viernes, 18 de septiembre de 2020

San Juan Macías, ¡Ejemplo elocuente de esa «unidad interior», que el cristiano debe realizar en su tarea terrena, imbuyéndola de fe y caridad! - San Pablo VI

 

CANONIZACIÓN DE JUAN MACÍAS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

SAN PABLO VI

28 de septiembre de 1975

   

Venerables Hermanos y amados hijos,

La Iglesia se siente hoy inundada de júbilo. Es el gozo de la madre, que asiste a la exaltación de uno de sus hijos. Y precisamente porque es un hijo pequeño, que no brilló durante su vida con los fulgores de la ciencia, del poder, de la notoriedad humana, de todo eso que hace a uno grande a los ojos del mundo, la Madre Iglesia experimenta un regocijo particular. En esta mañana la Iglesia siente resonar de nuevo en sus oídos las palabras insinuantes y maravillosamente asombradoras del Maestro, que proclaman, de manera inequívoca, su preferencia por los sectores más pobres y humildes: ¡Bienaventurados los pobres de espíritu! A la escucha perenne y atenta de su Divino Fundador y en fidelidad indefectible a su mensaje, la Iglesia fija hoy sus ojos en una figura singular, concreción sublime de ideales evangélicos : ¡Juan Macías! Un humilde pastor hasta los treinta y siete años de Ribera del Fresno, en España; emigrante sin recursos a tierras del Perú; por veintidós años sencillo hermano portero del convento dominico de La Magdalena en Lima. Este es el nuevo Santo, a quien la Iglesia rinde en este día su tributo de exaltación suprema, tras haberlo declarado Beato el veintidós de octubre de mil ochocientos treinta y siete.

En su glorificación, como en la de otras figuras humildes cual el Santo Cura de Ars, San Francisco de Asís, San Martín de Porres, y otras tantas que podríamos citar, se hace visible el amor sin reservas ni distinciones de la Iglesia, que valora y ensalza por igual los méritos ocultos de grandes y pequeños, de pobres o de facultosos, sintiendo particular complacencia acaso al elevar a los más pobres, reflejo más vivo de la presencia y predilecciones de Cristo. Por falta de tiempo, no haremos la exaltación que merecería la humilde y gran figura de Juan Macías que, con la ayuda del Señor y en el pleno ejercicio de nuestro ministerio magisterial, hemos inscrito en el catálogo de los Santos. Solamente aludiremos a las razones que embargan nuestro ánimo durante este acto solemne. Canonizando a San Juan Macías nos parece interpretar la intención del Señor, el cual, siendo rico, se hizo pobre para que nosotros fuésemos ricos por su pobreza (Cfr. 2 Cor. 8, 9), existiendo en la forma de Dios, se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo (Cfr. Phil. 2, 6-7), fue enviado por el Padre «a evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos» (Luc. 4, 18), proclamó bienaventurados a los pobres de espíritu (Matth. 5, 3), puso la pobreza como condición indispensable para alcanzar la perfección (Cfr. Marc. 10, 17-31; Luc. 18, 18-27) y dio gracias al Padre porque se había complacido en revelar los misterios del Reino a los pequeñuelos (Cfr. Matth. 11, 26).

Estas son las enseñanzas lineares dejadas por el Señor, y que el Magisterio de la Iglesia nos propone hoy, ilustrándolas con un ejemplo concreto de la historia eclesial. Juan Macías, que fue pobre y vivió para los pobres, es un testimonio admirable y elocuente de pobreza evangélica: el joven huérfano, que con su escasa soldada de pastor ayuda a los pobres «sus hermanos», mientras les comunica su fe; el emigrante que, guiado por su protector San Juan Evangelista, no va en búsqueda de riquezas, como otros tantos, sino para que se cumpla en él la voluntad de Dios; el mozo de posadas y el mayoral de pastores, que prodiga secretamente su caridad en favor de los necesitados, a la vez que les enseña a orar; el religioso que hace de sus votos una forma eminente de amor a Dios y al prójimo; que «no quiere para sí más que a Dios»; que combina desde su portería una intensísima vida de oración y penitencia con la asistencia directa y la distribución de alimentos a verdaderas muchedumbres de pobres; que se priva de buena parte de su propio alimento para darlo al hambriento, en quien su fe descubre la presencia palpitante de Jesucristo; en una palabra, la vida toda de este «padre de los pobres, de los huérfanos y necesitados», (no es una demostración palpable de la fecundidad de la pobreza evangélica, vivida en plenitud?

