en el compromiso amoroso de Dios con
el sufrimiento humano. Por eso podemos fiarnos de Dios y trasmitir esta certeza
en la fe al hombre sufriente y asustado por el dolor y la muerte.
El testimonio cristiano muestra como la
esperanza es siempre posible, también en el interior de la cultura del
descarte. «La elocuencia de la parábola del buen Samaritano, como también la de
todo el Evangelio, es concretamente esta: el hombre debe sentirse llamado
personalmente a testimoniar el amor en el sufrimiento».[96]
La Iglesia aprende del Buen Samaritano
el cuidado del enfermo terminal y obedece así el mandamiento unido al don de la
vida: «¡respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana!».[97] El
evangelio de la vida es un evangelio de la compasión y de la misericordia
dirigido al hombre concreto, débil y pecador, para levantarlo, mantenerlo en la
vida de la gracia y, si es posible, curarlo de toda posible herida.
No basta, sin embargo, compartir el
dolor, es necesario sumergirse en los frutos del Misterio Pascual de Cristo
para vencer el pecado y el mal, con la voluntad de «desterrar la miseria ajena
como si fuese propia».[98] Sin embargo, la miseria más grande
es la falta de esperanza ante la muerte. Esta es la esperanza anunciada por el
testimonio cristiano que, para ser eficaz, debe ser vivida en la fe implicando
a todos, familiares, enfermeros, médicos, y la pastoral de las diócesis y de
los hospitales católicos, llamados a vivir con fidelidad el deber de
acompañar a los enfermos en todas las fases de la enfermedad, y en
particular, en las fases críticas y terminales de la vida, así como se ha
definido en el presente documento.
El Buen Samaritano, que pone en el
centro de su corazón el rostro del hermano en dificultad, sabe ver su
necesidad, le ofrece todo el bien necesario para levantarlo de la herida de la
desolación y abrir en su corazón hendiduras luminosas de esperanza.
El “querer el bien” del Samaritano, que
se hace prójimo del hombre herido no con palabras ni con la lengua, sino con
los hechos y en la verdad (cfr. 1 Jn 3, 18), toma
la forma de cuidado, con el ejemplo de Cristo que pasó haciendo el bien y
sanando a todos (cfr. Hch 10, 38).
Curados por Jesús, nos transformamos en
hombres y mujeres llamados a anunciar su potencia sanadora, a amar y a hacernos
cargo del prójimo como él nos ha enseñado.
Esta vocación al amor y al cuidado del
otro,[99] que lleva consigo ganancias de eternidad, se anuncia
de manera explícita por el Señor de la vida en esta paráfrasis del juicio
final: recibid en heredad el reino, porque estaba enfermo y me habéis visitado.
¿Cuándo, Señor? Todas las veces que habéis hecho esto con un hermano vuestro
más pequeño, a un hermano vuestro que sufre, lo habéis hecho conmigo
(cfr. Mt 25, 31-46).
El Sumo Pontífice Francisco, en fecha 25
de junio de 2020 ha aprobado esta Carta, decidida en la Sesión Plenaria de esta
Congregación el 29 de enero de 2020, y ha ordenado su publicación.
Dada en Roma, desde la sede de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, el 14 de julio de 2020, memoria
litúrgica de san Camilo de Lelis.
Luis F. Card. LADARIA, S.I.
Prefecto
Giacomo MORANDI
Arzobispo Titular de Cerveteri
Secretario
Notas:
[1] Misal Romano reformado por
mandato del Concilio Ecuménico Vaticano II, promulgado por la autoridad del
papa Pablo VI, revisado por el papa Juan Pablo II, Conferencia Episcopal
Española, Madrid 2017, Prefacio común VIII, p. 515.
[2] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva
carta de los Agentes sanitarios, Ed. Salterrae, Maliaño (Cantabria –
España) 2017, n. 6.
