2. HACIA EL PADRE
2.5. “DA GLORIA A DIOS”
(Juan IX, 24)
I
He aquí un ejemplo de
claro pecado contra el Espíritu Santo, un detalle asombroso de la apostasía de
los directores espirituales de todo un pueblo. El Evangelio nos lo presenta con
la elocuencia divina de su sobriedad única sin parangón en escrito alguno de
los hombres.
Lo leemos en el capítulo
IX de S. Juan, que está dedicado todo entero a la curación del ciego de
nacimiento. Tiene más juego de pasiones, más psicología intima, que mil dramas,
pero es psicología espiritual, que hay que desentrañar con amor. El que no
tiene su corazón puesto en los sucesos de una narración, la escucha fríamente
aunque ella se refiera a una acción de guerra con millares de muertos. En esto,
el Evangelio está hecho para poner a prueba la profundidad del amor, que se
mide por la profundidad de la atención prestada al relato: porque no hay en él
una sola gota de sentimentalismo que ayude a nuestra emoción con elementos de
elocuencia no espiritual. Por ejemplo, cuando llegan los Evangelistas a la
escena de la Crucifixión de Jesús, no solamente no la describen, ni ponderan
aquellos detalles inenarrables, que María presenció uno por uno; ni siquiera la
presentan, sino que saltan por encima, dejando la referencia marginal
indispensable para la afirmación del hecho. Dos de ellas dicen simplemente: Y
llegaron al Calvario donde lo crucificaron (Luc. XXIII, 55; Juan XIX, 18). Los
otros dicen menos aún: Y habiéndolo crucificado, dividieron sus vestidos (Mat.
XXVII, 35; Marc. XV, 24). ¡Y cuidado con pensar que hubo indiferencia en el
narrador! Porque no sólo eran apóstoles o discípulos que dieron todos la vida
por Cristo, sino que es el mismo Espíritu Santo quien por ellos habla.
Pues bien, en la
curación de este ciego los fariseos han puesto en juego primero,
“honradamente”, todo cuanto era posible para persuadirse de que no hay tal
milagro. Cuidadosa indagación ante el público, interrogatorio especial a los
padres del ciego, y por fin a éste mismo, el cual afirma el hecho con una
insistencia tan terminante, que desconcierta la insistencia con que ellos, los
fariseos, deseaban poder negarlo. Queda así establecida la clase de rectitud de
los fariseos: Ellos no deseaban pecar, ni querían mentir gratuitamente: tenían
un solo inocente deseo: que Jesús no fuera el Mesías. Si se les hubiera
concedido esto, no se habrían empeñado en hacer daño a Jesús ni al pobre ciego.
Pero admitir la posibilidad de que aquel advenedizo carpintero viniese a
despojarlos de su situación y a burlarse de su teología formulista: ¡eso,
jamás! esto era para ellos su propia gloria, es decir, su interés supremo, el
único dogma que no podía admitir ni sombra de prueba en contrario.
II
Vemos aquí el estrago que produce en un alma la pasión que domina. Ellos empezaron por admitirla, y luego concluyeron por justificarla. Entonces esa pasión del odio contra Cristo se convirtió para ellos en una virtud, compatible con sus demás creencias y vida de piedad. Porque no hemos de olvidar que los fariseos eran considerados como “justos” y “santos”. No sólo ayunaban y pagaban el diezmo, como el Fariseo del Templo (Luc. XVIII, 12), sino que conservaban con mucho celo sus “prácticas religiosas”, como hoy se suele decir, y una gran dignidad exterior. Recuérdese, por ejemplo, cuando rechazaron la devolución de las monedas que habían dado a Judas: sinceramente no habrían querido, por ningún interés mezquino, manchar el Templo con aquel precio de Sangre. Que esa Sangre hubiese sido comprada por ellos mismos, eso era otra cuestión: era cuestión de aquella pasión dominadora, ante la cual todo se acalla.
Igual dignidad
mostraron en no querer mancharse entrando al Pretorio del pagano Pilato, a fin
de poder comer la Pascua limpiamente. No importaba que estuvieran conspirando
contra el Hijo de Dios, pues ese rechazo de Jesús era de necesidad
imprescindible, vital.
La suma prueba de esta
piedad hipócrita aparece en el momento culminante del proceso de Jesús, cuando
Caifás, Sumo Sacerdote, para poder decir que el enemigo ha blasfemado, lo
conjura solemnemente por el Dios vivo, a que diga si es el Cristo, el Hijo de
Dios (Mat. XXVI, 33).
¿No tiene esto acaso
todos los caracteres de una gran nobleza? Es el ejercicio solemne del
Pontificado, y una invocación del Sagrado Nombre de Dios, y es también una
abierta, generosa oportunidad para que el Reo, con una simple palabra, pueda
salvarse de todo cargo. Bastaba con que Jesús hubiese dicho esta pequeña frase:
"No soy el Mesías Rey, ni soy el Hijo de Dios"... Inmediatamente
aquellos dignatarios, que en manera alguna se complacían en hacer el mal, lo
habrían llenado de atenciones y favores, y aún tal vez le habrían ofrecido, como
compensación de la mesianidad perdida, algún cargo entre ellos, con tal de que
moderase su lengua y quedase sometido a la debida obediencia.
