CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
CON LA ORDENACIÓN EPISCOPAL DE SEIS PRESBÍTEROS
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Basílica de San Pedro
Sábado 29 de septiembre de 2007
Queridos hermanos y
hermanas:
Nos encontramos
reunidos en torno al altar del Señor para una circunstancia solemne y alegre al
mismo tiempo: la ordenación episcopal de seis nuevos obispos, llamados a
desempeñar diversas misiones al servicio de la única Iglesia de Cristo. Son
mons. Mieczyslaw Mokrzycki, mons. Francesco Brugnaro, mons. Gianfranco Ravasi,
mons. Tommaso Caputo, mons. Sergio Pagano y mons. Vincenzo Di Mauro. A todos
dirijo mi cordial saludo, con un abrazo fraterno.
Saludo en particular a
mons. Mokrzycki, que, juntamente con el actual cardenal Stanislaw Dziwisz,
durante muchos años estuvo al servicio del Santo Padre Juan Pablo II como
secretario y luego, después de mi elección como Sucesor de Pedro, también me ha
ayudado a mí como secretario con gran humildad, competencia y dedicación.
Saludo, asimismo, al
amigo del Papa Juan Pablo II, cardenal Marian Jaworski, con quien mons.
Mokrzycki colaborará como coadjutor. Saludo también a los obispos latinos de
Ucrania, que están aquí en Roma para su visita "ad limina Apostolorum".
Mi pensamiento se dirige, además, a los obispos grecocatólicos, con algunos de
los cuales me encontré el lunes pasado, y a la Iglesia ortodoxa de Ucrania. A
todos les deseo las bendiciones del cielo para sus esfuerzos encaminados a
mantener operante en su tierra y a transmitir a las futuras generaciones la
fuerza sanadora y fortalecedora del Evangelio de Cristo.
Celebramos esta
ordenación episcopal en la fiesta de los tres Arcángeles que la sagrada
Escritura menciona por su propio nombre: Miguel, Gabriel y Rafael. Esto nos
trae a la mente que en la Iglesia antigua, ya en el Apocalipsis, a los obispos
se les llamaba "ángeles" de su Iglesia, expresando así una íntima
correspondencia entre el ministerio del obispo y la misión del ángel.
A partir de la tarea
del ángel se puede comprender el servicio del obispo. Pero, ¿qué es un ángel?
La sagrada Escritura y la tradición de la Iglesia nos hacen descubrir dos
aspectos. Por una parte, el ángel es una criatura que está en la presencia de
Dios, orientada con todo su ser hacia Dios. Los tres nombres de los Arcángeles
acaban con la palabra "El", que significa "Dios". Dios está
inscrito en sus nombres, en su naturaleza.
Su verdadera
naturaleza es estar en él y para él.
Precisamente así se
explica también el segundo aspecto que caracteriza a los ángeles: son
mensajeros de Dios. Llevan a Dios a los hombres, abren el cielo y así abren la
tierra. Precisamente porque están en la presencia de Dios, pueden estar también
muy cerca del hombre. En efecto, Dios es más íntimo a cada uno de nosotros de
lo que somos nosotros mismos.
Los ángeles hablan al
hombre de lo que constituye su verdadero ser, de lo que en su vida con mucha
frecuencia está encubierto y sepultado. Lo invitan a volver a entrar en sí
mismo, tocándolo de parte de Dios. En este sentido, también nosotros, los seres
humanos, deberíamos convertirnos continuamente en ángeles los unos para los
otros, ángeles que nos apartan de los caminos equivocados y nos orientan
siempre de nuevo hacia Dios.
Cuando la Iglesia
antigua llama a los obispos "ángeles" de su Iglesia, quiere decir
precisamente que los obispos mismos deben ser hombres de Dios, deben vivir
orientados hacia Dios. "Multum orat pro populo", "Ora mucho por
el pueblo", dice el Breviario de la Iglesia a propósito de los obispos
santos. El obispo debe ser un orante, uno que intercede por los hombres ante
Dios. Cuanto más lo hace, tanto más comprende también a las personas que le han
sido encomendadas y puede convertirse para ellas en un ángel, un mensajero de
Dios, que les ayuda a encontrar su verdadera naturaleza, a encontrarse a sí
mismas, y a vivir la idea que Dios tiene de ellas.
Todo esto resulta aún más claro si contemplamos las figuras de los tres Arcángeles cuya fiesta celebra hoy la Iglesia. Ante todo, san Miguel. En la sagrada Escritura lo encontramos sobre todo en el libro de Daniel, en la carta del apóstol san Judas Tadeo y en el Apocalipsis. En esos textos se ponen de manifiesto dos funciones de este Arcángel. Defiende la causa de la unicidad de Dios contra la presunción del dragón, de la "serpiente antigua", como dice san Juan. La serpiente intenta continuamente hacer creer a los hombres que Dios debe desaparecer, para que ellos puedan llegar a ser grandes; que Dios obstaculiza nuestra libertad y que por eso debemos desembarazarnos de él.
Pero el dragón no sólo
acusa a Dios. El Apocalipsis lo llama también "el acusador de nuestros
hermanos, el que los acusa día y noche delante de nuestro Dios" (Ap 12,
10). Quien aparta a Dios, no hace grande al hombre, sino que le quita su
dignidad. Entonces el hombre se transforma en un producto defectuoso de la
evolución. Quien acusa a Dios, acusa también al hombre. La fe en Dios defiende
al hombre en todas sus debilidades e insuficiencias: el esplendor de Dios
brilla en cada persona.