[3] Benedicto XVI, Carta Enc. Spes salvi (30
noviembre 2007), n. 22: AAS 99 (2007), 1004: «Si el progreso
técnico no se corresponde con un progreso en la formación ética del hombre, con
el crecimiento del hombre interior (cfr. Ef 3, 16; 2
Cor 4, 16), no es un progreso sino una amenaza para el hombre y para
el mundo».
[4] Cfr. Francisco, Discurso a la Asociación Italiana contra
las leucemias-linfomas y mielomas (AIL) (2 marzo 2019): L’Osservatore
Romano, 3 marzo 2019, 7.
[5] Francisco,
Exhort. Ap. Amoris laetitia (19 marzo2016), n. 3: AAS 108
(2016), 312.
[6] Cfr. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. Past. Gaudium et spes (7 diciembre 1965), n. 10: AAS 58
(1966), 1032-1033.
[7] Cfr. Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11
febrero 1984), n. 4: AAS 76 (1984), 203.
[8] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva
carta de los Agentes sanitarios, n. 144.
[9] Francisco, Mensaje para la XLVIII Jornada Mundial de las
Comunicaciones Sociales (24 enero 2014): AAS 106
(2014), 114.
[10] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo
1995), n. 87: AAS 87 (1995), 500.
[11] Cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Centesimus annus (1
mayo 1991), n. 37: AAS 83 (1991), 840.
[12] Juan Pablo II, Carta Enc. Veritatis splendor (6
agosto 1993), n. 50; AAS 85 (1993), 1173.
[13] Juan Pablo II, Discurso a los participantes al Congreso
Internacional sobre “Los tratamientos de soporte vital y estado vegetativo.
Progresos científicos y dilemas éticos” (20 marzo 2004), n. 7: AAS 96
(2004), 489.
[14] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Placuit
Deo (22 febrero 2018), n. 6: AAS 110 (2018), 430.
[15] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva
carta de los Agentes sanitarios, n. 9.
[16] Cfr. Pablo VI, Mensaje en la última sesión pública del
Concilio (7 diciembre 1965): AAS 58 (1966), 55-56.
[17] Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva
carta de los Agentes sanitarios, n. 9.
[18] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Placuit Deo (22
febrero 2018), n. 12: AAS 110 (2018), 433-434.
[19] Francisco, Discurso a los participantes en la
Asamblea Plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe (30
enero 2020): L’Osservatore Romano, 31 enero 2020, 7.
[20] Benedicto XVI, Carta Enc. Deus caritas est (25
diciembre 2005), n. 31: AAS 98 (2006), 245.
[21] Benedicto XVI, Carta Enc. Caritas in veritate (29
junio 2009), n. 76: AAS 101 (2009), 707.
[22] Cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25
marzo 1995), n. 49: AAS 87 (1995), 455: «El sentido más
verdadero y profundo de la vida: ser un don que se realiza al darse».
[23] Conc.
Ecum. Vat. II, Const. Dogm. Dei Verbum (8 noviembre 1965), n. 2: AAS 58
(1966), 818.
[24] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25
marzo 1995), n. 34: AAS 87 (1995), 438.
[25] Cfr. Declaración conjunta de las Religiones Monoteístas
Abrahámicas sobre las cuestiones del final de la vida, Ciudad del Vaticano,
28 octubre 2019: «Nos oponemos a cualquier forma de eutanasia -que es el acto
directo, deliberado e intencional de quitar la vida – así como al suicidio médicamente
asistido – que es el apoyo directo, deliberado e intencional para suicidarse
porque contradicen fundamentalmente el valor inalienable de la vida humana y,
por lo tanto, son inherente y consecuentemente erróneos desde el punto de vista
moral y religioso, y deben ser prohibidos sin excepciones».
[26] Cfr. Francisco, Discurso al Congreso de la
Asociación de Médicos Católicos Italianos en el 70 aniversario de su
fundación (15 noviembre 2014): AAS 106 (2014), 976.