Como vemos, en todo
habría sido fácil entenderse con estos hombres. Había tan sólo un punto, una
verdad que ellos no estaban dispuestos a admitir. Desgraciadamente para ellos,
esa verdad era LA VERDAD, a pesar de que iba contra todas las honorables
tradiciones en que ellos creían sinceramente y con las cuales habían ido
sustituyendo hasta hacerlos írritos, los preceptos de Dios. Véase lo que Jesús
les dice sobre esto en Mat. XV, 3.9; Marc. VII, 6-13; y sobre su hipocresía en Mat.
XXIII, 1 ss.; Luc. XI, 37 ss. y XII, 1. Compárese también con las apariencias
de piedad que, según está anunciado, tendrán los falsos profetas posteriores (II
Tim. III, 5; II Cor. XI, 13; Apoc. XIII, 11, etc.).
III
En el episodio del ciego,
los fariseos llegan, pues, como íbamos viendo, a hallarse imposibilitados para
negar "de buena fe", como tanto lo habrían deseado, la detestable
realidad del nuevo milagro, que significaba un nuevo prestigio ganado ante las
turbas, ya harto favorables a Él, por aquel revolucionario escandaloso, e impío
violador del Sábado. Había, pues, llegado, como a Caifás en la ocasión que
antes recordamos, el momento de recurrir a la solemnidad del argumento
religioso, en uso de la Sagrada investidura. Con o sin milagro, lo mismo daba:
era necesario que Jesús quedase desacreditado, y para esto interponen ellos el
peso de su omnímoda autoridad; y al mismo ciego, objeto del milagro, le dicen
piadosamente: "Da Gloria a Dios: nosotros sabemos que ese hombre es
pecador" (Juan IX, 24).
Es la suma audacia en
el argumento. Cuando no se puede dar razones, se dice: Lo digo yo y basta. Lo
mismo dijeron a Pilato cuando les preguntó qué acusación llevaban contra
Jesucristo: "Si no fuera un malhechor no te lo habríamos traído"
(Juan XVIII, 30), como diciendo: ¿Se atrevería alguien a dudar de la altísima
santidad e infalible acierto de todos nuestros actos? ¿Cómo pretendes exigirnos
pruebas a nosotros los doctores, pontífices y escribas, que somos la flor y
nata del pueblo santo?
"Da gloria a
Dios: nosotros sabemos que ese hombre (Jesús) es un pecador". He aquí el
sumo pecado contra el Espíritu Santo, más terrible aún quizá que aquel otro que
señaló Jesús: pues allí se imputaba a virtud diabólica los milagros del divino
Taumaturgo (Marc. III, 29 s.): y aquí, no solamente se dice que El es un
pecador; no sólo se compromete la sagrada autoridad sacerdotal para afirmarlo
—"nosotros sabemos que es un pecador"—, se quiere imponer, se quiere contagiar
a otra alma, a un alma que rebosaba de gratitud hacia el Señor Misericordioso
que lo había favorecido; sino que todo eso, toda esa horrenda mentira y
blasfemia y corrupción y sacrilegio, todo eso era para dar gloria a Dios.
IV
La Gloria del Padre
consistiendo en el insulto al Hijo, en el rechazo de Su Enviado, he aquí algo
que agota todas las posibilidades del ingenio de Satanás.
Sólo de paso
observaremos que cuando el ciego curado rechaza valientemente esta imposición,
confundiéndolos al fin con aquella ironía exquisita que puede saborearse en el
Sagrado Texto, ya no les queda más arma que el insulto, y entonces la soberbia
se manifiesta en una de sus explosiones más características: a los argumentos
del ciego, contundentes como martillazos, responden ellos con acento de noble
altivez y santo horror por el pecado: "Naciste todo entero en el pecado, y
nos das lecciones". A lo cual se añadió la violencia: “Y le echaron fuera"
(Juan IX, 34).
Nótese, entre
paréntesis, la nueva y doble mentira; porque el nacer en pecado no era propio
del ciego sino de todos, como bien lo había dicho David en el Miserere; y en
cuanto a la ceguera de aquel hombre, Jesús acababa de decir que no era por
pecado suyo ni de sus padres, sino para gloria de Dios.
Vemos así la gloria de
Dios opuesta a la gloria de Dios. Según Jesús, esa gloria estaba en que Él
hiciese el milagro para demostrar que su Padre era misericordioso. Según
aquellos hombres de la Sinagoga y del Templo, la gloria de Dios estaba en
declarar que Jesús era pecador.
La tremenda lección
que esto encierra no es cosa relegada a aquel pasado. Recordemos que el
Anticristo se instalará, según San Pablo, en el Templo de Dios (II Tes. II, 4).
Y que, según la profecía de Jesús (Juan XVI, 2) llegará un día en que, al
quitársenos la vida, por ser sus verdaderos discípulos, se estará en la
persuasión de hacer con ello obsequio a Dios, o sea de darle gloria, como los
fariseos del capítulo IX de San Juan.
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