3. EL MISTERIO DEL HIJO
3.1. JESUS, CENTRO DE LA BIBLIA
I
"Todo lo atraeré
a Mí" (Juan XII, 52). Cuando Jesús dice esta Palabra no parece significar
que después de su muerte todos se convertirán a Él. Bien tristemente vemos que
no fué así, ni lo es hoy, ni lo será cuando Él venga (Mat. XIII, 30 y 41; XXIV,
24; Luc. XVIII, 8).
Al decir, pues, Jesús:
“Cuando Yo haya sido levantado en alto, todo (no todos) lo atraeré a Mí”, quiere
significar que, consumado el misterio oculto desde todos los siglos" (Ef.
III, 9), con su Pasión, Muerte y Resurrección, Él será “el centro hacia el cual
convergen todos los misterios de ambos Testamentos”.
Desde entonces, toda
posible fe es necesariamente fe en Jesús (I Juan V, 10), y por eso los judíos,
al no creer en El, que, según Hech. III, 26, había resucitado ante todo para
ellos, quedaron desde entonces con un velo que les impide entender aún el
Antiguo Testamento (II Cor. III, 14 s.) y que sólo se levantará cuando se
conviertan a Él (ibid. v. 16; Mat. XXIII, 39).
¿Cómo podría en efecto
entenderse el Antiguo Testamento sin Jesús, siendo el Mesías el fin hacia el
cual se encamina toda la Ley (Torah), todos los Profetas (Nebiyim) y todos los
Hagiógrafos (Ketubim)?
Oigamos cómo les habla
Jesús: "Si creyeseis a Moisés me creeríais también a Mí, pues de Mí
escribió él. Pero si no creéis a sus escritos ¿cómo creeréis a mis
palabras?" (Juan V, 45 s.). "Abraham vuestro padre se alborozó por
ver mi día; y lo vió y se llenó de gozo”. (Juan VIII, 56). Y San Juan por su
parte añade: "Isaías dijo esto cuando vió Su gloria, y de Él habló” (Juan
XII, 41).
Jesús confirma todo
esto de muchas maneras y especialmente cuando a los discípulos de Emaús,
“comenzando por Moisés y por todos los profetas, les hizo hermenéutica de lo
que en todas las Escrituras había acerca de El" (Luc. XXIV, 27). Y también
cuando dijo a los Once, aún después de su Resurrección: “Es necesario que todo
lo que está escrito acerca de Mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los
Salmos se cumpla" (Luc. XXIV, 44). Y fijé entonces cuando "les abrió
la inteligencia para que comprendieran las Escrituras (ibid. v. 45).
Esto, que les dijo antes de su Ascensión, lo había prevenido desde los primeros días, casi al comenzar el Sermón de la Montaña: “No vayáis a pensar que he venido a abolir la Ley y los Profetas. Yo no he venido para abolir sino para dar cumplimiento. En verdad os digo, hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota, ni un ápice de la Ley pasará sin que todo se haya cumplido” (Mat. V, 17 s.). Es decir que El no aboliría nada, sino que en Él se cumpliría todo, como antes vimos en Luc. XXIV, 44: los misterios dolorosos, que ya pasaron, y los gloriosos que aún esperamos para su Parusía. Todo, esto es: “nova et vetera” (Mat. XIII, 52), o sea, todo lo que los Profetas narraron sobre Él y que San Pedro llama “Sus padecimientos y posteriores glorias” (I Ped. I, 11).
El comprender bien
estas cosas puede servirnos aún para un posible apostolado entre los judíos,
cuya oportunidad quizá se acerca, pues éste es, lo sabemos por experiencia, el
argumento que más satisface a los que de entre ello conservan espíritu bíblico
y religioso, a saber: de cómo la esperanza cristiana se confunde con la de
Israel, pues Aquel que ellos esperan en primer Advenimiento es el mismo que
nosotros esperamos en su Retorno.
II
Pero hay más. Las
palabras citadas, con que Jesús ha confirmado todo el Antiguo Testamento como
endosándolo con su firma, tienen la virtud de convertirlo todo en Evangelio a
los ojos del cristiano, el cual descubre así una importancia antes insospechada
en esos viejos y misteriosos libros que sólo parecerían interesar a la remota
historia de un pueblo que fué.