[27] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva
carta de los Agentes sanitarios, n. 1; Congregación para la Doctrina de la
Fe, Instr. Dignitas personae (8 septiembre 2008), n. 8: AAS 100
(2008), 863.
[28] Francisco, Carta Enc. Laudato si’ (24 mayo 2015),
n. 65: AAS 107 (2015), 873.
[29] Con. Ecum. Vat. II, Const. Past. Gaudium
et spes (7 diciembre 1965), n. 27: AAS 58 (1966),
1047-1048.
[30] Francisco, Discurso al Congreso de la
Asociación de Médicos Católicos Italianos en el 70 aniversario de su
fundación (15 noviembre 2014): AAS 106 (2014), 976.
[31] Cfr. Francisco, Discurso a la Federación Nacional de las
Ordenes de Médicos Cirujanos y de los Odontólogos (20 septiembre
2019): L’Osservatore Romano, 21 septiembre 2019, 8: «Son formas
apresuradas de tratar opciones que no son, como podría parecer, una expresión
de la libertad de la persona, cuando incluyen el descarte del enfermo como una
posibilidad, o la falsa compasión frente a la petición de que se le ayude a
anticipar la muerte».
[32] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Placuit Deo (22
febrero 2018), n. 3: AAS 110 (2018), 428-429; cfr.Francisco,
Carta Enc. Laudato si’ (24 mayo 2015), n.162: AAS 107
(2015), 912.
[33] Benedicto XVI, Carta Enc. Caritas in veritate (29
junio 2009), n. 53: AAS 101 (2009), 688: «Una de las pobrezas
más hondas que el hombre puede experimentar es la soledad. Ciertamente, también
las otras pobrezas, incluidas las materiales, nacen del aislamiento, del no ser
amados o de la dificultad de amar».
[34] Cfr. Francisco, Exhort. Ap. Evangelii gaudium (24
noviembre 2013), n. 53: AAS 105 (2013), 1042; se puede ver
también: Id., Discurso a la delegación del Instituto “Dignitatis
Humanae” (7 diciembre 2013): AAS 106 (2014) 14-15;
Id., Encuentro con los ancianos (28 septiembre 2014): AAS 106
(2014), 759-760.
[35] Cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25
marzo 1995), n. 12: AAS 87 (1995), 414.
[36] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et
bona (5 mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
[37] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo
1995), n. 65: AAS 87 (1995), 475; cfr. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5 mayo 1980), II: AAS 72
(1980), 546.
[38] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo
1995), n. 65: AAS 87 (1995), 477. Es una doctrina propuesta de
modo definitivo en la cual la Iglesia compromete su infalibilidad: cfr.
Congragación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal ilustrativa de
la fórmula conclusiva de la Professio fidei (29 junio 1998), n.
11: AAS 90 (1998), 550.
[39] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et
bona (5 mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
[40] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2286.
[41] Cfr. ibidem, nn. 1735 y 2282.
[42] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et
bona (5 mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
[43] Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva
carta de los Agentes sanitarios, n. 169.
[44] Cfr. ibidem, n. 170.
[45] Cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25
marzo 1995), n. 72: AAS 87 (1995), 484-485.
[46] Francisco, Discurso a los participantes en la
Asamblea Plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe (30
enero 2020): L’Osservatore Romano, 31 enero 2020, 7.
[47] Juan Pablo II, Carta Enc. Veritatis splendor (6
agosto 1993), n. 15; AAS 85 (1993), 1145.
[48] Cfr. Benedicto XVI, Carta Enc. Spes salvi (30
noviembre 2007), nn. 36-37: AAS 99 (2007), 1014-1016.
[49] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et
bona (5 mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
[50] Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11
febrero 1984), n. 5: AAS 76 (1984), 204.
[51] Cfr. Benedicto XVI, Carta. Enc. Spe salvi (30
noviembre 2007), n. 38: AAS 99 (2007), 1016.
