SAN JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 5 de junio de 1996
Inmaculada Concepción - José Antolínez
(Lectura: capítulo 5
de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos,
versículos 15 y 17)
1. La doctrina de la
santidad perfecta de María desde el primer instante de su concepción encontró
cierta resistencia en Occidente, y eso se debió a la consideración de las
afirmaciones de san Pablo sobre el pecado original y sobre la universalidad del
pecado, recogidas y expuestas con especial vigor por san Agustín.
El gran doctor de la
Iglesia se daba cuenta, sin duda, de que la condición de María, madre de un
Hijo completamente santo, exigía una pureza total y una santidad
extraordinaria. Por esto, en la controversia con Pelagio, declaraba que la
santidad de María constituye un don excepcional de gracia, y afirmaba a este respecto:
"Exceptuando a la santa Virgen María, acerca de la cual, por el honor
debido a nuestro Señor, cuando se trata de pecados, no quiero mover
absolutamente ninguna cuestión, porque sabemos que a ella le fue conferida más
gracia para vencer por todos sus flancos al pecado, pues mereció concebir y dar
a luz al que nos consta que no tuvo pecado alguno" (De natura et gratia,
42).
San Agustín reafirmó
la santidad perfecta de María y la ausencia en ella de todo pecado personal a
causa de la excelsa dignidad de Madre del Señor. Con todo, no logró entender
cómo la afirmación de una ausencia total de pecado en el momento de la
concepción podía conciliarse con la doctrina de la universalidad del pecado
original y de la necesidad de la redención para todos los descendientes de
Adán. A esa consecuencia llegó, luego, la inteligencia cada vez más penetrante
de la fe de la Iglesia, aclarando cómo se benefició María de la gracia
redentora de Cristo ya desde su concepción.
2. En el siglo IX se introdujo también en Occidente la fiesta de la Concepción de María, primero en el sur de Italia, en Nápoles, y luego en Inglaterra.
Hacia el año 1128, un
monje de Canterbury, Eadmero, escribiendo el primer tratado sobre la Inmaculada
Concepción, lamentaba que la relativa celebración litúrgica, grata sobre todo a
aquellos "en los que se encontraba una pura sencillez y una devoción más
humilde a Dios" (Tract. de conc. B.M.V., 1-2), había sido olvidada o
suprimida. Deseando promover la restauración de la fiesta, el piadoso monje
rechaza la objeción de san Agustín contra el privilegio de la Inmaculada
Concepción, fundada en la doctrina de la transmisión del pecado original en la
generación humana. Recurre oportunamente a la imagen de la castaña "que es
concebida, alimentada y formada bajo las espinas, pero que a pesar de eso queda
al resguardo de sus pinchazos" (ib., 10). Incluso bajo las espinas de una
generación que de por sí debería transmitir el pecado original -argumenta
Eadmero-, María permaneció libre de toda mancha, por voluntad explícita de Dios
que "lo pudo, evidentemente, y lo quiso. Así pues, si lo quiso, lo
hizo" (ib.).
A pesar de Eadmero,
los grandes teólogos del siglo XIII hicieron suyas las dificultades de san
Agustín, argumentando así: la redención obrada por Cristo no sería universal si
la condición de pecado no fuese común a todos los seres humanos. Y si María no
hubiera contraído la culpa original, no hubiera podido ser rescatada. En
efecto, la redención consiste en librar a quien se encuentra en estado de
pecado.
3. Duns Escoto,
siguiendo a algunos teólogos del siglo XII, brindó la clave para superar estas
objeciones contra la doctrina de la Inmaculada Concepción de María. Sostuvo que
Cristo, el mediador perfecto, realizó precisamente en María el acto de
mediación más excelso, preservándola del pecado original.
De ese modo, introdujo
en la teología el concepto de redención preservadora, según la cual María fue
redimida de modo aún más admirable: no por liberación del pecado, sino por
preservación del pecado.
La intuición del beato
Juan Duns Escoto, llamado a continuación el "doctor de la
Inmaculada", obtuvo, ya desde el inicio del siglo XIV, una buena acogida
por parte de los teólogos, sobre todo franciscanos. Después de que el Papa
Sixto IV aprobara, en 1477, la misa de la Concepción, esa doctrina fue cada vez
más aceptada en las escuelas teológicas.
Ese providencial
desarrollo de la liturgia y de la doctrina preparó la definición del privilegio
mariano por parte del Magisterio supremo. Ésta tuvo lugar sólo después de muchos
siglos, bajo el impulso de una intuición de fe fundamental: la Madre de Cristo
debía ser perfectamente santa desde el origen de su vida.
4. La afirmación del
excepcional privilegio concedido a María pone claramente de manifiesto que la
acción redentora de Cristo no sólo libera, sino también preserva del pecado.
Esa dimensión de preservación, que es total en María, se halla presente en la
intervención redentora a través de la cual Cristo, liberando del pecado, da al
hombre también la gracia y la fuerza para vencer su influjo en su existencia.
De ese modo, el dogma
de la Inmaculada Concepción de María no ofusca, sino que más bien contribuye
admirablemente a poner mejor de relieve los efectos de la gracia redentora de
Cristo en la naturaleza humana.
A María, primera
redimida por Cristo, que tuvo el privilegio de no quedar sometida ni siquiera
por un instante al poder del mal y del pecado, miran los cristianos como al
modelo perfecto y a la imagen de la santidad (cf. Lumen gentium, 65) que
están llamados a alcanzar, con la ayuda de la gracia del Señor, en su vida.
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