Santa Emilia de Rodat
fundadora de la Congregación de las
Hermanas de la Sagrada Familia
En algunos momentos de su vida, santa
Emilia de Rodat temió mucho a la muerte, pero en sus últimos días, todo miedo
desapareció. Sin embargo, dijo a su confesor: «Padre, diga a las gentes del
mundo que no piensan en su último momento que no se aprende a morir en dos
días». En su Regla, san Benito subrayaba ya cuán importante es emplear bien el
tiempo, con miras a nuestra vida eterna: «Y si, huyendo de las penas del
infierno, queremos llegar a la vida eterna, mientras aún queda tiempo, y
permanezcamos en este cuerpo, cumplamos a la luz de esta vida lo que nos está
prescrito, apresurándonos y poniendo por obra lo que eternamente más nos
convenga» (Prólogo). Santa Emilia podía alegrarse de haber empleado su tiempo
al servicio del Señor.
«¡Tienes que reír!»
Emilia de Rodat nace en 1787 en el
palacio de Druelle, cerca de Rodez (Francia), en el seno de una familia
sólidamente cristiana donde cada uno se dedica a su deber de estado, generosa y
sobrenaturalmente cumplido. Para aligerar la tarea de su madre, envían a Emilia
a casa de su abuela, a Villefranche-de-Rouerge. Una de sus tías, religiosa
visitandina, también vive allí, retirada en casa de su madre. Junto a ellas, la
niña recibe una educación rigurosa y aprende a amar a los pobres, disfrutando
en darles limosna. «Siendo muy pequeña —escribirá Emilia en su autobiografía—
tenía el defecto de enfurruñarme, y cuando iba a esconderme en el vano de una
ventana mi abuela me decía: “… ¡Mírame, tienes que reír!”… y persistía en ello
hasta que me animaba… Yo era una llorona; insistió gradualmente hasta
corregirme ese defecto y me obligó a confesarme, lo que me costó mucho». A la
edad de once años, toma la primera Comunión: «No pude prepararme mucho para ese
acto, a causa de aquellos malos tiempos —reconocerá—, pero aportaba la
inocencia… Digo esto para que las personas escrupulosas no crean que todo está
perdido cuando una niña es aún frágil en la época de su primera Comunión. Si es
inocente, Dios se implicará y actuará Él mismo en su corazón, como hizo
conmigo. Se apoderó de todas las facultades de mi alma y enseguida me sentí
atraída al santo ejercicio de la oración. Era Dios mismo quien la realizaba en
mí».
No obstante, durante la adolescencia,
Emilia abandona la oración y se deja embriagar por lo mundano. Se complace en la
apariencia y pasa mucho tiempo ante el espejo. Un día, una sirvienta le dice
directamente y con franqueza: «¡Por más que se mire, señorita, siempre será un
saco de tierra!». En 1803, su abuela se retira a casa de la señora de
Saint-Cyr, donde viven varias religiosas que se habían visto obligadas a
abandonar su convento en la época de la Revolución, por lo que envía a Emilia
de regreso a Druelle. Al año siguiente, la joven recibe la gracia de una súbita
luz que invade su alma: «Estaba tan imbuida de Dios —dirá— que me habría
quedado siempre con Él, sobre todo en la iglesia; allí, su presencia me
absorbía hasta tal punto que ni veía ni oía lo que ocurría a mi alrededor». A
partir de entonces, cada mañana asiste a Misa, se pone a visitar a los pobres,
para quienes prepara mermeladas y otras delicias, frecuenta barrios marginales
y chozas y hasta se ocupa de una leprosa. Después de dieciocho meses, Emilia
regresa con su abuela y su tía, a la casa de la señora de Saint-Cyr. El padre
Marty, capellán de la casa, la anima a la oración, le aporta el gusto por los
salmos, que ella aprende de memoria, y la conforta en sus esfuerzos de renuncia
y de vida en pobreza. Emilia se familiariza con los escritos de san Francisco
de Sales. Muy pronto, piden a la joven que prepare a los niños para la primera
Comunión, y luego que enseñe geografía y otras materias. Sus enseñanzas son
claras y dinámicas, lo que apasiona al joven auditorio.