[52] Cfr. Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11
febrero 1984), n. 29: AAS 76 (1984), 244: «No puede el hombre
“prójimo” pasar con desinterés ante el sufrimiento ajeno, en nombre de la
fundamental solidaridad humana; y mucho menos en nombre del amor al prójimo.
Debe “pararse”, “conmoverse”, actuando como el Samaritano de la parábola evangélica.
La parábola en sí expresa una verdad profundamente cristiana, pero
a la vez tan universalmente humana».
[53] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et
bona (5 mayo 1980), IV: AAS 72 (1980), 549-551.
[54] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2278;
Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Carta de los Agentes
sanitarios, Ciudad del Vaticano, 1995, n. 119; Juan Pablo II, Carta Enc.
Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 65: AAS 87
(1995), 475; Francisco, Mensaje a los participantes en la
reunión de la región europea de la Asociación Médica Mundial (7
noviembre 2017): «Y si sabemos que no siempre se puede garantizar la curación
de la enfermedad, a la persona que vive debemos y podemos cuidarla siempre: sin
acortar su vida nosotros mismos, pero también sin ensañarnos inútilmente contra
su muerte»; Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta
de los Agentes sanitarios, n. 149.
[55] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2278;
Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5
mayo 1980), IV: AAS 72 (1980), 550-551; Juan Pablo II, Carta
Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 65: AAS 87
(1995), 475; Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva
carta de los Agentes sanitarios, n. 150.
[56] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo
1995), n. 65: AAS 87 (1995), 476.
[57] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva
carta de los Agentes sanitarios, n. 150.
[58] Cfr. Juan Pablo II, Discurso a los
participantes en un encuentro de estudio sobre la procreación responsable (5
junio 1987), n.1: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, X/2
(1987), 1962: «Hablar de “conflicto de valores o bienes” y de la consiguiente
necesidad de llevar a cabo como una especie de “equilibrio” de los mismos,
eligiendo uno y rechazando el otro, no es moralmente correcto».
[59] Cfr. Juan Pablo II, Discurso a la Asociación de Médicos
Católicos Italianos (28 diciembre 1978): Insegnamenti di
Giovanni Paolo II, I (1978), 438.
[60] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva
carta de los Agentes sanitarios, n. 150.
[61] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Respuesta a
algunas preguntas de la Conferencia Episcopal Estadounidense acerca de la alimentación
y la hidratación artificiales (1 agosto 2007): AAS 99
(2007), 820.
[62] Cfr. ibidem.
[63] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva
carta de los Agentes sanitarios, n. 152: «La alimentación y la hidratación,
aun artificialmente administradas, son parte de los tratamientos normales que
siempre han de proporcionarse al moribundo, cuando no resulten demasiados
gravosos o de ningún beneficio para él. Su indebida suspensión significa
verdadera y propia eutanasia. “Suministrar alimento y agua, incluso por vía
artificial, es, en principio, un medio ordinario y proporcionado para la
conservación de la vida. Por lo tanto, es obligatorio en la medida y mientras
se demuestre que cumple su propia finalidad, que consiste en procurar la
hidratación y la nutrición del paciente. De este modo se evitan el sufrimiento
y la muerte derivados de la inanición y la deshidratación”».
[64] Francisco, Discurso a la plenaria de la
Pontificia Academia para la Vida (5 marzo 2015): AAS 107
(2015), 274, citando a: Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25
marzo 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 476. Cfr. Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 2279.
[65] Cfr. [65] Francisco, Discurso a
la Plenaria de la Pontificia Academia para la Vida (5 marzo
2015): AAS 107 (2015), 275.
[66] Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva
carta de los Agentes sanitarios, n. 147.
[67] Cfr. Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11
febrero 1984), n. 2: AAS 76 (1984), 202: «El sufrimiento
parece pertenecer a la trascendencia del hombre; es uno de esos puntos en los
que el hombre está en cierto sentido “destinado” a superarse a sí mismo, y de
manera misteriosa es llamado a hacerlo».