Cuando decimos que Juan Macías fue pobre, no nos referimos ciertamente a una pobreza -que nunca podría ser querida ni bendecida por Dios- equivalente a culpable miseria o inoperante inercia para la consecución del justo bienestar, sino a esa pobreza, llena de dignidad, que ha de buscar el humilde pan terreno, como fruto de la propia actividad. ¡Con cuánta exactitud y eficiencia se dedicó a su deber, antes y después de ser religioso! Sus dueños y superiores dan claro testimonio de ello. Fueron siempre sus manos las que supieron ganar el propio pan, el pan para su hermana, el pan para la multiplicada caridad. Ese pan, fruto de un esfuerzo socialmente creador y ejemplar, que personaliza, redime y configura a Cristo, mientras deja en lo íntimo del alma la filial confianza de que el Padre, que alimenta a las aves del cielo y viste a los lirios del campo, no dejará de dar lo necesario a sus hijos: «buscad primero el reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura» (Cfr. Matth. 6, 25-34). Por otra parte, la ardua tarea de Juan Macías no distraía su ánimo del Pan celestial.

El, que desde su niñez había sido introducido en el mundo íntimo de la presencia de Dios, fue en medio de su actividad un alma contemplativa. El campo, el agua, las estrellas, los pájaros, le hablaban de Dios y le hacían sentir su cercanía: «Oh Señor, qué mercedes y regalos me hizo Dios en aquellos campos», mientras guardaba el rebaño. Así exclama ya anciano. Y recordando su vida de convento, aquel jardín a donde con frecuencia se retiraba a orar de noche, dirá: «Muchas veces, orando a deshoras de la noche, llegaban los pajarillos a cantar y yo apostaba con ellos a quién más alababa a Dios». ¡Frases de encantadora poesía, que dejan entrever las largas horas dedicadas a la oración, a la devoción a la Eucaristía y al rezo del rosario! Pero esta vida interior nunca representó para Juan Macías una evasión frente a los problemas de sus hermanos; antes bien, partiendo de su vida religiosa, llegaba a la vida social. Su contacto con Dios no sólo no le hacía retraerse de los hombres, sino que le llevaba a ellos, a sus necesidades, con renovado empeño y fuerza para remediarlos y conducirlos a una vida cada vez más digna, más elevada, más humana y más cristiana.

El no hacía con ello sino seguir las enseñanzas y deseos de la Iglesia, la cual, con su preferencia por los pobres y su amor por la pobreza evangélica, jamás quiso dejarlos en su estado, sino ayudarles y levantarles a formas crecientemente superiores de vida, más conformes con su dignidad de hombres y de hijos de Dios. A través de estos trazos parciales, aparece ante nuestros ojos la figura maravillosa y atractiva de nuestro Santo. Una figura actual. Un ejemplo preclaro para nosotros, para nuestra sociedad. Evidentemente, la cuestión económica se plantea hoy con características bien diversas de las que tenía en tiempos de San Juan Macías. Los nuevos sistemas productivos, la acelerada industrialización, la creciente tecnificación y las conquistas en campo nuclear o electrónico, por más que hayan hecho surgir no indiferentes problemas para el hombre, han determinado ciertamente un superior nivel económico y asistencial en vastas áreas del mundo, por desgracia todavía demasiado limitadas. Por otra parte, la sensibilidad social se ha incrementado, dando paso con frecuencia a un tipo de humanismo radical, disociado de toda referencia al trascendente.

En este contexto se nos ofrece en todo su valor actual el mensaje de Fray Juan Macías. El no miró la humildad de su tarea, sino que la cumplió con entrega total y de manera ejemplar. Se dio siempre a los demás y, en el darse a todos, encontró a Cristo. Su trabajo fue una exigencia de su condición de hombre y de cristiano, un ejercicio de fecunda pobreza, un medio de proveer noblemente a su sustento y al de los pobres. Sin pretender nunca hacer de sus experiencias una elaborada sociología, ni convertirse en un experto economista, hizo cuanto estuvo a su alcance por atenuar necesidades y flagrantes desigualdades. Al pedir a los ricos para sus pobres, les enseñaba a pensar en los demás; al dar al pobre, lo exhortaba a no odiar. Así iba uniendo a todos en la caridad, trabajando en favor de un humanismo pleno. Y todo esto, porque amaba a los hombres, porque en ellos veía la imagen de Dios. ¡Cuánto desearíamos recordar esto a cuantos hoy trabajan entre pobres y marginados! No hay que alejarse del Evangelio, ni hay que romper la ley de la caridad para buscar por caminos de violencia una mayor justicia. Hay en el Evangelio virtualidad suficiente para hacer brotar fuerzas renovadoras que, trasformando desde dentro a los hombres, los muevan a cambiar en todo lo que sea necesario las estructuras, para hacerlas más justas, más humanas.