Emilia reza con frecuencia a su ángel de
la guarda, a quien atribuye una especial protección con motivo de un peligro
grave e inminente: «Me dirigía al sótano —contará— cargada de botellas, al que
bajábamos por una trapa; creía que estaba cerrada, pero estaba abierta. Al
avanzar y no hallarse el suelo bajo mis pasos, iba a caer, con las botellas en
la mano, pero sentí que alguien me tomaba por la cintura y me sujetaba. Pensé
enseguida en agradecérselo a mi buen Ángel. Acudieron los de la casa, pensando
que me había caído al sótano, pero les tranquilicé contándoles lo que me había
pasado».
Ya en el siglo iv, san Basilio afirmaba: «Cada fiel tiene a su lado un
ángel como protector y pastor para conducirlo a la vida (eterna)» (cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, núm. 336).
Triple fracaso
Con motivo de reuniones familiares o de
amigos, Emilia coincidió con jóvenes que no la dejaron indiferente, pero las
circunstancias nunca permitieron profundizar en la relación. En adelante, lleva
una vida pobre y austera; su confesor le autoriza a profesar votos privados. Le
reprochan de ser más seria que alegre, y ella se esfuerza en mostrarse más
contenta, llegando incluso a leer un tratado sobre la alegría. El padre Marty
la anima también a moderar su deseo de recogimiento y a hablar más con los
demás. Emilia se plantea ingresar en las Hermanas de la Caridad de Nevers, que
gestionan el hospital de Figeac, donde se dirige en 1809: «Nada más entrar en
esa casa —escribirá— Dios retiró su palpable presencia, y ocurrió de todo.
Espesas tinieblas llenaron mi alma. No sabía qué iba a ser de mí. Veía vacíos
en toda mi vida… Salí de aquella casa al cabo de un mes, ya que las penas
interiores me forzaron a ello». Entonces, dirige sus preferencias hacia las
Damas de la Adoración Perpetua de Picpus, en Cahors, pero el capellán de la
casa discierne rápidamente que su vocación, aunque auténtica, no encaja en
Picpus. Sin desanimarse, Emilia prueba entonces con las Hermanas de la
Misericordia de Moissac, pero de nuevo se halla sumergida en las tinieblas;
ella desea perseverar, pero la superiora no la acepta. Esos ensayos sin continuidad
le provocan muchas humillaciones. Sin embargo, ella no es caprichosa ni
inestable, y sabe poner al servicio de la voluntad de Dios una tenacidad
auténtica. Además, nada ha hecho sin el consejo de su director espiritual y de
personas sensatas. Así pues, retoma la educación de la juventud en casa de la
señora de Saint-Cyr, así como las visitas a los enfermos.
Un día de mayo de 1815, se encuentra con
mujeres que se quejan del abandono en que se hallan sus hijas en edad escolar.
«Antes de la Revolución —le explican—, las ursulinas enseñaban gratuitamente, y
nosotras mismas tuvimos la suerte de ser educadas por ellas». Emilia pide
permiso a la señora de Saint-Cyr para acoger en su pequeña habitación a niñas
pobres para darles educación. El padre Marty aprueba ese proyecto e incluso
señala a Emilia tres chicas susceptibles de ayudarla. Se reúnen a partir de
entonces cada día para rezar el Pequeño Oficio de la Santísima Virgen y otras
plegarias. Temen, no obstante, que su obra perjudique a la de la señora de Saint-Cyr,
pero esta última, con total altruismo, aprueba y favorece su iniciativa. En
contrapartida, hay otras personas que, aunque piadosas, se entregan a
reflexiones agridulces sobre Emilia y sus compañeras. Por añadidura, las
familias de las jóvenes no dan su consentimiento, tachando de imprudente la
nueva fundación, inaugurada por jóvenes sin experiencia y dirigida por una de
ellas que, hasta el momento, no ha podido acoplarse en ninguna parte. Con la
excepción del padre Marty, el clero de Villefranche comparte la reprobación
general. Muy pronto, sin embargo, deben buscar un alojamiento más espacioso que
la habitación de Emilia, por lo que alquilan un local, poco confortable pero
suficiente. La acomodación se realiza el 30 de abril de 1816, instalándose algunas
camas prestadas y algunos muebles pobres; después, las jóvenes docentes adoptan
un uniforme. Fuera del tiempo de las clases, en la casa se guarda silencio. Muy
pronto, se presentan treinta alumnas, más una huérfana que será interna. Emilia
le da su cama y ella se acuesta en el suelo sobre un catre. Pueden continuar
gracias a limosnas en especie, procedentes sobre todo de los pobres. Conmovido
por la buena voluntad de la naciente comunidad, el obispo permite que se guarde
el Santísimo en la casa. Las hermanas consideran a Jesús Eucaristía como su
mayor riqueza.