Y de este modo se
resuelven para nosotros, con una eficacia definitiva, todos los problemas que
plantea la crítica racionalista y que serían graves si los tomásemos en el
terreno puramente racional. Porque ¿quién podría garantizarnos que los escribas
de la Sinagoga conservaron fielmente las Escrituras durante quince siglos? Y
aún así, ¿cómo explicamos que Moisés supiese y narrase con tanto detalle, no ya
sólo las cosas de Abraham y los patriarcas, ocurridas cinco siglos antes, sino
aún las de Adán y la Creación, sucedidas millares de años atrás?
Los problemas que
nunca podrían tener solución plenamente satisfactoria para el ánimo, mientras
tuviésemos que atenernos a testimonios de hombres, Jesús nos los resuelve con
infinita suavidad para nuestro espíritu, como diciéndonos con su autoridad
divina —única, absolutamente definitiva- todo eso es verdad; más aún, es una
verdad que tiene que ver conmigo, por lo cual Yo mismo doy testimonio de ello.
Y os lo doy para vuestra entera satisfacción, pues claro está que el testimonio
mío es mucho más fácil de creer que el de Moisés.
En efecto, Jesús ha
dejado constancia de que Él no pretendió ser creído gratuitamente, sino que
vino y habló como nadie (Juan XV, 22; VII, 46), e hizo obras que nadie hizo (Juan
XV, 24; X, 57 s.), y desafió a que alguien lo descubriese en falta (Juan VIII,
46), y habló con autoridad propia, y no aprendida como los demás (Mat. VII, 28
s.).
Se explica así que
para creerle a Él baste la rectitud, pues Él no sólo se presentó como el Mesías
y el Hijo de Dios, -con una audacia divina que nadie más ha tenido en la
historia— sino también como la Luz venida al mundo con tal certeza que nadie
pudiese rechazarla sino por ciego amor a las propias obras malas (Juan III, 19,
s.). Y, consecuente con esto, nos ofreció, más allá de todo testimonio
extrínseco, un testimonio interior nuestro que es un desafío a cualquier
racionalismo y que encierra toda la apologética del Evangelio, al formular la
asombrosa promesa de que todo el que virtualmente esté dispuesto a someterse
con sinceridad a Dios, reconocerá por las solas palabras de Jesús, que ellas
vienen del Dios verdadero: "Si alguno quiere cumplir la voluntad de Dios,
conocerá si esta doctrina viene de Dios, o si Yo hablo por mi propia
cuenta" (Juan VII, 17).
III
Esta experiencia, —que
vemos realizada en el mismo Evangelio por los samaritanos de Sicar, que no
necesitaron más testimonio que las palabras de Jesús (Juan IV, 42),- podemos
realizarla todos si vivimos en contacto con las divinas palabras del Evangelio.
Y a través de él veremos que crece nuestra admiración y nuestra fe, no sólo en
lo que solíamos mirar como contenido del mensaje neotestamentario, sino
también, con igual intensidad, en todos los Libros del Antiguo Testamento,
puesto que Jesús, centro de todos ellos, se hizo garante de su autenticidad e
inspiración, enseñándonos a mirarlos como, si El mismo los hubiera escrito.
Sólo en este limitado
sentido nos propusimos tratar el tema que anuncia nuestro título: "Jesús,
centro de la Biblia". Pues el señalar en detalle las figuras y profecías
que anuncian al Mesías en todo el Antiguo Testamento, es asunto para llenar
gruesos volúmenes, que por cierto existen, por lo menos en algunas lenguas.
Concluimos, pues,
repitiendo que Jesús es la solución de todos los problemas. Porque si alguien
dice que es difícil creer en el Génesis, que lo encuentra ingenuo o duda de la
información de Moisés, no podrá, después de lo que hemos visto, decir que es
difícil creerle a Cristo. Y es el Señor Jesús quien nos certifica la verdad de
todo el Antiguo Testamento, no sólo citándolo a cada paso, sino también
diciéndonos expresamente: "Escudriñad las Escrituras" (Juan V, 39)
"Ellas dan testimonio de Mí" (ibid.). "La Escritura no puede ser
anulada" (Juan X, 35). Con lo cual el divino Profeta hizo también suyo lo
que decían los Proverbios: “Toda Palabra de Dios está como acrisolada al fuego;
es un escudo para los que en El confían. No añadas una tilde a sus palabras; de
lo contrario serás redargüido y convencido de falsario” (Prov. XXX, 50).
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