[68] Benedicto XVI, Carta. Enc. Spe salvi (30
noviembre 2007), n. 38: AAS 99 (2007), 1016.
[69] Cfr. Francisco, Exhort. Ap. Amoris laetitia (19
marzo 2016), n. 48: AAS 108 (2016), 330.
[70] C. Saunders, Velad conmigo. Inspiración para una vida en
cuidados paliativos. Ed. Obra Social de la Caixa, 2011, p. 56.
[71] Francisco, Discurso a los participantes a la
Asamblea Plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe (30
enero 20202): L’Osservatore Romano, 31 enero 2020, 7.
[72] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva
carta de los Agentes sanitarios, n. 148.
[73] Cfr. Pio XII, Allocutio. Trois questions religieuses et
morales concernant l’analgésie (24 febrero 1957): AAS 49
(1957) 134-136; Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura
et bona (5 mayo 1980), III: AAS 72 (1980), 547; Juan
Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 febrero 1984), n.
19: AAS 76 (1984), 226.
[74] Cfr. Pio XII, Allocutio. Iis qui interfuerunt Conventui
internationali. Romae habito, a «Collegio Internationali Neuro-Psycho-Pharmacologico
» indicto (9 septiembre 1958): AAS 50 (1958), 694;
Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5
mayo 1980), III: AAS 72 (1980), 548; Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 2779; Pontificio Consejo para los Agentes
Sanitarios, Nueva carta de los Agentes sanitarios, n. 155: «Se da,
además, la posibilidad de provocar con los analgésicos y los narcóticos la
supresión de la conciencia del moribundo. Este uso merece una consideración
particular. En presencia de dolores insoportables, resistentes a las terapias
analgésicas habituales, en proximidad del momento de la muerte o en la
previsión fundada de una crisis particular en ese momento, una seria indicación
clínica puede conllevar, con el consentimiento del enfermo, el suministro de fármacos
que suprimen la conciencia. Esta sedación paliativa profunda en la fase
terminal, clínicamente fundamentada, puede ser moralmente aceptable siempre que
se realice con el consenso del enfermo, se informe a los familiares, se excluya
toda intencionalidad eutanásica y el enfermo haya podido satisfacer sus deberes
morales, familiares y religiosos: “acercándose a la muerte, los hombres deben
estar en condiciones de poder cumplir sus obligaciones morales y familiares y,
sobre todo, deben poder prepararse con plena conciencia para el encuentro
definitivo con Dios”. Por consiguiente, “no es lícito privar al moribundo de la
conciencia propia sin grave motivo”».
[75] Cfr. Pio XII, Allocutio. Trois questions religieuses et
morales concernant l’analgésie (24 febrero 1957): AAS 49
(1957) 145; Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et
bona (5 mayo 1980), III: AAS 72 (1980), 548; Juan
Pablo II,Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n.
65: AAS 87 (1995), 476.
[76] Cfr. Francisco, Discurso al Congreso de la
Asociación de Médicos Católicos Italianos en el 70 aniversario de su
fundación (15 noviembre 2014): AAS 106 (2014), 978.
[77] Pio XII, Allocutio. Trois questions religieuses et morales
concernant l’analgésie (24 febrero 1957): AAS 49
(1957) 146; Id., Allocutio. Iis qui interfuerunt Conventui
internationali. Romae habito, a «Collegio Internationali
Neuro-Psycho-Pharmacologico» indicto (9 septiembre 1958): AAS 50
(1958), 695; Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et
bona (5 mayo 1980), III: AAS 72 (1980), 548; Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 2779; Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium
vitae (25 marzo 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 476;
Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los
Agentes sanitarios, n. 154.