El 25 de marzo de 1996, en la
exhortación apostólica Vita consecrata, san Juan Pablo II escribía:
«Una experiencia singular de la luz que emana del Verbo encarnado es
ciertamente la que tienen los llamados a la vida consagrada. En efecto, la
profesión de los consejos evangélicos los presenta como signo y
profecía para la comunidad de los hermanos y para el mundo; encuentran
pues en ellos particular resonancia las palabras extasiadas de Pedro: Bueno
es estarnos aquí (Mt 17, 4)… ¡Qué hermoso es estar contigo,
dedicarnos a ti, concentrar de modo exclusivo nuestra existencia en ti! En
efecto, quien ha recibido la gracia de esta especial comunión de amor con
Cristo, se siente como seducido por su fulgor: Él es el más hermoso de
los hijos de Adán (Sal 45/44, 3), el Incomparable» (núm. 15).
Como una tormenta
En 1817, la comunidad puede instalarse
de nuevo en la casa de la señora de Saint-Cyr, que acaba de quedar libre, ya
que sus ocupantes no han podido formar una comunidad unida bajo una misma
Regla. El número de chicas, pero también de novicias, aumenta. El 29 de junio
de 1819, se mudan otra vez para ocupar un antiguo convento de franciscanos.
Entonces, la enfermedad se abate sobre la casa. Fallecen varias religiosas y
numerosas niñas y postulantas son recuperadas por sus padres. Sin embargo, poco
a poco, se va recobrando la salud. A partir del mes de agosto de 1820, «de
repente, como una tormenta», Emilia se sumerge en espesas tinieblas:
«Tentaciones contra la fe, de tal suerte que se siente como destruida —dirá a
su confesor—. Contra la esperanza: todo parece demostrar al alma que se halla
perdida y abandonada de Dios. Contra la caridad: Dios se le representa como su
enemigo… Cuando a esa triple tentación se añade la lejanía por la humanidad
sagrada de Jesucristo, la aflicción se hace más fuerte: el alma pierde entonces
todo recurso, todo apoyo…». El padre Marty se dedica a reconfortarla, pero la
tribulación durará treinta y dos años, hasta desaparecer totalmente dos meses
antes de su muerte. La priora del Carmelo de Figeac escribe también a Emilia
para apoyarla e iluminarla sobre el amor de Dios que no la abandona. Además, la
salud de Emilia se resiente: los médicos diagnostican un pólipo nasal. Tras el fracaso
de una primera operación, es necesario empezar dos veces más, pero con poco
éxito. Se invoca entonces a san José, pero la curación nunca será total.
Vía normal
En noviembre de 1823, el padre Marty
escribirá a su protegida: «El penoso estado en el que usted se encuentra
interiormente no debe ni sorprenderla ni alarmarla. Dios, en su misericordia
más que en su justicia, la somete a esa prueba para advertirla, instruirla y
hacer que sea mejor… Es una tendencia frecuente, y casi diríamos una tentación
de las almas fervorosas, imaginar que, si la dulzura de amar a Dios sufre un
eclipse, ello no puede ser otra cosa que un castigo. Que el Señor, mediante
ello, quiera permitir la expiación de desfallecimientos de poca importancia, es
posible. Pero debe invocarse en este caso una explicación de mayor calado y
también más consoladora: que la regla general de la conducta habitual de las
almas comporta esa desaparición. Si Dios colmara siempre y pagara, una a una,
cada fidelidad, con un salario de dulzura, el alma se tornaría egoísta
fácilmente; ya no serviría tan puramente a Dios por Dios; lo serviría por la
segunda intención de ser gratificada con una compensación en su interior. Dios
ama el metal puro. A fin de ver si le sirven únicamente por Él mismo, después de
un tiempo de dulzura, generalmente, suprime la dulzura. Ahí se sitúa la línea
divisoria de las almas. Muchas, la mayor parte, llevan muy bien el hecho de seguir
al Maestro hasta el monte Tabor, pero cuando la colina de la beatitud se muda
en colina de angustia, y cuando el Tabor se torna Getsemaní, la mayoría
abandonan la partida… Está usted, querida madre, en la vía normal por la cual
Dios conduce a las almas a las que quiere obligar a ser completamente suyas.