El obispo, en cuanto
hombre de Dios, tiene por misión hacer espacio a Dios en el mundo contra las
negaciones y defender así la grandeza del hombre. Y ¿qué cosa más grande se
podría decir y pensar sobre el hombre que el hecho de que Dios mismo se ha
hecho hombre?
La otra función del
arcángel Miguel, según la Escritura, es la de protector del pueblo de Dios
(cf. Dn 10, 21; 12, 1). Queridos amigos, sed de verdad "ángeles
custodios" de las Iglesias que se os encomendarán. Ayudad al pueblo de
Dios, al que debéis preceder en su peregrinación, a encontrar la alegría en la
fe y a aprender el discernimiento de espíritus: a acoger el bien y rechazar el
mal, a seguir siendo y a ser cada vez más, en virtud de la esperanza de la fe,
personas que aman en comunión con el Dios-Amor.
Al Arcángel Gabriel lo
encontramos sobre todo en el magnífico relato del anuncio de la encarnación de
Dios a María, como nos lo refiere san Lucas (cf. Lc 1, 26-38).
Gabriel es el mensajero de la encarnación de Dios. Llama a la puerta de María
y, a través de él, Dios mismo pide a María su "sí" a la propuesta de
convertirse en la Madre del Redentor: de dar su carne humana al Verbo eterno de
Dios, al Hijo de Dios.
En repetidas ocasiones
el Señor llama a las puertas del corazón humano. En el Apocalipsis dice al
"ángel" de la Iglesia de Laodicea y, a través de él, a los hombres de
todos los tiempos: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi
voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo"
(Ap 3, 20). El Señor está a la puerta, a la puerta del mundo y a la puerta
de cada corazón. Llama para que le permitamos entrar: la encarnación de Dios,
su hacerse carne, debe continuar hasta el final de los tiempos.
Todos deben estar
reunidos en Cristo en un solo cuerpo: esto nos lo dicen los grandes himnos
sobre Cristo en la carta a los Efesios y en la carta a los Colosenses. Cristo
llama. También hoy necesita personas que, por decirlo así, le ponen a
disposición su carne, le proporcionan la materia del mundo y de su vida,
contribuyendo así a la unificación entre Dios y el mundo, a la reconciliación
del universo.
Queridos amigos,
vosotros tenéis la misión de llamar en nombre de Cristo a los corazones de los
hombres. Entrando vosotros mismos en unión con Cristo, podréis también asumir
la función de Gabriel: llevar la llamada de Cristo a los hombres.
San Rafael se nos
presenta, sobre todo en el libro de Tobías, como el ángel a quien está
encomendada la misión de curar. Cuando Jesús envía a sus discípulos en misión,
además de la tarea de anunciar el Evangelio, les encomienda siempre también la
de curar. El buen samaritano, al recoger y curar a la persona herida que yacía
a la vera del camino, se convierte sin palabras en un testigo del amor de Dios.
Este hombre herido, necesitado de curación, somos todos nosotros. Anunciar el
Evangelio significa ya de por sí curar, porque el hombre necesita sobre todo la
verdad y el amor.
El libro de Tobías
refiere dos tareas emblemáticas de curación que realiza el Arcángel Rafael.
Cura la comunión perturbada entre el hombre y la mujer. Cura su amor. Expulsa
los demonios que, siempre de nuevo, desgarran y destruyen su amor. Purifica el
clima entre los dos y les da la capacidad de acogerse mutuamente para siempre.
El relato de Tobías presenta esta curación con imágenes legendarias.
En el Nuevo
Testamento, el orden del matrimonio, establecido en la creación y amenazado de
muchas maneras por el pecado, es curado por el hecho de que Cristo lo acoge en
su amor redentor. Cristo hace del matrimonio un sacramento: su amor, al subir
por nosotros a la cruz, es la fuerza sanadora que, en todas las confusiones,
capacita para la reconciliación, purifica el clima y cura las heridas.
Al sacerdote está
confiada la misión de llevar a los hombres continuamente al encuentro de la
fuerza reconciliadora del amor de Cristo. Debe ser el "ángel" sanador
que les ayude a fundamentar su amor en el sacramento y a vivirlo con empeño
siempre renovado a partir de él.
En segundo lugar, el
libro de Tobías habla de la curación de la ceguera. Todos sabemos que hoy nos
amenaza seriamente la ceguera con respecto a Dios. Hoy es muy grande el peligro
de que, ante todo lo que sabemos sobre las cosas materiales y lo que con ellas
podemos hacer, nos hagamos ciegos con respecto a la luz de Dios.
Curar esta ceguera
mediante el mensaje de la fe y el testimonio del amor es el servicio de Rafael,
encomendado cada día al sacerdote y de modo especial al obispo. Así, nos viene
espontáneamente también el pensamiento del sacramento de la Reconciliación, del
sacramento de la Penitencia, que, en el sentido más profundo de la palabra, es
un sacramento de curación. En efecto, la verdadera herida del alma, el motivo
de todas nuestras demás heridas, es el pecado. Y sólo podemos ser curados, sólo
podemos ser redimidos, si existe un perdón en virtud del poder de Dios, en
virtud del poder del amor de Cristo.
"Permaneced en mi amor", nos dice hoy el Señor en el evangelio (Jn 15, 9). En el momento de la ordenación episcopal lo dice de modo particular a vosotros, queridos amigos. Permaneced en su amor. Permaneced en la amistad con él, llena del amor que él os regala de nuevo en este momento. Entonces vuestra vida dará fruto, un fruto que permanece (cf. Jn 15, 16). Todos oramos en este momento por vosotros, queridos hermanos, para que Dios os conceda este regalo. Amén
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