Juan Macías supo en su vida honrar la pobreza con una doble ejemplaridad: con la búsqueda confiada del pan cotidiano para los pobres, y con la búsqueda constante del Pan de los pobres, Cristo, que a todos conforta y conduce hacia la meta trascendente. ¡Estupendo mensaje para nosotros, para nuestro mundo materializado, tarado con frecuencia por un consumismo desenfrenado y por egoísmo sociales! ¡Ejemplo elocuente de esa «unidad interior», que el cristiano debe realizar en su tarea terrena, imbuyéndola de fe y caridad! (Cfr. Mater et Magistra, 51).

Amadísimos hijos, No quisiéramos terminar nuestras palabras sin mencionar algunas características que concurren en la vida de San Juan Macías. La primera es su origen español; hijo de una Nación, cuya historia encuentra sus expresiones más altas y decisivas -que marcan el carácter de su pueblo- en las figuras de sus Santos, como Santo Domingo de Guzmán, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, Santa Teresa de Ávila, San Juan de la Cruz. Nombres estos que, con sólo recordarlos, constituyen por sí mismos un auténtico homenaje que se tributa a España. Un homenaje que nos sentimos contento de poder subrayar por parte Nuestra, como dirigido a una Nación por Nos tan amada, y que la Iglesia entera, tan bien representada en el cuadro solemne de esta plaza de San Pedro por los millares de peregrinos venidos de todo el mundo, desea rendir con Nos a esa tierra de Santos.

Experimentando en ello un gozo de comunión eclesial, un latido más de espiritualidad entre los muchos del Año Santo, una manifestación de fraterna e intensa alegría. Aunque esta alegría podría ser más plena, si estos días no hubiesen sido ensombrecidos por los acontecimientos por todos conocidos. El nuevo Santo continúa la tradición recibida como por una especie de herencia familiar. Una herencia que crece y se desarrolla en el hogar, en la vida familiar, en el ambiente social y en la sensibilidad religiosa del pueblo. Esta canonización ¿no es, pues, un acontecimiento que glorifica una tan alta y noble tradición, preanunciando al mismo tiempo un nuevo renacer de fervor y de santidad en los hijos de esa amada Nación? Nos así lo esperamos. La secunda característica es que San Juan Macías se hizo peruano y en Perú se santificó. Mientras muchas personas llegaban a América en busca de riquezas materiales, el nuevo Santo supo encontrar allí una riqueza espiritual de la que se alimentaron ya los primeros Santos de aquel Continente. Una riqueza integrada por elementos milenarios del pueblo antiguo, los indios, y del nuevo, los colonizadores, a quienes va el mérito de la evangelización de aquel Continente, y que nuestro Santo incrementó decididamente con su vida.

Desde entonces ¡que vitalidad religiosa a pesar de sus lagunas e imperfecciones! ¡Qué corrientes de vida espiritual han marcado la historia de todas aquellas naciones! A todos sus hijos los exhortamos a ser dignos del ejemplo de santidad dejado por San Juan Macías. Por último, San Juan Macías fue religioso dominico, de esa gran familia que tantos Santos ha dado a la Iglesia y cuya labor al servicio de la Verdad ha sido tan unánimemente reconocida. A ellos dirigimos en este solemne día un saludo especial, exhortándoles a seguir sus grandes tradiciones de santidad, a ejemplo de San Juan Macías, de San Martín de Porres y de Santa Rosa de Lima, síntesis de la santidad dominica en las nobles tierras latinoamericanas. Un ejemplo y exhortación que extendemos a todos los miembros de las otras familias religiosas, para que también ellos sientan una nueva incitación hacia cumbres más altas de cercanía divina, de esmero espiritual, de clima en el que se escucha la voz de Cristo. Y ojalá que el nuevo modelo de santidad que hoy proponemos suscite abundantes fuerzas jóvenes, que se consagren sin reserva a los ideales siempre válidos, siempre atractivos, del Evangelio de Jesucristo.

 

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