“Sabed —dice san Francisco de Sales— que he visto a pocas personas adelantadas
sin esa prueba”».
En 1819, Adela de Trenquelléon,
fundadora de la rama femenina de los marianistas, entra en relación con Emilia,
considerando la posibilidad de fusionar las dos obras en una. La señora de
Trenquelléon sería la superiora del grupo, y Emilia conservaría solamente la
dirección de Villefranche, cosa que satisface su humildad. Pero, cuando en
1822, Emilia propone a sus religiosas realizar esa unión, ellas lo rechazan y
prefieren que ambos institutos permanezcan separados. A partir de ese día,
conceden a su fundadora el título de madre. Humildemente, Emilia se pliega a su
opinión. Su instituto se conoce primeramente con el nombre de Hermanas de San
José, pero para evitar la confusión con otras obras, las religiosas deciden
entonces adoptar el vocablo de la Sagrada Familia. La espiritualidad de la
madre Emilia se apoya en el conocimiento de Jesús, aplicándose a recurrir a su
Corazón. En el pequeño reglamento de la comunidad puede leerse: «Para obtener
la gracia de conocer a Jesús pobre y humillado, practicaremos las estimadas
virtudes de su divino Corazón, que son la pobreza y la humildad, viviendo
desprendidas de todo, de tal manera que cada una de nosotras querrá de todo
corazón que la consideren la última, apreciando las tareas más bajas y los
sitios más incómodos». La fundadora no impone mortificaciones externas ni
austeridades incompatibles con la misión de docentes, pero desea que el amor
comprometa a las hermanas a cumplir con asiduidad y gozo su deber de estado,
sin pensar en sí mismas y sin quejas.
Tras ser nombrado vicario general en
1823, el padre Marty reside a partir de entonces en Rodez. Todavía es el
superior de la congregación, pero su lejanía priva a la madre de buenos
consejos, y a las religiosas de una dirección inteligente y segura. Al dejar
Villefranche, deja a la fundadora en un estado de salud precario agravado por
largos insomnios y úlceras de estómago; por añadidura, el oído de la madre
declina, y un defecto de lenguaje dificulta su expresión. Sin embargo, habla a
la comunidad con entusiasmo, claridad y calor oratorio. En los comienzos de la
fundación, la madre Emilia aportó solamente a sus compañeras un modesto
reglamento, pero ahora hay que establecer verdaderas Reglas. El Padre Marty se
esfuerza en redactarlas inspirándose en la Regla de san Agustín, antes de
fallecer en noviembre de 1835.
Una particularidad
No obstante, la experiencia pone de
relieve una particularidad que parece susceptible de romper la unidad de la
congregación. Ésta cuenta con hermanas de clausura que se dedican a la
enseñanza, y con otras hermanas que no son de clausura y que desempeñan un
ministerio de caridad en la ciudad para con los pobres, los enfermos, los
prisioneros y, más tarde, las mujeres extraviadas, o que van, en pequeños
grupos, a enseñar a los pueblos. ¿Es prudente querer hacer vivir en un mismo
instituto a hermanas de clausura y a hermanas sin clausura? De hecho, hay
división de opiniones. La madre Emilia, que no sabe cómo resolver esa
contingencia, se desanima. Su aprecio por la vida de clausura la mueve a
considerar la supresión de las hermanas sin clausura, pero el obispo de Rodez,
que se preocupa mucho por las escuelas, interviene ante ella y la madre
recupera el ánimo. Por ello decide dar a las hermanas sin clausura una
formación adaptada a su misión, instaurando para ellas un noviciado separado.
El 1 de septiembre de 1846 se promulgarán unas constituciones que
adaptarán la Regla a la realidad que se vive: algunas hermanas llevan una vida
de clausura, otras se dedican al cuidado de los enfermos y de los pobres, y
otras —finalmente— a la enseñanza de las niñas en las escuelas externas. Sin
embargo, esas constituciones causarán muchos sufrimientos a la fundadora, por
cuanto darán menos oportunidad, en la administración de lo temporal, de
abandonarse totalmente a la Providencia. La madre Emilia confiará a una
religiosa: «Durante todo el tiempo en que contamos con la divina Providencia, y
en que asistimos abundantemente a los pobres, no nos faltó de nada; pero desde
que lo hemos substituido por medios humanos, nos falta de todo».