[78] Cfr. Juan Pablo II, Discurso a los participantes al
Congreso Internacional sobre «Los tratamientos de soporte vital y estado
vegetativo. Progresos científicos y dilemas éticos» (20 marzo 2004),
n. 3: AAS 96 (2004), 487: «Un hombre, aunque esté gravemente
enfermo o se halle impedido en el ejercicio de sus funciones más elevadas, es y
será siempre un hombre; jamás se convertirá en un “vegetal” o en un “animal”».
[79] Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva
carta de los Agentes sanitarios, n. 151.
[80] Ibidem, n. 151; cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium
vitae (25 marzo 1995), n. 74: AAS 87 (1995), 487.
[81] Cfr. Francisco, Discurso al Congreso de la Asociación de
Médicos Católicos Italianos en el 70 aniversario de su fundación (15
noviembre 2014): AAS 106 (2014), 977.
[82] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25
marzo 1995), n. 73 AAS 87 (1995), 486.
[83] Benedicto XVI, Discurso a los participantes al Congreso de
la Pontificia Academia para la Vida sobre el tema “Junto al enfermo incurable y
al moribundo: orientaciones éticas y operativas” (25 febrero
2008): AAS 100 (2008), 171.
[84] Francisco, Audiencia General (10 junio
2015): L’Osservatore Romano, 11 junio 2015, 8.
[85] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1420.
[86] Cfr. Rituale Romanum ex decreto Sacrosancti Oecumenici
Concilii Vaticani II instaruratum auctoritate Pauli PP. VI promulgatum, Ordo
unctionis infirmorum eorumque pastoralis curae, Editio typica,
Praenotanda, Typis Polyglotis Vaticanis, Civitate Vaticana 1972, n.
26; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1524.
[87] Francisco, Carta Enc. Laudato si’ (24 mayo 2015),
n. 235: AAS 107 (2015), 939.
[88] Cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25
marzo 1995), n. 67: AAS 87 (1995), 478-479.
[89] Concilio de Trento, Ses. XIV, De sacramento penitentiae,
cap. 4: DH 1676.
[90] Cfr. CIC, can. 987.
[91] Cfr. CIC, can. 1007: «No se dé la unción de los
enfermos a quienes persisten obstinadamente en un pecado grave manifiesto».
[92] Cfr. CIC,
can. 915 y can. 843 § 1.
[93] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura
et bona (5 mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
[94] Cfr. Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11
febrero 1984), n. 29: AAS 76 (1984), 244-246.
[95] Cfr. Francisco, Discurso a los presidentes de
los Colegios de Médicos de España e Hispanoamérica (9 junio
2016): AAS108 (2016), 727-728. «La fragilidad el dolor y la
enfermedad son una dura prueba para todos, también para el personal médico, son
un llamado a la paciencia, al padecer-con; por ello no se puede ceder a la
tentación funcionalista de aplicar soluciones rápidas y drásticas, movidos por
una falsa compasión o por meros criterios de eficacia y ahorro económico. Está
en juego la dignidad de la vida humana; está en juego la dignidad de la
vocación médica».
[96] Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11
febrero 1984), n. 29: AAS 76 (1984), 246.
[97] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25
marzo 1995), n. 5: AAS 87 (1995), 407.
[98] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 21, a.
3.
[99] Cfr. Benedicto XVI, Carta. Enc. Spe salvi (30
noviembre 2007), n. 39: AAS 99 (2007), 1016: «Sufrir con el
otro, por los otros; sufrir por amor de la verdad y de la justicia; sufrir a
causa del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmente,
son elementos fundamentales de humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre
mismo».
Paz y bien hermanos
ResponderEliminarConsidero que este materia es indispensable que lo conozcan y compartan con los agentes de la pastoral social de las parroquias, grupos, movimientos y asociaciones que trabajan en la pastoral social y asistencia de la Iglesia.
Muchas de las veces desconocemos los principios y modos en que debemos acompañar y trabajar por la dignidad de las personas en todos los estados de vida.
Gracias y bendiciones.