La madre Emilia cultiva una profunda devoción a la Virgen, en especial,
después de 1846, a Nuestra Señora de la Saleta. Dos días antes de su muerte,
confesará lo siguiente: «Tuve mucho consuelo pensando en los pastores de La
Saleta, pues la Santísima Virgen lloraba cuando se les apareció, y yo tengo la
confianza de hallarla muy alegre cuando la vea». El sábado 19 de septiembre de
1846, en efecto, en una montaña próxima al pueblo de La Saleta, cerca de
Grenoble, dos jóvenes pastores habían visto cómo se aparecía, en medio de una
luz resplandeciente, la Virgen María, llorando, quien les había revelado la
causa de sus penas: la impiedad de los hombres y, muy especialmente, el trabajo
en domingo y las blasfemias.
Cimentar la unión
En 1850, la madre redacta un testamento
espiritual: «Queridísimas hermanas: lo que deseo más ardientemente
—escribe— es que escuchéis con frecuencia en el fondo de vuestro corazón estas
palabras de nuestro dulce Salvador: Bienaventurados los
misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia (Mt 5, 7). La
meditación atenta de estas divinas palabras hará que os resulte fácil la
observancia del artículo 86 de nuestras constituciones (que os aconsejo que
leáis con frecuencia e incluso que aprendáis de memoria). [“Siendo el espíritu
del instituto imitar en todo a la Sagrada Familia, las hermanas deben aplicarse
en vivir juntas en la unión más perfecta. Sean de clausura o no, son miembros
de un mismo cuerpo; deben captar con disposición la ocasión de cimentar su
unión íntima mediante servicios mutuos; tener unas con otras amabilidad
continua; evitar con cuidado todo lo que pudiera alterar esa ternura
fraterna”]. La fidelidad con la cual lo observéis os conseguirá unas gracias
muy abundantes para cumplir todos vuestros deberes y demostraros que el yugo
del Señor es suave y su carga es ligera.
Os ruego que recordéis que el único pensamiento que hizo establecer la
congregación de la Sagrada Familia fue procurar una educación cristiana a las
niñas pobres, ya que las clases de pago eran consideradas como accesorio y no
como objetivo principal… [Mis compañeras y yo] nos pusimos con confianza bajo
las alas de la Providencia. Nos gustaba repetir estas palabras de nuestro buen
Maestro: Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se
os darán por añadidura (Mt 6, 33)… Hagamos, queridísimas hermanas,
todo lo que dependa de nosotras para merecer oír de nuestro divino Esposo estas
consoladoras palabras: Venid, benditos de mi Padre… Porque
tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era
forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me
sanasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme (Mt 25, 34-36). Pensad a
menudo en esas admirables palabras, y la caridad abundará en vuestros
corazones».
La madre consagra sus últimas energías
en suscitar a su alrededor el ímpetu misionero para la evangelización de las
tierras lejanas: «Es necesario que nuestra caridad cruce los mares» —afirma. En
el mes de julio de 1852, el desamparo espiritual en que estaba sumida desde
hacía más de treinta años, desaparece súbitamente y da lugar a una profunda
paz; presintiendo su próximo final, la madre entrega a su ayudante el gobierno
de la congregación. La madre Emilia se apaga el 19 de septiembre, coincidiendo
el día y la hora de su muerte con el día y la hora de la aparición de La
Saleta. La congregación cuenta entonces con 36 casas. En la actualidad, su
congregación está presente en doce países y en cuatro continentes.
Durante el capítulo general de la congregación en 1968, se suprimió la
rama de las hermanas de clausura; se instituyeron casas consagradas más
especialmente a la oración, para que las hermanas acudieran a buscar
espiritualmente sus raíces. En ellas se les recomienda crear y favorecer la
unión con Dios a lo largo de toda su vida apostólica.
Con motivo de la canonización de la
madre Emilia, el 23 de abril de 1950, el Papa Pío XII expresaba este deseo:
«Que todos los cristianos caminen siguiendo las huellas de esta alma gozosa y
valiente. Y puesto que la sociedad doméstica es como una “escuela de vida
pública” (Cicerón), si los niños, las madres, los padres de familia imitan a
Jesús, a María y a su casto esposo, entonces, sin duda alguna, la sociedad
humana podrá ser completamente curada, y llegarán tiempos mejores y más
dichosos. ¡Que santa Emilia de Rodat lo pida al Cielo y que nos lo obtenga del
Divino Redentor!».
Dom
Antoine Marie osb
Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com
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